—Nada de ridículo, me parece muy grave. Quiero que me lo cuentes todo. Todo lo que has hecho desde que nos vimos por última vez.
Amory lo contó; abordó todo, hasta la destrucción de sus métodos egoístas, y al cabo de media hora su voz ya no tenía aquel tono de indiferencia.
—¿Qué vas a hacer si dejas la universidad? —preguntó monseñor.
—No lo sé. Me gustaría viajar, pero con esta guerra interminable no se puede hacer nada. En cualquier caso, a mi madre no le va a gustar que no me gradúe. No sé qué hacer. Kerry Holiday me dice que vaya con él a incorporarme a la escuadrilla Lafayette.
—Sabes de sobra que eso no te apetece.
—A veces sí; anoche me hubiera ido.
—Bueno, tendrías que estar mucho más cansado de la vida de lo que creo que estás. Te conozco.
—Creo que sí —confesó Amory con desgana—. Me parecía una solución fácil para todo… cuando pienso en otro año interminable e inútil…
—Ya lo sé, pero, para decirte la verdad, no me preocupas demasiado. Me parece que progresas como es debido.
—No —rechazó Amory—. En un año he perdido la mitad de mi personalidad.
—Ni por asomo —refunfuñó monseñor—. Querrás decir que has perdido la mitad de tu vanidad, eso es todo.
—¡Bueno! De cualquier modo me siento como si estuviera todavía en el quinto curso de St. Regis.
—No —monseñor sacudió la cabeza—, aquello fue una desgracia, lo de ahora es una bendición. Lo que hayas de conseguir no te vendrá por los caminos que esperabas el año pasado.
—¿Y qué peor puede haber que mi actual falta de espíritu?
—Quizá en sí mismo… Pero piensa que estás en pleno desarrollo. Has tenido tiempo para pensar y echar por la borda todo tu viejo equipaje cargado de éxito, superhombre y todo eso. La gente como nosotros no vive de teorías como tú hacías. Hemos de hacer una cosa, y si nos dejan una hora al día para pensarla podemos lograr maravillas; pero en cuanto se mezcla ese afán de dominio, estamos perdidos, nos convertimos en borricos.
—Pero, monseñor, es que yo no tengo nada que hacer.
—Amory, entre nosotros te diré que yo he aprendido a hacerlo hace muy poco. Puedo hacer un sinfín de cosas antes que la primera que tengo que hacer, con la cual tropiezo una y otra vez como tú has tropezado con las matemáticas este otoño.
—¿Y por qué hemos de hacer una cosa antes que otra? Me parece que es lo último para lo que estoy capacitado.
—Tenemos que hacerlo porque no somos personalidades, sino personajes.
—Eso está bien. ¿Cuál es la diferencia?
—Una personalidad es lo que tú querías ser, lo que, por lo que me dices, son Kerry y Sloane. La personalidad es algo casi exclusivamente físico, rebaja a la gente —yo la he visto desaparecer en una larga enfermedad—. Cuando una personalidad actúa, desprecia siempre la «primera cosa» por hacer. En cambio, el personaje se concentra, no se puede divorciar de lo que hace. Es como una barra de la que cuelgan muchas cosas, cosas brillantes a veces como las nuestras que el personaje utiliza con mentalidad calculadora.
—Algunas de mis más brillantes posesiones se cayeron cuando más las necesitaba —dijo Amory, conservando el símil con amargura.
—Así es; y cuando sientas que todo tu pomposo prestigio, tu talento y todo eso se ha venido al suelo, no tendrás necesidad de preocuparte por ellos; entonces podrás manejarlos a tu antojo.
—Sí, pero por otra parte he perdido todas mis posesiones, estoy indefenso.
—Totalmente.
—Verdaderamente es una gran cosa.
—Tienes un buen arranque, una cosa que por constitución ni Kerry ni Sloane tendrán nunca. Te despojaron de tres o cuatro ornamentos, y en un rapto de rabia echaste por la borda todos los demás. Ahora tienes que recoger algunos y examinar con cuidado cuáles son los mejores. Pero, recuerda, hay que hacer la «primera cosa».
—¡Cómo me reconforta hablar con Su Reverencia!
Así siguieron hablando, casi siempre sobre ellos mismos y a veces sobre filosofía y religión o sobre la vida, para uno un juego, para el otro un misterio. El religioso parecía anticipar los pensamientos de Amory antes incluso de que se aclararan en su mente, tan íntimamente se hallaban unidas sus inteligencias tanto en la forma como en el fondo.
—¿Por qué haré tantas listas? —le preguntó Amory una noche—. Toda clase de listas.
—Porque eres un medievalista —contestó monseñor—. Lo somos los dos. La manía clasificadora, la manía de encontrar el tipo.
—Es el deseo de conseguir algo definido.
—He ahí el núcleo de la filosofía escolástica.
—Cuando llegué aquí empezaba a pensar que me estaba convírtiendo en un excéntrico. Supongo que era una pose.
—No te preocupes de eso. Quizá la mayor pose es simular que no se tiene pose. La pose…
—¿Sí?
—Tienes que hacer la «primera cosa»
Tras regresar a la universidad Amory recibió varias cartas de monseñor que le proporcionaron más alimento para su egolatría.
Mucho me temo que en nuestras últimas entrevistas te he dado demasiada confianza en tu inevitable seguridad, pero has de recordar que lo hice esperando mucho de tu esfuerzo y no en la estúpida convicción de que triunfarás sin necesidad de luchar. Hay ciertos matices en tu carácter que los das por conseguidos, aunque debes cuidar de no confesarlos a los demás. Eres poco sentimental, casi incapaz para el afecto, astuto sin ser hábil y vano sin ser orgulloso.
No pienses que no vales nada; muy a menudo en la vida estarás en tus peores momentos cuando creas que estás en los mejores; y no te preocupes de perder la «personalidad», como insistes en llamarlo; a los quince resplandecías como una mañana, a los veinte empiezas a sentir la melancólica claridad de la luna, y cuando llegues a mi edad irradiarás como yo el calor dorado de las cuatro de la tarde.
Si has de escribirme, que sea de manera natural. Tu última carta, una disertación sobre arquitectura, era terrible, tan pedante que pensé que vivías en un completo vacío intelectual y emocional; y ten cuidado al clasificar a la gente en tipos definidos; comprobarás que durante toda tu juventud se las arreglarán para saltar de una clase a otra; y, al colocar con arrogancia una etiqueta a cada uno que encuentras, no haces más que meter en una caja de sorpresas un muñeco que luego ha de saltar para reírse de ti en cuanto entre en ese contacto antagónico que te deparará el mundo. La idealización de un hombre como Leonardo da Vinci ha de ser para ti un faro mucho más valioso en el momento presente.
Estás sujeto a ir de aquí para allá, como me sucedió a mí de joven, pero conserva la lucidez de tu mente; y tanto si los locos como los sabios se dedican a criticar, no te sientas demasiado culpable de ello.
Me dices que solamente las convenciones te mantienen en pie ante este «problema femenino»; pero es más que eso, Amory; es el miedo a que una vez que empieces no sólo no podrás detenerte, sino que correrás con la mayor violencia, y sé lo que me digo; es con ese semimilagroso sexto sentido con el que detectarás el mal, con ese semiconsciente temor de Dios que alojas en el corazón.
Cualquiera que sea el oficio que elijas —religión, arquitectura, literatura— estoy seguro de que te encontrarás mucho más resguardado al abrigo de la Iglesia; pero no quiero arriesgar mi influencia contigo, porque estoy persuadido de que «el negro abismo de Roma» bosteza dentro de ti. Escríbeme pronto.
Con afectuosos recuerdos
Thayer Darcy
Durante este período, hasta las lecturas de Amory fueron más escasas, visitando las callejuelas laterales y polvorientas de la literatura: Huysmans, Walter Pater, Théophile Gautier y las historias más picantes de Rabelais, Bocaccio, Petronio y Suetonio. Una semana, llevado de la curiosidad, se dedicó a inspeccionar las bibliotecas de sus compañeros; la de Sloane era una de las más típicas: la serie de Kipling, O. Henry, John Fox junior y Richard Harding Davis;
Lo que toda mujer madura debe saber, El encanto del Yukon
, un ejemplar dedicado de James Whitcomb Riley, un montón de libros de texto destrozados y llenos de anotaciones y, finalmente, para su gran sorpresa, uno de sus propios y últimos descubrimientos, los poemas completos de Rupert Brooke.
Junto a Tom D'Invilliers se dedicaba a buscar entre las lumbreras de Princeton a uno que pudiera continuar la Gran Tradición Poética Americana.
La masa de principiantes era mucho más interesante aquel año que lo había sido todo el Princeton fariseo de dos años antes. Las cosas se habían animado de manera sorprendente aun a costa de una gran parte del encanto espontáneo del primer año. Pero en el viejo Princeton nunca habrían descubierto a un Tanaduke Wylie. Tanaduke estaba en segundo, una curiosidad insaciable y una manera de decir: «¡La tierra gira alrededor de las siniestras lunas de las generaciones preconcebidas!», que a todos les hacía pensar que, aunque el sentido no estaba demasiado claro, no era cosa de poner en duda las expresiones de un alma superior. Por tal lo tenían Tom y Amory. Con toda solemnidad les confesó que su inteligencia era igual que la de Shelley, por lo que influyeron para publicar su verso y prosa poética superlibres en la
Nassau Literary Magazine
. Pero el genio de Tanaduke se teñía con el color de su tiempo, por lo que se entregó a la vida bohemia para descontento de los otros dos. En lugar de «lunas de turbulentos mediodías» hablaba ahora de Greenwich Village; y en lugar de las «niñas de sueño» a lo Shelley que tanto había esperado y querido, frecuentaba a ciertas musas de invierno, no demasiado académicas, encerradas entre la calle Cuarenta y Dos y Broadway. Así que dejaron a Tanaduke con sus futuristas, donde tanto él como sus corbatas llameantes habían de encontrarse mucho mejor. Tom, en el último momento, le aconsejó que dejara de escribir durante dos años y leyera cuatro veces seguidas a Alexander Pope; pero ante la advertencia de Amory de que Pope para Tanaduke era igual que un opíparo banquete para un enfermo de úlceras estomacales, se retiraron entre grandes risas para echar a cara o cruz si aquel genio era demasiado grande o demasiado mezquino para ellos dos.
Amory evitaba despectivamente esos populares profesores que todas las noches, entre copitas de
chartreuse
, regalan con fáciles epigramas a sus admiradores. Le molestaba ademas ese aire de incertidumbre sobre cualquier tema que siempre va unido a un temperamento pedante; sus propias opiniones tomaron forma en una sátira en miniatura, titulada «En el salón de lectura», que tras convencer a Tom se publicó en la Nassau.
Buenos días, insensato…
Tres veces por semana
nos coges indefensos con tu discurso
para despedazar nuestras almas sedientas
con los tímidos síes de tu filosofía.
Aquí estamos tus cien borregos.
Cantad, jugad, moveos… Vamos a dormir…
Dicen que eres sabio;
el otro día nos aporreabas
con un compendio deducido
de un olvidado códice.
Has rastreado toda una era
para llenarte las narices de polvo
y levantarte a publicarlo
con un gigantesco rebuzno…
A mi derecha tengo un vecino,
hombre muy brillante, un «asno ladino»
que todo te lo pregunta… Ahí está;
con aire muy serio y mano inquieta
te viene a decir en este momento
que ha pasado la noche despierto
rumiando tu libro.
Te pondrás como unas pascuas,
él simulará precocidad,
y, pedantes los dos,
alegres y burlones,
al trabajo correréis…
He recibido hoy, señor,
una composición mía que
(gracias a los comentarios que al margen
habéis escrito)
me hace saber que me permito
desafiar las más altas reglas
de la crítica
con ingenio barato y descuidado.
¿Está seguro de eso
y de que no es autoridad Shaw?
En cambio lo que envía El Asno Ladino
es lo mejor del arte más fino.
Cuando Shakespeare se recita,
sobre una silla dormita;
pero un difunto y apolillado maestro
encanta a nuestro gran presumido.
Llega un radical que sorprende
¿al ateo ortodoxo?
Al sentido común representa,
boquiabierto, ante el auditorio.
Y a veces hasta en la capilla
brilla su tolerancia,
su amplia y resplandeciente visión de la verdad
(incluyendo a Kant y al general Booth),
y así de sorpresa en sorpresa vive
el hueco y tímido afirmativo…
Ha sonado la hora… Saliendo del recreo
cien benditos muchachos
con los pies te quitan una palabra
que late en los ruidosos pasillos…
Y olvida en esta tierra mezquina
el poderoso bostezo que te dio a luz.
En abril Kerry Holiday abandonó el colegio y se embarcó hacia Francia para enrolarse en la escuadrilla Lafayette. La envidia y admiración de Amory ante este gesto quedaron mitigadas por una experiencia personal a la que nunca llegó a dar el valor que tenía, pero que, sin embargo, le persiguió y le obsesionó durante los tres años siguientes.
A la medianoche salieron del Healy y marcharon en taxi hacia el Bistolary. Iban Fred Sloane y Amory acompañados de Axia Marlowe y Phoebe Column, dos chicas del espectáculo del Summer Garden. La noche era tan joven que se sentían ridículos de tanto exceso de energía, y entraron en el café como danzantes dionisíacos.
—¡Una mesa para cuatro en el centro de la pista! —gritó Phoebe—. ¡De prisa, querido, dígales que ya estamos aquí!
—Dígales que toquen
Admiration
—pidió Sloane—. Ir pidiendo mientras Phoebe y yo echamos un baile —y se metieron entre la muchedumbre. Axia y Amory, conocidos sólo de una hora, siguieron a un camarero hacia una mesa que les convenía; se sentaron a mirar la gente.
—¡Allí está Findle Marbotson, el de New Haven! —gritó ella por encima del bullicio—: ¡Eh, Findle, hu, hu!
—¡Hola, Axia! —gritó él saludando—. Ven a nuestra mesa.
—¡No! —susurró Amory.
—No puedo, Findle; estoy acompañada. ¡Llámame mañana a eso de la una!
Findle, un hombre vulgar y corriente, respondió incoherentemente y se volvió hacia su brillante rubia, a la qué trataba de arrastrar a bailar.