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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (34 page)

BOOK: A punta de espada
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Michael bajó la mirada. Un hombrecillo con un sucio pañuelo en la cabeza balbucía algo, le preguntaba algo. Meneó la cabeza con impotencia: No lo sé. Infatigable, el hombre repitió la pregunta. Michael entendió los equivalentes de «señor» y «comprar». Volvió a negar con la cabeza; pero el hombre le cerraba el paso, sin permitirle avanzar. Michael apartó un pliegue de su capa, mostrando la espada que portaba para intimidarlo. El hombrecillo sonrió animadamente, asintiendo con gran vigor y entusiasmo. Rebuscó en su túnica y sacó un frasquito; uno, dos, tres de ellos, todos de formas distintas, poniéndoselos bajo la nariz a Michael, gesticulando con la mano libre:

—¡Cuatro piezas! ¡Cuatro piezas cuatro —o quizá fuera cuatro y cuatro—piezas por uno! ¡Todos tres, hasta menos!

Michael había pasado tiempo en el mercado. Sin saber todavía de qué clase de producto se trataba, pero divertido a su pesar, recurrió al grueso de su vocabulario:

—Demasiado.

El hombre se mostró consternado. El hombre expresó desolación. Quizá el señor no alcanzaba a comprender la excepcional calidad de sus mercancías. Señaló los viales, hizo como que bebía uno y se agarró la garganta, emitiendo unos realistas sonidos de asfixia, trastabillando de espaldas como si buscara dónde apoyarse. Se sentó de golpe en el suelo, poniendo los ojos en blanco, y luego sonrió felizmente a Michael.

Eran venenos. Venenos para su enemigo.

—¡Cinco! —dijo el hombre—. ¡Todos tres, cinco por uno!

Una muerte a la que nadie podría hacer frente, rápida y segura. No sería imposible prepararla para De Vier. Michael Godwin tenía amigos en la ciudad, y dinero.

Se estremeció a pleno sol, recordando la gracia animal del espadachín. Era una muerte espantosa que ofrecer a semejante hombre; una muerte peor que la que él había procurado a Applethorpe o Horn. Por mucho que los chártilos disimulasen el oportunismo, seguía siendo una muerte sin honor, imprevista y falta de desafío.
El
desafío
... o se sabe lo que es o no.

Michael tocó la espada que portaba. Él sabía lo que era el desafío; y para él no residía en proezas de armas. Era un noble, y los nobles no buscaban venganza contra espadachines que actuaban por encargo. Si acaso, debería conspirar contra Horn; pero el noble había escapado ya a la venganza de Michael. No tenía motivos para querer vengar a Horn, y para Applethorpe ninguna venganza sería suficiente jamás. Para él era algo natural querer hacer daño al hombre que había sido el instrumento de su primer pesar como adulto; natural, pero no justo. Se alegró de no haber tenido siquiera un vial en las manos.

La expresión de Michael indicó al hombrecillo que las negociaciones habían terminado. Se perdió de vista tras una esquina, y Michael regresó con Devin y el banquete.

Era verdad, como le había dicho la duquesa, que los chártilos respetaban a quien sabía empuñar una espada. Los amigos que había hecho y que practicaban con él se sentían intrigados por algunas de sus técnicas de estocada recta, y les divertía su inexperiencia; pero uno de ellos le había dicho con voz seria: «Por lo menos eres un hombre. Tu paisano el señor de los banquetes es buena persona, pero...».

Cuando entró de nuevo en el salón la comida continuaba todavía, y había una cuarta copa de vino en el sitio de cada comensal. Descubrió que estaba listo para ella y consiguió mostrar incluso algo de entusiasmo ante los pastelillos de almendras.

Devin lo miró mientras se sentaba. El rostro del embajador era solemne, pero sus ojos brillaban con una risa seca.

—¿Te has perdido? —preguntó.

—Temporalmente sólo. —Michael dio un mordisco a un pastel.

Capítulo 25

El Viejo Fuerte guardaba la desembocadura del canal en la ciudad antigua, en su margen oriental. Todavía se utilizaba como torre de vigilancia, pero ahora su colmena de pasadizos albergaba importantes prisioneros de estado. De Vier había sido llevado allí esa mañana temprano, y lord Ferris había acudido en cuanto llegó a él la noticia.

Media hora en el fuerte consiguió que Ferris hubiera de esforzarse por no perder la paciencia. Al final, se sentó en la silla que le habían ofrecido al llegar, desplegando su capa para no arrugarla. Era una habitación tan cómoda como podía serlo una de las pesadas celdas de piedra del Viejo Fuerte. Era la sala de estar del alcaide, donde los visitantes aguardaban que los escoltaran a ver al reo de su elección. Pero parecía que, en el caso de Richard de Vier, eran remisos a conceder ese privilegio.

Cuando se sentó lord Ferris, el alcaide lo imitó, al otro lado de la mesa enfrente del noble. El alcaide era un hombre firme, pero tener que enfrentar su voluntad con la de un lord del Consejo lo incomodaba y convertía sus virtudes en obstinación. Repitió infatigablemente su información:

—Sabréis disculparme, milord, pero mis órdenes proceden de Creciente en persona. De Vier ha de permanecer bajo estrecha vigilancia, y nadie podrá verlo sin el permiso expreso de lord Halliday.

—Entiendo —dijo lord Ferris quizá por tercera vez, intentando que sonara nuevamente comprensivo—. Pero debéis daros cuenta de que, como miembro del Consejo Interno, constituyo una porción de la Justicia. Todos nosotros interrogaremos a De Vier en cuanto mi señor duque de Karleigh llegue a la ciudad.

—Lo haréis en el tribunal, sí, milord. Pero no tengo instrucciones de permitir entrevistas privadas por anticipado.

—Oh, vamos. —Ferris ensayó una sonrisa, malinterpretándolo a propósito—. Seguro que la serpiente ya no tiene dientes y no puede hacerme daño.

—Seguro, milord —convino el alcaide, con la tolerancia oficial que reservaba para los superiores molestos—. Pero él sí podría sufrir daño. Vigilamos a maese De Vier por su seguridad tanto como por la de los demás. En asuntos de este tipo, el espadachín no siempre es la parte culpable.

—¿Cómo? —exclamó Ferris—. ¿Ha dicho algo?

—Ni una palabra, milord. El caballero... es decir, el joven se muestra sumamente callado y bien educado. No ha pedido ver a nadie.

—Interesante —dijo Ferris, metido en su papel de canciller—, e indicativo de algo, posiblemente. Pero claro, no debo hacerle ninguna pregunta antes del interrogatorio oficial. —Se levantó bruscamente, sacudiendo los pesados pliegues de su capa—. Supongo que se le habrá requerido asimismo que informe a lord Halliday de todo el que venga preguntando por De Vier. —El hombre asintió—. Bien, en mi caso no hace falta que se moleste —dijo acaloradamente Ferris—. Iré yo mismo a verlo, le informaré de mi incumplimiento del protocolo y veré si puedo conseguir el papel que tengo que presentarle.

—Muy bien, milord —dijo el alcaide... o una de esas frases ambiguas que implicaban escasa credulidad y el deseo de que los poderosos le dejaran en paz.

Ferris se apresuró a abandonar el frío del fuerte para subir al carruaje que lo esperaba, donde apoyó los pies en un ladrillo que podría haber estado más caliente. No condujo hasta la hacienda de lord Halliday. Se fue a casa. No tenía ninguna intención de permitir que Halliday supiera que le interesaba ver a De Vier. Pero sí quería ver al espadachín antes de que éste pudiera referir a Basil Halliday el plan de su asesinato.

No era seguro que De Vier fuera a mencionar su nombre, por supuesto. Eso no absolvería al espadachín del asesinato de Horn. Y, desde luego, ni siquiera era seguro que De Vier conociera la identidad de su contacto tuerto. Nada era seguro; pero Ferris quería controlar tantos cabos sueltos como pudiera. Tenía el plan más seguro e infalible, siempre y cuando pudiera llevarlo a cabo: ofrecer su protección a De Vier en el asunto de la muerte de Horn, si De Vier accedía a seguir adelante con el desafio de Halliday en cuanto saliera en libertad. Asumir el papel de patrono del repugnante asesino de Horn no beneficiaría a Ferris, pero podría idear alguna historia para explicarlo, para ennegrecer sutilmente el carácter de De Vier y añadir otra mancha al de Horn; y era conveniente que De Vier matara a Halliday. La deuda vincularía al espadachín a Ferris de por vida, y cuando saliera elegido Creciente, Ferris sabría sacarle partido.

En cuanto Karleigh volviera de su hacienda para sentarse en el tribunal, interrogarían al espadachín. De Vier vería a Ferris en el estrado de los jueces y lo reconocería. Ferris no se atrevía a correr el riesgo de que el espadachín intentara algo entonces para salvar la vida. Era remotamente posible que De Vier pudiera pensar en el doble chantaje por sí solo, pero Ferris debía encontrar la manera de hacerle saber que estaba dispuesto a cooperar.

Aunque ahora no podía ir a verlo sin levantar sospechas. Necesitaba un intermediario. Katherine le había fallado una vez, cuando la envió a la Ribera. Ahora debía volver a servirle... por última vez, si todo salía bien. Seguro que no le negaban permiso para verlo a su propia «esposa». Podría dar resultado... Nadie sabía qué suerte de arcanos emparejamientos se producían en la Ribera, y la mujer era atractiva.

Un criado tomó la capa de Ferris; otro recibió el encargo de traerle una bebida caliente, y un tercero el de llamar a Katherine Blount.

La bebida caliente llegó, pero Katherine no. El sirviente dijo:

—He enviado a una de las doncellas a su habitación, milord. Por lo visto está vacía.

—¿Vacía...? ¿De qué? ¿De la persona, o...?

—De sus, ah, pertenencias, milord. Al parecer la chica ha huido. Hace dos semanas recibió la paga mensual. Pero parece que desde anoche está ausente.

—¡Ha huido! —Ferris tamborileó rápidamente con los dedos en la taza, pensando—. Dile a maese Johns que venga. Le pediré que envíe unas cartas.

No pretendía retenerla mucho más tiempo: ella era el nexo que lo unía a De Vier, si llegaba a investigarse el caso. A lo mejor había sido demasiado duro con ella, y simplemente se había fugado, en cuyo caso le daba igual lo que le ocurriera. Pero si se había ido, digamos, con Halliday...

Dictadas sus cartas y despedido su secretario, Ferris comprendió, pesaroso, que debía recurrir a Diane. Los contactos de la duquesa eran mejores que los suyos; quizá consiguiera incluso darle acceso a De Vier. No se lo contaría todo; eso sería un gran error. Como lo sería pensar que podía imponer su voluntad a Diane así como así; ya lo había intentando una vez, para desistir rápidamente. Pero podría ser persuasivo, si ella estaba de humor para ello... Ni siquiera ahora serviría de nada engañarla, pero se la podría convencer. Ferris ordenó que prepararan su carruaje de nuevo, e indicó la familiar ruta al hogar de la duquesa de Tremontaine.

Estaba en el recibidor de la duquesa, intentando entregar sus guantes al criado, pero éste se negaba a aceptarlos.

—Mi señora no está en casa, milord.

Ferris oyó su risa en la planta de arriba, y el fragmento de una canción.

—Grayson —dijo despacio—, ¿sabes quién soy?

—Claro que te conoce —dijo una voz desde las sombras, arrastrando las palabras—. Eres una figura muy reconocible.

Un joven de no más de veinte años estaba apoyado en la barandilla de la escalera, escudriñando a Ferris con una expresión que contagiaba hastío y humorismo al mismo tiempo. Estaba bellamente vestido de granate y lucía un collar de rubíes. Tenía un libro en una mano.

—Si la duquesa le ha pedido a Grayson que te diga que no está en casa —continuó el joven—, significa que no quiere verte. ¿Tienes algún mensaje? —preguntó solícito—. A lo mejor se lo podría dar yo.

Era alto, de huesos delicados, teatralmente lánguido en sus movimientos. Se giró y apartó un poco de la escalera, deteniéndose para mirar desde arriba al Canciller del Dragón, con la mano con que sostenía el libro apoyada en la barandilla. Ferris lo observó fijamente, sin decir nada todavía. ¿Era éste su sustituto? ¿Un joven don nadie —oh, muy joven—, hijo de alguien recién llegado del campo? Un consuelo tras la pérdida de Michael Godwin, un insulto para Ferris, un reemplazo... No era posible que estuviera dándole largas. No tenía motivos. Su renuencia a verlo era una nueva clase de juego, o una treta de este joven altanero que, al fin y al cabo, quizá no fuera más que un pariente lejano de Diane...

—¿Traéis algún mensaje, milord? —preguntó Grayson, profesionalmente sordo a lo que ocurría a su alrededor.

—Sí. Dile a milady que volveré.

—Quién sabe —flotó tras Ferris la voz burlona mientras salía, con el paso tan vivo que su capa se desplegó, rozando al hombre que le abría la puerta—, puede que entonces esté en casa.

Y mientras la puerta se cerraba a su espalda Ferris oyó la risa de la duquesa despertando ecos en el salón de mármol.

Había respuestas a las cartas que había enviado esperándolo cuando llegó a casa. Nadie había visto ni rastro de Katherine; o al menos, nadie lo admitía. Puede que hubiera regresado a la Ribera donde, en verdad, estaba su sitio.

Se quedó con las manos encima del escritorio, apoyando el peso en los brazos. Un minuto después habría de enderezarse, levantar la cabeza y encontrar otra orden que dar. Antes de Diane, había sido igual, demasiado a menudo: la sensación de que su poder era bloqueado; de no ser tomado en serio; de no ser capaz de elegir por sí mismo la ruta más eficaz. Ahora era el Canciller del Dragón. La gente lo conocía, lo admiraba, recurría a él para pedirle consejo, favores. Basil Halliday confiaba en él y le ayudaría si pudiera... Ferris se sobresaltó al oír su propia brusca carcajada. Ir a Halliday con sus problemas, como todos los demás... enredarse él solo en esa red de compasivo encanto, cambiar el dominio de Diane por el de Halliday... no era ése el camino hasta el poder que buscaba, frío y carente de compromisos, siendo él y sólo él quien dictara los términos. La mayoría de la gente era como Horn: podían ser manipulados, dóciles y simples en sus acciones. Uno podía embaucar y deshacerse de los obstáculos como Halliday. Ferris suspiró, meneando la cabeza. Ojalá pudiera ignorarlos a todos. Pero claro, eso no era realista.

Ferris pensó en el día que se presentaba ante él y decidió emular a la duquesa. Volviendo la espalda a su estudio, subió a su dormitorio, donde se envolvió en una bata pesada, ordenó encender un gran fuego, se acomodó junto a él con un libro y un cuenco de frutos secos, y dio instrucciones de que, para quienquiera que viniese, no estaba en casa.

***

Para Richard de Vier, preso, ese día pasó muy despacio. Le dolía la cabeza, y no había nadie con quien hablar, ni nada demasiado interesante en lo que pensar. Dando la jornada por perdida, procuró estar lo más cómodo posible y se retiró pronto a la cama con el sol. La mañana siguiente le trajo noticias de su juicio.

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