Adán Buenosayres

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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Injustamente marginado cuando se publicó, en 1948, a causa del peronismo militante de Marechal, del cáustico retrato que hacía de los más ilustres miembros de la generación martinfierrista y de la aluvional complejidad del texto, a contrapelo con los cánones de la época, sería reivindicado a partir de la década del 60 como uno de los textos esenciales de nuestra literatura.

Planteado como un viaje de la oscuridad hacia la luz, que se inicia con el despertar metafísico de Adán y su afán por trascender esa tristeza "que nace de lo múltiple"; el libro registra cada paso de ese itinerario y, por reflejo, cada uno de los personajes y vicisitudes del mundo que rodea a Adán, como una verdadera epopeya integral del espíritu. En ese mosaico, ambientado en el Buenos Aires de la década del 20, aparecen puntualmente: la estética o el debate de ideas (en la tertulia literaria en casa de los Amundsen); el elogio al guerrero; la idealización mística de la belleza; el enfrentamiento con los monstruos y la mitologización de la historia; el banquete dionisíaco; la catarsis a través de la sátira más desbordante y la redención desesperada, previo a su encuentro con el linyera y a su muerte.

Si, como dijo Macedonio Fernández, una novela es "la historia de un destino completo"; pocos libros en la literatura argentina caben tan perfectamente en esa definición como el
Adán Buenosayres
.

Leopoldo Marechal

Adán Buenosayres

ePUB v1.0

GONZALEZ
11.11.11

© 2000 AGEA, S.A.

© 2000 María de los Ángeles Marechal y María Magdalena Marechal

Primera edición: Editorial Sudamericana, agosto 1948

ISBN: 84-95594-54-4

A mis camaradas «martinfierristas»,

vivos y muertos, cada uno

de los cuales bien pudo ser un

héroe de esta limpia y

entusiasmada historia

PRÓLOGO INDISPENSABLE

En cierta mañana de octubre de 1920, casi a mediodía, seis hombres nos internábamos en el Cementerio del Oeste, llevando a pulso un ataúd de modesta factura (cuatro tablitas frágiles) cuya levedad era tanta, que nos parecía llevar en su interior, no la vencida carne de un hombre muerto, sino la materia sutil de un poema concluido. El astrólogo Schultze y yo empuñábamos las dos manijas de la cabecera, Franky Amundsen y Del Solar habían tomado las de los pies: al frente avanzaba Luis Pereda, fortachón y bamboleante como un jabalí ciego; detrás iba Samuel Tesler, exhibiendo un gran rosario de cuentas negras que manoseaba con ostentosa devoción. La primavera reía sobre las tumbas, cantaba en el buche de los pájaros, ardía en los retoños vegetales, proclamaba entre cruces y epitafios su jubilosa incredulidad acerca de la muerte. Y no había lágrimas en nuestros ojos ni pesadumbre alguna en nuestros corazones; porque dentro de aquel ataúd sencillo (cuatro tablitas frágiles) nos parecía llevar, no la pesada carne de un hombre muerto, sino la materia leve de un poema concluido. Llegamos a la fosa recién abierta: el ataúd fue bajado hasta el fondo. Redoblaron primero sobre la caja los terrones amigos, y a continuación las paladas brutales de los sepultureros. Arrodillado sobre la tierra gorda, Samuel Tesler oró un instante con orgulloso impudor, mientras que los enterradores aseguraban en la cabecera de la tumba una cruz de metal en cuyo negro corazón de hojalata se leía lo siguiente:

ADÁN BUENOSAYRES

R. I. P.

Luego regresamos todos a la Ciudad de la Yegua Tobiana.

Consagré los días que siguieron a la lectura de los dos manuscritos que Adán Buenosayres me había confiado en la hora de su muerte, a saber: el
Cuaderno de Tapas Azules y
el
Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia.
Aquellos dos trabajos me parecieron tan fuera de lo común, que resolví darlos a la estampa, en la seguridad de que se abrirían un camino de honor en nuestra literatura. Pero advertí más tarde que aquellas páginas curiosas no lograrían del público una intelección cabal, si no las acompañaba un retrato de su autor y protagonista. Me di entonces a planear una semblanza de Adán Buenosayres: a la idea originaria de ofrecer un retrato inmóvil sucedió la de presentar a mi amigo en función de vida; y cuanto más evocaba yo su extraordinario carácter, las figuras de sus compañeros de gesta, y sobre todo las acciones memorables de que fui testigo en aquellos días, tanto más se agrandaban ante mis ojos las posibilidades novelescas del asunto. Mi plan se concretó al fin en cinco libros, donde presentaría yo a mi Adán Buenosayres desde su despertar metafísico en el número 303 de la calle Monte Egmont, hasta la medianoche del siguiente día, en que ángeles y demonios pelearon por su alma en Villa Crespo, frente a la iglesia de San Bernardo, ante la figura inmóvil del Cristo de la Mano Rota. Luego transcribiría yo el
Cuaderno de Tapas Azules
y el
Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia,
como sexto y séptimo libros de mi relato.

Las primeras páginas de esta obra fueron escritas en París, en el invierno de 1930. Una honda crisis espiritual me sustrajo después, no sólo a los afanes de la literatura, sino a todo linaje de acción. Afortunadamente, y muy a tiempo, advertí yo que no estaba llamado al difícil camino de los perfectos. Entonces, para humillar el orgullo de ciertas ambiciones que confieso haber sustentado, retomé las viejas páginas de mi
Adán Buenosayres
y las proseguí, bien que desganadamente y con el ánimo de quien cumple un gesto penitencial. Y como la penitencia trae a veces frutos inesperados, volví a cobrar por mi obra un interés que se mantuvo hasta el fin, pese a las contrariedades y desgracias que demoraron su ejecución.

La publico ahora, vacilando aún entre mis temores y mis esperanzas. Antes de acabar este prólogo, debo advertir a mi lector que todos los recursos novelescos de la obra, por extraños que tal vez le resulten algunos, se ordenan rigurosamente a la presentación de un Adán Buenosayres exacto, y no a vanidosos intentos de originalidad literaria. Por otra parte, fácil ha de serle comprobar que, tanto en la cuerda poética como en la humorística, he seguido fielmente la tónica de Adán Buenosayres en su
Cuaderno
y en su
Viaje.
Y una observación final: podría suceder que alguno de mis lectores identificara a ciertos personajes de la obra, o se reconociera él mismo en alguno de ellos. En tal caso, no afirmaré yo hipócritamente que se trata de un parecido casual, sino que afrontaré las consecuencias: bien sé yo que, sea cual fuere la posición que ocupan en el Infierno de Schultze o los gestos que cumplen en mis cinco libros, todos los personajes de este relato levantan una «estatura heroica»; y no ignoro que, si algunos visten el traje de lo ridículo, lo hacen graciosamente y sin deshonor, en virtud de aquel «humorismo angélico» (así lo llamó Adán Buenosayres) gracias al
cual también la sátira puede ser una forma de la caridad, si se dirige a los humanos con la sonrisa que tal vez los ángeles esbozan ante la locura de los hombres.

L.M.

LIBRO PRIMERO
I

El pañuelito blanco

que te ofrecí

bordado con mi pelo...

Templada y riente (como lo son las del otoño en la muy graciosa ciudad de Buenos Aires) resplandecía la mañana de aquel veintiocho de abril: las diez acababan de sonar en los relojes, y a esa hora, despierta y gesticulante bajo el sol mañanero, la Gran Capital del Sur era una mazorca de hombres que se disputaban a gritos la posesión del día y de la tierra. Lector agreste, si te adornara la virtud del pájaro y si desde tus alturas hubieses tendido una mirada gorrionesca sobre la ciudad, bien sé yo que tu pecho se habría dilatado según la mecánica del orgullo, ante la visión que a tus ojos de porteño leal se hubiera ofrecido en aquel instante. Ya Buques negros y sonoros, anclando en el puerto de Santa María de los Buenos Aires, arrojaban a sus muelles la cosecha industrial de los dos hemisferios, el color y sonido de las cuatro razas, el yodo y la sal de los siete mares; al mismo tiempo, atorados con la fauna, la flora y la gea de nuestro territorio, buques altos y solemnes partían hacia las ocho direcciones del agua entre un áspero adiós de sirenas navales. Si desde allí hubieses remontado el curso del Riachuelo hasta la planta de los frigoríficos, te habría sido posible admirar los bretes desbordantes de novillos y vaquillonas que se apretaban y mugían al sol esperando el mazazo entre las dos astas y el hábil cuchillo de los matarifes listos ya para ofrecer una hecatombe a la voracidad del mundo. Trenes orquestales entraban en la ciudad, o salían rumbo a las florestas del norte, a los viñedos del oeste, a las geórgicas del centro y a las pastorales del sur. Desde Avellaneda la fabril hasta Belgrano ceñíase a la metrópoli un cinturón de chimeneas humeantes que garabateaban en el cielo varonil del suburbio corajudas sentencias de Rivadavia o de Sarmiento. Rumores de pesas y medidas, tintineos de cajas registradoras, voces y ademanes encontrados como armas, talones fugitivos parecían batir el pulso de la ciudad tonante: aquí los banqueros de la calle Reconquista manejaban la rueda loca de la Fortuna; más allá ingenieros graves como la Geometría meditaban los nuevos puentes y caminos del mundo. Buenos Aires en marcha reía: Industria y Comercio la llevaban de la mano.

Pero refrena tu lirismo, encabritado lector, y descolgándote de la región excelsa en que te puso mi estilográfica desciende conmigo al barrio de Villa Crespo, frente al número 303 de la calle Monte Egmont: allá, barriendo a grandes trazos la vereda, Irma gritaba los versos iniciales de «El Pañuelito». Calló de pronto y se afirmó en su escoba, desgreñada y caliente, bruja de dieciocho años: sus oídos atentos captaron en un solo acorde la canción de los albañiles italianos, el martilleo del garaje «La Joven Cataluña», el cacarear de las gordas mujeres que discutían con el verdulero Alí, la oferta grandilocuente de los judíos vendedores de frazadas y el clamor de los chiquilines que se hacían polvo detrás de una pelota de trapo. Entonces, confirmada ya en su exaltación mañanera, Irma volvió a cantar:

Fue para ti, lo has olvidado

y en llanto empapado

lo tengo ante mí.

Adán Buenosayres despertó como si regresara: la canción de Irma, pescándolo en las honduras de su sueño, lo izó un instante a través de rotas escenas y fantasmas que se desvanecían; pero se cortó el hilo de música, y Adán bajó de nuevo a grandes profundidades, entregado a la disolución de tan sabrosa muerte. ¡Númenes de Villa Crespo, duros y alegres conciudadanos; viejas arpías gesticulantes como gárgolas, porque sí o porque no; malevos gruñidores de tangos o silbadores de rancheras; demonios infantiles, embanderados con los colores de River Plate o de Boca Juniors; carreros belicosos que se agitaban en lo alto de sus pescantes y se revolvían en sus cojinillos, para canturrear al norte, maldecir al sur, piropear al este y amenazar al oeste! ¡Y sobre todo vosotras, muchachas de mi barrio, dúo de taconeos y risas, musas del arrabal con la tos o sin la tos de Carriego el poeta! Bien sé yo que si trepando la escalera del número 303 se hubiesen asomado todos ellos a la habitación de Adán Buenosayres, la presencia del héroe dormido les habría inspirado un generoso silencio, máxime si hubieran sabido que Adán, vuelto de espaldas al nuevo día, desertor de la ciudad violenta, prófugo de la luz, al dormir se olvidaba de sí mismo y olvidándose curaba sus lastimaduras; porque nuestro personaje ya está herido de muerte, y su agonía es la hebra sutil que irá hilvanando los episodios de mi novela. Desgraciadamente, la calle Monte Egmont lo ignoraba todo; e Irma, que a trueque de cantar hubiera despertado al mismo Ulises, atacó briosamente la segunda copla:

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