A la sombra de las muchachas en flor (37 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Desgraciadamente para mi tranquilidad, distaba yo mucho de ser como toda aquella gente. Había algunos que me preocupaban; me hubiera gustado que se fijara en mí un hombre de deprimida frente, de mirar esquivo, que se deslizaba entre las anteojeras de sus prejuicios y de su buena educación, y que resultó ser el gran señor de la región, el cuñado de Legrandin, que solía ir a Balbec de visita, y que los domingos, con la
garden party
semanal que daban él y su mujer, despoblaba el hotel de buen número de sus huéspedes, porque dos o tres de entre ellos estaban realmente invitados a la fiesta, y otros, para que no pareciese que no lo estaban, se iban aquel día a hacer una excursión larga. Sin embargo, la primera vez que entró en el hotel fue muy mal recibido, porque el personal que acababa de llegar de la Costa Azul ignoraba quién era ese señor. Y no sólo no iba vestido de franela blanca, sino que, ateniéndose a los viejos usos franceses e ignorante de la vida de los Palaces, se quitó su sombrero al entrar en el
hall
porque Labia señoras; de modo que el director ni siquiera se llevó la mano a su cubrecabezas para saludarlo y juzgó que ese señor debía de ser persona de humildísima extracción, lo que él llamaba un hombre "de origen ordinario". Tan sólo a la mujer del notario le llamó la atención el recién llegado, que trascendía a esa vulgaridad afectada de la gente elegante, y declaró, con esa base de infalible discernimiento y de autoridad indiscutible de una persona para quien no tiene secretos la alta, sociedad del departamento del Mans, que se veía perfectamente que tenían delante a un hombre de gran distinción, muy bien educado y en contraste notable con toda aquella gente que había en Balbec, y que ella juzgaba indigna de su trato mientras no la tratara. Aquel juicio favorable que pronunció con respecto al cuñado de Legrandin debía de tener fundamento en el aspecto apagado de su persona, que no imponía nada; o quizá fue que aquella señora reconoció en el hidalgo de cortijo con trazas de sacristán los signos masónicos de su propio clericalismo.

De nada me sirvió el enterarme de que aquellos muchachos que todos los días montaban a caballo delante del hotel eran hijos del no muy reputado propietario de una tienda de novedades; gente que mi padre no hubiera consentido tratar: la vida "de baños de mar" los realzaba a mis ojos, los convertía en estatuas ecuestres de semidioses, y mi sola esperanza era que no dejaran nunca caer sus miradas sobre aquel muchacho que cuando salía del comedor del hotel era para ir a sentarse en la arena de la playa, sobre mí. Hubiera deseado hacerme simpático hasta al aventurero que fue rey de la isla desierta de Oceanía, hasta al joven tuberculoso, y me gustaba imaginarme que acaso bajo aquel exterior suyo tan insolente se ocultaba un alma tímida y cariñosa que hubiera podido prodigarme tesoros de afecto. Además (al revés de lo que se suele decir de las amistades de viaje), como el ser visto en compañía de determinadas personas puede darnos, para esa playa adonde hemos de volver más de una vez, un coeficiente sin equivalencia en la verdadera vida mundana, en la vida de París, no sólo no huye uno de esas amistades de baños, sino que las cultiva celosamente. Me preocupaba mucho la opinión que de mí pudieran formar todas aquellas notabilidades momentáneas o locales, a quienes situaba yo, debido a esa tendencia mía a colocarme en el mismo lugar de cada cual y a imaginar su estado de espíritu, no en su verdadero rango, en el que les hubiese correspondido en París, por ejemplo, sin duda muy bajo, sino en el que ellos se figuraban tener y en Balbec efectivamente tenían, porque allí la falta de una medida común para todos les daba una superioridad relativa y un singular interés. Y entre todas aquella personas no había ninguna cuyo desprecio me doliera más que el del señor de Stermaria.

Porque desde que entró me había fijado en su hija, en su bonita cara, pálida, azulosa casi; en su alta estatura, tan noblemente llevada; en su singular porte; y todo ello me evocaba naturalmente su linaje, su educación aristocrática, y con mucho más motivo porque sabía su noble apellido; lo mismo que los oyentes de un concierto después de haber ojeado el programa, y cuando ya se aguijó su imaginación en el sentido allí indicado reconocen esos temas expresivos inventados por músicos de genio que pintan por espléndida manera el centellear de las llamas, el murmullo del río o la paz de los campos. La "raza" superponía a los encantos de la señorita de Stermaria la idea de su causa, y con ello los hacía más inteligibles y completos. Y también más codiciables, porque anunciaba que eran poco accesibles, igual que gana en valor un objeto que nos gusta cuando sabemos que cuesta mucho. Y aquel tronco de su linaje prestaba al color de su piel, compuesto de exquisitos zumos, el sabor de una fruta exótica o de un mosto célebre.

Pues ocurrió que de pronto la casualidad puso entre nuestras manos, las mías y las de la abuela, la posibilidad de ganarnos un gran prestigio en opinión de la gente del hotel. En efecto, ya el primer día, cuando la vieja señora del título bajaba de su cuarto ejerciendo, gracias al lacayo que la precedía y a la doncella que corría detrás con un libro y una manta, que se habían olvidado, una viva impresión en todos los ánimos y excitando respeto y curiosidad, a los que visiblemente no escapaba ni siquiera el señor de Stermaria, el director del hotel se inclinó hacia la abuela y, por amabilidad do mismo que se enseña el shah de Persia o la reina Ranavalo a una persona humilde, que indudablemente no puede tener trato alguno con el poderoso soberano, pero que quizá tenga gusto en haberlo visto de cerca), deslizó en su oído estas palabras: "La marquesa de Villeparisis"; y al mismo tiempo, la dama, al ver a mi abuela no pudo contener una mirada de alegre sorpresa.

Ya puede imaginarse que la repentina aparición del hada más influyente, bajo la apariencia de aquella viejecita no me habría causado alegría mayor allí en aquella tierra, donde no conocía a nadie, donde no tenía recurso alguno para acercarme a la señorita de Stermaria. Quiero decir que no conocía a nadie desde el punto de vista práctico. Porque estéticamente hablando, el número de tipos humanos es harto limitado para que no goce uno, sea cualquiera el sitio a donde se vaya, del placer de encontrarse con gente conocida, sin tener siquiera necesidad de ir a buscarla como hacía Swann con los cuadros antiguos. Y así, ya en los primeros días que pasamos en Balbec tuve ocasión de encontrarme con Legrandin, con el portero de los Swann y con la misma señora de Swann, convertidos, respectivamente, en un mozo de café, en un extranjero de paso, que no volví a ver, y en un bañero. Y hay una especie de imantación que atrae y retiene por manera tan inseparable, bien apretados unos junto a otros, determinados caracteres de fisonomía y mentalidad, que cuando la Naturaleza introduce del modo que yo digo a una persona en un cuerpo nuevo no la mutila mucho. El Legrandin mozo de café conservaba intactos su estatura, el perfil de la nariz y parte de la barbilla; la señora de Swann, en su nueva condición masculina de bañero, aún llevaba tras sí no sólo su fisonomía habitual, sino un modo especial de hablar. Sólo que no era más útil ahora, con su cinturón encarnado e izando al menor oleaje la banderola que prohíbe los baños (porque los bañeros, como no suelen saber nadar, son muy prudentes), que en su estado antiguo femenino, en el fresco de la
Vida de Moisés
, donde antaño la reconociera Swann tras las facciones de la hija de Jetro. Mientras que esta señora de Villeparisis era la de verdad y no víctima de un encanto que la privara de su poder, sino, por el contrario, capaz de poner entre mis manos 'una influencia que centuplicara la mía; y gracias a ella, como llevado en alas de un pájaro fabuloso, iba a serme posible franquear en unos instantes las distancias sociales infinitas —por lo meros en Balbec— que me separaban de la señorita de Stermaria.

Desgraciadamente, si alguien había que viviese más encerrado que nadie en su universo particular, ese alguien era mi abuela. Y no hubiese sido capaz de despreciarme, ni siquiera de comprenderme, en el caso de haberse enterado del interés que me inspiraban las personas aquellas del hotel y de la importancia que atribuía yo a su opinión; porque mi abuela apenas si se había dado cuenta de su existencia y se iría de Balbec sin acordarse del nombre de ninguna de ellas; no me atreví, pues, a confesarle la alegría tan grande que habría sido para mí el que toda esa gente la viera hablando con la marquesa, porque esta señora gozaba de gran prestigio en el hotel y su amistad nos habría colocado en muy buen lugar a los ojos del señor de Stermaria. Y no es que yo me representara, ni muchísimo menos, a la amiga de mi abuela como un prototipo de la aristocracia, porque estaba muy acostumbrado a su nombre, familiar para mis oídos antes de ponerme a pensar en él, cuando ya desde niño lo oía pronunciar en casa.: y su título no superponía al nombre nada más que una particularidad extraña, el mismo efecto que hubiera podido hacer un nombre de pila poco usado; cosa análoga a la que ocurre con esos nombres de calles, calle Lord Byron, calle Rochechouart, tan vulgar y populosa; calle de Grammont, que no nos parecen en ningún punto más nobles que la calle Leoncio Reynaud o la calle Hipólito Lebas. La señora de Villeparisis no me traía al ánimo la visión de un mundo especial, como no me la traía su primo Mac Mahon, al que yo no diferenciaba de Carnot, también presidente de la República; ni de Raspail, aquel Raspail cuyo retrato compraba Francisca en pareja con el de Pío IX. Mi abuela tenía la tesis de que en los viajes no se deben hacer amistades; que no se va al mar para ver gente (ya queda tiempo para eso en París), que los amigos le harían a uno perder en cumplidos y en frivolidades el tiempo precioso que nos es menester para pasarlo todo al aire libre, delante de las olas; y como le parecía más cómodo suponer que todo el mundo participaba de su dicha opinión, la cual autorizaba, entre amigos antiguos que se encontraban por casualidad en un mismo hotel, la ficción de un recíproco incógnito, al oír el nombre que le dijo el director volvió la vista a otro lado e hizo como que no veía a la señora de Villeparisis, que por su parte se dio cuenta de que mi abuela no tenía interés en reconocerla y, puso mirada distraída. Pasó, y yo seguí en mi aislamiento como un náufrago al que por un momento parecía que iba a acercarse ese barco que desaparece en el horizonte sin detenerse.

La señora de Villeparisis comía también en el comedor del hotel, pero en el extremo opuesto. No conocía a ninguna de las personas que vivían en el hotel o que iban allí de visita, ni siquiera al señor de Cambremer; porque vi que este caballero no la saludaba un día en que fue a comer con su esposa al hotel, invitado por el abogado de Cherburgo, el cual, transportado por aquel honor de sentar a su mesa al noble, evitaba a sus amigos de todos los días y se limitaba a hacerles algún guiño desde lejos, manera de aludir a este acontecimiento histórico lo bastante discreta para que no pudiera tomarse como una invitación a acercarse a su mesa.

—¡Vamos, vamos, ya veo que no se coloca usted mal, que es usted un hombre
chic
! —le dijo aquella noche la mujer del magistrado.

—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó el abogado, disimulando su alegría con aquella exagerada sorpresa—. ¡Ah, por mis invitados! —añadió sin poder seguir fingiendo—. ¡Pero eso no tiene nada de
chic
, convidar a almorzar a unos amigos! En alguna parte tienen que almorzar.

—¡Vaya si es
chic
! ¿Eran los de Cambremer, no? Los he conocido. Es marquesa, y auténtica. Por la línea masculina.

—Es una señora muy sencilla, encantadora, sin nada de cumplidos. Yo creía que iban ustedes a venir; les hice señas…; los habría presentado a ustedes —dijo, corrigiendo con cierto tono de ironía la enormidad de esta proposición, como Asuero cuando dice a Ester: "¿Tengo que darte la mitad de mis estados, no?"

—No, no, no; nosotros nos estamos escondiditos, como la humilde violeta.

—Pues les repito que han hecho ustedes mal —contestó el abogado, envalentonado porque ahora ya no había peligro—. No se los habrían comido a ustedes… ¿Qué, hacemos nuestra partidita de
bezigue
[41]
?

—Con mucho gusto. No nos atrevíamos a proponérselo a usted, porque como ahora se trata con marquesas. . .

—Bueno, bueno, no tiene nada de particular. Miren ustedes, mañana tengo que ir a cenar a su casa. Si ustedes quieren, les cedo el puesto. Lo digo de veras. Lo mismo me da quedarme aquí, con franqueza.

—No, no; me destituirían por reaccionario —exclamó el presidente, llorando casi de risa por su chiste—. ¿Y usted también va a Féterne o a casa de los de Cambremer, eh? —añadió, volviéndose hacia el notario.

—Sí, suelo ir los domingos: entrar y salir… Pero no los tengo a mi mesa, como el decano.

Aquel día no estaba en Balbec el señor de Stermaria, con harto sentimiento del abogado. Pero se las arregló para decir insidiosamente al maestresala:

—Amando, puede usted contarle al señor de Stermaria que no es él el único aristócrata que hay en el comedor. ¿Vio usted a ese señor que almorzó conmigo esta mañana, ese del bigotito, de aspecto militar? Pues es el marqués de Cambremer.

—¡Ah, sí! No me extraña.

—Para que vea que no es él el único hombre con título. ¡Que aprenda! No es mala cosa eso de bajarles un poco los humos a esos aristócratas. Vamos, Amando, no le diga usted nada si no quiere, yo no lo digo por mí; además, conoce muy bien al marqués.

Al otro día, el señor de Stermaria, que sabía que el abogado había defendido el pleito de un amigo suyo, fue él mismo a presentarse.

—Nuestros amigos comunes los de Cambremer tenían precisamente intención de reunirnos un día, pero no hemos coincidido —dijo el abogado, que se imaginaba, como tantos embusteros, que nadie hará por dilucidar un detalle insignificante, sí, pero que basta (si el azar nos descubre la humilde realidad que está en contradicción con él) para que juzguemos el carácter de una persona y ésta nos inspire siempre desconfianza.

Yo estaba mirando, como siempre, y con más libertad ahora que su padre no la acompañaba, a la señorita de Stermaria. Ademanes siempre atractivos, de audaz singularidad, como cuando ponía los dos codos en la mesa y alzaba el vaso sostenido en ambas manos; mirar seco y vivo, que se agotaba pronto; dureza básica y familiar, mal encubierta por las inflexiones personales, en lo hondo de la voz, y un cierto canon atávico de tiesura, al que volvía en cuanto acababa de expresar su pensamiento en una mirada o en una entonación de voz; todo lo cual hacía pensar al que la contemplaba en ese linaje que le había legado tal insuficiencia de simpatía humana, tales lagunas de sensibilidad, tal falta de amplitud de carácter, constantemente perceptible. Pero unas miradas que cruzaban un momento por el seco fondo de sus pupilas, para apagarse en seguida, y en las que se delataba esa casi humilde dulzura que inspira la afición predominante a los placeres de los sentidos a la mujer más orgullosa (que algún día acabará por no dar valor más que a la persona que le proporcione esos placeres, aunque sea un cómico o un saltimbanqui, y quizá por fugarse con él, abandonando a su marido), y un color de rosa sensual y vivo que se difundía por sus pálidas mejillas, como el que colorea el corazón de los blancos nenúfares del Vivonne, me hicieron pensar en la posibilidad de que aquella muchacha me permitiese fácilmente ir a buscar en ella el sabor de aquella vida tan poética que hacía en Bretaña, vida que su cuerpo contenía y moldeaba, aunque ella parecía no darle mucho valor, fuese por costumbre, por distinción innata o por asco a la pobreza o a la avaricia de su familia. En aquella pobre reserva de voluntad que le habían legado, y que daba a su rostro cierta expresión como cíe cobardía, acaso no hubiese hallado la señorita Stermaria bastante apoyo para resistir. Aquel sombrero de fieltro gris con una pluma, un tanto presuntuosa y pasada de moda, que llevaba invariablemente siempre que se sentaba a la mesa, me la Hacía aún más simpática, y no porque armonizara con su cutis de plata o rosa, sino porque por él suponía yo que no era rica, y eso la acercaba algo a mí. La presencia de su padre la obligaba a una actividad convencional, pero ya debía de guiarse por principios distintos a los de su progenitor para mirar y clasificar a la gente que tenía delante, y quizá se había fijado en mí, no por mi insignificante rango social, pero acaso porque era yo hombre y joven; si algún día su padre la hubiera dejado en el hotel, y, sobre todo, si la señora de Villeparisis se hubiese sentado a nuestra mesa, con lo cual se formaría de nosotros una opinión favorable, que ya me animaría a acercarme a ella, acaso habríamos podido hablar un poco, convenir en volver a vernos y hacer amistad. Y luego más tarde, una temporada en que estuviese ella sola, sin sus padres, en su romántico castillo, nos pasearíamos los dos a la hora crepuscular, cuando lucieran suavemente las rosadas flores de los brezos por encima del agua sombría, al amparo de los robles, a cuyos pies rompían las olas. Y juntos los dos podríamos recorrer aquella isla, para mí tan llena de encanto porque había encerrado la vida habitual de la señorita de Stermaria y descansaba en la memoria de su mirada. Porque se me figuraba que no la poseería realmente sino después de haber atravesado aquellos lugares que la rodeaban de recuerdos, velo que mi deseo ansiaba arrancar, velo de esos que la Naturaleza interpone entre la mujer y algunos seres (con la misma intención con que coloca el acto de la reproducción entre los humanos y su más vivo placer, y entre los insectos y el néctar el polen que no tiene más remedio que llevarse), con objeto de que, engañados por la ilusión de poseerla así de modo más completo, tengan necesidad de apoderarse primero de los paisajes que rodean a la mujer, paisajes que serán más útiles a su imaginación que el placer sensual, pero que sin él no habrían tenido fuerza bastante para atraer al hombre.

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