Atticus, lo siento.
No fue culpa tuya, le repetí. Te utilizó como arma, y Aenghus Óg quería que ese hombre muriera. Pero ahora nosotros dos tenemos que afrontar las consecuencias.
Porque yo lo maté, insistió Oberón.
Flidais te obligó a matarlo. Sea como sea, eso significa que la policía te matará si descubren que has sido tú.
Ni siquiera recuerdo haberlo hecho.
Ya lo sé. Y por eso nunca más iremos a cazar con ella. También ejerció una influencia muy fuerte sobre mí, y no me gustó ni una pizca estar bajo su control.
¿Nunca habías ido de caza con ella?
Nunca en forma animal. Hubo una época en la que salía mucho de caza con ella por Ucrania. Me ayudó a perfeccionar mi puntería con el arco yendo a caballo. Es muy difícil, créeme, pero las hordas de Gengis Kan sabían hacerlo, así que no me quedaba más remedio que aprender.
No tengo ni idea de lo que me estás hablando.
Olvídalo. Escucha, tenemos que lavarte. Al baño.
¿No puedo restregarme sin más por el suelo?
No, tienes que estar superlimpio. Si te encuentran una sola gota de sangre, te matarán al instante.
No dejarás que me encuentren, ¿verdad?
Si puedo evitarlo, no. Venga, Oberón, vamos.
Me levanté de la silla, y Oberón echó a trotar delante de mí por el pasillo en dirección al baño, moviendo la cola de nuevo.
¿Me cuentas lo de las gordas de Gengis Kan mientras me bañas?
Hordas, no gordas. Aunque, ahora que lo mencionas, tenía las dos cosas.
Por lo visto era un tipo ocupado.
Ni te lo imaginas.
Pasamos un buen rato comentando el imperio de Gengis Kan y después tuve que ocuparme de los preparativos para recibir a los Fir Bolg, que se redujeron a una buena noche de descanso. No iban a atacarme en casa, pues se imaginarían que estaba bien protegida, como de hecho lo estaba. Esperarían a que saliera de mis dominios y entonces me acorralarían como una banda de matones de colegio. Así que me relajé y me dispuse a disfrutar de un sueño reparador.
Por la mañana me preparé con calma una tortilla de queso y cebollinos, le eché un poco de tabasco y mordisqueé una tostada de pan de trigo integral. También hice unas cuantas salchichas, pero la mayoría acabó en el plato de Oberón. Preparé para ambos una cafetera para bajar toda la comida, un café de esos orgánicos de América Central (yo suelo tomarlo solo, pero a Oberón le gusta con crema irlandesa Coffeemate, y con unos cubitos de hielo para que se enfríe).
¿Gengis Kan tomaba el café solo?, me preguntó Oberón.
Después de la historia que le había contado mientras lo bañaba, quería ser el Gengis Kan de los perros. Quería tener un harén lleno de caniches francesas y que todas se llamasen Fifí o Bambi. Ésa era una costumbre muy divertida que tenía: Oberón ya había querido ser Vlad el Empalador, Juana de Arco, Bertrand Russell y cualquier otra figura histórica de la que yo le hubiera hablado en sus baños. Su época de querer ser Liberace había sido, sin duda, la más enriquecedora para mi alma: uno no ha vivido lo suficiente hasta que no ve a un lebrel irlandés envuelto en lamé dorado tachonado, pavoneándose.
No bebía café. A Gengis Kan le iba más el té. O la leche de yak. Por aquella época no había café.
En ese caso, ¿podrías servirme té?
Claro. Una vez que lo prepare, le pondré hielo para que no te quemes la lengua.
Después de haber lavado los platos y de que Oberón Kan hubiera disfrutado de su té, había llegado el momento de arriesgarme a sufrir un ataque.
Salí al jardín trasero, descalzo, y le dije a Oberón que se quedara de centinela. Regué mis hierbas de derecha a izquierda, mientras hablaba y daba ánimos a las plantas. Estaban dispuestas en jardineras a lo largo del perímetro de todo el jardín, en unas baldas que había puesto en la valla. Directamente en la tierra, y siguiendo el mismo recorrido, crecían algunas verduras. El espacio restante era para que Oberón pudiera revolcarse a gusto. La mayoría de las jardineras tenían plantas medicinales, pero también había unas cuantas reservadas para la cocina.
Mientras llevaba a cabo estas rutinarias tareas, aprovechaba mi conexión con la tierra para revisar mis defensas domésticas. A través de los tatuajes busqué algún punto débil en los hechizos, cualquier detalle mínimo fuera de lo normal, para asegurarme de que estaba solo y que nadie me vigilaba. Desde lo alto del mezquite de mi vecino me observaba una matraca del desierto, pero se fue volando cuando hice un movimiento brusco con el brazo, lo que quería decir que era un pájaro normal y corriente y no cualquier otro tipo de ser. Cuando llegué a la última jardinera en el extremo izquierdo, dejé la regadera en el suelo y sacudí la cabeza.
—Nunca hay suficiente tomillo —dije, mientras cogía la jardinera del estante y la ponía sobre la hierba.
Me vino el olor a marga y abono orgánico, y vi con alegría un paquete estrecho y alargado, muy bien envuelto en hule.
—¡Oh, vaya! —exclamé con fingida sorpresa. Oberón reconoció mi tono de voz y ni siquiera se molestó en girar la cabeza—. Alguien ha escondido una espada mágica muy antigua debajo de una jardinera. Qué tontería.
Ése era el momento en el que estaba más vulnerable. Acababa de revelar dónde estaba la espada, aunque ésta tenía tres hechizos y un manto mágico para evitar que nadie, incluido yo mismo, pudiera utilizarla. Había preparado los hechizos en persona, y poca cosa más podría haber hecho un druida. Ligamos o desligamos elementos: cuando me transformo, estoy uniendo mi espíritu a la forma de un animal. Invocar la niebla o el viento también es una forma de ligar elementos, al igual que lo es camuflarme o permitir que Oberón me lea el pensamiento. Todas estas cosas son posibles porque estamos unidos a la naturaleza en la que vivimos. No podríamos ligarnos a nada, si no existieran los hilos que nos unen a todo el mundo natural. Gracias a que nosotros los druidas vemos esas conexiones entre elementos que en principio parecen muy dispares, solemos hacer mejores predicciones que otros practicantes de la magia. Nuestro conocimiento de la naturaleza nos convierte en mejores creadores de medicinas, venenos e incluso bebedizos con alcohol. Podemos correr sin cansarnos porque absorbemos el poder de la tierra, y nos curamos bastante rápido. Resulta bastante útil tener un druida cerca. Lo que no sabemos hacer es disparar bolas de fuego con las manos, ni volar en escoba, ni hacer que la cabeza de la gente explote. Ese tipo de magia sólo es posible a través de una visión del mundo diametralmente opuesta a la nuestra, y uniendo el propio espíritu a seres bastante desagradables.
Los hechizos de Fragarach eran sencillos, pero eficaces. Uno mantenía el hule cerrado, otro no dejaba salir la espada de su funda y el tercero impedía que abandonara los confines de mi patio trasero. Los tres conjuros podían deshacerse con un poco de sangre y saliva mías, unos fluidos que no voy regalando por ahí.
Pero el mejor hechizo que protegía a Fragarach era una capa mágica que la envolvía entera y que no dejaba traslucir que hubiera nada mágico en ella. Ni siquiera yo, que conocía la presencia de los hechizos, podía detectarlos. Y, a pesar de que Fragarach es uno de los objetos mágicos más poderosos que se hayan creado jamás, y la energía de los Fae tendría que vibrar en su hoja, la espada estaba allí como si no fuera más que un objeto de utilería. Tenía la certeza de que el manto también funcionaba con los Tuatha Dé Danann, porque era evidente que Flidais no la había sentido durante su visita.
Ese manto era un hechizo que escapaba con mucho a mis habilidades: ese tipo de conjuros no figuraba en el repertorio de un druida. Una bruja amiga que vivía en la misma zona, llamada Radomila, lo había hecho para mí. A cambio, yo me había subido a un avión hasta San Francisco, había conducido hasta Mendocino y después me había transformado en una nutria marina. Así recuperé un collar de oro muy recargado, con varios rubíes grandes engarzados, que tenía aferrado en la mano un esqueleto hundido en el fondo del mar, del que la bruja poseía información increíblemente precisa. Cuando se lo entregué parecía muy satisfecha; pero, a pesar de tener en mi haber dos milenios de conocimientos arcanos, yo no tenía ni idea de lo que podía significar. Las brujas para quien las entienda.
Por mi parte, para cerrar el trato fue decisivo que la capa sólo pudiera quitarse con una donación generosa de mis lágrimas. Tengo que admitir que me resultaba imposible conseguir mis lágrimas, hasta que vi Campo de sueños. Cuando, al final de la película, Kevin Costner le pregunta a su padre si quiere echar un partido, me pongo a berrear como un crío. Hay dos únicos casos en los que un hombre no lloraría en un momento así: está viendo la película en compañía femenina o su padre es un cúmulo de bendiciones. Cada vez que veo esa escena, o simplemente la evoco, lloriqueo y moqueo como una chiquilla a la que acaban de dejar plantada. Mi padre jamás habría jugado un partido conmigo (da igual que lleve muerto más de dos mil años y que por aquella época el béisbol ni siquiera se hubiera inventado). Su idea de estrechar lazos afectivos conmigo se reducía a lanzarme a un pozo de brea para que aprendiera la lección, aunque no estoy muy seguro de cuál era la lección que tenía que aprender, aparte de «mantente lejos de papá». Así que, si alguna vez necesitara quitar el manto de la espada, me pondré a pensar en Kevin Costner y en su oportunidad de compartir un momento de felicidad con su padre, y ya tendré una catarata de lágrimas a mi disposición.
Retiré los hechizos con una gota de sangre que me hice pinchándome un dedo y con un poco de saliva, y después abrí el hule con cuidado. Debajo apareció una funda de piel marrón finamente trabajada, de la que sobresalían los gavilanes dorados y la empuñadura envuelta en una tira de cuero sin curtir, desgastado por el paso de los años. En la hoja no se veían las marcas típicas del acero enfriado: era recta, lisa y mortífera.
La vaina tenía dos anillas de hierro de las que colgaba una larga cinta de piel para poder cruzarla a la espalda. Me la puse, para que hiciera las veces tanto de señuelo como de promesa de castigo para aquellos que quisieran arrebatármela. Saqué la espada con la excusa de que tenía que inspeccionar la hoja, pero en realidad era para poder admirarla. Ya sabía que el metal estaría intacto, pues la funda no tenía marcas de agua. La hoja relució bajo la luz del sol y, una vez más, me quedé maravillado ante el poder del manto. A pesar de que sabía que lo que estaba empuñando era Fragarach, aunque reconocía su peso, el equilibrio y los grabados en la hoja, no sentía el latido de la magia. Los Fir Bolg no creerían que yo empuñaba la famosa espada hasta que no les atravesara la armadura y los huesos como si fueran de papel de arroz.
—Ven aquí, Oberón —dije en voz alta, mientras envainaba Fragarach de nuevo y me incorporaba—. Avísame si se acerca alguien, pero no ataques hasta que no te dé permiso expreso.
¿Voy a ir a la tienda contigo?, preguntó, con las orejas tiesas en señal de interrogante.
—Sí, tienes que permanecer a mi lado hasta que se resuelva todo este asunto. ¿Hace falta que te recuerde que no olisquees el culo de mis clientes?
Acabas de hacerlo. Y de forma muy sutil, muchas gracias.
Me eché a reír.
—Mis disculpas si he ofendido a Oberón Kan. Es el miedo a la sentencia de muerte lo que me hace hablar sin reflexionar.
Esta vez haré la vista gorda, repuso Oberón, meneando la cola con buen humor.
—También voy a ocultarte con un hechizo de camuflaje, así, si te quedas quieto, y eso incluye no sacudir la cola ni jadear, nadie podrá verte. Incluso será difícil descubrirte cuando te muevas, pero sobre todo serás casi invisible cuando estés quieto.
¿Por qué tengo que ser invisible?
—Porque, después de lo de anoche, tal vez vengan a buscarte. Y porque, si las criaturas feéricas vienen a buscarme a mí, quiero que las cojas por sorpresa.
Eso no es juego limpio.
—Está bien respetar el juego limpio cuando vamos de caza, pero es ridículo en la guerra. A menudo, ridículo y fatal.
Le hice el hechizo que une los pigmentos de la piel y el pelo a los tonos del entorno y se sacudió, como si estuviera mojado.
Vaya, escuece un poco.
—Es normal —lo tranquilicé.
Pedaleé hasta el trabajo con Oberón trotando a mi lado. Se oían las uñas arañando el asfalto. Junto con el sonido, sólo alcanzaba a percibirse algo parecido a esos espejismos creados por el calor, porque se adivinaba una onda que se agitaba en el aire.
La viuda MacDonagh ya se había instalado en el porche con su whisky matutino y me saludó al pasar.
—¿Vienes esta tarde, Atticus? —gritó.
Eché un rápido vistazo a su jardín y vi que ya hacía falta segar la hierba. Al pomelo tampoco le vendría mal una buena poda.
—Una zagala hermosa como vos no tiene que pedirlo dos veces —grité como respuesta, esperando que sus viejos oídos me entendieran. Por si acaso, le hice un gesto con la mano que quería decir que sí.
Cuando llegué a la tienda, mi único empleado ya estaba allí. Los sábados por la mañana siempre eran ajetreados y me venía bien un poco de ayuda. Me comuniqué en silencio con Oberón mientras abría la puerta.
Vete a tumbarte detrás del mostrador de la botica y mantén las orejas bien abiertas.
Vale. ¿Qué es lo que tengo que escuchar?
Unos pasos muy pesados acercándose, como si viniera un gigante.
—Buenos días, Atticus —me saludó una voz grave con alegría.
—Buenos días, Perry —contesté—. Pareces más alegre de lo normal. La gente se te echaré encima si no tienes más cuidado.
Un joven alto de veintidós años me sonrió como respuesta, con unos dientes relucientes que habían pasado por el blanqueador hacía poco. Perry Tomas tenía el pelo oscuro, peinado con extremo cuidado para que pareciera despeinado. Llevaba unas gafas rectangulares de gruesa montura negra y un piercing de plata en el labio inferior, justo encima de la miniperilla que le gustaba lucir. También llevaba pendientes grandes de plata en las dos orejas y era de tez pálida, que parece ser el complemento principal de cualquier gótico que se precie. Iba de negro de pies a cabeza, por supuesto, con una camiseta del grupo de psycobilly Mad Marge and the Stonecutters, un cinturón de tachones y unos tejanos muy ajustados que daban paso a unas enormes botas Doc Martens. Perry no se dio cuenta de que Oberón nos seguía en silencio para ocupar el sitio que le había dicho, detrás del mostrador.