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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (16 page)

BOOK: A barlovento
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Ziller frunció el ceño y dio unos golpecitos a la cazoleta de su pipa.

–Algunos viajan toda su vida con una esperanza y luego se llevan la mayor de las decepciones –dijo–. Otros, menos idealistas, llegan a aceptar que el propio acto de viajar ofrece, si no una satisfacción personal, un alivio del sentimiento de que deberían sentirse satisfechos.

Kabe observó cómo un pájaro saltaba de rama en rama en el exterior, con el cuerpo rubicundo y la larga cola manchada por las sombras de las hojas. Oyó las estridentes voces de los niños humanos, jugando y chapoteando en la piscina situada junto a la casa.

–Oh, vamos, Ziller. Podría decirse que cualquier especie inteligente se siente así de alguna forma.

–¿Sí? ¿La suya también?

Kabe manoseó los suaves pliegues de las cortinas del balcón.

–Nosotros somos mucho más antiguos que los humanos, pero creo que sí nos sentimos así una vez. –Se volvió a mirar al chelgriano, enroscado en su asiento, como si estuviera preparado para abalanzarse sobre una presa–. Toda vida sensible que haya evolucionado de forma natural siente una inquietud. En un nivel o escala determinados.

Ziller pareció reflexionar durante unos momentos sobre aquello, y luego negó con la cabeza. Kabe no estaba seguro de si aquel gesto significaba que sus palabras le habían resultado demasiado absurdas como para merecer una respuesta digna, de si había incurrido en un terrible cliché, o de si había argumentado un punto ante el cual el chelgriano era incapaz de responder adecuadamente.

–El asunto es –dijo finalmente Ziller– que, al haber construido tan minuciosamente su propio paraíso desde las premisas básicas de eliminar cualquier causa posible de conflicto entre ellos, y también de todas las amenazas naturales... –Hizo una pausa y lanzó una amarga mirada a la luz del sol que se reflejaba en un dorado ribete de su sofá–. Bueno, de casi todas las amenazas naturales, luego se encuentran con unas vidas tan vacías que tienen que recrear falsas versiones de la clase de terrores que miles de generaciones de ancestros intentaron conquistar a lo largo de toda su existencia.

–Creo que eso es como criticar a alguien por tener un paraguas y también una ducha –repuso Kabe–. Lo que realmente importa es la elección. –Dispuso las cortinas de una forma más simétrica–. Esta gente controla sus terrores. Puede elegir probarlos, repetirlos o evitarlos. Y eso no es lo mismo que vivir bajo el volcán cuando se acaba de inventar la rueda o preguntarse cuándo el dique se romperá y asolará todo el pueblo. De nuevo, esto se aplica a todas las sociedades que han madurado más allá de la era del barbarismo. No tiene más misterio.

–Pero la Cultura insiste mucho en su utopianismo –dijo Ziller en un tono que Kabe consideró casi amargo–. Son como un bebé que solo quiere lanzar lejos un juguete.

Kabe contempló a Ziller fumando su pipa durante un rato, y después caminó a través de la nube de humo y se sentó sobre sus tres extremidades en la alfombra mullida que se extendía junto al sofá de su compañero.

–Creo que es natural, y signo del éxito de una especie, que lo que debía sufrirse como necesidad acabe disfrutándose como deporte. Incluso el miedo puede ser recreativo.

–¿Y la desesperación? –Ziller miró fijamente a los ojos del homomdano.

Kabe se encogió de hombros.

–¿Desesperación? –repitió–. Bueno, solo en el caso de reducir el término a lo que ocurre cuando uno se desespera por completar una tarea, o vencer en algún juego o deporte, y finalmente lo consigue. La desesperación previa convierte a la victoria en algo más dulce.

–Eso no es desesperación –repuso Ziller, con calma–. Eso es una inquietud temporal, el desvanecimiento de la irritación de la decepción prevista. Yo no me refería a algo tan trivial. Me refería a la clase de desesperación que devora el alma, que contamina los sentidos de forma que cualquier experiencia, por placentera que pudiera ser, se satura de amargura. La clase de desesperación que provoca pensamientos suicidas.

–No. –Kabe se balanceó hacia atrás–. No. Pueden tener la esperanza de dejar eso atrás.

–Sí. Lo dejan para los que vendrán.

–Ah –asintió Kabe–. Creo que llegamos al tema de lo que le ocurrió a su gente, Ziller. Bueno, algunos sienten remordimientos que se acercan a la desesperación a ese respecto.

–Fue obra nuestra en su mayor parte. –El compositor golpeó el tabaco de su pipa con un minúsculo instrumento de plata y produjo varias nubes de humo–. Sin duda, no habríamos entrado en guerra sin la ayuda de la Cultura.

–Eso no es necesariamente cierto.

–Discrepo. De todas formas, al menos después de una guerra, podrían habernos obligado a enfrentarnos a nuestra propia estupidez. La implicación de la Cultura provocó que sufriéramos la carnicería del conflicto y no consiguiéramos aprender ninguna lección. En lugar de ello, culpamos directamente a la Cultura. Fuera de nuestra completa destrucción, los resultados no podían haber sido peores, y a veces siento que incluso eso es una excepción injustificable.

Kabe permaneció inmóvil durante un rato, contemplando el humo azul que brotaba de la pipa de Ziller.

'

En una ocasión, Ziller había sido mahrai Ziller VIII de Wescript Dotado-de-Tactados. Nacido en el seno de una familia de administradores y diplomáticos, fue un prodigio musical casi desde la infancia. Compuso su primera obra orquestal a una edad en la que la mayoría de pequeños chelgrianos luchan por aprender a no comerse los zapatos.

Le habían otorgado la designación de Dotado –dos castas por debajo del nivel en la que había nacido– cuando abandonó los estudios, escandalizando a sus padres.

Pese a conseguir exorbitante fama y fortuna en su carrera, no dejó por ello de escandalizarlos todavía más, hasta el punto de la enfermedad y la crisis nerviosa, cuando se convirtió en un Negador de Castas radical, se introdujo en la política como Ecualitario y utilizó su prestigio para defender el fin del sistema de castas. Progresivamente, el ámbito político y el gran público empezaron a escucharlo; todo parecía apuntar a que el Gran Cambio tan comentado podía finalmente llegar a tener lugar. Tras un infructuoso atentado contra su vida, Ziller renunció completamente a su casta y quedó reducido a lo más bajo del ámbito no criminal: un Invisible.

Un segundo intento de asesinato casi triunfó; lo dejó más cerca de la muerte que de la vida, ingresado en un hospital durante un cuarto de año. Se podría debatir ampliamente si los meses que permaneció apartado del panorama político supusieron alguna diferencia importante, pero, indiscutiblemente, para cuando se hubo recuperado, la marea había subido de nuevo, el contragolpe se había iniciado y cualquier esperanza de cambios significativos parecía haberse esfumado durante, como mínimo, una generación entera.

La producción musical de Ziller había sufrido durante sus años de implicación política, al menos en cantidad. Anunció que se retiraba de la vida pública para concentrarse en la composición, alienando de esa forma a sus antiguos aliados liberales y provocando el deleite de los conservadores que habían sido enemigos suyos. Pese a la gran presión que sufría, no quiso renunciar a su estatus de Invisible –aunque, cada vez más, lo trataban como a un Entregado honorario– y nunca mostró ningún signo de apoyo por la causa, excepto por aquellos que estudiaban el silencio en referencia a cualquier asunto político.

Su prestigio y su popularidad aumentaron aún más, le llovieron cascadas de premios, menciones y honores, las encuestas lo revelaron como el chelgriano más importante de la época, e incluso se desataron rumores de que, algún día, llegaría a ser presidente ceremonial.

Con semejante cota de fama y prominencia sin precedentes, utilizó su presunto reconocimiento del mayor honor civil que el estado chelgriano podía otorgar –en una majestuosa y solemne ceremonia celebrada en Chelise, la capital del estado, que se emitiría en toda la esfera del espacio chelgriano–, para anunciar que él jamás había cambiado sus ideales, que era y siempre sería un liberal Ecualitario, que se sentía más orgulloso de haber trabajado con la gente que seguía unida a aquellos ideales que de su propia música, que había madurado para detestar las fuerzas del conservadurismo aún más que durante su juventud, que seguía despreciando al Estado, a la sociedad y a la gente que había tolerado el sistema de castas, que no aceptaba aquel honor y devolvería el resto, y que ya había reservado un pasaje para abandonar el estado chelgriano de inmediato y para siempre, porque, al contrario que sus camaradas liberales a los que amaba, respetaba y admiraba tanto, él no tenía la fuerza moral necesaria para seguir viviendo en aquel régimen vicioso, odioso e intolerable.

Su discurso fue ovacionado con un colosal silencio de sorpresa. Abandonó el escenario entre silbidos y abucheos y pasó la noche en una embajada de la Cultura, a cuyas puertas se agolpó una masa dispuesta a terminar con su vida.

Se embarcó en una nave de la Cultura al día siguiente, y viajó extensamente por allí a lo largo de los siguientes años. Finalmente, estableció su hogar en el orbital de Masaq.

Ziller se quedó allí incluso después de la elección de un presidente ecualitario en Chel, que tuvo lugar siete años después de su marcha. Se llevaron a cabo varias reformas y los Invisibles y las otras castas fueron exoneradas al fin; pero, no obstante, pese a numerosas peticiones e invitaciones, Ziller no había regresado a su hogar, sin dar excesivas explicaciones.

La gente dio por hecho que la razón era que el sistema de castas seguía vigente. Parte del compromiso que habían vendido las reformas de las castas superiores era que los títulos y los nombres de cada casta se conservarían como parte de la nomenclatura legal de cada individuo, y que una nueva ley de propiedad proporcionaría la titularidad de las tierras de clanes a la familia inmediata del superior de cada casa.

A cambio, la gente de cualquier nivel social tendría la libertad, a partir de entonces, de casarse y procrear con quien quisiese, y cada pareja tomaría la casta del designado más alto de los dos, su descendencia heredaría la casta; tribunales de castas electas supervisarían la redesignación de los individuos que solicitasen una casta, y ya no existiría ninguna ley que castigase a aquellos que afirmasen ostentar una casta superior a la suya, con lo que, en teoría, cualquiera podía ser lo que quisiera, aunque un tribunal de justicia insistiese en denominarlos con el apelativo de la casta en la que nacieron o a la que fueron redesignados.

Aquello suponía un colosal cambio en el comportamiento y en las leyes en comparación con el sistema antiguo, pero no dejaba a un lado el sistema de castas, y eso no parecía suficiente para Ziller.

Entonces, la coalición de gobierno de Chel designó a un Castrado como presidente, como símbolo efectivo pero sorprendente del gran cambio que había tenido lugar. El régimen sobrevivió a un intento de golpe de Estado perpetrado por varios oficiales de las Guardias, experiencia gracias a la cual pareció fortalecerse, repartiendo el poder y la autoridad, de manera aún más plena e irrevocable, entre los escalafones más bajos de las castas originales. Pero Ziller, posiblemente más popular que nunca, siguió sin querer regresar. Según sus propias palabras, prefería esperar a ver qué ocurría.

Pero algo horrible sucedió a continuación y él lo supo, y no volvió a casa, ni siquiera tras la guerra de Castas, que estalló nueve años después de su marcha y que fue, por reconocimiento propio, culpa de la Cultura en su mayor parte.

'

Finalmente, Kabe dijo:

–Mi propio pueblo luchó una vez contra la Cultura.

–Al contrario que nosotros, que luchamos contra nosotros mismos. –Ziller miró al homomdano–. ¿Obtuvieron algún provecho de la experiencia? –preguntó con aspereza.

–Sí. Perdimos mucho; mucha gente valiente, muchas naves nobles. Y no alcanzamos nuestros principales objetivos de guerra directamente, pero mantuvimos nuestro recorrido civilizacional, y ganamos en el sentido de que descubrimos que se puede vivir en armonía en la Cultura, y en que ya no era lo que creíamos y nos preocupaba: una existencia mesurada en el hogar galáctico. Desde entonces, nuestras dos sociedades han mantenido un trato cordial y, en ocasiones, incluso hemos establecido alianzas.

–Vamos, que, al final, no acabaron con ustedes.

–Tampoco lo intentaron. Ni nosotros. Nunca fue ese tipo de guerra y, por otro lado, no es su forma de hacer las cosas, ni la nuestra. En realidad, la de nadie en nuestros días. En cualquier caso, nuestras disputas con la Cultura siempre fueron un derivado de la acción principal, que era el conflicto entre nuestros habitantes y los idiranos.

–Ah, sí. La famosa batalla de las Dos Novas –dijo Ziller con cierto desdén.

A Kabe le sorprendió su tono de voz.

–¿Ya ha terminado los retoques de su sinfonía? –preguntó.

–Casi.

–¿Sigue estando orgulloso de ella?

–Sí. Mucho. No hay ningún problema con la música. No obstante, empiezo a preguntarme si mi entusiasmo se ha llevado lo mejor de mí. Quizá me equivoqué al implicarme tan a fondo con el
memento morí de
la Mente de nuestro Centro. –Ziller se movió nerviosamente y luego hizo una seña con la mano–. Ah, no me haga caso. Siempre me quedo algo abatido cuando termino una obra de esta envergadura, y debo admitir que siento un cierto grado de nerviosismo ante la perspectiva de dirigirla frente a la cantidad de público estimada por el Centro. Y tampoco tengo claros los complementos esos que el Centro quiere añadir a la música. –Ziller gruñó–. Quizá soy más purista de lo que pensaba.

–Estoy seguro de que todo irá maravillosamente bien. ¿Cuándo tiene el Centro la intención de anunciar el concierto?

–Muy pronto –contestó Ziller, a la defensiva–. Es una de las razones por las que he venido aquí. Pensé que me asediarían si me quedaba en casa.

Kabe asintió lentamente.

–Me alegro de poder ayudarlo –añadió–. Y estoy impaciente por escuchar su obra.

–Gracias. Estoy contento del resultado, pero no puedo evitar sentirme algo cómplice del macabrismo del Centro.

–Yo no lo definiría como macabro. Los viejos soldados rara vez lo son. Deprimido, inquieto y, en ocasiones, morboso, pero no macabro. Este es un asunto civil.

–¿El Centro no es un civil? –preguntó Ziller– ¿El Centro puede estar deprimido e inquieto? ¿Esa es otra de las cosas sobre las que no he sido informado?

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