Acosado (16 page)

Read Acosado Online

Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

BOOK: Acosado
7.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

El último Fir Bolg murió en un amasijo de ramas y sangre, y sólo entonces deshice mi hechizo de la tierra y el jardín por fin pudo escupir los pies de los gigantes. Abandoné el camuflaje y barrí todo la zona, con la vista y mis otros sentidos, en busca de alguna amenaza más. Lo único que vi fueron nueve cadáveres enormes y un montón de sangre. Los encantamientos de los Fir Bolg se habían desvanecido con ellos y allí me dejaban un buen problema de limpieza.

No quería pedirle a la tierra que se tragara todos aquellos cuerpos, porque ya le había exigido demasiado y, además, dudaba mucho que contara con tanto tiempo. Yo no era tan rápido como Flidais en cuestiones de mover grandes cantidades de tierra y me imaginaba que algún vecino habría llamado ya a la policía.

Como si me hubieran leído el pensamiento, empezaron a oírse sirenas en la noche. Volví la vista hacia mi vecino del otro lado de la calle y descubrí las cortinas entreabiertas del salón. Unos ojos grandes y redondos me miraban aterrorizados, como si yo fuera el malo de la historia. Lo que me faltaba.

—¡Leif! —llamé a mi abogado—. Oye, Leif, ¿todavía no has tenido bastante?

—Mmmmmmm —se relamió el abogado, soltando con esfuerzo el desayuno y dejando escapar un pequeño eructo—. Más que suficiente, gracias.

—Pues entonces, si no es mucha molestia, ¿podrías echarme una mano aquí? La policía está de camino y tenemos unas cuantas pruebas que ocultar.

—Vaya —respondió el vampiro, que por lo visto recordó de pronto que su trabajo era mantenerme lejos de la cárcel. Bajó la vista hacia su traje a medida, que estaba empapado en sangre, y después miró mi camiseta, que más o menos estaba en las mismas condiciones—. Sí, por lo que parece hay bastantes pruebas que ocultar.

—Vete dentro y cámbiate rápido. Tengo un traje en el armario y tráeme una camisa limpia para mí —le indiqué, mientras me quitaba la camiseta y se la tendía—. Después vas a hacerle ese truco de la memoria a mi vecino de enfrente. Él es la causa de nuestros problemas con la policía.

Leif se puso en marcha tan rápido como pudo. Era consciente de que contábamos con un par de minutos, como mucho, antes de que llegara la policía. En ese tiempo teníamos que lograr que pareciera que allí no había habido ni un solo muerto. Volví al jardín y absorbí un poco de fuerza. Gracias a eso, fui capaz de arrastrar los cuerpos de trescientos kilos de los gigantes en un santiamén. Los llevé a la parte oriental del jardín, que era la más alejada de la calle, y los amontoné unos encima de los otros. Leif tendría que ocuparse de los que quedaban en la calle, porque si lo intentaba yo iba a agotar la reserva de fuerza del talismán del oso en un momento. Lo que sí podía hacer era lanzar un hechizo de camuflaje sobre todos los cadáveres y los charcos de sangre. Bueno, y también estaría bien ocultar mi espada. Aquí no hay nada que ver, agentes. Circulen.

Leif ya estaba de vuelta en un minuto, vistiendo un traje que me había comprado en Men’s Wearhouse.

—Para que te veas más guapo que nunca —me dijo, imitando uno de los anuncios de la tienda.

Me lanzó una camiseta. El traje no le sentaba bien del todo: le quedaba apretado a la altura del pecho, y tenía los brazos un poco más largos que yo. Al fin y al cabo, por sus venas corría sangre vikinga.

Las sirenas sonaban ya muy cerca.

—Tienes que quitar esos cuerpos de la calle y ponerlos allí —le ordené, señalando el montón que ya había hecho yo—. Y después ocúpate de la amnesia de mi vecino.

—Ahora mismo —repuso, y acto seguido salió a la calle.

Empezó a lanzar gigantes por el aire, con mucho cuidado de no mancharse las manos de sangre. Yo me puse la camisa limpia, mientras vigilaba las cortinas de la casa de enfrente. El señor Semerdjian, mi vecino, era de los aficionados a la vida ajena. Siempre me había mirado con desconfianza por el mero hecho de que yo no tenía coche.

Me dediqué a preparar hechizos para cada gota de sangre que descubría y después hice otro para el montón de cadáveres. Leif corrió al otro lado de la calle para hacer un truco de vampiros con el señor Semerdjian. «Mírame a los ojos. No has visto nada.» Parecía un viejo truco de los Jedi.

Estaba casi seguro de que ya había disimulado todas las pruebas visibles, cuando el primer coche patrulla apareció por la esquina de la calle. Si iban a husmear por la parte oriental del jardín se darían de bruces con la prueba principal invisible, pero tenía la esperanza de que no tuvieran ningún motivo para merodear por ahí. Mientras se acercaban por la calle, murmuré una fórmula para resaltar el olor de las plantas. Ojalá eso sirviera para tapar el hedor de tanta sangre derramada.

Mandé a Oberón a sentarse tranquilamente en el porche, mientras Leif y yo nos ocupábamos de las autoridades. Seguro que necesitaba otro baño.

Delante de mi casa se detuvieron tres coches de policía, cosa que alertó a todos mis demás vecinos que aquel jaleo al que no habían prestado atención sí que era algo por lo que deberían preocuparse. Seis agentes salieron a la calle de un salto, se protegieron detrás de las portezuelas abiertas y me apuntaron con las pistolas.

—¡Quietos! —gritó uno de ellos, aunque estábamos completamente inmóviles.

—¡Las manos a la cabeza! —ordenó otro.

—¡Y tire la espada! —añadió un tercero.

Capítulo 11

¿Cómo puede uno quedarse quieto y poner las manos en la cabeza al mismo tiempo? ¿Acaso es que en la academia les enseñan a los policías a gritar órdenes contradictorias con algún fin siniestro? Si obedecía a uno de los policías, ¿el otro me dispararía por oponer resistencia? El único que me preocupaba era el que me había dicho que tirara la espada. Todavía la llevaba cruzada a la espalda, pero estaba camuflada. ¿Veía a través del camuflaje?

—Buenas noches, caballeros —dijo Leif con voz suave. Ni él ni yo levantamos las manos—. Soy el abogado del señor O’Sullivan, aquí presente.

Todos los policías lo miraron allí tan tranquilo con su traje y se quedaron quietos. «Soy abogado» es una frase mágica para los polis. Quiere decir que tienen que ir poco a poco y seguir los procedimientos, o el tribunal desestimará su caso. Significaba que ya no podían ir meneando la pistola por ahí y metiéndome miedo con cualquier cosa. Por desgracia, también les decía que yo necesitaba tener un abogado en mi casa después del horario laboral. Si hubiera podido leer las mentes, habría leído lo mismo en todas las de esos polis: «Este cabrón es tan culpable que hasta ha llamado ya a su abogado.»

—¿En qué podemos ayudarlos? —preguntó Leif con gran amabilidad.

—Recibimos una llamada diciendo que alguien andaba matando gente con una espada —contestó uno de ellos.

Leif resopló con aire divertido.

—¿Con una espada? Bueno, eso resulta bastante original, incluso puede decirse que un poco pasado de moda. Sea como sea, ¿no debería haber signos de la batalla si eso fuera cierto? Gente despedazada, montones de sangre y, quizá, alguien empuñando una espada. Como pueden comprobar, aquí no haya nada de todo eso. Todo está en calma. Creo que les han gastado una broma, agentes.

—Entonces, ¿qué hace usted aquí? —preguntó el policía.

—Lo siento, ¿usted era el oficial…?

—Oficial Benton.

—Oficial Benton, mi nombre es Leif Helgarson y estoy aquí porque el señor O’Sullivan, además de ser mi cliente, es también mi amigo. Estábamos aquí muy tranquilos, disfrutando de este anochecer otoñal y hablando de béisbol, cuando ustedes aparecieron y nos apuntaron con las pistolas. Por cierto, ya podrían bajarlas, ¿no cree? Ninguno de nosotros está amenazándolos.

—Primero déjenme verles las manos —repuso el oficial Benton.

Leif sacó las manos de los bolsillos con movimientos parsimoniosos, y yo lo imité. Las subimos hasta la altura de los hombros.

—Mire —dijo Leif, agitando los dedos como si fuera un músico de jazz—, ninguna espada por aquí, ninguna espada por allá.

El oficial Benton lo miró ceñudo pero no tuvo más remedio que bajar la pistola, aunque de mala gana, y los demás oficiales hicieron lo mismo.

—Creo que deberíamos echar un vistazo, sólo para cerciorarnos —dijo, mientras salía de detrás de la puerta del coche y se acercaba a nosotros.

—No tiene causa suficiente para hacer tal cosa —contestó Leif, cruzando los brazos.

Yo volví a meter las manos en los bolsillos.

—La llamada al 911 es causa suficiente —argumentó Benton.

—Una llamada falsa que es evidente que no tiene ninguna base. Lo único que ha roto la paz de este vecindario han sido sus sirenas, y si quieren registrar la propiedad de mi cliente tendrán que conseguir una orden.

—¿Qué intenta esconder su cliente? —preguntó Benton.

—No se trata de esconder nada, oficial Benton. Se trata de proteger a mi cliente de un registro y confiscación indebidos. No tienen ni el más mínimo motivo para registrar esta propiedad. En su llamada se hablaba de una lucha con espada, pero nada así ha tenido lugar. Considero que sería mejor que dedicaran su tiempo a proteger a los ciudadanos de las amenazas reales, en vez de ocuparse de las ficticias. Por otra parte, si la llamada la realizó el caballero libanés que vive al otro lado de la calle, debo informarle que tiene un largo historial de acoso a mi cliente por faltas que él mismo inventa. Estamos considerando la posibilidad de denunciarlo.

El oficial Benton parecía bastante frustrado. Él sabía que yo ocultaba algo, lo sabía sin más y tenía toda la razón. Pero no estaba acostumbrado a tratar con abogados —eso siempre es cosa de los detectives— y no se atrevía a seguir adelante cuando no parecía haber nada fuera de lo normal. Por lo visto, el oficial que me había ordenado que tirara la espada tampoco podía verla en mi espalda, porque no había vuelto a abrir la boca desde que había salido del coche. El grito debía de haberse basado en la información de la llamada al 911. Todo rumores. De todos modos, Benton no pudo resistirse a la tentación de meterme un poco de miedo.

—¿Usted no tiene nada que decir, señor? —me preguntó con desdén—. ¿Por qué nos han llamado?

—La verdad es que no lo sé con seguridad, claro, pero la razón podría ser que el señor Semerdjian, que vive al otro lado de la calle, no siente mucho aprecio por mí. Lo que pasó fue que hace unos tres años mi perro se escapó e hizo sus necesidades en su jardín. Me disculpé y lo limpié todo, pero nunca me lo ha perdonado.

¡Oye, que te estoy oyendo! ¡Fuiste tú quien me dijo que lo hiciera en su jardín!, protestó Oberón desde el porche.

Sí, ¿y qué más da?

Pues que haces que parezca que soy uno de esos perros vulgares que lo hacen en cualquier sitio.

Ya lo sé, pero es para meter en problemillas a Semerdjian.

Bueno, en ese caso estoy de acuerdo. No me cae nada bien.

El oficial Benton se quedó mirándome con aire ceñudo y después miró a Leif, pero si lo que esperaba era que confesáramos, poco iba a conseguir.

—Siento que los hayamos molestado —gruñó al final, y después pensó que debería cambiar un poco el tono—. Que tengan buena noche.

Se volvió y echó a caminar con paso rápido hacia los coches. Masculló a los otros dos oficiales que podían irse, que él se encargaría de redactar el informe. Los policías se despidieron y se metieron en los coches, apagaron las luces del techo y se alejaron. El oficial Benton fue a llamar a la puerta de Semerdjian.

—¿Hay riesgo de que se acuerde de algo? —pregunté a Leif en un susurro.

—No, lo tengo completamente dominado —me contestó también en voz baja—. ¿Qué plan tienes para deshacerte de esos Fir Bolg?

—En realidad no tengo ningún plan todavía.

—Pues, por otra copa de esa excelente cosecha que tú tienes, puedo ocuparme yo de eso. Sólo me tendrías que ayudar a llevarlos a Mitchell Park.

Medité en la propuesta. Enterrar los cuerpos de nueve gigantes no era una tarea fácil, aunque ya estuvieran cortados en trozos. Existía la posibilidad de llamar al aquelarre de Radomila para que se ocupasen ellas, pero no quería gastar su favor en algo así.

—¿Cómo te ocuparías tú?

Leif se encogió de hombros.

—Conozco a unos cuantos necrófagos. Hago un par de llamadas, los tipos vienen a buscar la cena y problema resuelto.

—¿Pueden encargarse de nueve gigantes enteros? ¿Tantos necrófagos hay en la ciudad?

—No creo que puedan con tanto —admitió Leif—. Pero pueden llevarse lo que no terminen hoy.

Lo miré con incredulidad.

—¿Como la bolsa con las sobras para el perro?

El vampiro asintió con una leve sonrisa.

—Tienen un camión nevera, Atticus. Son gente práctica. Yo los suelo contratar y Magnusson también los llama de vez en cuando. Es un trato que nos va bien a todos.

—Entonces te debería tres copas.

—Eso es. Y preferiría cobrarlas cuanto antes, ya que parece que estás sentenciado a muerte.

—Mmmm. —Tenía que ganar un poco de tiempo. El oficial Benton escribía una citación a un señor Semerdjian perplejo, al otro lado de la calle. Las llamadas falsas al 911 se consideran una falta—. ¿Puedo pagarte uno esta noche para el bufete, y los otros dos mañana por la noche?

—¿Por qué no me los das todos hoy? Te recuperas rápido.

—Es que ya me tengo que recuperar de demasiadas cosas. Tengo los músculos abdominales rasgados, el hombro izquierdo seriamente magullado y un par de vértebras descolocadas.

—¿No deberías estar aullando de dolor, entonces? —preguntó Leif con escepticismo.

—Sí, pero he anulado los receptores de dolor. Voy a necesitar todas mis fuerzas si mañana quiero levantarme como si no hubiera pasado nada.

—¿Cuáles son las probabilidades de que sobrevivas hasta mañana?

—Diría que muchas. Me habían advertido de la llegada de Bres y de los Fir Bolg y ya están todos despachados.

—¿Bres está muerto? ¿El antiguo rey de los Tuatha Dé Danann?

Que Manannan Mac Lir me tome por tonto, ¡no debería haberle dicho eso! Pero ya era demasiado tarde para echarme atrás. Si mentía, iba a descubrirme.

—Pues sí. Se quedó sin cabeza en la calle un poco antes de que llegara a casa.

—¿Y fue cosa tuya?

—Así es.

—Entonces quiero las tres copas esta noche, Atticus, al diablo tu curación. Brigid va a venir a matarte y éste será mi último trago.

Suspiré, derrotado. No tenía intención de explicarle los detalles de mi trato con Morrigan.

Other books

Smoked Out (Digger) by Warren Murphy
The Best American Essays 2016 by Jonathan Franzen
Raphael | Parish by Ivy, Alexandra, Wright, Laura
Animals in Translation by Temple Grandin
Il Pane Della Vita by Coralie Hughes Jensen