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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

A la izquierda de la escalera (11 page)

BOOK: A la izquierda de la escalera
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Subieron malhumorados por las escaleras. Karcsú subió tres escalones de una vez, no por ánimo sino por costumbre. De repente se detuvo, apoyándose en la pared, y dijo:

—En primavera.

Todos lo miraron a la vez.

Los dos chicos desconocidos estaban arriba desde hacía ya tiempo. Desde allí gritaban:

—¿Qué pasa? ¿Por qué no venís ya?

Y ellos se lanzaron hacia arriba gritando y riendo a carcajadas.

La señora Mariska, la portera, abrió la puerta y sacó la cabeza. Murmuró para sí, con mal humor:

—¡Estos chicos están como locos!

Capítulo 9

SUSI debatió durante media hora con su madre por la mañana: no iría a buscarla a casa de los Fehér, tenía muchos deberes y le gustaría hacerlos en casa. Además, no tenía ni idea de quiénes eran esos Fehér.

—Me los ha recomendado la doctora —contestó la madre—. ¡Y si la doctora recomienda a alguien, será buena gente!

También le contó la madre que la señora Fehér era muy amable y que enseguida le había querido preparar un café cuando estuvo allí, en su casa, para acordar los días que iría al trabajo. Naturalmente, ella no lo había aceptado para que la señora no tuviera que molestarse por su causa. Tenían dos niños pequeños. Posiblemente fueran gemelos, ya que se parecían muchísimo, aunque también podía ser que se diferenciaran un año. Tendrían unos cuatro o cinco años.

A Susi no le importaban los gemelos en absoluto. ¡Ojalá pudiera conseguir, con sus ruegos, que su madre le dejase la llave!

—No me gusta que te quedes sola en casa —dijo la madre—. No sé lo que haces.

—Haré los deberes…

—Y ¿si dejas entrar a alguien? Pueden robarnos, puede pasarte algo…

La madre daba vueltas, nerviosa, por la cocina.

—¡Temo tanto por ti! —confesó—. Yo no tengo a nadie más que a ti.

Susi atacó, entonces, apasionadamente:

—Pues, ¿te quedarás en casa el sábado por la tarde?

—Pero niña —contestó la madre—, sabes que este sábado ya he quedado con los señores Fehér. No los puedo defraudar. Es un sitio nuevo, ¿qué pensarían de mí?

Susi empezó a reclamar la tarde con tanto anhelo que, por fin, la madre cedió y le dio la lleve del piso. Le dijo tres veces que comiese paté y que, por la noche, ella le haría comida caliente. Hasta le enseñó la lata de paté en el armario. ¡Como si Susi no supiera dónde estaba! Desde que tenía uso de razón, siempre había en casa latas de paté, y siempre estaban colocadas en el mismo sitio.

Susi le prometió que no se iría a ningún sitio.

Casi habían llegado ya a un acuerdo, cuando de repente a la madre se le ocurrió decir:

—¡Puede explotar el gas cuando lo enciendas!

—No lo encenderé.

—Entonces, tendrás frío.

—No me quitaré el abrigo.

La madre se echó atrás de nuevo. Explicó que los señores Fehér tenían una casa muy bonita; pero, al ver que eso tampoco conmovía a Susi, por fin, decidió:

—Encenderé el fuego en la habitación.

Susi saltó al cuello de la madre.

—¿De veras? —dijo besándola—. ¿En la pequeña estufa blanca…?

La madre abrazó a Susi, pero no comprendía qué la ponía tan feliz. ¿El que encendiera el fuego? Nunca había notado, en las casas de los Pitter o de los doctores, que Susi se hubiera alegrado por el calor…

Cuando Susi llegó del colegio, Cleofás estaba sentado sobre la cama como sobre un trono. Naturalmente, para que no se quemase con la estufa que todavía estaba encendida…

Susi tiró la cartera y el abrigo; colocó una silla al lado de la bonita estufa blanca y se sentó. Decidió quedarse aún un rato en casa. ¡Era tan agradable! La cartera se abrió y salieron el estuche de lápices y buena parte de los cuadernos que se desparramaron por toda la mesa. Casi no se veía el tapete de ganchillo. El abrigo colgaba de una silla y rozaba el suelo. En el cuarto, siempre tan frío y tan ordenado, reinaba el desorden.

Susi acercó otra silla al lado de la estufa y puso los pies encima. ¡Si su madre la viera!

Para proteger las sillas les había cosido unas fundas de flores. Pero también estaba pendiente de las fundas. Ni siquiera dejaba a Susi arrodillarse encima.

Frunció la frente al concentrarse con energía en lo de las fundas protectoras. En realidad, ¿de quién protegía su madre los muebles? ¿De sí mismos?

En cualquier caso, si alguna vez tuviera ella una casa, jamás pondría fundas a nada.

Sonrió a Cleofás y se puso de pie. Era muy agradable estar en casa, pero tenía cosas importantes que hacer. Lamentablemente tenía que irse. Ya se ponía el abrigo, cuando llamaron a la puerta de la cocina. Allí estaba Eta.

—¿Lo cosemos? —preguntó al entrar en la cocina.

Susi se quedó muy preocupada. ¿Qué podía hacer? Decidió que el vestido de Eta era lo más importante, ya que, si había otra fiesta de cumpleaños en casa de Karcsú, ¿cómo iba a ir la pobre?

Eta se quedó arrobada con la pequeña estufa blanca. Enseguida se sentó en el sitio de Susi. Ni siquiera se quitó el abrigo.

Susi insistía, inútilmente, en que se lo quitase. Eta no se desprendió del abrigo de mangas deshilachadas.

Lo de coser el vestido, parecía tarea fácil. Susi sacó el saco de la parte baja del armario y lo volcó en el suelo. Eta se arrodilló también al lado del montón de retales dando gritos de entusiasmo a cada momento. La que más le gustaba era una tela blanda y oscura. La apretó contra su cara y ya no la soltó. La tocaba, la acariciaba, se hundía en ella. Susi se la regaló.

La seda amarilla resultó ser más pequeña de lo que Susi recordaba. Por otra parte, el crep de chiné azul no estaba en un solo trazo, sino en tres. ¿Cómo se podría hacer con ellos un vestido?

Susi colocó cada uno de los trozos sobre el abrigo de Eta. Pero ninguno era suficiente para un delantero, ni para una manga, ni para la espalda.

Realmente, ¡qué difícil era la profesión de su madre!

Susi suspiraba, sufría. Sacó del cajón de la máquina una aguja e hilo y, por fin, cosió, con las telas amarillas y azules, una bufanda para Eta. Se la podría poner encima del vestido de franela y quedaría muy elegante. La idea también gustó Eta y, más aún, el que Susi cosiera los trozos con hilo negro. Las enormes puntadas negras de Susi quedaban muy bien sobre la seda amarilla.

El tiempo pasó tan rápido que Susi dejó todo allí Como, de todas maneras, volvería a casa antes que su madre, recogería entonces los trapos desparramados.

Eta se separó con pena de la estufa. Le hubiera gustado quedarse más tiempo allí. Pero Susi le explicó que debía marcharse a casa de tía Elisa.

—¡Ah! —dijo Eta. Y salió del piso chancleteando. Susi creía que se iría con ella o que, por lo menos, la acompañaría un rato. Pero Eta se quedó en el portal, metida en el rincón, entre la parte cerrada del portal y la pared, y comunicó satisfecha:

—Aquí se está muy bien…

—Bueno. Entonces, adiós —dijo Susi. Y empezó a correr.

Cuando se sentó en un taburete, en casa del tío Carlos, notó que su corazón se cambiaba de sitio. Parecía que le palpitaba en alguna parte de la boca, debajo de su lengua, con enormes golpes sordos.

—¿Por qué tenías que correr tanto? —preguntó tía Elisa en tono de reproche. Antes de que Susi hubiera podido contestar cualquier cosa, continuó—: Sólo tengo un poco de pasta con repollo, ¿la caliento?

Susi negó con la cabeza, sin decir palabra, y se acordó de la lata de paté. Cuando llegase a casa no debía olvidarse de enterrar en alguna parte el paté. Si no, la madre la regañaría por no haber comido nada. ¿Qué podía hacer, si no tenía hambre? Por la noche, cuando la madre volviera a casa, encendería la cocina de gas y empezaría a guisar. Doraría la cebolla… ¡la cebolla dorada tenía tan buen olor! La ventana de la cocina se llenaría de vaho; Susi pondría la mesa para las dos en la cocina. La madre cortaría el pan, ya que a ella siempre se le desviaba el cuchillo y sólo podía cortar unos pedazos enormes y feísimos. Después se sentarían a comer… Y, en esas circunstancias, Susi siempre tenía muy buen apetito.

Tío Carlos se puso una camisa blanca y la chaqueta y dijo a tía Elisa:

—Querida, dame veinte florines.

Tía Elisa buscó, un poco enfadada, en la sopera y le dio el dinero.

Susi comprobó, de nuevo, que tía Elisa se parecía mucho a su madre. Ella también le daba dinero siempre que lo necesitaba para algo; pero ponía una cara como si la hubieran ofendido. Y… ¡la sopera! Y eso que su madre no guardaba dinero en ella.

Tío Carlos cogió a Susi de la mano, y bajaron las escaleras.

Antes, su madre también la cogía de la mano, pero ahora lo hacía ya muy raras veces. Si acaso, cuando cruzaban la Avenida. Las manos de su madre estaban siempre ocupadas. Bolso, paquetes, bolsas… O les preparaba la abuela doctora alguna comida; o era la señora Pitter quien proclamaba, ante un trasto viejo y feo: «Rosita, usted puede utilizarlo para algo». Siempre que unos u otros le regalaban alguna cosa horrenda a la madre, ella lo agradecía efusivamente, lo empaquetaba y… después ya no podía coger a Susi de la mano.

En una ocasión, los señores Jockey les regalaron un pez.

A casa de los señores Jockey iban pocas veces porque eran un poco raros, y a su madre no le gustaba la gente rara. Cuando empezaron, hacía ya tiempo, a ir a su casa, la familia se componía de tres miembros: la señora Jockey, el señor Jockey e Irma Jockey, que había terminado sus estudios y trabajaba en una oficina. Después desapareció el señor Jockey y eso entristeció bastante a Susi, y que el señor sabía ladrar de maravilla. Imitaba al perro pequeño, al perro grande, al perro furioso y, algunas veces, hasta aullaba. Pero, eso sí, de maullar no sabía nada. ¡Susi maullaba mucho mejor que él! Un día, cuando la madre fue a su casa para hacer los dobladillos de las cortinas, las recibió un nuevo señor Jockey. Y éste no sabía hacer nada. Sólo sentarse en un sillón y leer el periódico. Cuando fueron otra vez, también había desaparecido el nuevo señor Jockey. ¡No se había perdido gran cosa!

Fue la señora Jockey quien les dio el pez. La madre dijo que era de cerámica, pero ni con eso consiguió que Susi sintiera alguna simpatía por él.

El pez brillaba con unos colores amarillentos, parduzcos, verdosos o dorados, que no eran su mayor defecto. Lo peor eran sus ojos, tan grandes y repugnantes que Susi siempre se cuidaba de no mirarlo antes de dormirse.

Y es que la madre lo había puesto en la pared, frente a la cama de Susi. Allí colgaba el pez, justo debajo de un paisaje con nieve que les habían regalado los Pitter. El paisaje con nieve no la preocupaba mucho, pese a que a menudo pensó que por qué tendría la nieve de color rosa, pero ¡si era de color rosa pues que fuese de color rosa! El pez, al contrario, con la boca abierta, con los ojos como nueces, nadando entre las flores plateadas de la pared, la asustaba. Sentía sus grandes ojos inmóviles fijos en ella. Incluso cuando le dio la vuelta, los seguía sintiendo.

La mano de Susi se acomodó en la del tío Carlos, con tanta fuerza, que podía sentir las callosidades de su índice.

Subieron a un autobús. Con la madre, casi siempre iba en tranvía. Susi disfrutó mucho del viaje en autobús: se sentaron cerca de la puerta y, al llegar a las paradas, intentaba acertar cuándo se cerraría de golpe la puerta. «Ahora», se decía a sí misma, alegrándose cuando acertaba.

Le dio pena tener que bajar.

Durante un rato, caminaron por una calle silenciosa y pequeña, cubierta de nieve. Los rodeaba un silencio blando y blanco, tan grande, que, cuando tío Carlos empezó a hablar, parecía que estaba gritando. Y no gritó. Sólo preguntó:

—¿Por qué quieres escribir a tu padre?

Susi contempló, durante un tiempo, que era curioso que a cada paso que daba se le subieran algunos copos de nieve a la punta de los zapatos. Después contestó lentamente:

—No lo sé…, sólo que me gustaría recibir carta suya…

—¿Te gusta recibir cartas?

—Todavía no he recibido ninguna.

—¿Quieres que te escriba yo?

—No, gracias… Me gustaría recibir carta de mi papá.

Susi seguía observando los copos de nieve que removía con sus zapatos. Miraba al suelo mientras preguntaba:

—¿Lo conocía usted, tío Carlos?

—Lo conocí. No mucho, pero lo conocí. ¿Quieres que te hable de él?

—¡No! —la protesta de Susi fue tan firme que el tío Carlos se paró.

—¿Por qué no?

—Porque ya me escribirá…

—Pero puedo contarte cómo era.

—Una vez, hablaron mi madre y tía Elisa de él. Creyeron que yo era demasiado pequeña para entenderlo. Pero lo entendí. Hablaron mal de él.

—¿No te fías de mí?

—Sí, pero…

—Pero ¿qué?

Pero no era el papá de tío Carlos.

Susi se sorprendió cuando, después de un buen rato de silencio, tío Carlos le dijo:

—Tendrías que venir más a menudo para que charláramos.

Llegaron ante un restaurante. Por lo visto era ése el que buscaban, porque el tío Carlos se paró delante con absoluta seguridad. Susi se dio cuenta enseguida de que había un acuario en la entrada. Tenía casi una docena de peces de color verde grisáceo. Susi apartó la vista de ellos. Antes le gustaba pararse delante de los acuarios, pero, desde que el pez de los Jockey colgaba en su pared, le repugnaban.

Entró en el restaurante detrás de tío Carlos.

El tío le dijo que esperase en la puerta mientras él preguntaba, y se dirigió hacia el bar. Se apoyó en la húmeda barra y preguntó algo a un hombre con delantal.

Además de la larga barra, en la estancia había solamente dos mesas y, en el rincón, justo al lado de la puerta, una cabina de teléfonos. Con cuello de piel, en la cabina había una mujer colgada del teléfono. Algunas veces se movía el cuello como si allí dentro soplara viento.

Volvió el tío Carlos y la cogió de nuevo de la mano.

—Está aquí —murmuró—, ven. Sentémonos.

Atravesaron la sala y llegaron a otra. Ésta era mucho más agradable. Había mesas con manteles, con comensales en alguna de ellas, y las paredes estaban cubiertas de cuadros.

Susi contempló las pinturas con agrado.

Una cubría toda la pared: entre las cepas de una viña se inclinaban mujeres jóvenes con pañuelo en la cabeza y con las caras sonrosadas. Había también un perrito negro. Era un perrito muy rico, pero el pobre debía de ser cojo. Susi contó cinco veces: tenía tres patas. Estaba a punto de decírselo a tío Carlos cuando él la tocó en el brazo.

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