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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

A la izquierda de la escalera (2 page)

BOOK: A la izquierda de la escalera
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«La doctora habría recibido bastante», pensaba.

—Cincuenta —dijo Susi.

Su madre dejó de traquetear con la máquina y la doctora la miró, exactamente, con la misma expresión del jabalí. Hasta bizqueaba, a pesar de que no lo solía hacer.

—¡Qué va! —gritó su madre intentando que la doctora no se molestara.

—Pues…, me regalaste unos quince —balbució la doctora. Y siguió bizqueando.

—¿Tiene treinta y cinco? —preguntó Susi con asombro.

—Pues… más o menos…

—¿Por qué más o menos? —Susi sacó un diez en matemáticas. Inmediatamente calculó que, restando quince de cincuenta, quedaban treinta y cinco.

—Me he dejado los alfileres en la cocina —dijo su madre con voz opaca—. ¡Tráemelos!

Susi vio que la caja de los alfileres estaba debajo de un trozo de tela que había en la mesa. Pero salió sin decir palabra. Parecía que su madre estaba furiosa. No debería haber dicho cincuenta. Pero ¿por qué lo preguntó la doctora?

La abuela doctora estaba en la cocina, sentada en un sillón de mimbre. Todo fregado y colocado en su sitio, la cocina parecía brillar. Susi se quedó junto a la pared, debajo de la batidora.

—¿Qué quieres, Susanita mía?

—Nada.

—Muy bien, corazón mío. Ahí tienes un taburete.

Susi no quería sentarse en el taburete y sacó la banqueta del rincón. Sabía dónde estaba. Hacía tanto tiempo que venía con su madre a casa de los doctores, que sabía dónde estaban colocadas las cosas.

—¿Por qué no entra en la habitación? —preguntó a la abuela.

—Estoy mejor aquí.

—¿Por qué está mejor aquí?

—Aquí no estorbo a nadie.

—Y ¿dónde duerme usted?

Entonces, Susi se dio cuenta de que sabía perfectamente dónde estaba colocada la banqueta en casa de los doctores; pero que no sabía dónde dormía la abuela. Siempre la había visto en la cocina. O estaba guisando, o repartía la comida en los platos, o fregaba, o cortaba un trozo de bollo para ella.

—Detrás de la cortina —respondió la abuela.

Una parte de la cocina estaba separada por una cortina. Susi recordaba vagamente el dibujo de la cortina. La había cosido la madre.

—¿Puedo mirar?

—¡Claro! No hay nada que ver.

Efectivamente, no había nada que ver. Solamente una cama y un armario.

Los ojos de Susi se encontraron con la mirada apagada de la abuela. Empezó a hablar rápidamente:

—Porque ¿sabe usted? Mi madre no me deja tener nada en casa. Dice que no quiere desorden. Cleofás es el único. Lo demás lo tira. El señor Kutas me dio una brocha muy bonita. Aunque dijo: «Ahí tenéis», me la dio a mí. Mi madre la tiró ese mismo día. Menos mal que me di cuenta. La saqué de la basura y se la di a Pedro Karcsú. También tiró la pelota de colores cuando se rajó. Y eso que una pelota cuesta mucho dinero aunque esté rajada, ¿no es verdad?

¿Por qué había contado lo de la pelota de colores a la abuela?

A la abuela no le sirvió de nada. Seguía allí sentada y callada. Tenía las hinchadas manos unidas en el regazo, y no decía nada.

Tan sólo después de un buen rato preguntó:

—¿Quieres un trozo de bollo, Susanita?

—Sí, por favor.

—¡Qué bien! Hoy está muy tiernecito.

* * *

—PERO ¡Rosita! ¿Todavía están ustedes aquí? —dijo el doctor al entrar en el cuarto de estar.

Eran más de las ocho.

La madre contestó con los alfileres en la boca.

—Enseguida termino. Ya estoy quitando los hilvanes.

—A mí no me molesta, pero ¿no está cansada?

—¡Qué va, doctor! ¡Hemos hecho un vestido de crespón muy bonito!

La madre estaba emocionada.

Susi prefería mirar al jabalí. Pero no pudo hacerlo durante mucho tiempo, porque el doctor se dirigió a ella:

—Jamás te dediques a coser por las casas. ¿Ves cuánto trabaja tu madre? Ni siquiera puedo decirle que se vaya a casa.

Susi estaba sentada en una silla de respaldo alto, columpiando las piernas. Su madre la reprendió al instante:

—¡No des patadas a la silla! Vas a romper los muebles tan bonitos de los doctores.

¡Bonitos! Pero ¿qué decía? Una silla tan monstruosa y que, además, había que trepar para poder sentarse en ella.

La cara amable del doctor se inclinó de nuevo hacia Susi.

—¿Qué vas a ser de mayor?

Susi se encogió de hombros por milésima vez ante esa pregunta.

—¿Te gusta ir a la escuela? —seguía preguntándole.

Susi volvió a encoger los hombros. Sabía, por adelantado, lo que iba a decir y no se equivocó. El doctor preguntó:

—¿Es que no sabes hablar?

¡Claro que sabía! Pero ¿qué se podía contestar a tales simplezas? Y ¿para qué contestar? Al doctor tampoco le interesaba la respuesta. Sólo se estaba divirtiendo. ¡Ojalá se marcharan ya a casa!

Por fin, el vestido estaba terminado. La doctora se lo probó. ¿Por qué se movía tanto delante del espejo? ¿Creía que acariciando el vestido por la parte de la barriga se le iba a hacer más pequeña? La madre, entusiasmada, daba vueltas a su alrededor. Se inclinaba, se incorporaba, tiraba por delante, ajustaba por detrás… Era inútil. Quedaba repugnante.

—¿Qué te parece? —se volvió hacia ella.

—Bonito —asintió Susi con la cabeza.

—¿No me está, largo? —preguntó la doctora.

—Lo puedo acortar un poco —contestó la madre amablemente.

¡Vaya! ¡Otra horita más!

—Pero si lo acorta quedará demasiado corto…

—A mí también me parece que así está mejor.

¡Gracias a Dios! La madre ayudó a la doctora a quitarse el vestido.

La abuela les dio un paquete con pan y mantequilla, porque las tiendas estarían ya cerradas y no podrían comprar nada para el desayuno. La doctora revolvió en su monedero.

—Muy bien, Rosita. Ya la llamaré la próxima semana. ¿Sabe que deberíamos coser las fundas para los muebles nuevos?

—¡Huy! La próxima semana no va a ser posible, doctora. Tengo todos los días cogidos.

—¡Vamos! ¡Ya sacará tiempo para venir un par de días!

—Es imposible. De verdad que es imposible. Podría el sábado y el domingo…

—¡Madre! —dijo Susi. Y le dio un tirón en el brazo—. ¡Vámonos ya!

—Enseguida vamos, corazón. Entonces ¿qué? ¿Vengo sábado y domingo?

—A mí me viene bien, Rosita. Mi marido se irá a Góg, al huerto, ¿sabe? No quiero que los muebles estén más tiempo sin funda. El sofá ya tiene gotas de café…

Apenas llegaron al portal de los doctores, la madre empezó a decir:

—¿Sabes cuánto he ganado hoy? ¡Ochenta florines! Tendremos el televisor para Navidades.

Susi quería preguntar que cuándo podrían ver la televisión si nunca estaban en casa; pero su madre continuaba hablando sin parar. Que si la doctora era muy guapa todavía. Que si no era cierto que tuviera treinta y cinco años, ya que tenía cuarenta; pero que no lo aparentaba. Que si perdiera tres kilos estaría mejor. Que la pobrecita intentaba adelgazar, pero le resultaba muy difícil. Que para cenar comía manzana con queso, pero por la mañana estaba hambrienta. Que si se hartaba con el desayuno ¿de qué le servía no cenar?

—Se sale la tinta de mi pluma —dijo Susi.

—¿Quieres otra?

—Sí.

—¿Tienes bastante con cincuenta florines o prefieres que te dé sesenta?

—No lo sé. Mañana vamos juntas a comprarla.

—Ya sabes, corazón, que mañana voy a casa de los Pitter. Estoy haciendo el vestido de baile para Maruja. ¡Qué dineral se gastan en ese baile! Ya le dije a la señora Pitter, y pienso que no se molestaría, que para qué necesita Maruja…

—No es tan urgente. La podemos comprar pasado mañana.

—¿El qué? ¡Ah, la pluma! Te doy dinero para que la compres. Un raso de color rosa. No me gusta coser en raso. Resbala mucho…

—¿Qué pluma compro?

—La que encuentres, corazón.

La madre abrió con la llave la puerta de la cocina y encendió la luz. Hacía frío.

—¡Lávate la cara y las manos y métete en la cama! ¿Quieres que te caliente agua? Después del televisor, compraremos un calentador eléctrico para el cuarto de baño. Como el de los doctores. Sólo hay que abrir el grifo y sale el agua caliente.

—¿Azul? —preguntó Susi.

—No, rosa —contestó la madre.

—No hay plumas de color rosa. Por lo menos, yo nunca las he visto.

—¡Ah! Creía que preguntabas por el vestido de baile de Maruja. Cómprate la que a ti te guste, corazón. Para que no se me olvide, aquí te dejo el dinero.

La madre puso los cincuenta florines en el armario de la cocina. Después entró en la habitación para hacer las camas.

Susi se quitó el abrigo y lo colgó en la percha que había al lado de la puerta. Allí estaba también la bata de su madre. Al pasar la rozó con la mano. La tela de la bata era fría y resbaladiza como el hielo.

Entró en el cuarto de baño.

El cuarto de baño lo tenían desde el verano. Lo hicieron quitando una esquina de la cocina y con la despensa. La madre dijo que, con lo poco que cocinaban, no necesitaban la despensa.

Había quedado igual que el cuarto de baño del escaparate de la tienda de saneamientos. Todo en su sitio.

Susi tiró la toalla al lado de la bañera.

Después, se fue brincando a la cocina. Sacó del armario un vaso y le echó agua para la noche. Cuando se olvidaba de prepararse agua, siempre le entraba sed durante la noche.

Colocó el vaso sobre la mesa. Su madre enseguida la reprendió:

—¿Cuántas veces he de decirte que no traigas un vaso sin plato? ¡Se mojará el tapete!

¡El tapete! De encaje blanco. Tenía niños gordinflones, con cara de tontos, tirándose flechas. ¡Qué horror!

Los Pitter se lo habían regalado cuando cambiaron los muebles del comedor.

Capítulo 2

—¿ERES SORDA? ¡Te estoy gritando hace ya una hora! —Pedro Karcsú se acercó a Susi, balanceándose al andar.

Susi ya conocía a Karcsú desde hacía mucho tiempo. Sabía que, cuando andaba así, quería alardear de algo. Si no, andaba normalmente, como cualquier otro chico. Pero, a veces, cambiaba el paso y hacía como si le pesaran mucho los pies al caminar, mientras balanceaba su cuerpo de un lado para otro. Decía que todos los futbolistas importantes caminaban así, y él quería ser futbolista.

Pese a esto, Karcsú era un buen chico.

Alcanzó a Susi en el centro del patio.

—¿Quieres ver una cosa?

—¿Qué?

—Ya verás.

—Enséñamelo ya.

—Está allí —Karcsú señaló con la cabeza hacia el sótano.

Susi se paró pensativa. Si iba al sótano con Karcsú, ¿cuándo llegaría a casa de los Pitter? ¡Ya debería estar allí desde hacía rato!

Por la mañana había logrado, rogando mucho, que su madre le dejase la llave para que al salir del colegio pudiese ir a casa, por lo menos para dejar allí la cartera. ¿Para qué arrastrarla hasta casa de los Pitter?

Su madre no comprendía por qué no quería llevarla a casa de los Pitter, si estaba muy cerca del colegio.

¿Por qué no quería? De esa forma no podría hacer los deberes en casa de los Pitter y a las seis diría: ¿Cuándo nos vamos a casa? Tengo muchos deberes.

Por fin, su madre le dio la llave; pero insistió en que se diese mucha prisa. ¡Cómo había pasado el tiempo a pesar de que no había hecho nada especial! Sólo quería encender el horno de gas como solía hacer su madre. Pero ella no lo había logrado. Se quemaba las uñas con la cerilla antes de girar la llave de paso del gas. Bueno, ¡si no se encendía que no se encendiese! ¡Que se fuese al diablo! Entró en la habitación.

Sacó del armario el camisón rosa de su madre. ¡Un camisón precioso! Por delante era todo de encaje y a su madre le llegaba hasta los tobillos. Nunca lo llevaba. Susi se lo puso encima de la bata del colegio.

Sobre la bata no quedaba muy bien el camisón, pero, aun así, era mucho más bonito que la bata. Susi se sentó en una silla, se puso de pie, paseó y charló con Cleofás. Hubiera sido mejor que Cleofás no tuviera que estar sentado sobre la bonita estufa blanca y que se sentara en otro sitio. Y que hubiera fuego en la estufa…, pero en noviembre, tampoco era como para helarse. Y mucho menos con un camisón largo.

Cuando se dio cuenta, el despertador marcaba las tres y media.

Y encima venía ahora Karcsú insistiendo en enseñarle algo.

—¿Por qué, a dónde corres? —preguntó Karcsú, a pesar de que Susi estaba parada en el centro del patio.

—Me voy con mi madre.

—¿Para qué?

—Siempre voy adonde ella cose. Comemos allí. Ahora está en casa de los Pitter.

—¿Tienes hambre? A mí me han dejado la comida en el horno. Puedes comértela.

—¡Qué va! Yo nunca tengo hambre.

—¡Qué raro! Yo tampoco. Sólo los domingos. Mi madre dice que los domingos se me dilata el estómago. ¿Dónde viven esos Piffer… o como se llamen?

—Pitter. Cerca de la estación del Oeste.

—¡Ah! La del Oeste no me gusta. A la del Este te hubiera acompañado. Es mucho mejor. Bueno…, ¿vienes a ver eso?

—Se enfadará mi madre.

—Entonces, ¡vete a la porra!

—Y ¿dónde está eso?

—En el lavadero.

Susi se indignó de nuevo por el modo de andar de Karcsú. ¿Por qué se pavoneaba delante de ella?

A la izquierda de la escalera, en un rincón del patio cuadrado, un pequeño vestíbulo conducía a la entrada del sótano. Por el mismo vestíbulo se podía llegar también al antiguo lavadero. Hacía ya mucho tiempo que habían construido un lavadero nuevo, al otro lado del patio, junto a la casa de la portera. El antiguo no lo usaba ya nadie. El fogón, hecho de ladrillos, se había derrumbado ya. Decían que la puerta estaba cerrada con una llave oxidada. En verdad, sólo lo dijo la señora Mariska, la portera, cuando vinieron los bomberos a hacer una inspección. ¿Cómo podría estar cerrado si, aunque tuviese llave, no tenía cerradura?

Karcsú condujo a Susi hasta el lavadero.

—¡Mira! —dijo. Y se puso en cuclillas a su lado.

Susi también se agachó.

—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Un caracol?

—No. Un elefante —contestó Karcsú. Estaba arrepentido de haber llevado a Susi hasta allí. No parecía muy entusiasmada.

—¿Está vivo? —preguntó la niña.

—¡Claro que está vivo! Pero se ha escondido.

—Me gustaría que saliera.

Karcsú asintió con la cabeza. Estaba también furioso con el caracol. Se lo quería enseñar a Susi y el muy desconsiderado se había escondido.

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