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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

A la izquierda de la escalera (3 page)

BOOK: A la izquierda de la escalera
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—Debería intentar que saliese —meditó Pedro.

—¿No tienes algo para obligarlo a salir? —preguntó Susi, mirándole.

¡Que si tenía algo! ¡Naturalmente! Cortaplumas, corcho, cuerda, y también una tuerca. Pero todo eso no le interesaba al caracol. ¡Las chicas, a veces, parecían tontas!

—Si tuviese hierba fresca, saldría —dijo.

Susi se puso de pie, mirando a su alrededor. En el fogón derrumbado había una caldera casi empotrada. Las dos asas sobresalían como si estuvieran pidiendo auxilio. En el agrietado suelo de cemento había trozos de leña y una cacerola roja boca abajo.

—Hierba fresca —Susi meneaba la cabeza preocupada.

—¡Espera! —se animó Karcsú—. A mi madre ayer le regalaron claveles. También pueden servir.

Corrieron al primer piso.

Karcsú abrió de una patada la puerta de su casa y empujó a Susi al recibidor.

Susi se paró al lado de la puerta y se pegó a la pared. Su abrigo rojo parecía la continuación del tapiz multicolor.

—¿Qué haces ahí parada? —preguntó Karcsú.

—¿No está tu madre en casa? —preguntó Susi, aunque había visto a Karcsú sacar la llave del bolsillo de sus pantalones, desenredándola de un trozo de cuerda, y abrir la puerta.

—¡Qué va!

—¿Cuándo viene a casa?

—Muy tarde. Por la noche. A veces, incluso más tarde. Está muy ocupada.

Pedro atravesó el recibidor balanceándose. Susi iba tras él. Entraron en la habitación.

—También ha escrito un libro —Pedro seguía balanceándose—. No es muy grande, más bien pequeño y con portada blanda. Un estudio pedagógico o algo así. ¿Sabes qué es la pedagogía? Los mayores inventan cómo educarnos a nosotros. Da risa, ¿no?

Susi no prestaba atención a Karcsú.

—¿Cuántas habitaciones tiene tu casa? —preguntó.

—Tres. Dos normales y una más pequeña. La pequeña, ¡claro!, es la mía.

—¡Enséñamela!

Karcsú se dio la vuelta y volvió al recibidor. Al pasar miró el abrigo rojo de Susi.

—Tienes una mancha en el abrigo —hizo constar. Pero enseguida añadió—: No importa. Es por detrás y no se ve.

Susi se hubiera limpiado la mancha enseguida si no se hubiese tratado del abrigo rojo. Pero ¡al diablo con el abrigo rojo!

Su madre había cosido en primavera un abrigo para Maruja Pitter. Le gustó tanto, que preguntó a la señora Pitter dónde había comprado la tela. Compró la misma tela para Susi y se lo cosió igual al de Maruja. Naturalmente, tuvo que ir con el abrigo nuevo a casa de los Pitter. Cuando la señora la vio, la miró de pies a cabeza y dijo: «Qué rica».

¡Rica! Susi se ponía, siempre que podía, el otro abrigo. El de color marrón claro. Ése se lo había comprado su madre en un almacén.

A la habitación de Karcsú se entraba desde el recibidor. Susi, al principio, pensó que estaba cerrada con llave, pues no podía abrirla. Después, vio que por el suelo había un montón de piezas del juego de construcción.

—¿Tú juegas con cubos de construcción? —preguntó aturdida.

—¡Qué va! —se ofendió Karcsú—. La última vez que jugué fue hace por lo menos tres años.

Karcsú tenía un cuarto magnífico. Susi descubrió enseguida la brocha del señor Kutas. Estaba en un florero, encima del armario, con el mango hacia abajo. Como debía estar.

Realmente, era la habitación más pequeña. Entonces, Karcsú se puso contra la pared; cogió impulso, corrió dos pasos y, con los brazos abiertos y las piernas estiradas, se tiró cuan largo era en el sofá. Dio dos botes.

—Esto es estupendo —dijo levantándose—. ¡Pruébalo!

Susi lo probó. Pero ella sólo botó una vez. Lógico, puesto que no se atrevía a tirarse con tanta fuerza como Pedro, tampoco estiró las piernas y, además, le estorbaba el abrigo rojo.

—¿Por qué no vas tú al colegio de la calle Somlyó? —preguntó Susi después, cuando ya había confesado a Pedro que ella no sabía jugar al ajedrez.

—Porque mi padre quiere que vaya a un colegio de chicos, y el de la calle Somlyó es mixto. ¿Es bueno ir a un colegio mixto?

Susi reflexionó un momento. No quería precipitarse en la respuesta. Después se acordó del bobo de Soki, que siempre le enviaba cartas durante las clases. Estas cartas no tenían ni una sola palabra. Siempre dibujaba un tanque o un avión y, a veces, las dos cosas. Soki era un chico.

—Bastante bueno —contestó.

—¿Por qué no sales nunca a jugar? —preguntó Pedro.

El muchacho tiró al suelo los libros y los cuadernos del pupitre y se sentó.

Susi se acurrucó en el sofá frente a él.

—Mi madre no me deja.

—¿Por qué?

—No le gusta que esté sola en casa.

—¿Y siempre vas con ella?

—Sí.

—Me imagino que son sitios estúpidos. Y ¿qué haces allí?

—Nada.

—Y ¿vais siempre a sitios diferentes?

—¡Qué va! Siempre vamos a las mismas casas. Sólo una vez trabajamos en casa de los señores Szabó, en un piso vacío muy grande. En una habitación no había más que una mesa y una máquina de coser. Y, en todo el día, no vino nadie a casa. A mi madre, naturalmente, no le gustó y aseguró que jamás volvería a poner los pies allí. ¡Lástima! Era mucho mejor que las casas donde siempre vamos.

—Puede que tenga algo interesante…

—¿El qué?

—El que tu madre sea costurera. Seguramente tendréis muchos retales de colores. Yo también tengo uno.

—Sí. Mi madre tiene los retales en un saco blanco pequeño. Pero no le gusta que lo toque. Dice que lo desordeno.

Karcsú se bajó del pupitre y se metió en el armario.

Susi lo miraba, parpadeando encantada. El armario tenía una tabla arriba, la parte del centro era para colgar la ropa y abajo estaba el sitio de los zapatos. En la parte de arriba, que posiblemente estaba dedicada a la ropa interior, no había más que un abrigo de invierno extendido. En el medio colgaban perchas vacías. Mejor dicho, de una colgaba un osito por el cuello, y en otra había dos vestidos, uno encima de otro. Abajo estaba lo más interesante: una regla, botas, papeles… Las hojas arrancadas de un cuaderno volaban por todas partes cuando Karcsú desapareció entre los trastos. Tiró un chándal lleno de barro, una pistola y la pañoleta de los tamborileros.

Por fin sacó el retal.

Agitó ante Susi la tela brillante y plateada.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Lame —contestó Susi con estima.

—Eres tonta —dijo Karcsú, quitándoselo de la mano y apretujándolo en su bolsillo.

—Se lo llevamos al caracol —dijo.

—¿Para qué necesita el caracol un lame?

—¡No me pongas nerviosa con esas palabras tan cursis! ¿Qué es eso de lame? Es plata y basta. Posiblemente al caracol le guste la plata. Ven, vamos a buscar los claveles a la habitación de mi madre.

Mientras iban, aún seguía refunfuñando:

—¡Lame! ¡Qué tontería! ¡Lame!

Sólo cogió las hojas de los claveles. Susi lo miraba. Con cada tirón, caían unos cuantos pétalos. Cuando Karcsú terminó no quedaba ni uno.

¡Si ella hiciera eso en casa!

—¿Qué dirá tu madre? —preguntó.

—Nada.

—¿No se enfada por estas cosas?

—¡Qué va! Nunca se enfada conmigo. Sólo con mi padre, porque siempre está de viaje. Conmigo es muy amable. Por la noche me pregunta si he comido bien o si ha venido la señora Teri, la asistenta. Después, me besa y me dice que me vaya a la cama, porque el programa de televisión no es para mí. De verdad que no es para mí. Cuando a veces lo veo, me aburro como una ostra. ¿Tenéis vosotros televisor?

—Lo tendremos para Navidades.

—No vale la pena. A veces el fútbol…

Cuando llegaron al patio, ya zanganeaba por allí Soki. Karcsú lo atacó al instante:

—¿Dónde demonios has estado hasta ahora?

—Me he ido a la Isla Margarita, al surtidor.

—¿Para qué?

—La señorita Magdi ha dicho que el agua es de colores.

Karcsú alzó las manos. Las tenía juntas para que no se cayeran las hojas de los claveles.

—Pero ¡qué niñerías tiene éste! ¡Es para volverse loco! ¿Y el agua es de colores?

—Ni siquiera tenía agua…

—¡Te estuvo bien! —inclinó la cabeza Karcsú triunfalmente—. Pues, entonces, ven con nosotros al lavadero. Tenemos un caracol.

—Espera un poco… —Soki puso cara de incertidumbre.

—Y ahora ¿qué pasa? —miró severamente Karcsú.

—Una chica…

—¿Qué chica?

—La encontré en la Isla. Vino conmigo.

—¿Dónde está?

—¡Allí! —Soki señaló hacia la escalera.

Allí había una niña de unos diez años, que golpeaba con la rodilla el pasamanos. Parpadeaba mirándolos. Susi se acercó un poco a ella para verla mejor. Llevaba un abrigo marrón que se le había quedado pequeño. El abrigo sólo tenía un botón, arriba, y la niña lo había abrochado. No llevaba guantes y agarraba la barandilla con sus grandes manos enrojecidas.

—¡Puedes venir aquí! —voceaba Karcsú.

La chica se acercó lentamente. Se podía oír cómo arrastraba por el suelo las botas. Se las había atado con una cuerda.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Karcsú, cuando la niña se paró a un paso de ellos.

—Eta.

—Eta… Eta —repetía Karcsú con la frente fruncida—. Tienes un nombre horroroso.

Susi se puso al lado de la chica.

—Te llamaremos Eva —le dijo—. Se parece a Eta, pero es mucho más bonito.

—¡Bueno! —asintió la niña con cara seria.

—¿Te gustan los caracoles? —le preguntó Karcsú con voz simpática.

—No lo sé…

—¿En tu casa también hay lavadero?

—No lo sé…

—¿Vienes a verlo con nosotros?

—No lo sé…

—¡Ven! —Susi cogió a la niña por la manga del abrigo y la condujo hacia el lavadero.

No fue fácil encontrar el caracol. El lavadero estaba oscuro y el caracol se había metido en una grieta del cemento.

Karcsú forró, con la tela de plata, la cacerola roja. Después puso encima las hojas de los claveles y colocó con cuidado al caracol.

Todos estaban mudos, contemplando la ceremonia.

Fue Susi quien saltó de repente horrorizada.

—¡Anda! ¡Los Pitter! —gritó y, sin despedirse, salió a toda velocidad.

Capítulo 3

—¿DÓNDE has estado? —le preguntó su madre, cuando Maruja Pitter abrió, sonriendo burlonamente, la puerta de la calle. La cara mofletuda de Maruja rebosaba de regocijo cuando le comunicó a Susi: «Tu madre te va a matar». Y la siguió de cerca hasta la habitación para no perderse ni un momento de la trifulca.

—En casa —contestó Susi. Y empezó a desabrocharse el abrigo rojo, intentando terminar el tema.

—Estaba ya tan nerviosa… —continuó su madre quejándose—. ¿Y qué has hecho en casa? ¡Ni siquiera has comido!

Se puso un alfiler en la boca, pero enseguida lo sacó.

—¿Qué le pasa a tu abrigo? ¡Jesús! ¿Dónde has estado?

Susi se quitó el abrigo asustada. No podía imaginar qué pasaba con el abrigo rojo para que su madre se sobresaltase tanto.

Pues, nada. Tenía yeso de la pared y una telaraña pegada. ¿Era como para desesperarse tanto?

La madre salió de detrás de la máquina de coser. No podía ponerse de pie así como así. Tenía que replegar sus manos y pies como para sacarlas entre las piezas del mecanismo. Cuando se levantaba era porque tenía que hacer algo. Por ejemplo: para probar o para planchar en la cocina. Pero ahora no iba a probar ni a planchar.

Susi retrocedió un paso, prudentemente. Esta precaución era comprensible, pero inútil. La mano de su madre sonó en la cara de Susi.

Maruja aprobó con la cabeza. En la vida hay cosas inevitables.

Susi aceptó la bofetada, aunque se sorprendió un poco, ya que su madre la pegaba muy raras veces. La última vez fue aproximadamente un año antes. Cuando le entregó el libro de avisos del colegio para que lo firmase. La señorita Magdi anotaba que Susi había perturbado el orden de la clase con una broma de mal gusto. La broma había consistido en que Attila Nagy había llevado a clase un montón de cáscaras de nueces. Al principio nadie sabía para qué querría tantas cáscaras de nueces. El tonto de Soki empezó a tirarlas hasta que Attila le dio un puñetazo y entonces dejó de hacerlo. Antes de recibir otro puñetazo, recogió cuidadosamente lo que había tirado. Después, Attila les contó su plan: la señorita Magdi entraría a la clase y, cuando se volviese hacia la pizarra, todos se colocarían media cáscara de nuez en cada ojo. Las repartieron. El reparto llegó solamente hasta la cuarta fila. Todo ocurrió como lo habían planeado: la señorita Magdi cogió la tiza y se dio la vuelta. Attila hizo la señal para que todos se colocasen las cáscaras de nuez. Cuando la señorita Magdi terminó de escribir en la pizarra y se dio la vuelta, lanzó un grito de espanto y se le cayó la tiza. ¡La estaban mirando unos monstruitos sin ojos! Se puso tan furiosa que enseguida les pidió los libros de avisos a todos los «ojos de nuez».

Susi se esforzó, inútilmente, en explicar a su madre que no había sido ella sola quien perturbó el orden con una broma de mal gusto. La madre le dio una bofetada y enseguida empezó a llorar. No Susi, sino su madre.

—Yo trabajo de sol a sol —se quejaba—, tú debes portarte bien. Estoy sola educándote. ¿Qué será de mí? ¿Qué será de ti?

Susi no sabía qué hacer. La bofetada no tenía importancia. Ni dolía. Pero el llanto de su madre… Y lo que decía… Susi no podía comprenderlo.

Se acurrucó delante de su madre y le dijo:

—¡No llores! No volveré a ponerme nueces en los ojos.

En esta ocasión era la madre quien no podía comprenderlo. «Señor, ¡qué difícil es entendernos!», pensaba Susi, y miraba a su madre con angustia. La otra vez, cuando la bofetada del año pasado, estaban las dos solas. Ahora estaba allí la asquerosa de Maruja. Cuando una madre llora ¡mejor que no lo vea nadie! «Que no empiece a llorar, ¡por favor!»

Pero los ojos de la madre estaban secos. Sólo en su voz había un tono de reproche:

—Estaba tan nerviosa mientras te esperaba, que casi no he podido trabajar. ¡Que no vuelva a suceder! No sé si podré terminar el vestido de baile de la pobre Maruja, porque he estado pendiente sólo del timbre. Ya es bastante difícil trabajar con este raso. ¡Y, encima, tú te retrasas!

¡Que se llevase el diablo a la pobre Maruja con su vestido de baile! Susi salió con la cabeza alta al recibidor para colgar el abrigo rojo.

Maruja corrió tras ella y le preguntó:

—¿Te ha dolido?

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