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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (27 page)

BOOK: A barlovento
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Las grietas de Epsizyr solo formaban una parte de los cientos de tipos de páramos desérticos esparcidos por Masaq. Eran áridas y sufrían la sacudida de fuertes vientos y, pese a todo, eran de las zonas agrestes más acogedoras. La gente siempre iba a las grietas, a pasear, a acampar bajo la luz de las estrellas y del lado lejano, y a sentirse apartada de todo durante un tiempo. Y, aunque algunos intentaron vivir allí, casi nadie se había quedado más de algunos cientos de días.

Kabe miraba al exterior, por encima de la cabeza de Ziller, a través del parabrisas frontal del teleférico. Desde la torre alta del punto de partida los cables se extendían en seis direcciones distintas, junto a líneas de mástiles que desaparecían a lo lejos, algunos en línea recta, otros en suaves curvas. Al contemplar el árido paisaje que los rodeaba, Kabe vio las torres, todas de una altura de entre veinte y sesenta metros, y con forma de ele invertida. Estaban en todas partes. Comprendió por qué a las grietas de Epsizyr también se las conocía como la Tierra de las Torres.

–¿Por qué se construyó originalmente el sistema? –preguntó.

Había estado interrogando al avatar sobre el sistema de teleféricos hasta que la criatura comentó su casi olvido de la existencia de aquel lugar.

–Fue obra de un hombre llamado Bregan Latry –contestó el avatar, estirándose sobre su asiento y entrelazando las manos detrás de la cabeza–. Hace mil cien años se le metió en la cabeza que lo que realmente necesitaba este lugar era un sistema de teleféricos propulsados por aire.

–Pero, ¿por qué? –preguntó Kabe.

–Ni idea. –El avatar se encogió de hombros–. Aquello ocurrió antes de mi vigilancia, no lo olvide; en los tiempos de mi predecesor, el que se sublimó.

–¿Quieres decir que no heredaste ningún archivo suyo? –preguntó Ziller, incrédulo.

–No sea ridículo. Claro que heredé una gran serie de archivos y registros. –El avatar miró hacia arriba y negó con la cabeza–. En realidad, mirando atrás, es como si yo hubiera estado aquí. –Se encogió de hombros–. Pero no hay ningún registro que revele por qué exactamente Bregan Latry decidió cubrir las grietas de torres.

–¿Solo pensó que esto debía ser... así?

–Aparentemente, sí.

–Una idea fantástica –observó Ziller. Tiró de una cuerda, tensando una de las velas que colgaban por debajo del teleférico, con el consecuente chirrido de ruedas y poleas.

–¿Y tu predecesor lo construyó para él? –preguntó Kabe.

El avatar emitió un gruñido burlón.

–Por supuesto que no. Este lugar se diseñó como zona inhóspita. No había razón para empezar a llenarla de cables. No. Le dijo que lo hiciera él mismo.

Kabe echó un vistazo por el nebuloso horizonte. Desde allí, se veían cientos de torres.

–¿Y lo construyó todo él solo?

–Según se mire –contestó el avatar, sin dejar de mirar al techo, que estaba decorado con pinturas de antiguas escenas de la vida rústica–. Solicitó capacidad de producción y tiempo de planificación y diseño, y encontró a una aeronave inteligente que también pensaba que resultaría divertido llenar las grietas de torres. Diseñó los teleféricos y las torres, los mandó fabricar y luego, con la ayuda de la aeronave y de alguna otra gente que le apoyaba en el proyecto, empezó a erigir las torres y a unirlas mediante los cableados.

–¿Y nadie puso ninguna objeción?

–Lo mantuvo casi en secreto durante bastante tiempo, pero sí, la gente se quejó.

–Siempre hay críticas –murmuró Ziller. Estaba estudiando un mapa con la ayuda de un cristal de aumento.

–Pero le permitieron continuar...

–Por supuesto que no –repuso el avatar–. Empezaron a derribar las torres. A algunos les gustan las zonas desérticas tal y como son.

–Pero, obviamente, el señor Latry persistió –observó Kabe, mirando de nuevo a su alrededor. Se estaban acercando al mástil de la colina. El suelo se elevaba hacia las velas más bajas del teleférico y su sombra se acercaba más y más a ellos.

–Siguió construyendo las torres, y la aeronave y sus amigos siguieron levantándolas. Y los conservacionistas –el avatar se volvió y miró a Kabe–, tenían un nombre en aquella época, que siempre es mala señal, siguieron derribándolas. Se empezó a unir gente a ambos bandos, hasta que la zona bullía de montones de personas erigiendo torres y colgando cables, seguidas rápidamente por otras que lo tiraban todo abajo y se lo llevaban arrastras.

–¿No se convocó ninguna votación? –Kabe sabía que así era como las disputas solían desenvolverse en la Cultura.

–Sí que votaron, sí –dijo el avatar.

–Y ganó el señor Latry...

–No. Perdió.

–Entonces, ¿cómo...?

–En realidad, se hicieron muchas votaciones. Fue una de aquellas extensas campañas en las que había que votar quién tendría el derecho al voto; solo gente que hubiera visitado las grietas; gente que viviese en Canthropa; toda la población de Masaq...

–Y perdió el señor Latry.

–Perdió en la primera votación, por la que los aptos para votar quedaron restringidos a quienes hubieran visitado previamente las grietas... ¿Creerán que surgió una propuesta que consistía en que cada voto tuviera un peso proporcional a las veces que el votante hubiera estado aquí, y otra de otorgarles un voto por cada día de visita? –El avatar negó con la cabeza–. Créanme, la democracia en acción puede resultar decepcionante. Bien, pues perdió esa primera votación y, en teoría, mi predecesor recibió la orden de detener la producción. Pero entonces, la gente a la que se prohibió el voto formuló una queja y hubo otra votación, entre toda la población de la plataforma, sumada a la de los que habían estado en las grietas.

–Y esa, la ganó.

–No. También la perdió. Los conservacionistas tenían muy buenas relaciones públicas. Mejor que los torristas.

–Ah, ¿también tenían nombre en aquella época? –preguntó Kabe.

–Por supuesto.

–Esta no será otra de esas estúpidas disputas locales que terminaron sometidas a votación en toda la Cultura, ¿verdad? –dijo Ziller, sin dejar de estudiar minuciosamente el mapa. Levantó brevemente la vista hacia el avatar–. Quiero decir, que eso, en realidad, no ocurre, ¿no? –preguntó.

–En realidad, sí ocurre –respondió el avatar. Su voz sonó especialmente profunda–. Más a menudo de lo que parece. Pero no, en aquel caso, la querella nunca salió de la jurisdicción de Masaq. –El avatar frunció el ceño, como si hubiera encontrado algo que objetar a la pintura del techo–. Ah, Ziller, por cierto, cuidado con esa torre.

–¿Qué? –preguntó el chelgriano, levantando la mirada. La torre de la colina se encontraba tan solo a cinco metros de distancia–. ¡Oh, mierda! –Ziller dejó el mapa y el cristal de aumento y tomó rápidamente los mandos para controlar los volantes superiores del teleférico.

Se oyó un chirrido metálico por encima del techo; la torre pasó rozando el lateral derecho del teleférico, y sus vigas de metalespuma rayadas de deposiciones de aves y punteadas de liquen. La cabina sufrió una sacudida y se inclinó sobre la primera serie de puntos mientras Ziller aflojaba las cuerdas, dejando aletear las velas a su libre albedrío. El teleférico se encontraba ahora sobre una especie de anillo situado encima de la cima de la torre, desde donde partían las otras rutas de cables; un conjunto de veletas en la cumbre impulsaba una cadena de accionamiento fijada al anillo, ayudando así al desplazamiento del teleférico.

Ziller vio un par de placas metálicas colgantes; con unos grandes números inscritos con pintura desconchada. En la tercera placa, accionó una de las palancas de dirección hacia delante; los volantes superiores de la cabina se reconectaron y, con un chirrido metálico y una sacudida repentina, el vehículo se deslizó hacia el cable apropiado, descendiendo solo con ayuda de la gravedad al principio, hasta que Ziller agarró las cuerdas y reconfiguró las velas para controlar el teleférico y desplazarlo por un cable que llevaba a otra colina lejana.

–Allí –dijo Ziller.

–Pero, al final, el señor Latry se salió con la suya –prosiguió Kabe–. Eso está claro.

–Está claro –coincidió el avatar–. Al final, consiguió una cantidad suficiente de gente entusiasmada con todo ese ridículo esquema. Finalmente, todo el orbital participó en la votación. Los conservacionistas se conformaron con su palabra de que no corrompería otra zona natural, aunque tampoco se había demostrado que tuviera intenciones de hacerlo.

»Entonces, siguió adelante, plantó las torres, tejió la red de cables y fabricó teleféricos a su antojo. Muchos le ayudaron, tuvo que formar equipos separados, con un par de aeronaves cada uno, y algunos fueron a su aire, aunque la mayoría trabajó según el proyecto general desarrollado por Latry.

»Las únicas interrupciones tuvieron lugar durante la guerra Idirana y, cuando yo ya ejercía, durante la crisis Shaladiana, momento en que tuve que redestinar los excedentes de producción a la construcción de naves y de equipamiento militar. Incluso entonces siguió construyendo torres y extendiendo cables, utilizando maquinaria casera que habían construido algunos entusiastas del proyecto. Para cuando hubo terminado, seiscientos años después de haber empezado, cubrió la mayor parte de las grietas con torres. Y por eso, este lugar se conoce como la Tierra de las Torres.

–Son tres millones de kilómetros cuadrados –observó Ziller, que había retomado el mapa y el cristal de aumento, y con ellos, el estudio detallado de uno con el otro.

–Casi –respondió el avatar, descruzando y volviendo a cruzar las piernas–. Conté el número de torres una vez, y sumé el kilometraje de cable.

–¿Y? –preguntó Kabe.

–Eran números muy elevados, pero no tenían ningún otro interés. Si quiere, los buscaré, pero...

–No –dijo Kabe–. Por mí, no te molestes.

–Entonces, ¿el señor Latry murió habiendo completado el trabajo de su vida? –preguntó Ziller. En aquellos momentos, estaba mirando por una de las ventanillas laterales, mientras se rascaba la cabeza. Levantó el mapa, lo giró hacia un lado, y luego hacia el otro.

–No –contestó el avatar–. El señor Latry no era de los que morían por la causa. Estuvo algunos años recorriendo la zona, él solo, pero al final se aburrió. Hizo varios cruceros interestelares y terminó instalándose en un orbital llamado Quyeela, a sesenta mil años de distancia de aquí. Ni ha regresado, ni tan siquiera ha preguntado por el sistema de teleféricos, que se sepa, durante más de un siglo. Lo último que oí fue que intentaba persuadir a un grupo de VGS para participaren un esquema de inducción de patrones de puntos solares en su estrella local, de manera que formasen nombres o lemas escritos.

–Bien –dijo Ziller, consultando de nuevo el mapa–. Dicen que es bueno tener un pasatiempo.

–Por el momento, el suyo parece consistir en mantenerse a unos dos millones de kilómetros del comandante Quilan –observó el avatar.

–Cielos... –Ziller levantó la vista–. ¿Tan lejos estamos de casa?

–Tan lejos, sí.

–¿Y cómo se encuentra nuestro emisario? ¿Está disfrutando de su estancia? ¿Se ha instalado ya en su nuevo alojamiento? ¿Ha mandado alguna postal a casa?

Ya habían transcurrido seis días desde la llegada de Quilan en
La resistencia fortalece el carácter.
Al comandante le había gustado su alojamiento en la ciudad de Yorle, situada en la plataforma del mismo nombre, que se encontraba a dos plataformas, o dos continentes, de distancia de la ciudad de Aquime, lugar de residencia de Ziller. El comandante había visitado Aquime un par de veces desde entonces, una de ellas acompañado por Kabe, y la otra él solo. En ambas ocasiones había anunciado sus intenciones y había pedido al Centro que se lo comunicase a Ziller. Pero, en cualquier caso, este no pasaba mucho tiempo en casa, ya que se dedicaba a visitar partes del orbital que aún no conocía o, como aquel día, lugares en los que ya había estado.

–Está completamente instalado –repuso el Centro, a través del avatar–. ¿Desea que le comunique que ha preguntado por él?

–No es necesario. No vaya a ponerse demasiado nervioso. –Ziller miró a través de las ventanillas laterales mientras el teleférico se inclinaba por una ráfaga de viento y, tras ello, sin dejar de traquetear y chirriar, aumentaba la velocidad por el cable monofilamentoso–. Me sorprende que no esté con él, Kabe –añadió Ziller, mirando al homomdano–. Creía que la idea era que fueran juntos de la mano durante toda su estancia.

–El comandante espera que pueda convencerlo a usted de concederle una audiencia –dijo Kabe–. Naturalmente, no podría hacerlo si no me moviera de su lado.

Ziller miró fijamente a Kabe por encima del mapa.

–Dígame, Kabe, ¿es una intención completamente honesta por parte de él, o simplemente se trata de esa ingenuidad de la que usted siempre hace gala?

Kabe se echó a reír.

–Un poco de cada, supongo –afirmó.

Ziller negó con la cabeza y dio unos golpecitos al mapa con el cristal de aumento.

–¿Puede explicarme qué significan todas estas líneas entramadas en rosa y rojo? –preguntó.

–Las líneas rosas son consideradas poco seguras –respondió el avatar–. Y las rojas son las que se han caído.

Ziller levantó el mapa y se lo mostró al avatar.

–¿Quieres decir que estos tramos no pueden ser utilizados?

–No en un teleférico –aseguró el avatar.

–¿Habéis dejado que se caigan todas? –preguntó Ziller, mirando de nuevo el mapa y con un tono que a Kabe le pareció algo molesto. El avatar se encogió de hombros.

–Como ya he dicho, al principio no eran responsabilidad mía –repuso–. No tengo nada que ver en sus caídas o en sus recorridos, a menos que elija adoptarlos como parte de mi infraestructura. Y, dado que apenas nadie los utiliza estos días, no voy a hacerlo. De todas formas, en cierto modo me gusta su decadencia gradual entrópica.

–Pensaba que este pueblo construía cosas duraderas –observó Kabe.

–Oh –dijo el avatar–, si yo hubiera construido las torres, las habría anclado al material de base. Esa es la principal razón por la que los cables se han desplomado o resultan inseguros; las torres se han derribado en inundaciones. No tenían cimientos en el sustrato, sino en la geocapa, y tampoco eran muy profundos. Después de un superciclón y un temporal llega una inundación y las torres se caen en masa. Además, el monofilamento es tan fuerte que puede arrastrar varios tramos cuando el agua se lleva consigo un par de torres. No pusieron suficientes frenos de seguridad en los cables. Hubo cuatro grandes tormentas desde que se terminó la construcción del sistema. Me sorprende que no haya habido aún más daños.

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