A barlovento (29 page)

Read A barlovento Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
3.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Pues sí.

–¿Y cuánto le falta a este paseo?

–Otros tres o cuatro kilómetros. –Kabe levantó la cabeza y miró el sol–. Deberíamos estar allí para la hora de comer.

Kabe y Quilan caminaban por la cima de los acantilados de la península Vilster, en la plataforma Fzan. A la derecha, treinta metros más abajo, el océano Fzan golpeaba las rocas. La calima del horizonte estaba repleta de islas diseminadas por todas partes. Más cerca, unos cuantos veleros y otros navíos algo mayores atravesaban los dibujos creados por las olas.

Una brisa fresca soplaba del mar. Azotaba el abrigo de Kabe alrededor de sus piernas y las túnicas de Quilan chasqueaban y se agitaban a su alrededor mientras encabezaba la marcha por el estrecho sendero que atravesaba la hierba alta. A la izquierda, el suelo bajaba y se adentraba en una profunda pradera y después en un bosque de altos árboles nube. Más adelante, la tierra se alzaba hasta un modesto cabo y un risco que giraba hacia el interior, interrumpido por una hendidura que daba paso a uno de los ramales del sendero en el que estaban. Había tomado la ruta más ardua y expuesta que recorría la cima del acantilado.

Quilan volvió la cabeza para mirar las olas que caían contra las rocas que se habían desplomado en la base del acantilado. El olor a mar era igual.

~
¿Recordando otra vez, Quil?

~ Sí.

~
Estás muy cerca del borde. Ten cuidado, no vayas a caerte.

~ Claro.

La nieve caía en el patio del monasterio de Cadracet, se precipitaba con suavidad desde un cielo callado y gris. Quilan cerraba la marcha del grupo que había salido en busca de leña para el fuego, prefería caminar en soledad y silencio mientras los otros se iban arrastrando sendero arriba, por delante de él. Los otros monjes ya habían entrado para refugiarse al calor del fuego del gran salón cuando cerró los postigos tras él, atravesó arrastrando los pies la fina capa de nieve que cubría las piedras del patio y dejó la cesta de madera con el resto bajo la galería.

Se rezagó un momento para empaparse del olor fresco y limpio de la madera, recordó aquella vez en la que habían cogido una cabaña de caza en las colinas Loustrian, solos los dos. El hacha que venía con la cabina estaba roma y él la había afilado con una piedra, con la esperanza de impresionarla con su destreza, pero después, cuando se había puesto a empuñarla para partir el primer trozo de leña, la cabeza había salido volando y había desaparecido entre los árboles. Todavía recordaba sus carcajadas y después, cuando vio su expresión ofendida, el beso que le dio.

Habían dormido bajo unas pieles sobre una base de musgo. Recordaba una mañana fría, el fuego se había apagado durante la noche y la cabaña estaba congelada, habían copulado, él a horcajadas de ella, mordisqueándole el pelo de la nuca, moviéndose con lentitud sobre ella y en su interior, observando el aliento que se le escapaba y ondeaba bajo el sol antes de cruzar la habitación, rodando, hasta la ventana, donde se congelaba en motivos curvados y recursivos; una fusión de patrones salida del caos.

Se estremeció y parpadeó para espantar las lágrimas frías.

Cuando se volvió vio la figura, de pie en el centro del patio, mirándolo.

Era una hembra, vestida con una capa que le caía medio abierta sobre un uniforme militar. La nieve caía entre los dos en espirales mudas. Quilan parpadeó. Durante solo un instante... Sacudió la cabeza, se frotó las manos y se acercó a la hembra mientras se subía la capucha de duelo.

Mientras daba esos pasos se dio cuenta de que hacía medio año que no veía a una hembra en carne y hueso.

No se parecía a Worosei en absoluto, era más alta y tenía el pelo más oscuro, los ojos parecían más estrechos y marchitos. Quilan supuso que era unos diez años mayor que él. Las estrellas de la gorra la identificaban como coronel.

–¿Puedo ayudarla en algo, señora? –preguntó.

–Sí, comandante Quilan –dijo la mujer con voz precisa y contenida–. Quizá pueda.

Fronipel les trajo unas copas de ponche caliente. Su oficina era casi el doble de grande que la celda de Quilan y estaba atestada de papeles, pantallas y los antiguos marcos deshilachados de cuerda que eran los libros sagrados de la orden. Apenas había espacio para que se sentaran los tres.

La coronel Ghejaline se calentó las manos con la copa. Su gorra yacía en el escritorio, a su lado, y había estirado la capa en el respaldo del sillón. Habían intercambiado unas cuantas anécdotas sobre el viaje de la hembra por la carretera vieja, en una montura, y también sobre su papel durante la guerra, a cargo de una sección de artillería espacial.

Fronipel se puso cómodo en su segundo mejor sillón ondulado, el mejor se lo había cedido a la coronel.

–Le he pedido a la coronel Ghejaline que viniera, comandante –dijo–. Está familiarizada con sus antecedentes y su historial. Creo que tiene una proposición para usted.

Dio la sensación de que la coronel hubiera preferido pasar más tiempo abordando la razón de su visita, pero se encogió de hombros con buen talante.

–Sí, comandante. Hay algo que quizá pueda hacer por nosotros.

Quilan miró a Fronipel, que le sonreía.

–¿Y quién sería ese «nosotros», coronel? –le preguntó–. ¿El Ejército?

La coronel frunció el ceño.

–En realidad no. El Ejército está involucrado pero, estrictamente hablando, esto no sería una misión militar. Se parecería más a la que su mujer y usted emprendieron en Aorme, aunque incluso más lejos y a un nivel muy diferente de seguridad e importancia. El «nosotros» al que me refiero serían todos los chelgrianos, pero sobre todo aquellos cuyas almas se encuentran en estos momentos en el limbo.

Quilan se recostó en su sillón.

–¿Y qué se esperaría de mí?

–No puedo decírselo todavía con exactitud. Estoy aquí para averiguar si está dispuesto siquiera a considerar la misión.

–Pero si no sé lo que es...

–Comandante Quilan –dijo la coronel mientras tomaba un sorbo del vino humeante y luego, después de un asentimiento dedicado a Fronipel para agradecerle la bebida, volvía a poner la copa en el escritorio–, le diré todo lo que pueda. –La hembra se irguió un poco más en el sillón–. La tarea que le pediríamos que realizase es de gran importancia. Eso es casi todo lo que sé sobre ese aspecto. Es cierto que sé un poco más, pero no se me permite hablar de ello. La misión requeriría que se sometiese a un dilatado entrenamiento. Una vez más, no puedo decir mucho más. El refrendo de la misión procede de las capas más altas de nuestra sociedad. –La coronel respiró hondo–. Y la razón de que no importe demasiado en este punto lo que le están pidiendo que haga es que en cierto sentido lo que le están pidiendo no puede ser peor. –Lo miró a los ojos–. Es una misión suicida, comandante Quilan.

Ya se le había olvidado el placer que suponía mirar a los ojos de una hembra, aunque esa hembra no fuera Worosei, y aunque ese placer, como una especie de interiorización emocional de una ley física, creara una sensación equivalente y contraria de dolor y pérdida, e incluso culpa. Quilan esbozó una pequeña sonrisa llena de tristeza.

–Oh, en ese caso, coronel –dijo–. Lo haré, sin lugar a dudas.

–¿Quil?


¿Mmm?
–Se volvió para mirar el bulto alto y triangular del homomdano, que había chocado con él.

–¿Te encuentras bien? Te has parado de repente. ¿Has visto algo?

–Nada. No, estoy bien. Es solo... Estoy bien. Vamos. Tengo hambre.

Siguieron caminando.

~ Acabo de acordarme. La señora coronel me dijo que esto es una misión sin retorno.

~
Ah, sí, está eso.

~ Va a volver todo, ¿no?

~
Al contrario que nosotros, sí. Así lo han dispuesto. A eso hemos accedido los dos. Hasta ahora parece haber funcionado.

~ Entonces tú también lo sabías.

~
Sí. Formaba parte del informe de Visquile.

~ Que es por lo que mantuvieron tu copia de seguridad en ese substrato.

~
Que es por lo que mantuvieron mi copia de seguridad en ese substrato.

~ Bueno. Pues estoy deseando ver el próximo capítulo.

Llegó a la cima del sendero del acantilado y vio la ciudad, una cimitarra de torres blancas y agujas que yacía acurrucada en la cuenca de un valle repleto de bosques y rodeado por crecientes acantilados de creta, con una bahía protegida del mar por una lengua de arena. Las olas pintaban de blanco la playa. El homomdano se reunió con él, su cuerpo se alzaba inmenso a su lado y prácticamente bloqueaba el viento. Había un toque de lluvia en el aire.

Al día siguiente, la coronel dejo la montura en los establos del monasterio junto con el uniforme. Se puso el chaleco y los leotardos de una Dada; él tenía que hacerse pasar por un Industrioso, así que se puso unos pantalones y un mandil. Los dos se pusieron unas anodinas capas de invierno grises. Quilan se despidió de Fronipel pero de nadie más.

Esperaron hasta que todos los grupos de trabajo dejaron el monasterio, después bajaron por el sendero inferior entre la nevada y las aristas desnudas de los árboles de lasca y pasaron junto a los recolectores de madera, sus canciones se oían entre la silenciosa nevada como si fueran las voces de unos fantasmas; siguieron bajando y atravesaron un nivel de nubes tenues en donde el manto gris de la coronel parecía desaparecer en ocasiones y luego continuaron bajo el tamborileo de la lluvia por el bosque empapado de hojas oscuras que descendía hacia el valle, donde giraron y siguieron la pista envuelta en profundas sombras que se alzaba sobre la espuma blanca del río que se precipitaba por el abismo.

La lluvia fue amainando y al final cesó.

Un grupo de cazadores de la casta de los Contadores, en un viejo todoterreno, que volvían de los bosques después de acechar a los jhehj se ofrecieron a llevarles, pero los dos rechazaron la oferta con cortesía. En el remolque que seguía al todoterreno se apilaban los cadáveres de los animales. El vehículo se adentró rebotando por la pista en la oscuridad, con su cargamento de muertos, así que a partir de entonces siguieron una línea de manchas frescas de sangre.

Al fin, en las estribaciones de las montañas Grises, hacia el atardecer, salieron a la autopista de peaje del Ceñidor, donde los coches, los camiones y los autobuses pasaban zumbando y dejando un rastro de espuma. Un coche grande los esperaba en la cuneta. Un macho joven que no parecía muy cómodo con ropa de paisano les abrió la puerta y le dedicó a la coronel tres cuartas partes de un saludo militar antes de acordarse de que no debía. El interior del vehículo era cálido y estaba seco. Quilan y la coronel se quitaron las capas. El coche salió a la carretera con un bandazo y emprendió la ruta que los llevaría a las llanuras.

La coronel se sumergió en el transmisor militar de un maletín que había en el asiento trasero y dejó a Quilan a solas con sus pensamientos mientras ella se sentaba con los ojos cerrados, comunicándose. El comandante observó el tráfico, las afueras de la ciudad de Ubrent resplandecieron entre la oscuridad. Parecía estar en mejores condiciones que la última vez que la había visto.

Una hora después habían llegado al aeropuerto, donde los aguardaba un suborbitador de líneas puras en la pista envuelta en brumas. Estaba a punto de estirar el brazo y tocar a la coronel para decirle que ya habían llegado cuando esta abrió los ojos, se quitó el anillo de inducción de la parte posterior de la cabeza y señaló con un gesto la nave, como si quisiera decir, «Hemos llegado».

La aceleración lo clavó con firmeza en el armazón del asiento. Vio las luces de las ciudades costeras de Sherjame, las islas de Delleun, en medio del océano y los destellos de los barcos. Sobre él, las estrellas brillaron serenas y firmes, parecían estar muy cerca en medio del silencio fantasmal de un vuelo casi al vacío.

El suborbitador volvió a hundirse en la atmósfera con un rugido creciente. Se vieron unas cuantas luces y después el aparato se posó con suavidad y perdió velocidad. Quilan dormitó en el transporte cerrado que los sacó del campo privado.

Cuando hicieron el trasbordo a un helicóptero, olió el mar. Volaron unos minutos en medio de la oscuridad y la lluvia, y aterrizaron con estrépito en medio de un gran patio circular. Después lo acompañaron a una habitación pequeña y cómoda, y se quedó dormido de inmediato.

Por la mañana despertó al oír un retumbo seco, no del todo regular, y los chillidos lejanos de unos pájaros; abrió las contraventanas y se asomó a un abismo de aire sobre un mar verde azulado salpicado de espuma y olas que rompían y hervían alrededor de una costa irregular que se encontraba a cincuenta metros de distancia y cien por debajo de su ventana. Una hilera de acantilados se desvanecía en la distancia a ambos lados, y justo enfrente tenía una enorme cuenca doble tallada entre los acantilados, de tal modo que la caída desde el fondo de la cuenca al mar era solo de unos treinta metros. Las nubes de aves marinas revoloteaban bajo el sol como jirones de espuma levantada de un mar inquieto.

Reconocía aquel lugar. Lo había visto en los libros y en la pantalla.

Los cañones de Youmier formaban parte de un extenso sistema de acantilados situado en el continente, una de las islas Tail-Quiff que surgían en una larga curva al este de Meiorin. Los acantilados se precipitaban en el océano desde una altura de entre doscientos y trescientos metros y los diecisiete cañones, los restos de grandes arcos que las marejadas y las olas del océano habían creado primero para destruir después, se alzaban como los dedos de dos ahogados.

La leyenda local había sostenido en otro tiempo que eran los dedos de una pareja de amantes que se habían ahogado al lanzarse desde los acantilados para que no los obligaran a casarse con otras personas.

Habían bautizado a los cañones con el nombre de los dedos y el último y más pequeño, que solo se erguía cuarenta metros sobre las olas, se llamaba el Pulgar. La altura de los otros variaba entre los cien y doscientos metros y tenían más o menos la misma circunferencia allí donde el mar bañaba de forma incesante sus bases, afilando un poco las cumbres de basalto.

Se había comenzado a construir sobre ellos cuatro mil años antes, cuando la familia que gobernaba la zona había construido un castillo pequeño de piedra en el cañón más cercano a la cima del acantilado y había unido los dos por medio de un puente de piedra. A medida que crecía el poder de la familia, también crecía el castillo, hasta que comenzaron las obras en otro cañón, y luego en otro más, y otro.

Other books

Dark Threat by Patricia Wentworth
Marked Fur Murder by Dixie Lyle
Love to Hate Her by Lorie, Kristina
Samantha James by The Secret Passion of Simon Blackwell
Calendar Girl by Stella Duffy
The Burning Soul by John Connolly