A la sombra de las muchachas en flor (35 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Llevaba una bata de percal que solía ponerse en casa siempre que había algún enfermo (porque así estaba más a gusto, decía ella, atribuyendo siempre sus acciones a móviles egoístas), y que se vestía para asistirlos y velarlos; su delantal de criada y de enfermera, su hábito de Hermana de la Caridad. Pero así como las atenciones de las monjas, su bondad, su mérito y la gratitud que nos inspiran aumentan más y ellas somos otro ser, la impresión más la impresión de que para de sentirnos solos y la necesidad de guardarnos el peso de nuestros pensamientos y del deseo de vivir, sabía yo que cuando estaba con mi abuela, por muy gran pena que tuviera, aún se le abría una compasión mayor en su pecho; que todo lo mío, mis preocupaciones, mis anhelos, iría a apuntalarse en mi abuela, en su deseo de conservación y enriquecimiento de mi propia vida, aún más fuerte que el mío, y en ella se prolongaban mis pensamientos sin sufrir desviación alguna, porque al pasar de mi alma a la suya no cambiaban de medio ni de persona. Y —como el que quiere hacerse el nudo de la corbata delante de un espejo, sin darse cuenta de que la tira que tiene en la mano no está en el mismo lado que parece, o como el perro que persigue por el suelo la danzarina sombra de un insecto— yo, engañado por la apariencia del cuerpo, como ocurre en este mundo, donde no vemos directamente las almas, me eché en brazos de mi abuela y pegué mis labios a su cara, como si de esa manera tuviese acceso al corazón inmenso que ella me ofrecía. Y cuando unía mi boca a sus mejillas y a su frente sacaba de allí tan bienhechora y nutritiva sensación, que me quedaba serió e inmóvil, con la tranquila avidez del niño que mama.

Luego estuve mirando sin cansarme su hermoso rostro con perfiles de nube ardiente y sosegada, tras el cual se sentían los rayos de la ternura. Y todo lo que recibía alguna sensación proveniente de ella, por débil que fuese, todo lo que se le podía decir, espiritualizábase inmediatamente, se santificaba tanto, que mis manos alisaban su hermoso pelo, que apenas si empezaba a blanquear, con el mismo cariño, precaución y respeto que si estuviera acariciando su bondad. Tenía tanto gusto en tomarse cualquier trabajo por ahorrármelo a mí, le parecía tan delicioso todo momento de calma e inmovilidad para mis cansados miembros, que ante el ademán que yo hice al ver que quería ayudarme a desnudarme y a descalzarme, para impedírselo y para empezar yo solo, me paró las manos que ya tocaban los primeros botones de mi chaqueta y mis botas, con una mirada de súplica.

—Déjame, haz el favor —me dijo—. ¡Si vieras qué alegría tan grande es para mí! Y, sobre todo, no dejes de dar un golpecito en la pared si necesitas algo esta noche: mi cama está pegada a la tuya, y el tabique es muy delgado. Cuando te acuestes prueba a llamar para ver si nos entendernos bien.

Y, en efecto, aquella noche di tres golpes, cosa que seguí haciendo la semana posterior, cuando estuve malo, todas las mañanas, porque mi abuela quería darme ella la leche muy temprano. Y entonces, cuando me parecía oír que ya se había despertado —para que no tuviera que esperar y pudiese dormirse otra vez en cuanto me diera la leche—, arriesgaba yo tres tímidos golpes, débiles, pero distintos, sin embargo, pues si bien temía interrumpir su sueño en caso de haberme equivocado y de que no estuviera despierta, tampoco quería que por no oírlos tuviese que acechar en espera de mi llamada, que yo ya no me atrevía a repetir. Apenas daba yo mis tres golpes, oía otros tres de entonación distinta, denotando tranquila autoridad, y que se repetían por dos veces para mayor claridad, y que decían: "No te muevas, ya te he oído, dentro de un momento estaré ahí"; y en seguida entraba mi abuela. Decíale yo que tenía miedo de que no me oyera bien o de que confundiera mis golpes con el llamar de alguna habitación vecina; ella se echaba a reír:

—¡Confundir los golpes de mi pobre chichito con otros! ¡Su abuela los distinguiría entre mil! ¿Te crees tú que existen otros en el mundo tan bobos, tan febriles, tan indecisos entre el temor a despertarme y el miedo a que no te oiga? Conocería la abuela a su ratita aunque no hiciera más que arañar la pared, porque no hay más que una ratita, y la pobre muy desgraciada. Y hace un rato que la oía yo dar vueltas en la cama, dudando y sin saber qué hacer.

Entreabría las persianas; el sol estaba ya instalado en el tejado de la parte del hotel que formaba saliente, como un trastejador que madruga y empieza muy pronto su trabajo, hecho en silencio para no despertar a la ciudad que aun duerme, y que por su inmovilidad hace resaltar todavía más la agilidad del obrero. Me decía qué hora era, qué tiempo iba a hacer, que no me molestara en ir hasta la ventana porque el mar estaba muy brumoso, si ya habían abierto la panadería y cuál era el coche ese cuyo rodar se oía; insignificante prólogo, pobre introito del día, que nadie presencia; menudo sector de vida que era para nosotros dos solos y que luego había yo de evocar durante el día delante de Francisca o de personas extrañas, hablando de la espesísima niebla de las seis de la mañana no con la ostentación del que ha visto una cosa por sus propios ojos, sino con la del que ha recibido una prueba de cariño; suave momento matinal que comenzaba como una sinfonía por el diálogo rítmico de mis tres golpecitos, a los que respondía el tabique, tabique todo penetrado de cariño y alegría, armonioso, inmaterial, cantarino como los ángeles, con otros tres golpes, esperados con ansia, repetidos por dos veces, en los que sabía traducir la pared el alma entera de mí abuela y la promesa de que iba a venir, con gozo de anunciación y musical fidelidad. Pero la primera noche, cuando mi abuela me dejó solo, empecé de nuevo a padecer como en París cuando salí de casa. Quizá ese espanto que sentía yo —y sienten mucha s otras personas— de dormir en una alcoba desconocida no sea sino la forma humildísima, obscura, orgánica, casi inconsciente, de esa rotunda negativa opuesta por las cosas que constituyen lo mejor de nuestra vida presente a la posibilidad de que revistamos mentalmente con nuestra aceptación la fórmula de un porvenir donde ya no figuran ellas; negativa que era también la base de aquel horror que tantas veces me inspiró la idea de que mis padres habrían de morirse algún día, de que las necesidades de la vida me obligarían a vivir lejos de Gilberta, o de tener que instalarme definitivamente en un país donde no me sería dable ver a mis amigos; negativa que era igualmente motivo de que me costase tanto trabajo pensar en mi propia muerte o en una supervivencia, corno la que Bergotte prometía a los hombres en sus libros, en la que no me fuera posible llevarme conmigo mis recuerdos, mis defectos y mi carácter, los cuales no se resignaban a la idea de no ser y no aceptaban para mí ni la nada ni una eternidad donde ellos no existiesen.

En París, un día que me encontraba yo muy mal, Swann me había dicho: "Debiera usted marcharse a esas maravillosas islas de Oceanía, vería usted cómo no volvía"; a mí me dieron ganas de contestarle: "¡Pero entonces ya no veré a su hija y viviré rodeado de cosas y gentes que ella nunca ha visto!" Y, sin embargo, la razón me decía: "¿Y qué más te da, si no por eso vas a estar apenado? Cuando Swann te dice que no volverás quiere decir que no querrás volver, y si no quieres volver es porque allí te sientes feliz". Porque mi razón sabía que la costumbre —esa costumbre que ahora iba a ponerse a la empresa de inspirarme cariño a esta morada desconocida, de cambiar de sitio el espejo, de mudar el colorido de los cortinones y de parar el reloj se encarga igualmente de hacernos amables los compañeros que al principio nos desagradaban, de dar otra forma a los rostros, de que nos sea simpático un metal de voz, de modificar las inclinaciones del corazón. Claro que la trama de estas nuevas amistades con lugares y personas distintos consiste en el olvido de otros sitios y gentes; pero precisamente me decía mi raciocinio que podía considerar sin terror la perspectiva de una vida donde no existiesen unos seres de los que ya no me acordaría; y esa promesa de olvido que ofrecía a mi corazón a modo de consuelo servía, por el contrario, para desesperarme locamente. Y no es que nuestro corazón no caiga él también, una vez que la separación se ha consumado, bajo los analgésicos efectos del hábito; pero hasta que así ocurra sigue sufriendo. Y ese miedo a un porvenir en que ya no nos sea dado ver y hablar a los seres queridos, cuyo trato constituye hoy nuestra más íntima alegría, aún se aumenta en vez de disiparse, cuando pensamos que al dolor de tal privación vendrá a añadirse otra cosa que actualmente nos parece más terrible todavía: y es que no la sentiremos como tal dolor, que nos dejará indiferentes; porque entonces nuestro yo habrá cambiado y echaremos de menos en nuestro contorno no sólo el encanto de nuestros padres, de nuestra amada, de nuestros amigos, sino también el afecto que les teníamos; y ese afecto, que hoy en día constituye parte importantísima de nuestro corazón, se desarraigará tan perfectamente que podremos recrearnos con una vida que ahora sólo al imaginarla nos horroriza; será, pues, una verdadera muerte de nosotros mismos, muerte tras la que vendrá una resurrección, pero ya de un ser diferente y que no puede inspirar cariño a esas partes de mi antiguo yo condenadas a muerte. Y ellas —hasta las más ruines, como nuestro apego a las dimensiones y a la atmósfera de una habitación son las que se asustan y respingan, con rebeldía que debe interpretarse como un modo secreto, parcial, tangible y seguro de la resistencia a la muerte, de la larga resistencia desesperada y cotidiana a la muerte fragmentaria y sucesiva, tal como se insinúa en todos los momentos de nuestra vida, arrancándonos jirones de nosotros mismos y haciendo que en la muerta carne se multipliquen las células nuevas. Y en este caso de un temperamento nervioso como el mío, es decir, de una naturaleza donde los nervios, o sean los intermediarios, no cumplen bien sus funciones no cortan el paso en su camino hacia la conciencia a las quejas de los más humildes elementos del yo que va a desaparecer, sino que las dejan llegar, claras, agotadoras, innumerables y dolorosas—, la ansiosa alarma que me sobrecogía al verme bajo aquel techo tan alto y desconocido no era otra cosa sino la protesta de un cariño que en mí perduraba hacia un techo bajo y familiar. Indudablemente, ese cariño desaparecería, en su lugar se colocaría otro (y la muerte, y tras él una nueva vida que se llamaba Costumbre, cumplirían su dúplice obra); pero hasta que aquel cariño llegara al aniquilamiento no pasaría noche sin padecer; y sobre todo, aquella primera noche, cuando se vio en presencia de un porvenir donde ya no se '(e reservaba sitio, se rebeló, me torturó con sus gritos de lamentación cada vez que mis miradas, sin poder apartarse de lo que les causaba pena, intentaban posarse en el inaccesible techo. ¡Pero, en cambio, a la mañana siguiente…! Un criado me despertó y me trajo agua caliente; y mientras que me vestía e intentaba vanamente encontrar en mi baúl la ropa que me era necesaria, sin sacar otra cosa que un revoltijo de prendas que no eran las que yo buscaba, sentía un gran gozo al pensar en el placer del almuerzo y del paseo, al ver en el balcón y en los cristales de los estantes, como en los tragaluces de un camarote, un mar limpio sin mancha, aunque la mitad de su superficie, delimitada por una raya movediza y sutil, estaba en sombra, y al seguir con la vista las olas, que se lanzaban unas detrás de otras como saltarines en un trampolín. A cada momento, en la mano la toalla tiesa y almidonada, que llevaba escrito el nombre del hotel y que no me servía, a pesar de mis inútiles esfuerzos, para secarme, me llegaba hasta el balcón para lanzar otra ojeada a aquel vasto circo resplandeciente y montañoso, a aquellas nevadas cimas de sus olas de piedra esmeralda pulida y translúcida a trechos, olas que con plácida violencia y leonino ceño dejaban sus líquidos lomos erguirse, y desplomarse mientras que el sol los adornaba con una sonrisa independiente de todo rostro. A ese balcón habría yo de acercarme todas las mañanas como a la ventanilla de una diligencia donde se ha dormido, para ver si la noche nos acercó a una deseada cordillera o nos separó de ella; aquí esa cordillera la formaban las colinas del mar, que a veces, antes de volver hacia nosotros en son de danza, retroceden tanto que sólo se ven sus primeras ondulaciones al cabo de una vasta llanura de arena, en una lejanía vaporosa azulada y transparente, cual esos ventisqueros que hay en el fondo de los cuadros de los primitivos toscanos. En cambio, otras veces el sol venía a reír muy cerca de mí, encima de aquellas olas de verdor tan tierno como el que mantiene en las praderas alpinas (en esas montañas donde el sol se muestra aquí y allá cual gigante que va bajando por sus laderas a saltos desiguales) más bien la líquida movilidad de la luz que la humedad del suelo.

Claro que en esa brecha que abren playa y olas en el seno del resto del mundo, para que por allí penetre y allí se acumule la luz, la luz misma, según de donde provenga y según a donde miremos, ésa es la que hace y deshace las montañas y valles del mar. La diversidad de luz modifica la orientación de un lugar y nos ofrece nuevas metas, inspiradoras de nuevos deseos, en grado no menor que un trayecto largo y efectivamente realizado en un viaje. Por la mañana el sol venía de la parte de atrás del hotel, descubríame las iluminadas playas hasta llegar a los primeros contrafuertes del mar y parecía como si me mostrara una vertiente nueva de la cordillera, invitándome a emprender por el enrodado camino de sus rayos un viaje variado e inmóvil a través de los bellísimos rincones del accidentado paisaje de las horas. Y desde aquella primera mañana, el sol, con sonriente dedo, me señalaba allá a lo lejos esas cimas azuladas del mar que no tienen nombre en ningún mapa, hasta que, mareado de aquel sublime paseo por la caótica y ruidosa superficie de sus crestas y avalanchas, venía a ponerse al resguardo del viento allí a mi cuarto, pavoneándose en la deshecha cama, desgranando sus riquezas por el lavabo lleno de agua, por el baúl entreabierto, y aumentando aún más la impresión de 'desorden por su mismo esplendor y su extemporáneo lujo. Una hora después estábamos almorzando en el gran comedor del hotel, y con la cantimplora de cuero de un limón echábamos unas gotitas de oro a aquellos dos lenguados que muy pronto dejaron en nuestros platos la panoja de sus espinas rizada como una pluma y sonora como una cítara; y la abuela se lamentaba de que no pudiésemos recibir el vivificador soplo del viento del mar por causa de la vidriera, transparente, pero cerrada, que nos separaba, como la puerta de una vitrina, de la playa, pero que encuadraba el cielo tan perfectamente que su azul parecía ser el color de la ventana y sus nubes blancas manchas del cristal. Persuadido de que estaba yo "sentado en el muelle" o en el fondo del
boudoir
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de que nos habla Baudelaire, preguntándome si el "sol radiante sobre el mar", del poeta, no era aquel —muy diferente de los rayos de por la tarde, sencillos y superficiales como doradas flechas temblorosas— que en ese momento quemaba el mar como un topacio, lo hacía fermentar, lo ponía blondo y lechoso como espumante cerveza o como hirviente leche, mientras que de vez en cuando se paseaban por su superficie grandes sombras azules, por obra indudablemente de algún Dios ocioso que se entretenía en hacer lunitas desde el cielo con un espejo. Desgraciadamente, no sólo por su aspecto se diferenciaba del comedor de Combray, sin más vista que las casas de enfrente, este gran comedor de Balbec, sin adornos; lleno de verde sol como el agua de una piscina, y que tenía allí a unos metros de distancia a la pleamar y a la claridad meridiana, las cuales alzaban como ante una ciudad celeste una muralla indestructible de esmeralda y oro. En Combray, como todo el mundo nos conocía, a mí nadie me preocupaba. Pero en la vida de playa no conoce uno más que a sus vecinos. Y yo era aún asaz joven y harto sensible para haber renunciado ya al deseo de agradar a las personas y de poseerlas. Y no sentía esa noble indiferencia que hubiera sentido un hombre de mundo ante la gente que estaba almorzando en el Comedor, ante los muchachos y las muchachas que se paseaban por el dique; y me hacía sufrir la idea de que no podría hacer excursiones con ellos, si bien esto me causaba menos pena que la que me habría ocasionado mi abuela si, despreciando las buenas formas y preocupada sólo por mi salud, hubiese ido a pedir a aquellos jóvenes que me aceptaran como compañero de paseos, cosa humillante para mí. Unos se encaminaban a un desconocido
chalet
; otros venían de sus casas raqueta en mano, camino del tenis; algunos montaban caballos cuyo pataleo me pisoteaba el corazón; y yo los miraba a todos con ardiente curiosidad, envueltos en aquella cegadora luminosidad de la playa, donde se transforman todas las proporciones sociales; seguía con la vista todas sus idas y venidas a través de aquel gran ventanal que dejaba penetrar tanta luz, pero que interceptaba el viento, gran defecto en opinión de mi abuela, que ya no pudo resistir la idea de que perdiese yo los beneficios de una hora de aire y abrió subrepticiamente uno de los cristales, con lo cual echaron a volar al mismo tiempo los
menús
los periódicos y los velos y gorras de las personas que estaban almorzando; pero ella, alentada por este soplo celeste, seguía, como Santa Blandina, tranquila y sonriente en medio de las invectivas que concitaban contra nosotros a todos los turistas, furiosos, despeinados y despectivos, y que acrecían mi impresión de aislamiento y tristeza.

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