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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

A la izquierda de la escalera (6 page)

BOOK: A la izquierda de la escalera
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—¡Estupendo!, ¿eh? —preguntaba entusiasmado, mientras lo examinaba con ojos de profesional. Al fin dio su dictamen: la caña del cañón era un poco corta, aunque eso no importaba demasiado. Incluso, para el avance del cañón, podía ser una ventaja que la caña no fuese larga.

Al cabo de un rato, Susi se bajó del molesto sillón del muelle y se sentó en otro y después en un tercero. Ojearon la revista de cine que había sobre la mesa de al lado. Constataron que el peinado de Tórócsik era horroroso y después corrieron hasta la barandilla para contemplar al público del vestíbulo. Abajo se reunía cada vez más gente.

Desde arriba era muy divertido mirar las cabezas. Por ejemplo, un sombrero con plumas iba y venía constantemente entre la multitud. Las plumas ondeaban siempre en sentido contrario al sombrero, como si quisieran hacerle entrar en razón. Luego se calmó, por fin, al encontrarse con un sombrero de caballero.

La muchedumbre comenzó a ocupar también la galería. Cada vez subían más personas. Se sentaron alrededor de las mesas, fumando y cuchicheando. El rosquillero había salido hacía ya tiempo de su rincón y se abría paso levantando su bandeja. Kati, con aire ofendido, observó durante algún tiempo a la gente y después se dirigió a Susi:

—Tengo que ir a ver a mi padre. Venid conmigo.

Separaron a Soki de su tanque y salieron a la calle.

Susi no prestó atención al lugar por donde iban. Al pasar por una cabina de teléfono nueva giraron a la derecha. Soki entró en la cabina y, con naturalidad, descolgó el auricular. Kati se asomó y preguntó cordialmente:

—¿Vas a telefonear?

—¡Tonta! —contestó Soki colgando el teléfono. Antes de salir, pulsó un botón rojo con gran habilidad. Susi lo observaba con admiración. No pasó nada, pese a que Soki apretaba con fuerza él botón.

Cuando reanudaron el camino, Susi preguntó a Kati:

—¿Has usado alguna vez el teléfono?

—¡Claro! Muchas veces. ¿Y tú?

—Yo nunca. ¿A quién llamas tú?

—A mi padre.

—¡Ah! —asintió Susi con la cabeza y salió corriendo hacia adelante. Los otros la siguieron.

Al llegar a un puesto de frutos secos, Kati les hizo una señal para que giraran hacia la izquierda. Pero, de repente, se le ocurrió algo y se dirigió hacia la vendedora.

—¡Besos! —saludó con alegría desbordante a la señora con delantal azul y gorro de lana negro—. ¿Verdad que me puede dar cacahuetes por uno cincuenta?

La mujer llenó una medida bien colmada (Susi miraba con atención) y se la entregó a Kati. Incluso añadió:

—Aquí tienes, querida.

—¿La conoces? —preguntó Susi cuando reanudaron la marcha.

—¡Qué va! Es la primera vez que la veo —contestó Kati.

Entraron en una casa grande de color gris. Parecida a la de los Pitter, a la de Susi y a la de casi todos.

Era curioso lo bien que se orientaba Kati. Susi había ido ya muchas veces a casa de los Pitter; pero todas ellas, incluso la última, se tenía que parar en el portal. Siempre dudaba si sería ésa la casa o si sería la siguiente.

—¿Qué piso es? —preguntó Soki cuando empezaron a subir las escaleras.

—El cuarto —dijo Kati—. Por desgracia no hay ascensor.

Soki, de nuevo, pareció que iba a estallar y dijo furioso a Kati:

—Tonta. ¡Para subir al cuarto no hace falta ascensor! —y echó a correr.

Cuando las dos niñas llegaron arriba, Soki ya bajaba brincando de la azotea.

Kati se dirigió a la última puerta de la galería y llamó al timbre.

Abrió la puerta una mujer rubia en bata de estar por casa. La bata era de nailon, acolchada, muy bonita y con flores.

—¡Besos!, señora Marta —Kati se dirigió radiante hacia la señora de la bata—. He traído a mis compañeros de clase. No le importa, ¿verdad?

Soki entró enseguida en el recibidor, pese a que la cara de la señora Marta no demostraba en absoluto que no le importara el que Kati los hubiera traído.

Susi se quedó en el umbral.

—Bueno, entra tú también, ya que estáis aquí —suspiró dirigiéndose a ella. Les recomendó que se limpiasen los zapatos y entró delante de ellos.

—Es la esposa de mi padre —susurró Kati, volviéndose hacia los otros.

Soki se encogió de hombros, y Susi asintió con una inclinación de cabeza.

«Madrastra», pensaba, y miró de nuevo la bata de estar por casa. «No se le nota».

En el cuarto estaba el padre fumando. La boina azul marino, con Kati, voló hasta el cigarrillo.

—¡Papaíto! —exclamó Kati, abrazando y besando al señor de poco pelo y cara redonda.

Soki miraba al aire con cara de bobo, y Susi seguía contemplando a la señora Marta, quien dijo a continuación:

—Ten cuidado y no le tires el cigarrillo a tu padre.

El señor apagó el cigarrillo y dio tantos besos en las mejillas de Kati que la boina resbaló hacia un lado. Después la sostuvo lejos de sí y la contempló durante un rato.

La melena rubia de Kati se enredó, su cara enrojeció y sus grandes ojos azules sonreían de tal manera que llenaban de gozo el corazón. La señora Marta dijo de nuevo:

—Mira, Carlos, ha traído con ella a la mitad de la clase.

Lo dijo riendo. Pero Susi notó que no le había gustado. Soki no notó nada. Si acaso tan sólo calor. Tampoco hacía frío fuera, pero en aquella habitación hacía demasiado calor. Se quitó enseguida el abrigo y lo tiró sobre la silla más cercana. La señora Marta se dio cuenta y ordenó a Kati y a Susi que se quitasen el abrigo y lo llevasen al recibidor.

—¡No desordenéis la casa! —les dijo.

«Igual que mi madre», pensaba Susi, y pidió a Soki que le colgara el abrigo porque ella no llegaba a la percha.

Ninguno de los dos sabía qué hacer. Estaban sentados en el mismísimo borde de la silla, mientras comían un trozo de pastel de manzana, que agradecieron sin pedir más. Era realmente lo adecuado puesto que había pocos en la fuente. Observaban a Kati.

Su papá le preguntó que cómo estaba.

—Bien, gracias —contestó Kati.

—¿Y la abuela?

—También está bien.

—¿Y su reuma?

—Ahora no se queja —contestó Kati. Por un momento pareció que se iba a terminar la conversación, al no saber papá Katona que más preguntar. Pero después pudo seguir:

—¿Te han preguntado en clase?

—¿Cuándo?

—Pues… en general. Por ejemplo, ¿hoy?

—Hoy no.

—Y… ¿esta semana?

—Esta semana… —Kati meditaba. Susi miró con compasión el pelo rubio de la otra niña. No había cosa más desagradable que los mayores haciendo preguntas sobre el pasado. La abuela doctora también le preguntaba siempre qué había comido el día anterior. Y ¿quién se acordaba de lo que había comido el día anterior?

Soki recordó que a Kati le habían preguntado el jueves en matemáticas.

—¿Te acuerdas? La división… —dijo.

—¡Vaya! ¡Sólo al tonto de Soki se le podía ocurrir algo así!

Kati se ruborizó un poco. Evidentemente era por el tres que le había puesto la profesora.

Soki siguió con indiferencia:

—Le pusieron un diez y la señorita la felicitó.

Los ojos azules de Kati se clavaron en el niño, y él se puso a mirar por la ventana.

—Yo tengo que arreglarme —dijo la señora Marta a su marido—. ¿Sabes? Nos vamos a Lorino.

El señor inclinó la cabeza y abrazó fuertemente a Kati que estaba sentada en su regazo como en un trono.

—Alguna vez, tú también vendrás con nosotros a Lorino. Allí vive la mamá de la señora Marta. Tienen un jardín muy grande. Ya verás qué bien lo vas a pasar. Tienen, por lo menos, veinte gallinas en el corral. Tú les darás de comer…

—¿Cuándo? —preguntó Kati.

—Ahora vienen los días fríos… En primavera, ¿quieres?

A Kati le temblaron los labios casi imperceptiblemente. Después de un corto silencio dijo:

—Bien —y se deslizó del regazo del señor. De nuevo llegó el turno de abrazos eufóricos. Después, papá Katona sacó del bolsillo un billete de diez florines y lo puso en la mano de Kati. Ella dobló el billete y lo guardó en la bata del colegio. Susi pensó que ya podrían comprar la margarita con la cara parecida a la de la hermanita de Kati. ¿Dónde había dicho que vivía su hermanita? Sí, claro, en Vesprem.

La señora Marta besó a Kati en la frente, ya en el recibidor, y cerró la puerta tras ellos.

En el portal, Susi se apoyó desorientada en el rótulo donde se anunciaba que se cogían puntos a las medias. Tendría que ir a casa de los doctores. Pero ¿por dónde?

—¿Qué pasa? —volvió la cabeza Kati—. ¡Ven!

—¿A dónde?

—Pues a ver a mi madre —dijo esto como si durante horas sólo hubieran hablado de que iban a ir a ver a su madre.

—¿Te vas a casa?

—¡Qué va!

—Pero si has dicho que vas a ver a tu madre…

—No vivo con mi madre. Estoy con mi abuela —siguió Kati con voz impaciente—. ¿Vienes o te quedas? Además, no vamos adonde vive mi madre, sino adonde trabaja.

Susi se cambió la cartera de la mano derecha a la manó izquierda y se fue tras Kati.

Entraron en una peluquería. Al entrar, sintieron una oleada de calor húmedo. Soki enseguida declaró que él se iba de allí, que las esperaría delante de la peluquería y que no tardasen mucho tiempo.

Unos pies estirados que terminaban en un casco de hierro y en un periódico increparon a Susi. Como iban entre dos líneas de secadores, Susi tropezó, sin querer, con una pierna estirada. Quiso pedir perdón, pero no sabía a quién. ¿Al casco de hierro? ¿Al periódico?

Kati estaba ya en el centro de la peluquería. Una joven con bata blanca la llamó:

—¡Hola, Kati! ¿Vienes a ver a tu madre?

Cuando Susi la alcanzó estaba ya al lado de la manicura, inclinándose sobre ella y besando su cara arrugada.

Alguien gritó por detrás:

—¡Anita, ven, aquí está tu niña!

La boina azul marino comenzó a volar de nuevo, lanzándose hacia una bata blanca.

La madre de Kati era rubia. Mucho más rubia que la señora Marta.

Su pelo tenía un brillo casi blanco. Y sus ojos eran como los de Kati: ojos grandes, azules y sonrientes.

—Mi compañera —dijo Kati, llevando a Susi hasta su lado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la señora.

—Susi.

—¿Sois amigas?

Susi no contestó. Le hubiera gustado decir que sí, pero no se atrevía. Era cierto que, días atrás, Kati le había prestado su peine; pero se lo prestaba todo el mundo. También ella le había soplado las matemáticas el día anterior, pero eso era igualmente natural.

—Claro que es mi amiga —contestó Kati—. ¿Verdad que es guapa?

—Tienes un pelo negro muy bonito —dijo la señora acariciándola. Después se dirigió de nuevo a Kati:

—Ven, te quiero enseñar a Feri. Lo trasladaron aquí esta semana. Ya le hablé de ti, pero no se cree que tenga una hija tan mayor.

Cogió a Kati de la mano y la llevó delante de un hombre alto con bigote. También llevaba una bata blanca que parecía estar colgada sobre una percha. Kati lanzó una sonrisa al bigotudo y, apretándose contra su madre, empezó…

—Imagínate, mamaíta, hemos estado en el cine…

—¿Ve qué hija tan mayor tengo? —la madre miró al hombre por encima de la cabeza de Kati.

—Subimos a la galería…

—¿Lo hubiera imaginado? —preguntaba inclinando la cabeza blanca-rubia hacia un lado.

—Y nos han dado las rosquillas que quedaban…

—Cualquier día me sacará la cabeza. ¿Se parece a mí?

Kati se pegó a su madre, y cuando ésta se movió, todo su cuerpo se movió con ella. Y hablaba sin parar. Hasta contó lo del cartel con el tanque de Soki. La mujer rubia la llevó entretanto de una bata blanca a otra, abrazándola fuertemente y charlando un ratito con cada bata. Después se inclinó sobre ella, le dio dos grandes besos a cada lado de la cara, y sacó un puñado de florines del bolsillo que dejó caer en las manos de la niña. Kati ni siquiera echó una mirada al dinero. Sólo miraba la cara de su madre y seguía explicando acalorada: que habían mirado desde la galería, que allí abajo las cabezas…

—¿Qué dices? ¿Qué película habéis visto?

Susi se quedó asombrada por la velocidad con que Kati la sacó de un rincón con espejos. Se había metido allí para contemplar cómo peinaban un enorme moño de cabellos rojizos.

De nuevo estaban los tres en la calle. Kati se apoyó en una columna publicitaria y dijo:

—Tendríamos que tener algo nuestro.

—¿Tienes hambre? —preguntó Soki.

Kati, sin contestar, golpeaba con su tacón la columna publicitaria. Se quedaron un rato allí parados. De repente, Susi empezó a hablar. ¿Cómo no se le había ocurrido? Dijo:

—Tenemos un lavadero…

Capítulo 5

SUSI se quedó sola. De pronto se sintió muerta de cansancio. La cartera le pesaba tanto que parecía estar llena de piedras. ¡Qué raro! Hasta entonces no había notado que la llevaba. Se dio cuenta en el momento en que los otros dos la dejaron.

Había oscurecido totalmente. ¿Qué hora podía ser?

¡Qué rara era aquella calle! No la había visto nunca. Era de color azul marino, como la boina de Kati. Kati también era rara. Cuando aún estaban junto a la columna publicitaria, de repente dio la vuelta y dijo:

—Bueno, ¡hasta pronto! —y se fue corriendo.

Soki se quedó a su lado un rato y después le preguntó:

—¿Te vas a casa?

—No —contestó Susi, pensando que se reuniría con su madre en casa de los doctores.

—Entonces ¡hasta luego! —dijo Soki. Y también la dejó.

¡El tonto de Soki!

Pero… y ella ¿dónde estaba? Entre las casas iguales había montones de sombras tenebrosas. Y esa penumbra que tanto disgustaba a Susi. Siempre se deprimía cuando, en casa, encendía la luz del cuarto de baño que antes era despensa. La madre, por ahorrar, había comprado una bombilla que daba una luz enfermiza y amarillenta y la llenaba de tristeza al encenderse.

Llegó a un cruce. ¡Ya! Allí tenía que doblar la esquina para llegar a la Gran Avenida. Desde allí ya se podía orientar.

En el camino sólo se paró una vez. Delante del escaparate de flores artificiales. Miraba las margaritas. Verdaderamente eran más bonitas que los nomeolvides. Tenían la cara como la hermanita de Kati. ¡Qué triste debía de ser tener una hermanita y no estar con ella!

Susi contemplaba la margarita pensativa. Al salir de la peluquería, Kati había guardado los florines junto al billete que le había dado su padre. El tonto de Soki dijo entonces:

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