A la sombra de las muchachas en flor (38 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Pero tuve que dejar de mirar a la señorita de Stermaria porque su padre, considerando sin duda que entrar en trato con una persona era un acto curioso y breve que se bastaba a sí mismo y que no exigía otra cosa para alcanzar su plenitud de interés que un apretón de manos y una mirada penetrante, sin más conversación inmediata ni relaciones ulteriores, se había despedido ya del abogado y tomó a sentarse enfrente de la muchacha frotándose las manos como el que acaba de hacer una preciosa adquisición. En cuanto al abogado, pasada la primera emoción de aquella entrevista, se le oía decir de vez en cuando al maestresala como todos los días:

—Pero yo no soy rey, Amando; vaya usted, vaya usted a ver a Su Majestad. ¿No es verdad, mi querido presidente, que esas truchas tienen muy buena cara? Vamos a pedírselas a Amando. ¡Amando, tráiganos usted de ese pescado que hay allí, parece bueno; tráiganos todo lo que quiera!

Estaba repitiendo siempre el nombre de Amando; de modo que cuando tenía algún invitado le decían: "Ya veo que conoce usted bien la casa"; y el convidado se ponía también él a decir constantemente 'Amando', por esa predisposición que tienen ciertas personas, y en la que entran la timidez, la vulgaridad y la tontería, a considerar que es un deber de ingenio y elegancia el imitar a la letra a las personas con quienes se está. Repetía el nombre sin cesar, pero con una sonrisita, porque su deseo era hacer ostentación de sus buenas relaciones con el maestresala y de su superioridad sobre él. Y el criado, por su parte, cada vez que se pronunciaba su nombre, sonreía también con cariño y orgullo indicando que se daba cuenta del honor que le hacían y que comprendía la broma.

Para mí eran siempre muy azorantes aquellos ratos de las comidas en el enorme comedor del gran hotel, por lo general lleno pero éranlo todavía más cuando iba al hotel a pasar unos días el amo (o director general elegido por la sociedad de accionistas, no sé exactamente) de aquel Palace y de otros seis o siete esparcidos por todos los rincones de Francia, el cual solía estar siempre danzando de hotel en hotel, para pasar una semana en cada uno de ellos. Entonces, apenas comenzada la cena, aparecía en la puerta del comedor aquel hombrecito de pelo cano y nariz roja, de impasibilidad y corrección extraordinarias, y que, según parece, estaba considerado como tino de los primeros hosteleros de Europa, lo mismo en Londres que en Montecarlo. Cierta vez que tuve que salir al empezar la cena, al volver pasé por delante de él, y me saludó, pero con suma frialdad, debida yo no sé si a la reserva del que no se olvida de quién es o al desdén que merece un parroquiano sin importancia. En cambio, ante las personas importantes el director general se inclinaba, fríamente también, pero con mayor rendimiento, caídos los párpados con alzo de púdico respeto,' como si estuviera en un funeral delante del padre del muerto, o en presencia del Santísimo. Excepto estos pocos y fríos saludos, el director no hacia un solo movimiento, como para indicar que sus ojos, brillantes y saltones, lo veían todo lo ordenaban todo y garantizaban en aquella "cena del Gran Hotel tanto la exquisitez de los detalles como la armonía del conjunto. Evidentemente, se sentía algo más que director de escena o de orquesta: se sentía verdadero generalísimo. Como estimaba que la mera contemplación llevada al máximum de intensidad le bastaba para cerciorarse de que todo estaba bien, de que no se había cometido ninguna falta que pudiera acarrear la derrota y de que podía cargar con las responsabilidades se abstenía del menor ademan, y ni siquiera movía los ojos, petrificados por la atención, que abarcaban y dirigían el conjunto de las operaciones. Yo tenía la sensación de que ni siquiera se le escapaban los movimientos de mi cuchara, y aunque se eclipsara en cuanto terminaba la sopa, la revista que acababa de pasar me había quitado el apetito para toda la cena. En cambio, él comía muy bien, según se podía observar al mediodía, porque el director almorzaba como un simple particular, en la misma mesa que todo el mundo, en el gran comedor. Sin otra particularidad que la de tener a su lado durante la comida al otro director, el de Balbec, que se estaba de pie dándole conversación. Porque como era subordinado del director general, le tenía mucho miedo y hacía lo posible por halagarlo. Yo, en el almuerzo me sentía menos atemorizado, porque entonces el director, sentado entre la demás gente, tenía la discreción del general que está en un restaurante donde comen también muchos soldados y aparenta que no se fija en ellos. Sin embargo, cuando el portero, con su corte de "botones", me anunciaba: "Se va mañana a Dinard, y de allí irá a Biarritz y a Cannes", yo respiraba mucho más holgadamente.

Mi vida en el hotel era muy triste, porque no había hecho amistades, e incómoda porque, en cambio, Francisca había hecho muchas. Y aunque parece a primera vista que eso facilitaría las cosas, en realidad ocurría todo lo contrario. Los proletarios, si bien les costaba mucho que Francisca llegara a tratarlos como conocidos, y sólo lo lograban a costa de estar muy cumplidos con ella, en cuanto alcanzaban su favor eran las únicas personas que le merecían consideración. Su antiguo código le enseñaba que ella no debía nada a los amigos de sus amos y que si tenía prisa podía mandar a paseo a una señora que iba a visitar a mi abuela. Y, en cambio, con sus conocidos, es decir, con las pocas personas del pueblo admitidas a su difícil amistad, tenía vigente el más sutil e imperioso de los protocolos. Por ejemplo, Francisca había hecho amistad con el cafetero del hotel y con una doncella que confeccionaba trajes para una señora belga: pues ya no podía subir a arreglar las cosas de mi abuela inmediatamente después del almuerzo, sino al cabo de una hora; todo porque el cafetero quería hacerle café o tisana en su cocina, o porque la modista le pedía que fuera a verla coser, y a eso no se debe uno negar, no está bien negarse. Además, le merecía especiales atenciones la doncellita de la costura porque era huérfana y la había criado una familia extraña, con la que solía ir de vez en cuando a pasar unos días. Esta circunstancia excitaba en el ánimo de Francisca compasión y un tanto de benévolo desdén. Porque ella, que tenía familia y una casita heredada de sus padres, en donde su hermano criaba unas vacas, no podía considerar como igual suya a una muchacha sin parientes ni hogar. Y como la camarera estaba esperando que llegara el 15 de agosto para ver a sus protectores, Francisca no podía por menos de repetir: "¡Me da risa! Está diciendo que va a ir a su casa para el quince de agosto. ¡Y dice: "a mi casa"! Ni siquiera es su tierra son gente que la recogió, y a eso lo llama su casa, como si fuera de verdad su casa. ¡Pobrecílla! ¡Ya tiene bastante trabajo con no darse cuenta de lo que es tener uno su casa!" Pero si Francisca no hubiera hecho amistad más que con las doncellas de los huéspedes que cenaban con ella en el "comedor de servidumbre", y que la tomaban, al ver su hermosa papalina de encaje y su fino perfil por alguna dama, noble quizá, que por las circunstancias de la vida o por afecto servía de señora de compañía a mi abuela, es decir, si Francisca no se hubiese tratado más que con gente que no era del hotel, el mal no habría sido muy grande; porque como esa gente no nos servía para nada, conociérala o no Francisca, nos era lo mismo que los estorbara en su servicio. Pero era el caso que también se trataba con uno de los encargados de la bodega, con otro de la cocina y con una primera camarera de piso. Y el resultado fue, en lo que respecta a nuestra vida diaria que Francisca, que el día de la llegada, cuando aún no conocía a nadie, llamaba por cualquier cosa a horas intempestivas en que no nos hubiéramos atrevido a hacerlo ni la abuela ni yo, y contestaba si se le hacía alguna observación, que para eso se pagaba muy caro, como si ella pagara de su bolsillo, ahora que era amiga de un personaje de la cocina, cosa que al principio nos pareció de buen agüero para nuestra comodidad, si la abuela o yo teníamos los pies fríos no se atrevía a llamar aunque fuera una hora muy normal, y afirmaba que no parecería bien porque tendrían que encender de nuevo el hornillo o porque interrumpiría la comida de los criados, que acaso se enfadaran. Y terminaba con una frase que, a pesar del modo incierto como la pronunciaba, era clarísima, y nos quitaba la razón: "El caso es. . ." No insistíamos por temor a que nos castigara con otra más grave: "Me parece que hay porqué." Así, que resultaba que no podíamos pedir agua caliente porque Francisca se había hecho amiga del que tenía que calentar el agua.

Por fin, también nosotros hicimos una amistad, por mi abuela, pero sin proponérselo ella; porque una mañana se encontró de manos a boca, al ir a pasar una puerta, con la señora de Villeparisis, y no tuvieron más remedio que hablarse, pero después de muchos gestos de sorpresa y de vacilación, de ademanes de retroceso y de duda, y por último, de protestas de cortesía y regocijo, como en algunas obras de Moliére, donde hay dos actores que están monologando hace un rato cada uno por su lado y a dos pasos, haciendo como que no se ven, y que por fin se reconocen, no dan crédito a sus ojos, se quitan la palabra uno al otro, y por fin hablan los dos a la vez (después del monólogo, el coro), y se abren los brazos. La señora Villeparisis quiso, por discreción, despedirse en seguida de mi abuela, pero ésta no lo consintió; la retuvo hasta que sirvieron el almuerzo, porque quería enterarse de cómo se las arreglaba la marquesa para que le llegara el correo antes que a nosotros y para que le sirvieran carné a la parrilla bien hecha (porque la señora de Villeparisis era buen tenedor y le gustaba poco la cocina del hotel, donde nos solían dar comidas que, según mi abuela, siempre con su manía de citar a madama de Sevigné, "eran tan magníficas que nos mataban de hambre"). Y la marquesa tomó la costumbre de venir todos los días a nuestra mesa del comedor, mientras que la servían, a pasar un rato con nosotros, pero sin consentir que nos levantáramos ni nos diéramos la menor molestia por ella. Lo único qué hacíamos era seguir sentados a la mesa, charlando con ella aunque va hubiésemos terminado de almorzar, en ese sórdido momento en que los cuchillos andan esparcidos por el mantel junto a las arrugadas servilletas. Yo, con objeto de no abandonar esa idea, que me hacía tener cariño a Balbec, de que estaba en una punta de la tierra, me esforzaba por mirar allá lejos, por no ver más que el mar, buscando los efectos de luz descritos por Baudelaire, de manera que mi vista no se posaba en la mesa a no ser aquellos días en que habían servido algún enorme pescado, monstruo marino que, al revés de tenedores o cuchillos, era contemporáneo de las épocas primitivas en que la vida comenzara a germinar en el océano, en tiempos de los Cimeríanos; monstruo marino cuyo cuerpo, de innumerables vértebras, de nervios azules y rosa, era obra de la Naturaleza, pero construido con arreglo a un arquitectónico plano como una policroma catedral de los mares. Igual que un peluquero que al ver que ese militar al que está sirviendo con particular consideración reconoce a un parroquiano que acaba de entrar y se pone a charlar con él se regocija al darse cuenta de que pertenecen a la misma clase social y va todo sonriente por la jabonera, porque sabe que en su salón de peluquería se superponen a las vulgares tareas del oficio placeres sociales, aristocráticos casi, lo mismo Amando al ver que la señora de Villeparisis nos trataba como a amigos viejos vueltos a encontrar se marchaba en busca de los lavamanos con la misma sonrisa orgullosamente modesta y sabiamente discreta del ama de casa que sabe retirarse a tiempo. O diríase también un padre dichoso y enternecido que vigila, sin perturbarlos, unos amores venturosos que se han iniciado en su mesa. Además, bastaba con que se pronunciara delante de Amando el nombre de un título, para que en su rostro se pintara una expresión de felicidad, mientras que, por el contrario, cuando alguien decía en presencia de Francisca "el conde Tal…" se le ponía una cara muy tétrica y hablaba poco y secamente, lo cual no significaba que estimase la nobleza en menor grado que Amando, sino que aún la veneraba más. Además, Francisca tenía una cualidad que en los demás le parecía el defecto capital: era orgullosa. No pertenecía a la casta agradable y bonachona de Amando. Esta clase de personas sienten un gran placer, y lo manifiestan, al oír contar un sucedido más o menos gracioso, pero inédito, que no ha salido en los periódicos. Francisca nunca quería poner cara de asombro. Y si le hubieran dicho que el archiduque Rodolfo, cuya existencia ignoraba totalmente, no había muerto, como la gente se figuraba, sino que todavía vivía, habría respondido: "Sí", como el que está, enterado ya hace tiempo de eso. E, indudablemente, si no podía oír, ni siquiera de nuestros labios, de labios de los que ella llamaba humildemente sus amos, de nosotros, que la habíamos domesticado, el nombre de un noble sin tener que reprimir un gesto de cólera, debía de ser porque su familia gozara allá en su pueblo una posición holgada e independiente, una consideración general tan sólo enturbiada por los nobles; mientras que un Amando ha servido desde chico en casa de esos nobles o se ha criado allí por caridad. De modo que para Francisca la señora de Villeparisis tenía que hacerse perdonar su calidad de noble. Pero en Francia, por lo menos, el talento es la única ocupación de los próceres y de las grandes señoras. Francisca, siguiendo la tendencia de los criados a estar siempre recogiendo observaciones fragmentarias respecto a las relaciones de sus amos con otras personas, observaciones de las que suelen sacar inducciones erróneas, como le pasa al hombre con la vida de los animales, se figuraba a cada momento que nos habían "faltado", conclusión a que la empujaba con harta facilidad el exagerado amor que nos tenía y lo mucho que le gustaba decirnos cosas desagradables. Pero como advirtió, sin posibilidad de error, las mil atenciones que tenía con nosotros y hasta con ella, la señora de Villeparisis, le dispensó el ser marquesa, y como al mismo tiempo nunca había dejado de respetarla por ser marquesa, vino a resultar que la prefería a todos nuestros conocidos. Verdad es que ninguno nos demostraba tan solícita amabilidad. En cuanto que a mi abuela le llamaba la atención un libro que leía la marquesa o unas frutas que le había mandado una amiga, ya teníamos en nuestro cuarto al ayuda de cámara para traernos el libro o la fruta. Y luego, cuando la veíamos, para responder a nuestras gracias, se contentaba con decir, como el que quiere dar a su regalo la excusa de una utilidad especial:

"No es una gran cosa; pero como los periódicos llegan con tanto retraso, hay que tener algo para leer". O "es una buena precaución contar con fruta segura cuando se está en un puerto de mar". "Me parece que ustedes no comen ostras —nos dijo la señora de Villeparisis (y yo, que a aquella hora me sentía con el estómago poco asentado, aún tuve más asco, porque esa carne viva de las ostras me repugnaba en mayor grado todavía que la viscosidad de las medusas que me estropeaban la playa de Balbec)—; aquí son muy buenas. ¡Ah!, diré a mi doncella que recoja el correo de usted cuando vaya por el mío. ¿De modo que su hija de usted le escribe todos los días? ¿Y tienen ustedes siempre cosas que decirse?" Mi abuela se calló, yo creo que por desdén, porque solía repetir, refiriéndose a mamá, las palabras de madama de Sevigné: "Recibo una carta, y en seguida querría tener otra, no deseo otra cosa. Hay poca gente digna de comprender lo que siente mi alma". Y tuve miedo de que no fuera a aplicar a la señora de Villeparisis la frase que sigue: "Y a esta minoría que me comprende la busco y a los demás les huyo". Pero cambió de conversación para hacer el elogio de la fruta que nos había mandado la marquesa el día antes. Tan buena era, que el director, a pesar de ver sus compoteras despreciadas, acalló la envidia y me dijo: "Yo soy como usted, más goloso de fruta que de ningún otro postre". Mi abuela dijo a su amiga que se la había agradecido todavía más porque la que daban en el hotel solía ser detestable. Y añadió:

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