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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (31 page)

BOOK: A punta de espada
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Oyó un ruido en la habitación contigua, cuerpo sobre tapicería, y se imaginó a Alec repantigado en el diván con un libro en las manos, esperando a que él se levantara. Sabía que estaba sonriendo sin sentido y le dio igual.

Se quedó mirando el diván vacío un momento más de lo necesario. El gato se bajó de ella de un salto, buscando caricias.

Intuía que había algo extraño en el cuarto. No había ni rastro de intrusos. Había algo fuera de lugar, un espacio recolocado... Volvió a mirar y lovio de inmediato: los libros de Alec habían desaparecido de su rincón. Esperaba que no fuera otro ataque de farisaica pobreza. Alec siempre intentaba empeñar sus cosas, pero, ¿quién iba a querer esos libros? Por lo menos esta vez sólo se había llevado sus pertenencias...

Pero no se las había llevado. Los objetos más valiosos que poseía, los que más merecía la pena empeñar, ésos los había dejado atrás, a la vista de todos encima de la chimenea. Los anillos que él le había dado, que tanto le había costado aceptar, yacían en un montoncito, ajenos a su belleza. Richard los miró, resistiéndose a tocarlos: la perla, el diamante, la rosa, la esmeralda, el broche del dragón... todos salvo el rubí; ése se lo había llevado.

No había ninguna nota. Richard no podría haberla leído, y Alec sabía que esta vez no le pediría a nadie que se la leyera. El significado de las cosas que había dejado atrás estaba claro: sólo se había llevado lo que consideraba que era suyo. No iba a volver.

Era evidente lo que había ocurrido. Alec estaba harto de la vida en la Ribera. Nunca se había hecho realmente a ella. Y el asesinato de Horn complicaría aún más las cosas. Alec se había sentido profundamente con—mocionado ayer por los primeros indicios del cuidado con que deberían andarse una temporada. Quizá temiera que los acorralaran. Quizá se proponía esperar a que las aguas volvieran a su cauce, volver cuando hubiera pasado el peligro... Richard cerró su mente a ese pensamiento, como una llave girando en su cerradura. No iba a esperar a Alec. Si Alec decidía regresar, Richard estaría aquí. Si no, la vida pasaría ante él como había hecho siempre.

No podía culpar a Alec, la verdad. Marcharse era lo más sensato. Eso pensaba la mayoría de la gente. Alec tenía derecho a decidir por sí mismo. Todo el mundo tiene sus límites, la línea divisoria entre lo que se puede tolerar y lo que no. Alec había intentado decírselo; pero Richard se había mostrado demasiado confiado, demasiado seguro de sí mismo... y, franca mente, demasiado acostumbrado a ignorar las protestas de Alec como para prestar atención esta vez. No es que eso hubiera cambiado nada. Richard no tenía intención de escabullirse de la ciudad justo cuando ésta requería su presencia para recordarles a todos lo peligroso que era cruzarse en si i camino. Y difícilmente podía salir corriendo de la Ribera como si tuviera miedo de sus iguales.

Se encontró de vuelta en el dormitorio, mirando en la cómoda. La capa de invierno forrada de piel de Alec seguía allí, además de dos camisas, su vieja chaqueta con el galón, sobras y retales. Se había marchado vistiendo tan sólo su túnica de erudito encima de la ropa que se había puesto ayer. Sólo aquello que podía llevar encima. Eso hizo que Richard se enfadara; el muy idiota iba a pasar frío, el verano todavía estaba leos... Aunque, pensó, Alec se había ido adonde no necesitaba ropa vieja. No iba a deambular sin rumbo por las calles, era demasiado orgulloso para eso. Y no iba a volver a la Universidad, no después de lo que había despotricado contra ella. Pero nunca hablaba de su familia. Eso quería decir algo. Desde luego que debían de ser ricos. Desde luego que era un noble, o el hijo de uno. Estarían furiosos con él, pero tendrían que aceptarlo. Su futuro estaba asegurado.

Eso hizo que Richard se sintiera enormemente aliviado. Alec había vuelto, en esencia, al lugar que le correspondía. Nunca más volvería a pasar frío en invierno, ni bebería vinos inferiores. Se casaría bien, pero sabría dónde estaban sus otros deseos. Eso lo había demostrado anoche, en su despedida.

Richard cerró el arcón. Mezclado con el olor a lana y cedro estaba el tenue aroma de la hierba. Tendría que ocuparse de deshacerse de la ropa. Pero ahora no. Tenía un cabello largo y rubio prendido en un dedo. Lo deslió; refulgió con un brillo castaño a la luz del sol mientras flotaba hacia el suelo.

Capítulo 22

Lord Basil Halliday escondió la cara entre las manos y se frotó los ojos para aliviar el calor que sentía en ellos. Cuando se abrió la puerta se quedó sentado, perfectamente inmóvil, reconociendo el sonido y la fragancia de la presencia de su mujer.

Lady Mary observó la ropa de cama intacta invitadoramente extendida aún sobre el sofá, apretó los labios y no dijo nada al hombre encorvado sobre la mesa atestada de migas y vasos vacíos. Apartó las cortinas para permitir el paso de la luz del día y sopló lo que quedaba de las velas.

—Acabas de perderte a Chris Nevilleson. —Su marido se levantó para conversar—. Se ha comido las últimas tortas de alcaravea. Tendremos que recordar que le gustan.

—Lo recordaré. —La mujer se situó a su espalda, con las manos frías en su frente. Él reclinó la cabeza sobre el suave satén de su vestido de día.

—He dormido —dijo él a la defensiva—. No sólo me he echado.

—No quedan más tortas —dijo ella—, pero hay huevos y bollos recién hechos. Pediré que te los traigan, con chocolate negro.

Lord Halliday le bajó la cabeza para darle un beso.

—No hay nadie como tú —dijo—. Si es niña, la llamaremos Mary.

—No lo haremos. Es demasiado confuso, Basil. Además, deberíamos ponerle un nombre bonito... ¿Belinda? —Él se rió y le alisó el cabello—. ¿Qué tenía que decir Chris?

Lord Halliday retomó a regañadientes sus actividades nocturnas.

—Lo que yo ya sabía desde el principio. Fue un espadachín, no el asesinato de un rufián. No robó nada. Y últimamente Horn había aumentado su guardia. Alguien se infiltró en la casa expresamente para matarlo. Parece un duelo, sin más. Pero ninguno de los nuestros ha conseguido desenterrar ningún rumor sobre un desafío lanzado a Horn, ni motivo para ello. No tenía deudas, su reputación estaba limpia para variar... Asper no le caía bien a nadie, sí, pero era inofensivo. Su importancia política terminó el día que murió su amigo, la antigua Creciente... —Se interrumpió y meneó la cabeza—. Perdona. Claro que todo eso ya lo sabías. En fin, Chris ha estado presente en el examen esta noche. No cabe duda de que ha sido obra de alguien diestro con la espada. El trabajo de un virtuoso, de hecho. Como si alguien hubiera dejado una tarjeta de visita. Pero, ¿quién? Chris dice que los espadachines contratados por Horn parecían innegablemente bisoños. Los hemos retenido para interrogarlos, pero creo que será en vano. No han sido ellos. Lo ha hecho alguien ostentoso, brillante y chiflado, y en estos momentos campa a sus anchas por mi ciudad.

—Quizá se trate de un ajuste de cuentas privado —dijo Mary—, del modo en que se ponen a prueba los espadachines.

—¿Contra un lord del Consejo? Eso es una auténtica locura. Tiene que haber sido el desafío de otro noble, sólo así se atrevería alguien... Quizá salga algo nuevo a la luz, quizá alguien confíese. Un espadachín con cuentas pendientes con Horn podría haber pedido un desagravio a la magistratura, incluso al Consejo de los Lores.

—Pero, ¿con qué esperanzas de obtenerlo? —preguntó suavemente su esposa—. Los nobles ostentan demasiado poder en la ciudad, tú mismo lo has dicho. —Lord Halliday abrió la boca para defenderse, pero ella lo silenció con la presión de su mano, que decía que ya lo sabía y estaba de acuerdo con él—. Pero aunque se tratara de un espadachín con contrato, no es agradable pensar que alguien pueda aprovechar su habilidad para perpetrar una muerte tan sucia.

—De Vier —dijo Halliday—siempre lanza un golpe directo al corazón. He pensado siempre que, si me retaran a muerte, preferiría encontrarla a sus manos.

—Entonces Seville, tal vez, o Torrion...

—Sí, tienes razón. —Halliday se pasó una mano por el rostro sin afeitar—. Lo primero es identificar al espadachín. Hay menos verdaderamente buenos que gente con dinero y cuentas pendientes. Todos los principales tendrán que prestar declaración, y jurar que no saldrán de la ciudad hasta que se haya resuelto este asunto. El asesinato de un lord del Consejo es un golpe demasiado próximo al centro de nuestra paz. Haré que vigilen las carreteras, ofreceré recompensas a cambio de información...

«Mientras tanto, Mary, he llamado a algunos de nuestros hombres para que refuercen la guardia de la casa. Y tú... por favor, no salgas sola. Ahora no.

Ella le apretó la mano para decirle que velaría por su seguridad con tanto cuidado como lo haría él.

Halliday sabía que debería dormir, o ir a ocuparse de los negocios; pero más que descanso necesitaba revelarle sus pensamientos a su esposa.

—Éste es el problema de un sistema que incorpora espadachines. Dicen que sin ellos tendríamos que encargarnos de matarnos entre nosotros; como antaño, con las calles llenas de guerras en miniatura, y cada hogar una fortaleza... Pero los espadachines son un arma de doble filo. Su utilidad depende del cumplimiento de los códigos más estrictos...

Sin dejar de hablar, la condujo hasta el sillón. Se sentaron juntos, ligeramente apoyados el uno en el otro, atentos al primer sonido de intrusión, las exigencias del gobierno y los quehaceres domésticos.

—Basil —preguntó Mary cuando él hizo por fin una pausa—, ¿tienes que hacerlo tú todo? Si se trata de un asesinato, puede investigarlo la ciudad. Chris puede actuar de enlace.

—Lo sé... pero es el asesinato de un lord del Consejo, y con una espada. Lo que significa que todavía podría resultar ser una cuestión de honor... u otra cosa que no querríamos que se hiciera de dominio público. Soy el presidente del Consejo. Quiero seguir al frente del Consejo... por lo menos eso me dicen todos. Estúpido o no, Horn formaba parte de nuestro gobierno. Y tengo que velar por los míos. Quienquiera que lo matase era un cazador furtivo en un coto de caza muy exclusivo. —A pesar de sus esfuerzos, insistían en cerrársele los ojos—. Horn... tendré que dejar de llamarlo así. Ahora habrá un nuevo lord Horn. Su nieto, creo...

Mary esperó hasta estar segura de que se había dormido para levantarse. Un pobre muerto, pensaba, y la ciudad entera amenaza con derrumbarse. Mary Halliday volvió a cerrar las cortinas de la habitación y cruzó la puerta sin hacer ruido.

***

Una fina llovizna colgaba como una cortina de niebla sobre la ciudad, haciendo caer un velo entre las largas franjas de cielo que dividían los barrios. Los distintos grises de la piedra de la ciudad relucían y refulgían con la pátina de agua que la cubría; pero era ése un efecto que se apreciaba mejor bajo techo, preferiblemente al otro lado del cristal de una ventana. El Nido del Mochuelo, en la Ribera, no tenía ninguno. No tenía gran cosa, aparte de una clientela interesante y bebida suficiente para todos. Allí siempre ocurría algo. En una sección del suelo de tierra había un tajo de madera para el lanzamiento de cuchillos que llevaba allí más tiempo del que podía recordar nadie.

Lo que lo hacía realmente atractivo era su emplazamiento: en la orilla sur de la Ribera, lejos del Puente y de cualquier puesto de avanzada de la vida de la ciudad alta. Nadie que no perteneciera a la Ribera se adentraba hasta aquí. Cuando no tenía que estar disponible para atender algún contrato, a Hugo Seville le parecía el lugar idóneo para relajarse.

—Tu estrella está en alza —le informaba una echadora de cartas—. Están ocurriendo cosas terribles en las cámaras altas...

—No sabrías distinguir una cámara alta de tu propia nariz —rezongó un médico frustrado—. Ni siquiera sabes encontrar el camino hasta tu casa desde aquí.

La mujer siseó.

—Da igual —la consoló Ginnie Vandall—; Ven ni siquiera es capaz de ver el camino hasta su casa. Sigue, Julia. —Ginnie no creía en la cartomancia de por sí, pero comprendía las técnicas implicadas: una mezcla cabal de chismorreos y valoración personal. Tenía fe en los chismorreos, y en la susceptibilidad de Hugo ante los halagos. El cabello de Ginnie lucía un I)iillante y nuevo color rojo, su canesú era púrpura. Estaba sentada en el brazo de la silla de Hugo, divirtiéndose.

—La Espada de la Justicia se alza en el cuadrante septentrional, lista para golpear. La Espada... ¿Quieres ver las cartas?

—No —dijo el espadachín.

—Hugo —su amante le acarició los rizos dorados—, ¿por qué no?

—Me ponen nervioso.

—Son poderosas —dijo Julia, desenvolviéndolas. Entregó el mazo a Hugo—. Corta.

—Oh, qué más da —dijo Ginnie Vandall—. Lo haré yo. —Los anillos que llevaba en los dedos refulgían contra el deslucido dorso de las cartas. Las barajó con aires de profesionalidad y se las devolvió a Julia, que las puso sobre la mesa siguiendo una pauta incomprensible.

—Dinero.

Una de las amigas de Ginnie estaba mirando por encima de su hombro.

—Chica con suerte. ¿Sabes quién vale un montón de dinero últimamente?

—Siempre ha valido un montón —dijo Ginnie—. Sólo que esta vez no puede hacer nada al respecto. —Resultaba difícil saber si eso la complacía.

—Me refiero a De Vier.

—Ya lo sé —dijo Ginnie Vandall.

—No se atreve a abandonar la Ribera ahora. Alguien va a delatarlo: lo que ofrecen por cualquier información sobre él bastaría para...

—Ningún espadachín va a delatarlo —gruñó Hugo. Sabía ser imponente cuando se lo proponía.

—Bueno, no —sonrió con afectación la amiga de Ginnie—; volvéis de prestar declinación en la Colina, ¿verdad?

—Declaración —la corrigió bruscamente Ginnie—. Bueno, claro. Sería un disparate dejar de despejar las sospechas sobre uno cuando tiene ocasión. Firmas un papel, les das un poco de dinero y prometes no salir de la ciudad. Que piensen que queremos cooperar... Eso impedirá que bajen aquí y se pongan a fisgonear...

—Bueno, eso es lo que yo decía —insistió su amiga—. Cuando todos los espadachines hayan subido a decir que no han sido ellos, parecerá raro que él no vaya, ¿no?

—Pero eso no es prueba suficiente —dijo Ginnie—; no para ahorcarlo.

Hugo apretó a su querida Ginnie contra él.

—Todo esto es un incordio. No tiene nada de divertido.

—No les hace falta información suficiente para ahorcarlo todavía, sólo quieren algo que les permita arrestarlo, o intentarlo. La recompensa será astronómica.

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