A la caza del amor (25 page)

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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

BOOK: A la caza del amor
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—No sé si le habría gustado tanto trepar por ventanas de dormitorios ajenos —dijo.

Fabrice se escandalizó, le lanzó una mirada cargada de reproche y le dijo que entonces no habría trepado por ninguna ventana, que en lo que al matrimonio hacía referencia tenía muy altos ideales, y que su vida entera habría estado dedicada a hacer feliz a Louise. Linda se dio cuenta de que lo había ofendido, pero no se quedó del todo convencida.

Durante todo aquel tiempo, Linda veía desde su ventana las copas de los árboles, que habían pasado, desde que se había ido a vivir al piso, del verde oscuro recortado sobre un cielo añil a los esqueletos negros sobre un cielo pardo, pasando por el amarillo sobre un cielo pálido. Era el día de Navidad. En aquella época ya no era posible abrir las ventanas hasta que desaparecían en la pared, pero cada vez que salía el sol, éste daba de lleno en las habitaciones, y el piso siempre estaba caldeado. Aquella mañana de Navidad, Fabrice llegó de forma inesperada, cuando ella no se había levantado aún, cargado de paquetes, y el suelo del dormitorio no tardó en cubrirse de olas de papel de seda entre las que, como si fueran monstruos marinos y pecios medio sumergidos en un mar poco profundo, cabeceaban abrigos de piel, sombreros, mimosas de verdad, flores artificiales, boas de plumas, perfumes, guantes, medias, ropa interior y un cachorro de bulldog.

Linda se había gastado los veinte mil francos de lord Merlin en un minúsculo Renoir para Fabrice: seis pulgadas de marina, una mancha azul intensa que a ella le parecía que quedaría estupendamente en su salón de la Rué Bonaparte. Era dificilísimo comprar regalos para Fabrice, pues poseía la mayor cantidad de joyas, chucherías y rarezas de toda clase que se hubiese visto jamás. Se quedó encantado con el Renoir; nada, dijo, podría haberlo complacido más, y Linda supo que lo decía de todo corazón.

—Huy, qué frío hace hoy —comentó—. Vengo de la iglesia.

—Fabrice, ¿cómo puedes ir a la iglesia estando conmigo?

—Bueno, ¿y por qué no?

—Eres católico, ¿no?

—Pues claro que sí. ¿Qué te crees? ¿Acaso tengo pinta de calvinista?

—Pero entonces, ¿no estás en pecado mortal? ¿Qué pasa cuando te confiesas?


On ne precise pas
—dijo Fabrice, despreocupadamente—. Además, estos pecadillos de la carne no tienen importancia.

A Linda le habría gustado pensar que era algo más en la vida de Fabrice que un simple pecadillo de la carne, pero estaba acostumbrada a darse de bruces con aquellas puertas cerradas en su relación con él, y había aprendido a tomárselo con filosofía y dar gracias por la felicidad que recibía.

—En Inglaterra —dijo— los católicos se pasan la vida renunciando unos a otros. A veces es muy triste para ellos. Hay montones de libros ingleses que hablan sobre eso, ¿sabes?


Les Anglais sont des insensés, je l'ai toujours dit
. Casi hablas como si quisieras que renunciase a ti. ¿Qué ha pasado desde el sábado? Espero que no te hayas cansado de tu trabajo de voluntaria.

—No, no, Fabrice. Sólo pensaba en voz alta, eso es todo.

—Pero pareces tan triste,
ma chérie
… ¿A qué se debe?

—Estaba pensando en el día de Navidad en mi casa. Siempre me pongo sentimental en estas fechas.

—Si ocurre lo que dije que podría ocurrir y tengo que enviarte a Inglaterra, ¿volverás a casa de tus padres?

—No, no —contestó—, además, no va a ocurrir. Todos los periódicos ingleses dicen que estamos ahogando a Alemania con nuestro bloqueo.


Le blocus
—dijo Fabrice con impaciencia—,
quelle Mague! Je vais vous dire, madame, ils ne se fichent pas mal de votre blocus
. Entonces, ¿adónde irás?

—A mi propia casa en Chelsea, a esperarte.

—Podría tardar meses, incluso años.

—Esperaré —dijo.

Los esqueletos de las copas de los árboles empezaron a llenarse y adquirieron una tonalidad rosada que poco a poco fue convirtiéndose en un dorado verdoso. El cielo era azul a menudo y, algunos días, Linda podía volver a abrir los ventanales y tostarse desnuda al sol, cuyos rayos ya tenían cierta fuerza. Siempre le había gustado muchísimo la primavera: le encantaban los cambios de temperatura repentinos, los recuerdos del invierno y los anuncios del verano, y aquel año, viviendo en la hermosa París, con las percepciones acrecentadas por la emoción intensa, la llegada de la estación primaveral le afectó profundamente. Había una curiosa sensación en el aire, muy distinta y mucho más inquietante que la que se respiraba antes de Navidad, y por la ciudad circulaba toda clase de rumores. Linda pensaba a menudo en la expresión
fin de siècle
; había cierta similitud, pensaba, entre el estado mental que denotaba el término y el que reinaba en aquellos momentos, sólo que entonces era más bien
fin de vie
. Era como si todos los que la rodeaban, y ella misma, estuviesen viviendo los últimos días de su vida, pero aquella curiosa sensación no la molestaba; estaba poseída por un fatalismo tranquilo y feliz. Llenaba las horas de espera entre las visitas de Fabrice tumbándose al sol, cuando hacía sol, y jugando con su cachorro. Siguiendo los consejos de Fabrice, empezó incluso a encargar ropa nueva para el verano; Fabrice parecía considerar la adquisición de ropa uno de los principales deberes de la mujer, que había que cumplir aun en caso de guerra y revolución, durante la enfermedad y hasta la muerte. Era como quien dice: «Pase lo que pase, hay que labrar los campos y cuidar del ganado; la vida debe continuar». Fabrice era tan esencialmente urbano que para él, el lento paso de las estaciones estaba marcado por los
tailleurs
primaverales, los
imprimés
veraniegos, los
ensembles
otoñales y las pieles invernales de su amante de turno.

Un precioso día de abril, ventoso, azul y blanco, cayó el mazazo. Fabrice, a quien Linda llevaba sin ver casi una semana, llegó del frente con el semblante serio y preocupado y le dijo que debía irse a Inglaterra de inmediato.

—Te he reservado una plaza en el avión para esta tarde —le dijo—. Prepara una maleta pequeña; el resto de tus cosas tendrá que seguirte en tren. Germaine se encargará de ellas. Tengo que ir al Ministère de la Guerre; volveré en cuanto pueda, a tiempo para llevarte a Le Bourget. Vamos —añadió—, tengo el tiempo justo para un poco más de trabajo. —Estaba en su estado de ánimo más práctico y menos romántico. Cuando regresó, parecía más preocupado que nunca. Linda lo estaba esperando, con la maleta hecha, y llevaba el traje azul con que la había visto por primera vez y el viejo abrigo de visón colgado del brazo.


Tiens
—dijo Fabrice, que siempre se fijaba al instante en lo que Linda llevaba puesto—, ¿qué es esto? ¿Una fiesta de disfraces?

—Fabrice, tienes que entender que no puedo llevarme ninguna de las cosas que me has regalado. Me encantaba tenerlas mientras he vivido aquí y mientras te complacía vérmelas puestas, pero al fin y al cabo, yo también tengo mi orgullo.
Je n'étais quand méme pas élevée dans un bordel
.


Ma chère
, intenta no ser tan de clase media, no te pega nada. No hay tiempo para que te cambies de ropa, pero espera… —Entró en el dormitorio y volvió a salir con un abrigo largo de piel de marta, uno de sus regalos de Navidad. Le quitó el abrigo de visón, lo enrolló, lo arrojó a la papelera y le colocó el otro en el brazo en su lugar—. Germaine se encargará de enviarte tus cosas —le dijo—. Venga, tenemos que irnos.

Linda se despidió de Germaine, recogió el cachorro de bulldog y siguió a Fabrice al ascensor para salir a la calle. No acababa de comprender del todo que estaba dejando atrás aquella vida feliz para siempre.

Capítulo 19

Al principio, de vuelta en Cheyne Walk, Linda seguía sin entenderlo. El mundo era frío y gris, sin duda, y el sol se había escondido detrás de una nube, pero sólo durante un tiempo; saldría de nuevo, volverían a envolverla aquel calor y aquella luz que le habían proporcionado un brillo tan cálido; quedaba aún mucho azul en el cielo; aquella nube pasaría pronto. Entonces, tal como ocurre a veces, la nube, que al principio había parecido tan pequeña, empezó a crecer y crecer hasta convertirse en un espeso manto gris que emborronaba el horizonte. Empezaron las malas noticias, los días terribles, las semanas interminables. Un inmenso horror de acero avanzaba hacia Francia, hacia Inglaterra, arrollando a su paso a los seres insignificantes que le plantaban cara, engullendo a Fabrice, a Germaine, el piso y los meses anteriores de la vida de Linda, engullendo a Alfred, a Bob, a Matt y al pequeño Robin, avanzando implacable para engullirnos a todos. Los londinenses lloraban sin disimulo en las calles y los autobuses por el perdido ejército inglés.

Entonces, de pronto, un día reapareció el ejército inglés, y cundió una sensación de alivio tan intensa que era como si la guerra se hubiese acabado y la hubiéramos ganado. Alfred, Bob, Matt y el pequeño Robin reaparecieron y, como también llegaron muchos soldados franceses, Linda vio crecer la esperanza de que Fabrice estuviese entre ellos. Se pasaba los días sentada junto al teléfono, y cuando sonaba y no era Fabrice, se ponía furiosa con el desgraciado que había tenido la ocurrencia de llamar; lo sé porque me pasó a mí. Estaba tan alterada que solté el aparato y me fui directamente a Cheyne Walk.

La encontré desempaquetando un baúl gigantesco que acababa de llegar de Francia. Nunca la había visto tan guapa; me quedé sin aliento al verla y me acordé de lo que había dicho Davey cuando volvió de París: que Linda estaba cumpliendo al fin la promesa de su infancia y se había convertido en una belleza.

—¿Cómo habrá llegado esto hasta aquí? —dijo, entre risas y lágrimas—. Qué guerra más extraordinaria… Los de la línea ferroviaria Southern Railway lo han traído ahora mismo y he firmado el acuse de recibo, como si no estuviese pasando nada especial… no entiendo nada. ¿Qué estás haciendo en Londres, querida?

No parecía consciente del hecho de que hacía apenas media hora había hablado conmigo, y por poco me había arrancado la cabeza, por teléfono.

—He venido con Alfred. Tiene que reunir un montón de equipo nuevo y verse con varias personas. Creo que pronto volverá a irse al extranjero.

—Es muy generoso por su parte, supongo, —comentó Linda—, teniendo en cuenta que no tenía por qué alistarse. ¿Qué dice de Dunquerque?

—Que fue como algo sacado de una novela de aventuras; por lo visto fue fascinante.

—Todos dicen lo mismo; los chicos estuvieron aquí ayer, y tendrías que oír las historias que cuentan. Por supuesto, no se dieron cuenta de lo desesperado de la situación hasta que alcanzaron la costa. Uf, es una maravilla tenerlos de vuelta, ¿verdad? Ojalá… Ojalá supiese qué ha pasado con nuestros amigos franceses… —Me miró de reojo y, durante un momento, creí que iba a contarme todo lo ocurrido, pero si tenía intención de hacerlo, se lo pensó mejor y siguió sacando cosas del baúl.

—Voy a tener que volver a meter todas esas cosas de invierno en sus cajas —dijo—. No tengo armarios donde quepan todas, pero por lo menos así me entretengo; me gusta volver a verlas.

—Deberías sacudirlas —sugerí— y tenderlas al sol. Deben de estar húmedas.

—Querida, eres maravillosa, siempre sabes lo que hay que hacer.

—¿De dónde has sacado ese cachorro? —le pregunté con envidia; siempre había querido un bulldog, pero Alfred no me dejaba tenerlo, por los ronquidos.

—Me lo he traído de París. Es el cachorro más maravilloso que he tenido en mi vida, siempre ansioso por complacer, no te lo puedes ni imaginar.

—¿Y qué pasa con la cuarentena?

—Lo escondí debajo del abrigo —respondió Linda lacónicamente—. Tendrías que haberlo oído, gimiendo y resoplando; todo se sacudía y yo estaba aterrorizada, pero se portó tan bien… Ni siquiera se movió. Y hablando de cachorros, esos desalmados de los Kroesig se llevan a Moira a Estados Unidos, ¿a que es muy típico de ellos? Me he puesto muy firme con Tony y le he dicho que quiero verla antes de que se marche; a fin de cuentas, soy su madre.

—Eso es lo que no entenderé nunca de ti, Linda.

—¿El qué?

—Cómo has podido portarte tan mal con Moira.

—Es aburrida —contestó Linda—, poco interesante.

—Ya lo sé, pero el caso es que los niños son como cachorros, y si nunca ves a tus cachorros y los dejas en manos del mozo de cuadra o del guardabosques para que los críen, mira lo aburridos y lo poco interesantes que salen. Con los niños pasa lo mismo: tienes que darles mucho más que su vida si quieres que salga algo bueno de ellos. Pobrecita Moira… lo único que le diste fue ese nombre tan horroroso.

—Oh, Fanny, ya lo sé… Si te soy sincera, creo que en el fondo siempre supe que más tarde o más temprano acabaría por abandonar a Tony, y no quería encariñarme demasiado con Moira ni dejar que ella se encariñase demasiado conmigo. Podía convertirse en un lastre y, simplemente, no quería que nada me atase de por vida a los Kroesig.

—Pobre Linda…

—No, no me compadezcas. He pasado once meses de felicidad perfecta y absoluta; me imagino que pocas personas pueden llegar a decir eso en el transcurso de su vida, por larga que sea.

Yo también me lo imaginaba. Alfred y yo somos felices, tan felices como puede llegar a serlo un matrimonio: estamos enamorados, nos compenetramos intelectual y físicamente en todos los aspectos, disfrutamos con la mutua compañía, no tenemos problemas económicos y sí tres hijos maravillosos, y pese a todo, cuando analizo mi vida, día a día y minuto a minuto, parece componerse de una serie de pequeñas incomodidades: niñeras; cocineras; la pesadez interminable de la organización del hogar; el ruido exasperante y la conversación repetitiva y penetrante de los niños pequeños, que taladra el cerebro; su incapacidad absoluta para entretenerse solos; sus repentinas y temibles enfermedades; los nada infrecuentes prontos de mal genio de Alfred; sus quejas invariables sobre el pudin en las comidas; la constancia de que siempre utilizará mi pasta de dientes y siempre apretará el tubo por el centro… Estos son los componentes del matrimonio, el pan integral de la vida, basto y rústico, pero nutritivo; Linda había estado alimentándose de aguamiel, y ése es un régimen incomparable.

La señora que me había abierto la puerta entró y preguntó si quería algo más porque, en caso negativo, se iría a su casa.

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