A este lado del paraíso (18 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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Tranquila calma

—Los espíritus no tienen ninguna gracia —dijo Alec—, son medio tontos. Siempre me las arreglo para engañar a un espíritu.

—¿Cómo? —preguntó Tom.

—Depende de donde sea. En un dormitorio, por ejemplo. Con un poco de discreción un espíritu nunca te puede sorprender en el dormitorio.

—Vamos a ver. Suponte que hay un espíritu en tu dormitorio, ¿qué medidas puedes tomar al volver a casa de noche? —preguntó Amory con mucho interés.

—Coge un bastón —respondió Alec con deliberada solicitud— del tamaño de una escoba. Lo primero que tienes que hacer es despejar la habitación; para eso primero entras con los ojos cerrados y enseguida enciendes las luces; luego abres el armario y hurgas con el bastón tres o cuatro veces. Si no ocurre nada puedes mirar. Pero siempre antes que nada tienes que ir despejando con el bastón. ¡Nunca se debe mirar primero!

—Naturalmente, es la antigua escuela celta —dijo Tom gravemente.

—Sí, pero ellos primero rezan. De cualquier manera hay que usar el método de despejar dentro de los armarios y detrás de las puertas.

—Y la cama —sugirió Amory.

—¡No, Amory, no! —gritó Alec con horror—. La cama exige una táctica diferente; deja la cama tranquila si tienes aprecio por tu razón. De haber un espíritu en la habitación —y solamente lo hay la tercera parte del tiempo— es seguro que está debajo de la cama.

—Entonces… —empezó Amory.

Alec le hizo un gesto de que se callara.

—Nunca se debe mirar. Debes quedarte en el centro de la habitación; y, antes de que él sepa lo que piensas hacer, da un salto encima de la cama; nunca andes alrededor de ella, porque para un espíritu el tobillo es la parte más vulnerable; una vez en la cama ya estás seguro. El puede pasarse toda la noche debajo de la cama, pero tú estarás tan resguardado como a la luz del día. Y si todavía dudas, échate las sábanas por encima de la cabeza.

—Todo eso es muy interesante, Tom.

—¿Verdad que sí? —Alec brillaba de satisfacción—. Todo, original mío, el sir Oliver Lodge del Nuevo Mundo.

Amory volvía a disfrutar en el colegio. Le había vuelto el sentido de que progresaba en una dirección única y determinada; su juventud se estaba agitando y dejando crecer nuevas plumas. Había almacenado suficiente exceso de energía como para adoptar una nueva pose.

—¿Qué significa esa actitud «distraída», Amory? —le preguntó Alec un día; y como Amory pretendiera hallarse enfrascado y deslumhrado por su libro, añadió—: No trates conmigo de hacerte el Burne, el místico.

Amory le miró inocentemente.

—¿Qué?

—¿Quéeee? —le imitó Alec—. Estás tratando de entrar en trance con… déjame ver ese libro.

Le quitó el libro y lo miró con desprecio.

—¡Bien! —dijo Amory rígidamente.


La vida de Santa Teresa
—leyó Alec en voz alta—. ¡Ay, Dios mío!

—Alec, dime.

—¿Qué?

—¿Es que te molesta?

—¿Qué es lo que me molesta?

—Que esté en trance y todo eso.

—No, claro que no, claro que no me molesta.

—Bueno, entonces déjame tranquilo. Si a mí me gusta ir diciendo ingenuamente a la gente que me creo un genio, déjame tranquilo.

—Estás adquiriendo una reputación de excéntrico si es a eso a lo que te refieres.

A la postre prevaleció Amory, y Alec tuvo que aceptar su pose en presencia de otros, a condición de que se tomara ciertos descansos cuando estuvieran solos; así que Amory se dedicó a «quemarla» a gran velocidad, invitando a cenar a la gente más excéntrica, gente furiosa que preparaba la licenciatura, preceptores con extrañas teorías acerca de Dios y del gobierno, ante el cínico asombro de los engreídos del Cottage Club.

Cuando el sol, rompiendo a través de febrero, empezó a moverse alegremente a lo largo de marzo, Amory pasó varios fines de semana con monseñor; una vez llevó a Burne, con enorme éxito, porque ambos se explayaron con gran gusto y contento. Monseñor le llevó varias veces a ver a Thornton Hancock y una o dos veces a la casa de una tal señora Lawrence, una de esas americanas obsesionadas con Roma, a la que Amory cobró inmediato afecto.

Un día le llegó una carta de monseñor con una posdata que resultó ser excepcionalmente interesante; decía así:

¿Sabes que tu prima lejana, Clara Page, enviudó hace seis meses y vive muy pobremente en Filadelfia? Me parece que no la conoces, pero me gustaría que me hicieras el favor de ir a visitarla. Para mi gusto es una mujer muy notable, poco más o menos de tu edad.

Amory suspiró y decidió hacerle ese favor…

Clara

Era una mujer inmemorial… Amory no era lo suficientemente bueno para Clara, la del ondulado cabello de oro; pero ningún hombre lo era. Su bondad estaba por encima de la prosaica moral de la cazadora de maridos, dejando aparte la necia literatura sobre la virtud femenina.

El dolor la envolvía delicadamente; y, cuando por primera vez la vio en Filadelfia, pensó que aquellos ojos azules acerados sólo podían cobijar felicidad; los hechos a los que tenía que enfrentarse habían forjado, en la forma más acabada, una latente fortaleza, un cierto realismo. Estaba sola en el mundo, con dos niños pequeños, con muy poco dinero y, lo que era peor, una hueste de amigos. Pudo ver cómo una tarde de invierno en Filadelfía tuvo que hacer los honores a una casa llena de hombres, sabiendo que no tenía otra sirvienta que aquella niña negra que cuidaba de los niños. Allí vio a uno de los más grandes libertinos de la ciudad, un hombre habitualmente borracho y tan conocido en casa como fuera de ella, sentado junto a ella toda la tarde discutiendo sobre los «pensionados de señoritas» con una especie de inocente excitación. ¡Pero qué gracia tenía Clara! Del aire que flotaba en el salón podía sacar tema para una conversación fascinante.

El saber que estaba en la mayor pobreza había hecho suponer a Amory que Clara se encontraría en una lamentable situación. Llegó a Filadelfía esperando que el 921 de Ark Street fuera un poco más que una choza. Incluso se sintió defraudado cuando no encontró nada de eso. Era una vieja casa que durante años había pertenecido a la familia de su mando. Una tía de edad, que se negaba a venderla, había depositado en manos de un abogado los impuestos de diez años y se había marchado a Honolulú dejando a Clara que luchase con la calefacción. Así que no fue recibido por una mujer desgreñada, con un niño hambriento colgado del pecho y una mirada triste a lo Amelia. Muy al contrario, por la recepción que le hizo llegó a pensar que nada de este mundo le preocupaba.

Una tranquila fortaleza y un humor de fantasía contrastaban con su serenidad, estados de ánimo en los que a veces se refugiaba. Aunque podía dedicarse a las cosas más prosaicas (pero no tanto como para embrutecerse con esas «artes domésticas» como el punto y el encaje), inmediatamente era capaz de coger un libro y dejar volar la imaginación como una nube arrastrada por el viento. Pero lo más hondo de su personalidad era la dorada radiación que extendía alrededor de ella. Como ese fuego que en la oscura habitación reviste de romance y sentimientos las caras tranquilas que se sientan junto a él, así podía ella inundar de sus luces y sombras las habitaciones donde estaba hasta transformar a su prosaico tío en un hombre de meditativo y raro encanto y al chico de los telegramas en una criatura a lo Puck de deliciosa originalidad. Al principio esa cualidad irritaba a Amory. Consideraba él suficiente su propia singularidad, y le molestaba que ella tratara de despertar en él un interés ignorado para beneficio de algunos admiradores suyos que se hallaban presentes. Sentía como si un educado pero insistente director de escena intentara obligarle a hacer una interpretación distinta de la que había ejecutado durante años.

Pero cuando Clara hablaba, cuando Clara contaba una anécdota de un alfiler de sombrero, un borracho y ella que… Mas cuando la gente trataba de repetir sus anécdotas, aquello no sonaba a nada. Le concedían una especie de inocente atención y muchas sonrisas que duraban largo rato; pocas lágrimas asomaban a los ojos de Clara, pero la gente sonreía hacia ella con los ojos empañados.

Con bastante frecuencia, cuando todos los demás se habían retirado, Amory permanecía media hora en su casa para tomar una taza de té con pan y mermelada por la tarde, o aquellas colaciones nocturnas de «pan y queso», como ella las llamaba.

—Eres una mujer muy notable —Amory se estaba poniendo rancio, encaramado en el centro, de la mesa del comedor a las seis de la tarde.

—Ni por asomo —respondió ella. Buscaba las servilletas en el aparador—. Soy de lo más cargante y vulgar. Una de esas personas a quien no interesan más que sus hijos.

—Vete a contárselo a otro —gruñó Amory—. De sobra sabes que eres resplandeciente —le preguntó la única cosa que sabía que podía intimidarla. La misma pregunta que el primer impertinente le debió hacer a Adán—: Dime algo sobre ti —y ella le dio la respuesta que debió dar Adán:

—No hay nada que decir.

Seguramente Adán le contó todo lo que le rondaba la cabeza aquella noche, mientras los grillos cantaban bajo la hierba polvorienta, haciéndole saber con aire protector qué distinto se sentía de Eva, olvidando qué diferente se sentía ella de él… Pero el caso es que aquella tarde Clara le contó a Amory muchas cosas acerca de sí misma. Había tenido una vida agitada desde los dieciséis años, edad a la que tanto sus ocios como su educación habían sido suspendidos repentinamente. Curioseando en su biblioteca, Amory encontró un libro desencuadernado del que cayó una hoja amarilla que abrió indiscretamente. Era una poesía que ella había escrito en el colegio acerca del muro gris de un convento, en un día gris, y una niña encaramada a él con su capa agitada por el viento, soñando con un mundo multicolor. Por regla general, semejantes sentimientos aburrían a Amory; pero la poesía estaba escrita con tal atmósfera de sinceridad que le proporcionó una imagen cabal de Clara en aquel día frío y gris, con sus ojos azules muy atentos, tratando de ver cómo sus tragedias desfilaban por aquellos jardines. Tuvo envidia de aquella poesía. Cómo le habría gustado estar allí y verla sobre el muro, para hablar de cualquier tontería e iniciar el romance que flotaba en el aire. Empezó a sentirse terriblemente celoso de todo lo que concernía a Clara: de su pasado, de sus niños, de los hombres y mujeres que se congregaban a beber en torno de su fría amabilidad para descanso de sus atribulados ánimos, como en las comedias más interesantes.

—Parece que nadie te aburre —objetó él.

—Casi la mitad del mundo —admitió ella—, pero creo que es una proporción bastante aceptable, ¿no crees tú? —y se volvió a buscar algo en Browning que tratara del asunto. Nunca había encontrado una persona que pudiera como ella buscar un pasaje o una cita para enseñarlo en medio de la conversación, sin irritar ni distraer. Lo hacía constantemente, con tan serio entusiasmo que llegó a sentirse conmovido por aquel pelo dorado, ondulado, sobre el libro…, las cejas fruncidas en busca de la sentencia.

Durante el mes de marzo tomó la costumbre de pasar en Filadelfia los fines de semana. Clara casi siempre estaba acompañada y nunca parecía ansiosa de verle a solas, pues se presentaron muchas ocasiones en que una sola palabra de ella habría bastado para regalarla con otra media hora de deliciosa adoración. Poco a poco se fue enamorando y empezó a pensar insensatamente en casarse. A pesar de que tal designio fluía desde su cerebro incluso hasta sus labios, se dio después cuenta de que el deseo no había echado raíces profundas. Soñó una vez que se había convertido en realidad y se despertó horrorizado porque en sus sueños había visto una Clara tonta y pálida, perdido todo el brillo de su pelo, que dejaba caer insípidas vaciedades de una lengua vacilante. Con todo, era la primera mujer delicada que había conocido y una de las pocas buenas personas que le habían interesado: de tal modo era su bondad un atractivo. Amory había decidido que las buenas personas o bien arrastraban su bondad tras ellos como una obligación o bien la transformaban en una artificiosa genialidad, sin contar con los irremediables vanidosos y fariseos (que Amory no incluía nunca entre los que habían de salvarse).

Santa Cecilia

Bajo su traje gris de terciopelo

color de rosa, con burlona pena

sube y se apaga y alza su belleza

bajo su fundido y agitado pelo.

El aire de ella tanto le rebosa

con sus lánguidas y breves miradas,

tan sutilmente, que apenas sabe…

risa repentina, color de rosa.

—¿Tú me aprecias?

—Naturalmente —dijo Clara, con seriedad—. ¿Por qué?

—Tenemos bastantes cualidades en común. Cosas que son espontáneas en cada uno de nosotros… o que al menos lo eran.

—¿Lo que quieres decir es que no he hecho un uso demasiado bueno de mí mismo?

Clara vaciló.

—No puedo juzgar. Un hombre tiene que pasar por muchas cosas. Yo siempre he vivido protegida.

—No te compliques, por favor, Clara —interrumpió Amory—, pero hablame algo de mí, ¿quieres?

—Claro que sí, yo adoro eso —ella no sonrió.

—Muy amable por tu parte. Pero primero responde algunas preguntas. ¿Te parece que soy terriblemente engreído?

—Bueno, no; lo que tienes es una enorme vanidad, pero a la gente que se da cuenta de su preponderancia le divierte.

—Ya veo.

—Realmente tienes un corazón humilde. Y te hundes en el último infierno de la depresión cuando crees que te desprecian. En verdad no tienes mucho respeto por ti mismo.

—Has dado dos veces en el clavo, Clara. ¿Cómo te las arreglas? Nunca me dejas decir una palabra.

—Claro que no, no puedo juzgar a un hombre si está hablando. Pero no he terminado; la razón de tu poca confianza en ti mismo, por mucho que digas con toda seriedad, al primer fariseo que veas, que te crees un genio, es que te atribuyes toda clase de faltas atroces y tienes que vivir a la altura de ellas. Por ejemplo, siempre andas diciendo que eres un esclavo de la bebida.

—Y lo soy, potencialmente.

—Y también dices que eres un hombre débil de carácter, sin voluntad.

—Ni un asomo de voluntad; soy un esclavo de mis emociones, de mis gustos, de mi horror al aburrimiento, de mis deseos…

—¡Qué vas a serlo! —se golpeaba los puños—. Tú eres un esclavo, un esclavo indefenso, de una única cosa: tu imaginación.

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