Acosado (13 page)

Read Acosado Online

Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

BOOK: Acosado
11.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Vamos, atrévete! —me retó, con mirada de odio.

—No tengo que atreverme a nada. —Solté una risita—. Aquí mando yo.

—Sigues pensando que mandas tú, druida —me soltó, mientras se alejaba furiosa con el repiqueteo de sus chanclas siguiéndola hasta la puerta—, pero no tardarás en descubrir lo equivocado que estás.

—Nos vemos mañana a la hora del té —la despedí con voz alegre cuando salía de la tienda con un portazo.

Va a querer vengarse, comentó Oberón cuando nos quedamos solos.

No te preocupes por ella, dije, cogiendo una cuchara y saliendo de detrás de la barra con movimientos precipitados. No es ella el mayor de los peligros.

¿Qué haces?

Oberón me miraba con curiosidad y me siguió al otro lado del mostrador. Me había agachado y estaba examinando la alfombra.

Aquí está.

Había encontrado una gotita de sangre que la alfombra no había absorbido. No era mucha cantidad, pero más que suficiente. La recogí y me acerqué a la puerta, para comprobar si Emily seguía a la vista al otro lado del cristal. Estaba metiéndose en su reluciente coche, un Volkswagen escarabajo amarillo aparcado al otro lado de la calle, no muy lejos. Tendría que girarse para verme, así que salí a la carrera después de decirle a Oberón que volvería en un minuto. Me quité los zapatos de una patada y hundí los pies en la misma franja de hierba que el día anterior me había ayudado a curarme el brazo. Al tiempo que absorbía el poder de la tierra, preparé un hechizo. Emily sintió mi presencia de alguna forma y giró la cabeza de repente. Me vio allí de pie, enseñándole la cuchara y sonriendo. Se le demudó el rostro, horrorizada, al darse cuenta de lo descuidada que había sido. Vi que movía los labios y fruncía el entrecejo, concentrándose, así que yo no tenía ni un segundo que perder. Lamí la cuchara que tenía su sangre y terminé el hechizo justo a tiempo. Ella movió los dedos y supe que me había lanzado algo, pero sólo sentí una brisa leve.

Un segundo después, la bruja se estampaba contra el volante de su coche y el claxon empezó a sonar. ¡Ja! Había intentado arrebatarme la cuchara con un golpe y de paso derribarme a mí también, para alejarme de la hierba que me daba mi poder. Pero no había sido lo bastante rápida. Gracias al conjuro que yo había hecho, cualquier hechizo que ella enviara en mi contra le rebotaría. Sólo podría librarse de él derramando más gotas de su propia sangre.

Se echó hacia atrás poco a poco y se llevó las manos al pecho. Seguramente se había roto un par de costillas. Encima de tener la nariz rota y el orgullo herido, tendría que hacer una visita a algún druida de la zona. Me pregunté qué le habrían contado sobre mí. ¿Sabía la edad que tenía? ¿Pensaría que no era más que un gilipollas metido a druida que andaba por ahí agitando ramas de muérdago y acebo? Se volvió otra vez para mirarme con odio, y yo la saludé con un gesto alegre y le lancé un beso. Ella me hizo un gesto con el dedo corazón extendido —al que no supe encontrar ninguna interpretación— y después arrancó el escarabajo. Se alejó chirriando por University Drive.

Riendo para mis adentros, volví a la tienda. Oberón se me acercó y se restregó contra mis piernas. Es imposible no sobresaltarse cuando un perro con camuflaje te hace eso.

Ya no hay nadie. Quiero que me rasques detrás de las orejas.

Palpé hasta encontrarle la cabeza y me pasé un minuto o más rascándolo.

Sí, has sido muy paciente, ya lo creo. Te voy a decir una cosa: la próxima vez que salgamos de caza, iremos a las montañas Chiricahua. Están más al sur y creo que van a gustarte.

¿Y qué hay en esas montañas?

Venados bura. Y a lo mejor unos cuantos muflones grandotes, si tenemos suerte.

¿Cuándo podemos ir?

Lo más probable es que tengamos que esperar hasta que se haya resuelto todo este asunto, admití. Sé que te va a parecer una espera muy larga, pero te prometo que cuando estemos allí lo único que haremos será cazar. Será un viaje dedicado a ti. Pero eso no quiere decir que vayamos a aburrirnos hasta entonces. Lo más fácil es que nos ataquen en cualquier momento.

Oberón puso las orejas tiesas y se volvió hacia la puerta.

Viene alguien.

Llegó un cliente buscando un ejemplar de los Upanishad, y a partir de ese momento hubo un ir y venir constante de gente que entraba a echar un vistazo o a comprar algo. El paréntesis de la hora de comer ya había terminado, y poco después volvió Perry para echarme una mano. Acababa de prepararle a un cliente habitual su taza de «La ayudita diaria de papá» (el nombre que había inventado para un té que favorecía la buena salud de la próstata), cuando sonó el teléfono. Era una llamada de una de las brujas del aquelarre de Radomila.

—Señor O’Sullivan, mi nombre es Malina Sokolowski. ¿Podríamos hablar sobre lo ocurrido esta tarde entre usted y Emily?

—Claro, por supuesto. Pero ahora mismo no puedo hablar. Tengo clientes en la tienda.

—Entiendo —contestó la bruja. Tenía una voz cálida y un ligero acento que debía de ser polaco, a juzgar por su nombre—. Permítame que le haga una única pregunta: ¿considera que el contrato entre usted y Emily sigue en vigor?

—Sin duda. —Asentí como si ella pudiera ver mi gesto—. No ha ocurrido nada que lo anule.

—Eso es muy tranquilizador. ¿Le molestaría mucho que yo la acompañara mañana cuando vaya a tomar su té?

—Supongo que eso depende de las intenciones con las que venga.

—No practicaré esgrima con usted —repuso Malina. ¿Qué les pasaba a las brujas de ese aquelarre con la esgrima?—. Mi única intención es defender a Emily en caso de que vuelva a atacarla.

—Ya veo. Y, según Emily, ¿cuántas veces la he atacado hasta el momento?

—Una físicamente y otra con magia.

—Bueno, al menos no ha mentido en ese sentido. Pero en ambos casos, Malina, fue ella quien atacó primero. Pude redirigir ambos ataques contra ella y así se explican las heridas que, sin duda, habrá visto.

—Entonces es la palabra de uno contra la del otro —dijo la voz al otro lado de la línea, con un suspiro.

—Sí, y comprendo que debe creerle a ella en vez de a mí. Pero también debe comprender que me dijo que su amante es un enemigo acérrimo mío. Siendo así, ha puesto a todo su aquelarre de parte de él.

—¡No, eso es impensable siquiera! —objetó Malina—. Si estuviéramos del lado de ese individuo, no estaríamos intentando humillarlo.

—¿Y por qué están intentado humillarlo?

—A esa pregunta respondería mejor Radomila.

—Pues pásemela. ¿Está ahí?

—Radomila no puede ponerse en este momento.

Para la gente normal, eso puede querer decir que está duchándose o algo por el estilo. En el caso de Radomila, lo más seguro era que significara que estaba en medio de un hechizo escabroso para el que se necesitaban una lengua de rana, un ojo de tritón y, quizá, un sobrecito de sacarina.

—Entiendo. —Se acercó al mostrador un cliente con el pelo negro y grasiento que llevaba una bolsa de palitos de incienso—. Mire, tengo que dejarla. Me encantaría que viniese mañana con Emily, pero lo más conveniente sería que le aconsejara que no diga ni una palabra cuando esté por aquí. Yo puedo prepararle el té en silencio y ella puede beberlo en silencio: de esa forma nadie acabará ofendido ni herido. Si después usted quiere quedarse un rato, quizá nosotros podamos mantener una conversación sin necesidad de llegar a las manos.

Malina aceptó, dijo que estaría encantada y ambos colgamos. El hombre del pelo grasiento me preguntó si podía venderle marihuana con fines médicos y yo puse cara compungida. Le contesté que no, mientras le cobraba el incienso que necesitaba para disimular el olor de su vicio.

Los adictos a las drogas me tienen perplejo. Son un producto relativamente reciente, pensando en términos históricos. Cada cual tiene su teoría —a los monoteístas les encanta echar la culpa a la falta de dioses—, pero yo creo que fue una plaga que empezó a extenderse en las calles cubiertas de hollín de la Revolución Industrial y su consiguiente división del trabajo. Cuando las personas se especializaron en una labor y se distanciaron de la producción de alimentos y de las necesidades diarias de la supervivencia más básica, se abrió un vacío en sus vidas que no sabían cómo llenar. La mayoría encontró una forma saludable de superarlo, con aficiones, clubes sociales o pseudodeportes como la rayuela o el juego de la pulga. Otros no lo lograron.

Perry por fin encontró un momento para encargarse de las tarjetas de tarot, y a la hora de cerrar ya había montado un soporte más o menos decente. Pedaleé rápido hasta la casa de la viuda en cuanto cerré la tienda y saqué la segadora del cobertizo que tenía en el patio trasero.

—Vaya, eres un buen chico, Atticus, y no exagero nada —dijo la anciana, recibiéndome con un vaso de whisky mientras salía al porche para verme trabajar.

Le gustaba sentarse en la mecedora y cantarme antiguas tonadillas irlandesas por encima del ronroneo de la segadora; o al menos eran antiguas desde su punto de vista. A veces se le olvidaba la letra y se quedaba tarareando, pero a mí me gustaba igual. Cuando terminaba mi tarea, siempre pasaba un buen rato con ella, escuchando historias de su juventud en el Viejo Mundo. Aquel día, mientras se ponía el sol y las sombras iban alargándose, estaba contándome sus aventuras por las calles de Dublín con una panda de vividores.

—Eso fue mucho antes de conocer a mi marido, por supuesto —se aseguró de dejar bien claro.

Tenía a Oberón de centinela en el extremo del jardín, casi en la calle. Mientras la viuda me obsequiaba con historias de su época dorada de libertinaje, yo dependía de él para que me avisara si se acercaba algún peligro.

Atticus, me llamó Oberón, justo cuando la viuda concluía con un suspiro su relato de una vida mejor en un país mejor, se acerca alguien andando desde el norte.

¿Un desconocido?

Había dejado Fragarach a un lado mientras hablaba con la viuda, pero me levanté y me crucé la funda a la espalda. La viuda arrugó la frente al verme.

Sí, y es muy raro. Huelo todo el mar desde aquí, como si lo trajera consigo.

Vaya. Eso no son buenas noticias. Quédate quieto y trata de no hacer ningún ruido.

—Perdóneme, señora MacDonagh —dije, dirigiéndome a la viuda—. Viene alguien y tal vez sus intenciones no sean demasiado amistosas.

—¿Qué? ¿Quién es, Atticus?

Todavía no podía darle una respuesta, así que no lo hice. Me quité los zapatos y absorbí la fuerza del césped de la viuda mientras caminaba hacia la calle. Escudriñé la carretera hacia el norte. Uno de los talismanes de mi collar tiene forma de oso y su función es acumular un poco de fuerza mágica para cuando camino por hormigón o asfalto. Llené el depósito mágico a tope, pues por lo visto quien se acercaba era un enemigo potencial.

Un par de casas más allá bajaba repiqueteando una figura alta cubierta por una armadura, y alzó un brazo para saludarme en cuanto me vio. Activé otro talismán diferente al que llamaba «descodificador feérico», una especie de filtro para mis ojos que me permitía ver a través de los encantamientos de los Fae y detectar cualquier dispositivo mágico. Mostraba el espectro normal y después se superponía un perfil verde que mostraba la parte mágica. En aquel caso, las dos capas mostraban exactamente lo mismo. Así que, fuera lo que fuese aquello, lo que veía era su forma natural. Si aquel individuo tenía algo parecido a mi descodificador feérico, podría ver a través del camuflaje de Oberón, pero quizá no.

Llevaba una armadura de bronce bastante llamativa que nadie se habría puesto jamás, ni siquiera en los viejos tiempos. El problema con el peto, recubierto de piel curtida con añil, era que le llegaba demasiado abajo y le trababa los movimientos. Unas escarcelas en forma de hoja caían sobre la falda de malla de bronce. No le faltaban las hombreras, de cinco piezas, con los guardabrazos y las grebas a juego. Incluso en Irlanda habría pasado calor con esa armadura, pero en Arizona la temperatura rondaba los 30 ºC y quien fuera dentro debía de estar cocido. El yelmo era más ridículo de lo que pudiera llegar a describir: era una de esas barbutas medievales que no se popularizaron hasta un millar de años después de los idílicos tiempos de sus matanzas, e imaginé que lo llevaba como una especie de broma, aunque yo no le encontraba la gracia. A un costado le colgaba la espada envainada, pero por suerte no llevaba escudo.

—Te saludo, Siodhachan Ó Suileabháin —dijo la figura—. Bien hallado seas.

Me dedicó una sonrisita petulante a través del yelmo, y me entraron ganas de matarlo allí mismo. Seguí con el descodificador feérico activado, porque no confiaba en aquel personaje. Si no controlaba sus encantamientos podía parecerme que estaba a un metro de mí, con las manos en la cabeza, y en realidad estar clavándome una daga en las tripas.

—Llámame Atticus. Te saludo, Bres.

—¿No me dices el «bien hallado»? —Inclinó la cabeza un poco a la derecha, tanto como la barbuta le permitía.

—Veamos cómo termina nuestro encuentro. Hace mucho tiempo que no nos vemos y no me habría importado que hubiéramos seguido así. Y, por cierto, el Festival del Renacimiento no empieza hasta febrero.

—Eso no suena muy hospitalario —contestó Bres, frunciendo el entrecejo.

Oberón tenía razón: olía a sal y a peces. Al ser dios de la agricultura, tendría que haber olido a tierra y flores, pero en cambio conservaba el hedor de muelle que quizá se debiera a sus ancestros fomorés, que vivían junto al mar.

—Podría darme por ofendido si quisiera —añadió.

—Pues date ya por ofendido y acabemos de una vez. No se me ocurre a qué puedes haber venido si no.

—He venido porque me lo ha pedido un viejo amigo —contestó él.

—¿También te ha pedido que te vistas así? Porque si lo ha hecho, es que no es tan amigo tuyo como crees.

—Atticus, ¿quién es? —preguntó la viuda MacDonagh desde el porche.

Ni siquiera despegué los ojos de Bres para contestarle.

—Es alguien que conozco. No va a quedarse mucho.

Era el momento de iniciar mi maniobra por el flanco. Mentalmente, me dirigí a Oberón:

Quédate quieto. Pero, cuando te lo diga, ponte detrás de él, agárralo por una pierna y hazlo caer. En cuanto esté en el suelo, apártate.

Entendido.

Bres prosiguió como si la viuda no hubiera pronunciado palabra.

—Aenghus Óg quiere la espada. Dámela y te dejaremos tranquilo. Es así de fácil.

Other books

Italian Folktales by Italo Calvino
At Empire's Edge by William C. Dietz
Douglas: Lord of Heartache by Grace Burrowes
B00XXAC6U6 EBOK by Caris Roane
Redhead Blitz by Janie Mason
Scorn of Angels by John Patrick Kennedy
Speechless (Pier 70 #3) by Nicole Edwards