—No tiene importancia. Lo mejor sería que esto quedara entre nosotros.
—Claro. —Por fin había encontrado el pomo y abrió la puerta de golpe—. Buenas noches.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Oberón comentó:
¿Sabes unas cosa? Creo que la tele la ha insensibilizado a la violencia.
Eso, o el haber vivido el conflicto de Irlanda del Norte en primera persona.
¿De qué iba el conflicto?
Libertad, religión, poder. Lo de siempre. ¿Te importaría volver a apostarte como centinela mientras termino esto?
Ningún problema.
Primero desenvainé Fragarach para darle un manguerazo y después apunté hacia la calle, para arrastrar lo más gordo. Ya estaba terminando cuando resonó en mi cabeza la voz de Oberón, muy tensa:
Oye, me dijiste que estuviera atento a pasos pesados. Pues oigo unos cuantos y parece que vienen hacia aquí.
—¡Hora de irse a casa! —exclamé, tirando la manguera y corriendo a cerrar el agua.
Me subí a la bicicleta de un salto y le dije a Oberón que iríamos a toda velocidad. Tenía que alejarme de la casa de la viuda o iba a terminar herida.
¿Qué es lo que hace tanto ruido?, me preguntó, mientras me seguía a grandes zancadas y yo pedaleaba como un loco.
Son los Fir Bolg, le respondí telepáticamente, para no gastar aliento.
Me parece que ahora van más rápido. Están corriendo.
Nos han descubierto. No vuelvas la vista atrás, sigue adelante. Escúchame: esos tipos llevan lanzas, aunque no puedas verlas. Pero confía en mí: las llevarán. Ellos tampoco te verán a ti. Lo que quiero es que los ataques en la pierna izquierda, en ese punto blando justo encima del tobillo.
¿El tendón de Aquiles? Me acuerdo del nombre.
Perfecto. Pero tienes que atacarlos a la altura de la pantorrilla. Son mucho más altos de lo que parecen y el telón de Aquiles estará por donde un humano normal tiene las pantorrillas. Quiero que les pegues un mordisco y después te apartes corriendo, antes de que te aplasten o puedan darte un golpe.
¿Qué hago si llevan armadura?
Seguro que no llevan. Todo lo que veas será una ilusión óptica. Lo más probable es que vayan descalzos. Tienen la piel muy dura.
Me arriesgué a volver la vista hacia la calle Roosevelt cuando giramos en la calle 11. Mi visión normal me mostró a nueve mamones conduciendo unas Harley Davidson a toda pastilla, bañados por la luz de las farolas, como si yo acabara de arañarles las motos a la salida de la sala de billar. Mi descodificador feérico me descubrió nueve Fir Bolg casi desnudos, con apenas unos taparrabos teñidos de añil. En la mano derecha llevaban la espada y un escudo de madera en la izquierda. Sonreían satisfechos, porque estaban acortando terreno.
Al llegar a mi casa, me metí en el jardín con la bici y me bajé de un salto. La bicicleta siguió rodando sola hacia el porche. Oí una maldición que venía de esa misma dirección y desenvainé Fragarach, sin poder imaginarme quién me esperaba allí tumbado.
—Maldito seas, Atticus, ¿a qué crees que estás jugando? —me dijo una voz familiar.
La bici se detuvo bruscamente y volvió a salir disparada hacia mí.
Me relajé y le dediqué una amplia sonrisa.
—¡Leif! —exclamé, y seguro que notó el alivio en mi voz—. Me alegro de encontrarte. Espero que estés vestido para la batalla.
Se me había olvidado que le había pedido a Hal que me lo mandara en cuanto se pusiera el sol.
—¿Para la batalla? ¿Es eso lo que oigo bajar por la carretera?
Mi abogado vampiro salió de las sombras del porche hacia la tenue luz de las farolas. Una melena blanca enmarcaba su pálido rostro. Me miraba con expresión seria, elegantemente vestido con un traje a medida. Estaba claro que no se había puesto el uniforme de batalla.
Los Fir Bolg dieron la vuelta a la esquina y el ruido que hacían al acercarse daba miedo a cualquiera, sin necesidad de tener los agudos sentidos de un vampiro.
—No lo tenía planeado, Leif. Pero, si no me ayudas, es probable que te quedes sin tu cliente favorito. Te ganas dos copas a cambio.
—¿Aparte de mis honorarios? —Enarcó las cejas.
—No, una copa es por tus honorarios y la otra es un extra por luchar conmigo.
No había tiempo para negociaciones. Leif asintió.
—No parecen gran cosa.
—Son gigantes ocultos tras un encantamiento, así que no confíes en lo que vean tus ojos. Utiliza tus otros sentidos. ¿A qué huele su sangre?
Ya casi los teníamos encima, pero la pregunta era importante. Leif abrió los ojos como platos al percibir el olor de la sangre.
—Son fuertes. Gracias, Atticus. —Sonrió y los colmillos ya empezaban a asomar—. Todavía no había desayunado.
—Tómatelo como un bufé libre —contesté, y ya no hubo tiempo para más charlas.
Leif no sufría de timidez precisamente y, dando un salto de superhéroe, se lanzó sobre el primer Fir Bolg, mucho más arriba de donde unos ojos mortales habrían situado la cabeza. La razón estaba en que el cuello del gigante era un metro más largo de lo que parecía. Los Fir Bolg bajaron el ritmo al ver que su líder recibía el ataque de un tipo vestido con un traje impecable. Pero bajar el ritmo no era lo mismo que detenerse.
¡En marcha, Oberón! ¡Buena caza!
Oberón dio un salto y yo aproveché para absorber el poder del jardín delantero. La fuerza entraba por los tatuajes ancestrales y me recorría cada célula. Era una sensación increíble. El complicado dibujo del tatuaje nacía en la planta de mi pie derecho, me envolvía el tobillo y seguía subiendo hasta llegar al pecho. Se enroscaba alrededor del hombro derecho y caía como una cascada añil por el bíceps. Después de rodearme cinco veces el brazo, descendía por el antebrazo y terminaba (aunque no puede decirse que un nudo celta tenga fin) con un lazo en el dorso de la mano. Los tatuajes estaban ligados a mí de la forma más estrecha posible y a través de ellos yo tenía acceso a todo el poder de la tierra, todo el que pudiera necesitar, siempre que tocara el suelo con los pies descalzos. En la práctica, eso significaba que jamás me cansaba en la batalla. No sabía lo que era la fatiga. Y, si era necesario, podía lanzar un par de conjuros contra mis enemigos o invocar un estallido de fuerza con el que sería capaz de vencer a un oso.
Hacía mucho, mucho tiempo desde la última vez que había tenido que reunir tanto poder. No me veía en una situación así desde aquella vez que había ido a parar a la primera fila, justo delante del escenario, en un concierto de Pantera. Nueve Fir Bolg —bueno, para entonces quedaban ocho— era un poco más de lo que me esperaba.
Me coloqué de forma que tenía detrás el árbol de mezquite, por si acaso pretendían rodearme. Entonces señalé al primer Fir Bolg que pisó mi jardín y dije «Coinnigh». Su significado literal es sujetar o detener, y la tierra se movió según mis deseos. Se abrió alrededor de los pies del Fir Bolg y después volvió a cerrarse. Allí se quedó plantado como un árbol, con raíces repentinas y resistentes. Decir que se sorprendió sería, sin duda, quedarse corto. Con el ímpetu que llevaba, en cuanto los pies se quedaron atrapados, se le rompieron los huesos a la altura de los tobillos. El hueso rasgó la piel y le asomó por las pantorrillas. Cayó de bruces, sin pies y chillando. No me había imaginado que las cosas salieran así. Mi idea era que conservara el equilibrio y me sirviera como barrera contra sus compañeros, pero no hubo tanta suerte. Sus amigotes seguían llegando, furiosos en vez de asustados por haber presenciado la caída de uno de los suyos. Así que tenía que vérmelas con tres lanzas ansiosas por sacarme las tripas.
Las batallas de verdad no son tan bonitas como en las películas. En ésas hay una coreografía, sobre todo en las de artes marciales, y el resultado es tan bello que parecen bailes. En la lucha real no hay tiempo para detenerse, posar y pavonearse. Tu único objetivo es matar al otro antes de que el otro te mate a ti, y «una victoria fea» sigue siendo una victoria. Eso fue lo que Bres no supo entender, y gracias a eso me libré de él con tanta facilidad. Los Fir Bolg no tienen tales pretensiones y, incluso aunque las hubieran tenido, no les iban a durar mucho tiempo después de ver cómo Leif se cargaba a su líder y otro de los suyos se quedaba sin pies. No, aquellos tipos se decantaban por no darme tregua con tres lanzas acosándome a la vez, desde lo alto y por tres sitios diferentes. Podía esquivar una y desviar otra, pero a la tercera iría la vencida. Si pegaba un salto o retrocedía, tropezaría con mi propio árbol de mezquite. Si me echaba rodando hacia delante, para pasar por debajo de las lanzas, me patearían el culo. Calculaba que pesarían sus buenos trescientos kilos, así que la idea de un pisotón suyo no era demasiado atractiva. Todo eso quería decir que tenía menos de un segundo para sacarme un truco de la manga. Los que me rodeaban por la izquierda y el centro estaban bien plantados en el suelo, pero el de la derecha tenía que pisar a su colega caído, que seguía sin pies y chillando, así que decidí jugármela por ese lado. Pegué un salto a la izquierda, que era un movimiento que no esperaban. Como el Fir Bolg de la derecha quedaba fuera de mi alcance, apunté a las lanzas de los otros dos y comprobé, aliviado, que Fragarach las atravesaba como si fueran de mantequilla. Pero para mi desgracia, el corte fue tan limpio que, aunque las puntas se desprendieron hacia un lado, los astiles siguieron su camino y me golpearon con fuerza en un hombro y en el estómago. El impacto me lanzó hacia atrás y me estrellé de espaldas contra el tronco del mezquite. Qué dolor más terrible. Y yo que me había imaginado un ataque y una retirada perfectos.
Por lo menos, el Fir Bolg de la derecha había errado por completo y su lanza rasgó el aire. Pero ya estaba bajando de la espalda de su amigo y se preparaba para un nuevo ataque.
—¡Coinnigh! —grité de nuevo, señalándolo.
De repente, descubrió que no podía moverse. Mientras intentaba encontrar una solución para sus pies inmóviles, yo volví a concentrarme en los dos primeros gigantes, que en vez de lanzas ahora empuñaban largas varas de madera. Supuse que los cuatro Fir Bolg restantes también estarían ansiosos por machacarme, pero con un poco de suerte Leif y Oberón los mantendrían entretenidos. No veía más allá de mi propia batalla. El que me atacaba por el centro quiso aprovechar la espada de su amigo sin pies, ya que desangrándose como estaba no la necesitaba para nada. Mientras se agachaba para cogerla, el Fir Bolg de la izquierda pensó que sería divertido jugar al golf con mi cabeza. Vale, de aquello podía ocuparme sin problemas. Adelanté Fragarach para que se interpusiera en su camino y así pude comprobar el intenso dolor que eso me provocaba. El impacto en el hombro me había magullado seriamente el músculo y casi no podría mover el brazo hasta que se me curase. El golpe en el estómago era bastante más grave: aunque no me había desgarrado los intestinos, estaba sangrando mucho. En cuanto a la espalda, había tenido suerte de no rompérmela. Tal como estaba, sería el sueño de cualquier quiropráctico.
En ese momento deseaba con todas mis fuerzas poder hacer uno de esos truquitos tontos de hada madrina, de ésos en los que agitas una varita, aparecen un montón de lucecitas y después todo es mucho mejor. Pero mi magia no funciona así. Puedo empezar y acelerar el proceso de curación y puedo obligar a mi cuerpo a hacer caso omiso del dolor, pero no puedo hacer que el daño desaparezca sin más. Así que hice lo mejor que estaba a mi alcance con los dos segundos que tenía: activé el talismán de curación de mi amuleto, que anulaba el dolor e iniciaba la sanación. Aparte de eso, no me quedaba más remedio que seguir adelante. El golfista ya estaba listo para lanzar otro swing, visto que con el primero se había quedado corto gracias a la intervención de Fragarach. El tipo del centro ya había recuperado la lanza de su compañero sin pies y estaba preparado para ensartarme. Mientras tanto, el que seguía inmovilizado se preparaba para lanzarme su pica, a pesar de que a duras penas mantenía el equilibrio. Había llegado el momento de pasar al ataque.
Me agazapé y pegué un salto. Esta vez logré parecerme más a Leif: con un poco del poder de la tierra impulsándome, volé directo hacia el Fir Bolg que se creía Phil Mickelson. Adivinó mi movimiento y levantó el escudo, pero eso era justo lo que yo quería. Hundí la espada hacia abajo y le atravesé el escudo y el cráneo antes de golpearme el hombro derecho contra el resto de su escudo y caer al suelo junto a su cuerpo inerte.
Los Fir Bolg demostraron estar en el primer puesto de salvajismo en la batalla: no dedicaron ni un solo segundo a pensar en su compañero caído, sino que aprovecharon para buscar por dónde podía haber quedado desprotegido después del ataque. Tuve que lanzar un mandoble hacia arriba para desviar la lanza que me arrojó el Fir Bolg inmovilizado, y luego hacia abajo para parar el golpe de su compañero.
—Coinnigh —dije una vez más, y el último Fir Bolg quedó atrapado.
Ya podía alejarme para enfrentarme a otras amenazas, y volver más tarde a rematarlos. Otro de los Fir Bolg había intentado sorprenderme por un costado, pero se había acercado demasiado a la casa y había activado los conjuros. Así que estaba bastante ocupado en resistirse a una buganvilla que trataba de derribarlo, pero las espinas no se lo ponían nada fácil.
Me volví hacia la calle para hacerme una idea de cuántos enemigos quedaban en pie y vi que dos más yacían en la acera. Uno estaba descuartizado y el otro tenía a Leif encaramado encima, bebiendo con ansia.
Quedaba otro, que daba vueltas sobre sí mismo dando aspavientos y clavando la lanza en el suelo, atacando a algo que nadie veía. Ése era Oberón, hostigando al enemigo. No podía soportar la idea de perder a mi amigo, así que me lancé en su ayuda. En la siguiente vuelta que dio el gigante, le cercené el brazo con el que sostenía la lanza y después le clavé Fragarach entre las costillas. Allí se terminaba su historia.
Gracias, me dijo Oberón mientras el Fir Bolg caía con un golpe seco sobre la acera. Tienen la piel más dura de lo que me imaginaba. Apenas lograba dejarle las marcas de los dientes.
Con eso fue más que suficiente, amigo mío. Quédate aquí mientras yo me hago cargo de los últimos.
Me envolví con un hechizo de camuflaje, espada incluida, y me deslicé hasta los dos Fir Bolg inmovilizados. Cuando ya estaba detrás de ellos, les hundí a Fragarach en los riñones. ¿Cobarde? Puaj. Así te lo digo: vamos a debatir el sentido del honor y a ver quién vive más tiempo.