Acosado (18 page)

Read Acosado Online

Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

BOOK: Acosado
6.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era evidente que no sabían qué pensar de mí. Tenían la costumbre de mirar a todo el mundo como si fuera sospechoso de algo, y seguro que yo les parecía un porrero maleducado que engañaba a sus padres diciendo que iba a la universidad, pero mi comportamiento no acababa de encajar. Estaba demasiado alerta y era demasiado rápido. Quizá eso me convirtiera en camello. A lo mejor creían que no los dejaba pasar porque no quería que encontraran mi plantación hidropónica y el armario lleno de setas alucinógenas, o se imaginaban que en la mesa de la cocina tenía una cachimba enorme de cristal de colores hippie.

Por fin, Jiménez rompió el silencio. Me tendió una tarjeta y dijo:

—Le agradeceríamos mucho que nos llamara si encuentra a su perro.

Me guardé la tarjeta en el bolsillo sin siquiera mirarla.

—Buenos días, caballeros —dije, para que lo interpretaran como una invitación directa a largarse de mi porche.

Jiménez se dio por enterado, pero Fagles permaneció inmóvil. Por lo visto quería que hiciésemos un concurso de miradas o amenazarme entre dientes. Sería idiota. Me armaría de paciencia. Metí las manos en los bolsillos y le lancé una perfecta sonrisa falsa. Eso lo hizo reaccionar. Descruzó los brazos y me señaló con el dedo.

—Estaremos vigilándolo.

Por favor, cualquier cosa menos esa frasecita. No dejé de sonreír y me abstuve de contestar. Jiménez se detuvo en la calle y se volvió, como si quisiera demostrar que hasta entonces no se había dado cuenta de que Fagles no lo había seguido.

—Agente Fagles, tenemos que ir a hablar con más personas —llamó.

Qué gran intervención.

—Sí, entre ellos el juez —añadió Fagles, en un tono que sólo podía oír yo.

Por los dioses de las tinieblas, ¿de verdad alguien se tragaba ese numerito? Haciéndome un último gesto agresivo con la barbilla, Fagles se volvió y bajó los escalones del porche. En cierto momento giró la cabeza hacia la parte oriental del jardín, donde la hierba había quedado teñida de rosa. Sólo estaba echando un vistazo: ninguna reacción visible. Seguro que la hierba no se veía rosa a través de las gafas de sol tintadas. ¡Excelente trabajo, agente! Jiménez tampoco se había percatado. Seguía observándome, a ver si mi lenguaje corporal le gritaba «¡Culpable!». Después caminó con paso tranquilo hasta el coche, un Crown Victoria sin ningún distintivo de la policía, junto con Fagles.

Esperé a que se marcharan para volver dentro, y Oberón me recibió arrimando el hocico a mi mano.

Me quedé quieto, me dijo, muy orgulloso de sí mismo.

Me reí y lo acaricié detrás de las orejas.

—Sí, Gengis Kan habría admirado tu astucia.

Le quité el hechizo de camuflaje para que estuviera más cómodo y me volví a sentar a la mesa para terminar la tortilla fría a medio comer y la taza de café que tuve que recalentar. Después de recogerlo todo, me puse a mirar alrededor para descubrir las cosas que los policías encontrarían incriminatorias, en caso de volver con una orden de registro. En teoría estarían buscando un perro, pero nada les impediría fisgonear por todas partes, a no ser que estuviera presente un abogado. Incluso así, podían dar con algo por casualidad o estropear algo mientras registraban la casa. Lo más delicado eran los libros. En el despacho tenía algunas obras arcanas, protegidas tras cristales, y el papel era tan viejo que se deshacía con sólo mirarlo. Los policías no se mostrarían demasiado delicados si se ponían a revolverlo todo. No iba a quedarme más remedio que pagar a Hal 350 dólares la hora para que se plantara en mi casa y se asegurara de que no buscaban a Oberón dentro de algún libro. Pero qué despilfarro. En fin, quizá me debieran algo de tiempo después de toda la sangre que le había dado a Leif la noche anterior. La batalla había durado mucho menos de una hora y la limpieza otra hora, más o menos, y yo debía de haber pagado por adelantado unas diez horas. Hablando de sangre, coloqué el documento que tenía la sangre de Radomila en una colección vieja de historias sobre los fianna y la guardé bajo llave en las vitrinas de cristal del despacho.

Sólo por asegurarme, oculté con un hechizo de camuflaje las hierbas medicinales que cultivaba en la parte de atrás. Parecía que a lo largo de la valla no tenía más que un estante vacío. Ya me imaginaba lo que pensarían los polis si veían tantas plantas: darían por hecho que eran ilegales y las confiscarían todas, a la espera de que las analizaran. Seguro que me las devolvían medio muertas, en el mejor de los casos. Fagles sería capaz de eso por el solo hecho de haberle sostenido la mirada.

A pesar de que me acarreaban un montón de incomodidades, tampoco podía llegar a enfadarme con ellos. Al fin y al cabo, se limitaban a hacer su trabajo, y yo era el chico malo de la historia, o al menos Oberón sí que lo era.

Cuando me quedé satisfecho después de haber ocultado todo lo que necesitaba ocultar, llamé a Hal al móvil para explicarle mis necesidades extraordinarias en domingo. Si Jiménez podía conseguir una orden en domingo, pues yo también podía conseguir un abogado. Hal me dijo que mandaría a un abogado más joven del bufete para que protegiera la casa.

—¿Es miembro de la manada?

—Sí. ¿Acaso importa?

—Sólo dile que afine el oído y el olfato. Si hay algún dios de mi panteón detrás de todo esto, seguro que se trae algún tejemaneje entre manos. Por ejemplo, con la policía podría venir alguien que no sea del todo humano.

—Lo más probable es que ni siquiera aparezcan. No sé de ningún caso en el que se haya dado una orden de registro por un perro. Eres el hombre más paranoico que he conocido en toda mi vida.

—Seguro que también soy el más longevo.

—Tú ganas. Se lo diré.

Me pegué una ducha, me vestí, volví a ocultar a Oberón con el hechizo de camuflaje y me crucé Fragarach a la espalda. Estaba impaciente por acercarme a casa de la viuda para asegurarme de que estaba bien.

Desde la calle, todo parecía en orden. La sangre se había borrado o la tierra la había absorbido, de forma que no se notaba. Rodeé la casa hasta la parte trasera y no vi nada, aparte de alguna zona de césped menos lozano. Me estremecí al pensar que quizá Morrigan había devorado a Bres. Sacudí la cabeza para borrar esa visión tan espeluznante y volví a la parte de delante. Oberón iba junto a mí, jadeando un poco. Llamé a la puerta de la viuda y me abrió al cabo de un minuto, con un aire vivaz y alegre.

—Ah, mi querido Atticus, es un placer volver a verte, y no estoy mintiendo. ¿Has matado a algún inglés más por mí?

—Buenos días, señora MacDonagh. No, no he matado a más ingleses. Espero que no ande hablando de ese asuntillo por ahí.

—Oye, ¿te crees que soy sorda? Pues todavía no, gracias a Dios. Y todo porque llevo una vida sana y bebo buen whisky irlandés. ¿Te tomas una copa conmigo? Pasa. —Abrió la puerta de tela metálica y me hizo un gesto para que entrara.

—No, gracias, señora MacDonagh. Todavía no han dado las diez de la mañana y es domingo.

—¿Crees que no lo sé? Tengo que irme a misa dentro de un momento, en Newman Center. Pero a veces el sacerdote se pone un poco pesado y empieza a echar sermones a los jovencitos que aparecen por allí. Son todos niñatos de la universidad, ya sabes, de los que tienen que preocuparse por todos los pecados de la carne. Así que he descubierto que, con un dedito o dos de whisky, me armo de la paciencia necesaria para soportarlo.

—Un momento. ¿Va borracha a la iglesia?

—Prefiero utilizar la palabra «alegre», si no te importa.

—Y no conducirá estando, ejem, alegre, ¿verdad?

—¡Claro que no! —Parecía ofendida—. Me lleva la familia Murphy, que es muy agradable. Viven bajando la calle.

—Ah, vale, entonces está bien. Sólo venía a comprobar que se encontraba bien, señora MacDonagh. Ahora tengo que marcharme a trabajar, así que puede seguir… poniéndose alegre. Espero que tenga un buen día.

—Y tú también, muchacho. ¿Estás seguro de que no puedo convencerte de que te bautices?

—Segurísimo, pero gracias por hacerme la oferta otra vez. Hasta luego.

Oye, Atticus, me dijo Oberón, mientras trotaba detrás de mi bicicleta cuando ya íbamos camino de la tienda, ¿qué significa bautizarse?

Pues que un sacerdote te echa un poco de agua y entonces vuelves a nacer.

¿En serio? ¿Si me bautizo, me convierto en cachorro otra vez?

No, no vuelves a nacer en un sentido físico. Es simbólico. Se supone que lo que renace es tu espíritu, porque te limpian los pecados.

Oberón consideró aquella información nueva durante veinte metros, mientras sus uñas arañaban la acera. Giramos a la derecha en University Drive.

Pero el agua sólo te moja la piel y el pelo, ¿no? ¿Cómo puede limpiarte el espíritu? Sobre todo, si no utilizan jabón.

Como te he dicho, es simbólico. Y es un sistema de creencias diferente.

Vale. ¿Cómo que ir a la iglesia borracho es igual que ir alegre?

Me eché a reír.

Sí, algo así.

Coloqué a Fragarach en un estante debajo del mostrador de la botica y dejé que Oberón diera un par de vueltas antes de quedarse quieto. Después abrí la puerta a Perry, que aquella mañana sí tenía el aire triste que correspondía a un gótico.

Los domingos suelen ser un buen día en la tienda, como si todos los que no son cristianos quisieran demostrar que de verdad no lo son y fueran a comprar un objeto pagano mientras los demás van a la iglesia. Se reconocía a la legua a los que habían crecido en un ambiente cristiano estricto: dejaban los libros de Wicca o de Aleister Crowley en el mostrador y sonreían nerviosos. Era como si ellos mismos se asombraran de haber tenido el valor de comprar algo que sus padres les habían prohibido. En sus auras se apreciaba mucha carga erótica y al principio me costaba entenderlo, pero luego le encontré sentido: por primera vez en su vida, iban a leer sobre un sistema de creencias que no penalizaba el sexo, y apenas podían controlar la impaciencia que eso les producía.

Del mismo modo, era muy fácil identificar a los clientes que pertenecían a una comunidad mágica seria. En parte, porque su aura rezumaba magia, pero también porque ponían siempre la misma cara cuando veían a los pringados que compraban sus primeras cartas de tarot: o los miraban con desdén, o sonreían divertidos, o parecían echar de menos aquel tiempo en que ellos también andaban perdidos.

Emily la altanera era del grupo de los desdeñosos. Irrumpió en la tienda vestida como una muñeca horrible, y me sacó la lengua.

—¡Emily! —la regañó una voz desde la puerta abierta, antes de que a mí me diera tiempo a decir nada.

Entró una mujer con cara de madre que sabe controlar a su mocoso —basta gritar el nombre del niño en público y que el tono de voz revele lo que puede avecinarse—, y a Emily le cambió la cara. Sabía que se había metido en problemas.

Capítulo 13

Supuse que la mujer seria era Malina Sokolowski. Aparentaba treinta y pocos, pero si Emily era el miembro más joven del aquelarre de Radomila, la edad de Malina debía de rondar el siglo o más. Tenía una melena rubia natural que le bajaba por los hombros en ondas fragantes que cautivaban al instante. Contrastaba con un abrigo rojo de lana, de corte muy cuadrado y que pronto ya no podría ponerse por el calor, pero que creaba un efecto exquisito por su color y textura.

En ese momento, mi amuleto anuló la interferencia y me liberé de su encanto. Vaya. Una especie de hechizo de seducción envolvía toda su cabellera. Los conjuros de la tienda no estaban diseñados para ocuparse de ese tipo de encantamiento, pero el hierro frío del amuleto lo había neutralizado. Eso quería decir que no era la magia habitual de las brujas. Guay. Daba miedo, pero era guay.

Con magia o sin ella, tenía una cabellera espléndida, pero al menos ya pude despegar los ojos de ella y valorar el resto de su persona. Cejas rubias, apenas un poco más oscuras que la melena, que en ese momento se unían en un gesto de enfado por encima de unos ojos de un azul indescriptible. La nariz de líneas aristocráticas descendía hasta una boca que parecía de labios generosos, pero que en ese momento estaba apretada en una línea fina. Los llevaba pintados del mismo color que el abrigo. La tez pálida —no esa palidez enfermiza de los godos, sino el tono brillante de porcelana típico de la nobleza europea, apenas sonrosado— realzaba el cuello largo, en el que relucía brevemente un collar de oro, antes de desaparecer bajo el abrigo.

Hay veces que el lenguaje no verbal es tan expresivo que me maravillo de que necesitemos pronunciar ni una sola palabra. Sin siquiera mirar su aura, ya sabía que Malina era elegante, mientras que Emily carecía de esa cualidad; que era mucho más madura, inteligente y poderosa, y que no quería resultar ofensiva, cuando eso era precisamente lo que más deseaba Emily. Además, sabía también que era infinitamente más peligrosa.

—Pensaba que te había quedado claro que no debías ofender al señor O’Sullivan —dijo Malina. Su acento polaco resultaba más evidente que cuando habíamos hablado por teléfono, quizá a causa del enfado. Emily bajó la vista y murmuró una disculpa—. No es conmigo con quien tienes que disculparte: es al señor O’Sullivan a quien has insultado. Pídele perdón ahora mismo.

Impresionante. Cada vez sumaba más puntos. Pero entonces recordé que era una bruja, así que podían haber planeado todo ese numerito antes de entrar. De todos modos, Emily parecía más dispuesta a aparearse con un macho cabrío que a pedirme perdón, así que me dispuse a disfrutar del espectáculo aunque estuviera ensayado. Algunos clientes empezaban a mirarnos al oír el tono elevado de Malina, y sus ojos pasaban de una mujer a otra. Era difícil no mirarlas, aunque a cada una por razones diferentes.

Como Emily tardaba demasiado, Malina bajó la voz hasta un susurro bronco y amenazador que sólo podíamos oír Emily y yo.

—Si no le pides perdón ahora mismo, te juro por las tres Zorias que me encargaré de ti aquí mismo y te haré romper el contrato. Tienes ya tantos problemas, que te expulsarán del aquelarre.

Por lo visto eso era peor que aparearse con un macho cabrío, porque de repente era imposible que Emily lo lamentara más y esperaba que la perdonara por su comportamiento.

—Disculpas aceptadas —respondí rápido, y la bruja se relajó.

Por fin, Malina se centró en mí.

—Señor O’Sullivan, siento mucho la entrada que acabamos de protagonizar. Espero que también me disculpe a mí. Soy Malina Sokolowski.

Other books

FSF, March-April 2010 by Spilogale Authors
Youngblood by Matt Gallagher
The Dream of Doctor Bantam by Jeanne Thornton