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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

A la izquierda de la escalera (15 page)

BOOK: A la izquierda de la escalera
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A Susi no le apetecía mucho estar con Karcsú. Le hubiera gustado más quedarse con su madre y ayudarla a fregar los cacharros de la cena y del desayuno.

Pero la madre insistía en que se fuese a jugar tranquilamente.

—Te llamaré después —le dijo.

Sorbió la última gota de té y echó una mirada indecisa a su madre.

—Pero ¿no te irás? —preguntó desde la puerta.

—¡Qué dices! ¿A dónde iba a ir? —dijo la madre tranquilizándola.

Karcsú se balanceaba delante de ella con pasos firmes. Se paró delante de su puerta y sacó la llave del bolsillo, volviendo a meter un corcho y un trozo de alambre. Ya estaban en el recibidor.

—¿Y tus padres? —preguntó Susi.

—Se han ido de viaje —Karcsú miraba fijamente la percha del recibidor al contestar—: para dos días. Bueno, ni siquiera dos, porque se han marchado hoy y estarán en casa mañana por la noche. Se han ido a las montañas. Al principio, me querían llevar a mí también, pero después resultó que no podían ir niños. ¡Puedes imaginarte cómo me alegré! Pero ¿por qué preguntas tantas cosas? ¡Es un horror la cantidad de cosas que pueden preguntar las chicas! —bramó a Susi, a pesar de que ella estaba quieta en el recibidor y no decía ni pío.

Pedro abrió de una patada la puerta del cuarto. Seguía furioso:

—Enseguida llegará la señora Teri, la asistenta No tengo ni idea para qué viene. Aquí no hay nada que arreglar.

Susi vio que la cama de Karcsú estaba sin hacer Y encima del edredón había un balón de fútbol amarillo y flamante.

—Es del cinco —dijo Pedro. Tiene también cámara de repuesto. Es estupendo, ¿no?

Susi no entendía nada de balones de fútbol, pero asintió con la cabeza.

—Y, ¿qué más te han regalado?

—Unos libros estupendos. Dos de Julio Verne y «Los muchachos de la calle Pal». ¡Ah!, y un par de zapatos —añadió.

—¡Qué curioso! A mí también me han regalado «Los muchachos de la calle Pal» y un par de zapatos.

—¡Son todos iguales! —filosofaba Karcsú—. Naturalmente, no te habrán regalado un tren eléctrico.

—No.

—A mí tampoco. Y eso que había dicho que lo necesitaba. El viejo se fue a una reunión de padres y no sé lo que le dirían, pero el tren falló —Karcsú se encogió de hombros—. ¡Al diablo con el tren! ¡Ven, mira el árbol de Navidad!

Arrastró consigo a Susi al otro cuarto.

El árbol llegaba casi hasta el techo y en él lucían bombillas eléctricas. Mejor dicho, empezaron a lucir cuando Karcsú las encendió.

—Las compró mamá. Las velitas se las llevó a la cocina. Dijo que le servirían a la señora Teri para ir al sótano a buscar la leña. ¡A mí sí que me da lo mismo!

Apagó las bombillas.

—Es horrible, ¿no?

—No, sólo que no huele tan bien.

Karcsú dejó a Susi y corrió a través de la casa vacía hasta la puerta del recibidor.

—¿Por qué te has ido? —preguntó Susi al volver Karcsú.

—Por nada —contestó—. ¿Quieres bombones de Navidad? Son bastante buenos. Tienen mucho chocolate.

Susi abrió uno con curiosidad. Estaba lleno de chocolate. Era muy bueno. Karcsú le daba un puñado del árbol.

—¡No tantos! —protestó asustada Susi—. ¡Cómo se enfadaría mi madre!

No le gustaba empezar el árbol hasta el penúltimo día del año. Y en San Silvestre lo recogían porque, por entonces, ya se le caían las pinochas y había que barrer continuamente. Lo que quedaba de los bombones de Navidad, lo metían en una caja y Susi podía coger de allí siempre que quería. Naturalmente, no antes de cenar porque entonces la reñía la madre.

—¿No se enfadará tu mamá si quitas lo del árbol? —preguntó Susi.

—Sí. Y volvería corriendo a casa. Desde las montañas, ¡imagínate! —Karcsú miró a Susi de pies a cabeza—. Pues, ¡sí que eres un poco tonta! No importa, casi todas las chicas son tontas.

—¿Kati también? —preguntó Susi. Y, riéndose, empezó a dar vueltas bailando alrededor del árbol.

Karcsú enrojeció. Especialmente, su frente se puso roja como una remolacha.

—¡Si quieres saberlo todo —gritaba furioso—. Kati no!

Se enfureció tanto que casi la pega. Suerte que llegó la señora Teri, andando como un pato. Todos los vecinos de la casa conocían muy bien a la señora Teri. Todos los días subía jadeando al primer piso, arrastrando con dificultad sus piernas llenas de varices. Siempre se quejaba de que le sentaba muy mal el caminar, pero todavía peor el estar de pie. Hacía la limpieza y cocinaba. Cuando Pedro estaba en casa, le ponía la comida; si aún no había llegado, se la dejaba sobre la cocina y le daba la llave a la señora Popperman. Había veces que se quedaba allí parada, delante de su ventana, para charlar durante una hora. Lo extraño era que, entonces, nunca se quejaba de sus piernas.

—¡Hola, monín! —saludó a Karcsú, y si éste no llega a retirar rápidamente la cabeza, le besa la frente.

—Buenas… —murmuró Pedro secamente.

—¡Te han dejado otra vez aquí! —se lamentaba la señora Teri, sentándose en un sillón.

—No me han dejado aquí. Es que se fueron de viaje —contestó Pedro con dureza.

—¡Ay, monín! En Navidades, por lo menos, se hubieran podido quedar en casa…

—¿Para qué? Necesitaban descansar. Ya lo habían dicho.

—¡Pero, en Navidades! ¡Dejar aquí a un niño así…!

—¡Ya le he dicho que no me han dejado aquí! ¡Además, fui yo quien les pidió que se marcharan! ¡Eso! —se dirigió a Susi—: Vámonos a mi cuarto.

La señora Teri les dijo:

—Dentro de una hora estará la comida.

—No tengo hambre —contestó Karcsú gritando, y cerró de golpe la puerta de su cuarto.

—Es un hipopótamo —declaró Karcsú y ocupó su sitio encima del pupitre—. Siempre está hablando. Me pone nervioso.

Susi contemplaba a Karcsú con respeto. Hasta entonces sólo había oído decir a la doctora que se ponía nerviosa por algo.

—La señora Mari era mucho mejor —seguía meditando Karcsú—. Antes de la señora Teri, venía a casa la señora Mari. No hablaba tanto y nunca me dijo «monín». Pero mamá la echó porque se llevó el mantel de doce cubiertos. ¿Qué te parece? ¿Quién necesita aquí una mantelería de doce cubiertos? ¡Ni siquiera comemos los tres juntos y vamos a comer doce! La mejor, naturalmente, era Magduska. Ella era nuestra asistenta cuando yo era muy pequeño, pero me acuerdo de ella. Siempre me cogía en brazos y me contaba cuentos. Tonterías sobre princesas y príncipes, pero no lo he olvidado —Pedro miró la pared de enfrente durante un buen rato. Después dijo:

—Cuando bajemos al lavadero, cada uno podrá contar un cuento. O una historia. O un libro. Yo contaré «Los muchachos de la calle Pal».

—¿Lo has leído?

—¿Cómo lo voy a leer? ¡Si me lo dieron ayer! —embistió a Susi—. Pero cuando bajemos al lavadero ya lo habré leído.

La señora Teri les dijo que la comida ya estaba lista y que Susi podía comer allí si quería.

—¡Ni hablar! ¡Ella tenía una buena comida! Comería con su madre. Las dos juntas.

Karcsú quería retenerla. Le apretó tanto el brazo que le hacía daño. Al final le gritó con rabia:

—Bueno, ¡entonces, vete al diablo!

Susi bajó corriendo feliz por las escaleras.

Delante de la puerta de su casa se le paró el corazón. La puerta estaba cerrada. ¡Su madre se había ido! Susi miraba la puerta cerrada y sentía como si lentamente se saliera de sus goznes para caerse encima de ella. De repente, volvió la puerta a su sitio. La madre la llamaba desde casa de los Kutas:

—¡Estoy aquí, cariño mío! ¡Voy enseguida!

Susi corrió hacia la escalera, a su encuentro, y la abrazó con tanta fuerza que casi se caen las dos.

La comida era estupenda. Después, la madre fregó y Susi secó los cacharros. Mientras tanto, pensaba que, en aquel momento, ni siquiera le apetecía ir al cine pequeño. Y todavía le quedaba la tarde y la noche. ¡Y el día siguiente entero!

La madre colocó los platos en su sitio y dijo:

—Esta tarde iremos a visitar a los Pitter. Ni siquiera les he felicitado las fiestas.

Susi no quería ponerse su vestido azul. Para ir a ver a los Pitter bastaba con la falda a cuadros y el jersey rojo.

—¡Pero, si es Navidad! —dijo la madre indignada. No comprendía, en absoluto, qué mosca le había picado a Susi. Hasta entonces había estado encantadora. Hasta había querido fregar. Y ahora discutía por esa tontería. ¿Qué le pasaba con el vestido azul? Siempre le gustaba. Incluso se lo quería llevar al colegio debajo de la bata. Pero la madre no se lo permitía.

—Puedes ponerte los zapatos nuevos —proponía la madre.

—Me están grandes —contestó Susi. Y empezó a atarse los marrones viejos. La madre comenzó vestirse. Se puso el traje de chaqueta marrón, a Susi no le gustaba mucho el traje de chaqueta marrón. No le gustaba cómo se vestía su madre Cuando, por fin, se quitaba alguna vez la bata gris se ponía cosas marrones o negras. Y ¿por qué no rojas, amarillas o, mejor, azules? Pero ahora daba lo mismo. Total, ¡para ir a ver a los Pitter! Susi pensó algo y dijo:

—¿No sería mejor visitar a tía Elisa y tío Carlos?

Quería a tía Elisa y, más aún, a tío Carlos; pero si la madre no llega a mencionar a los Pitter, ella no se hubiera acordado de los tíos, porque no se debía estropear esa preciosa Navidad con visitas. Pero prefería ir a casa de los tíos que a la de los Pitter.

—Mañana —contestó la madre.

«¡Otro día fuera de casa!», pensó Susi. Y se puso su estrecho abrigo de invierno, sintiéndose muy desdichada.

No fueron las únicas visitas de los Pitter. Cuando llegaron, ya estaba allí la tía de Maruja. Después, llegó un matrimonio. Otra tía de Maruja y su marido.

El señor Pitter también estaba en casa. Él servía el licor en vasitos como dedales. Un líquido dulce y pegajoso. A Susi también le dieron la mitad de un dedal. Y a la madre también. La madre primero lo rechazó, dando las gracias. Por lo general, siempre rechazaba todo, disculpándose: no quería nada. Entonces, ¿para qué habían ido? ya, de entrada, no quería sentarse en el sillón. El señor Pitter la obligó a sentarse, diciéndole: «Rosita, usted es ahora una visita». Tampoco quería beber. Sólo después de muchos ruegos, aceptó a condición de que «sólo la mitad». ¡La mitad! El vaso entero tenía un tamaño que Susi no comprendía cómo podían hacer unos vasos tan minúsculos para personas mayores. No cogió beiglis de los que trajo la señora Pitter, sólo al fin comió un trozo.

Susi se marchó con Maruja al otro cuarto. Le dijo que le enseñase su árbol de Navidad. El árbol de Maruja no le interesaba lo más mínimo, pero ya estaba harta de ver a la madre rechazando tantas cosas.

El árbol no tenía nada de extraordinario. Era un árbol mediano. Ninguna de las dos se interesó por él. Maruja se acercó al oído de Susi:

—Imagínate, ¡he recibido un regalo de él!

—¿De quién?

—Pues, del chico de la guitarra. ¿Sabes?, el que me escribía las cartas.

«Claro recordó Susi, Maruja guardaba las cartas en la despensa. Detrás de los botes de peras».

—Me ha mandado un corazón. En papel de bloc.

Susi se acordó de que el guitarrista también escribía las cartas en papel de bloc. «Pues sí que debía de tener cantidad de blocs de dibujo».

Maruja cogió su cartera del rincón y sacó el Atlas de Historia. Susi no se podía imaginar para qué querría el Atlas. Del capítulo de: «Hungría en la época de la guerra de liberación de Rákóczi», sacó el corazón.

¡Era realmente bonito! Estaba pintado de rojo y en el centro ponía: «Maruja» con tinta china. El rabo de la última «a» llegaba mucho más abajo que las demás letras, pero quedaba muy bien. Maruja, también lo contempló ensimismada. Después volvió a alisarlo con delicadeza sobre la guerra de liberación de Rákóczi.

Maruja insistía en volver con los mayores, y Susi accedió aunque no le apetecía mucho.

El señor Pitter estaba ofreciendo cigarrillos. No de la caja de placa, que había sobre la mesa, sino de su pitillera. A Susi le gustaba más ésta. La caja de plata, la abrían, la cerraban y se acabó. La pitillera, sin embargo, chasqueaba continuamente. Nadie quería cigarrillos, excepto el tío. Pero el señor Pitter la hacía sonar delante de todos. Incluso delante de Susi.

—¿Y tú? —preguntó. Y la pitillera restalló. Susi se reía.

Empezó una tía. Esa que ya estaba allí cuando ellas llegaron. Dijo a la señora Pitter:

—Toca algo en el piano, Ildikó.

La madre de Susi lo aprobó enseguida y, alzando los ojos hacia el cielo, añadió:

—¡Es que la señora Pitter toca maravillosamente el piano!

No se hizo rogar mucho tiempo. Se sentó al piano y empezó a doblarse antes las teclas. Susi observaba las caras de los mayores: quedaron rígidas e inexpresivas con los ojos mirando al vacío. Y sus manos tenían unas posturas tan torpes y desgarbadas como las de ellos cuando iban al dentista con la señorita Magdi. Se sentaban en las sillas e inclinaban hacia atrás las cabezas, sin saber qué hacer con las manos.

Sólo el señor Pitter hizo un nuevo chasquido, la tía sin marido le dirigió una mirada de reproche.

Susi se sentía cohibida por ese silencio tan tenso. Le parecía que habría que charlar. La señora Pitter podía tocar tranquilamente el piano mientras ellos charlaban. Pero sabía que, si hacía el menor ruido, la madre se enfadaría muchísimo. ¡Ya terminaría alguna vez!

Terminó. Cuando todos se hartaron ya de alabanzas y felicitaciones, la madre se levantó y empezó a despedirse. Mientras se despedía, el señor Pitter se acercó a Susi, sacó de su bolsillo un billete de diez florines y se lo dio:

—Para Navidades —dijo.

Susi se quedó desconcertada. ¿Qué hacía? ¿Daba las gracias o no…? ¡Ay…, y su madre hablando con una de las tías de Maruja en vez de estar allí para ayudarla! Sostenía el dinero en la palma de la mano abierta y balbuceaba:

—… Me han hecho muchos regalos…, regalos de Navidad…, mi madre…, y mañana iremos a casa de tía Elisa… Es mi tía… ¿Sabe usted?, las tías también regalan…

—Te vendrá bien, Susanita —dijo el Señor Pitter. Y se dio la vuelta. La madre no se enteró de nada. ¡Mejor! Sería preferible no decírselo. Cerró la mano fuertemente.

Capítulo 13

LA MADRE se salió con la suya. Y eso que Susi tiró al suelo su taza preferida, la del bambi. Luego, se arrepintió, pero ¿qué podía hacer? ¡La taza rota ya no tenía remedio!

Después de las fiestas, llegó el técnico del televisor. Sacó el aparato de la caja marrón, le enroscó abajo cuatro patas de madera y ya estaba en pie. De momento, al lado de la mesa.

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