«Hombre —calculó al instante—. No muy viejo. ¿Avaricia? Viene preocupado.»
Y declamó, tendiendo su diestra solemne al Cristo de la Mano Rota:
—¡Limooosna dad al cieeego! ¡Limooosna dad a un hombre que no ve la luuuz!
Los pasos cruzaban ahora delante suyo. Polifemo aguardó, componiéndose el buche. La moneda no caía. Se alejaban los pasos.
—¡Es curioso! —gruñó Polifemo—. ¿Será un castigo?
Don José Victorio Lombardi, de la firma Lombardi Hermanos, Aserraderos, no vio al cíclope de la guitarra (lo cual era ya bastante ofensivo para un artista); y si escuchó la voz de Polifemo lo hizo como quien oye llover. A decir verdad, no era que don José Victorio Lombardi careciese de vocación estética (y a ese respecto no dejaban lugar a duda los «bravos» estentóreos que dirigía él en el Teatro Colón de Buenos Aires al tenor capaz de sostener un gorgorito durante veintiocho segundos reloj en mano). Lo que sucedía en realidad, lo que Polifemo ignoraba, era que un grave problema teológico distraía la atención de Lombardi y se agudizaba peligrosamente según aquella flor de los aserraderos iba llegándose a la puerta de San Bernardo. Si Polifemo hubiera sido vidente, habría observado cómo Lombardi acortaba el paso y dirigía sus ojos perplejos al Cristo de la Mano Rota, exhibiendo a la par el hemisferio de su barriga llena (¡y no de pan mojado en lágrimas!) sobre cuya redondez los metálicos eslabones de una cadena se complacían en trazar un ecuador de oro. ¡Y bien! ¿Se quitaría Lombardi o no se quitaría el sombrero al pasar frente a la iglesia?
That is the question!
Mucho se habría equivocado Polifemo si, conocedor de la duda en que se hallaba Lombardi, la hubiese atribuido a descreimiento, a rebeldía o a cualquier otra moción de orden teologal. Ciertamente, Lombardi estaba lejos de la fe maravillosa que lo había nutrido en su infancia, pero había conservado un temor irrefrenable de la justicia que pudiese habitar en las alturas. Lo que realmente lo cohibía en su temerosa necesidad de quitarse el sombrero eran las miradas hostiles y las risas burlonas con que los hombres y mujeres de la calle podrían recibir aquel gesto suyo tan poco usual en el barrio. ¿Se lo quitaría o no? Lombardi acortaba sus pasos: Lombardi se detuvo. Pero en aquel instante las acusadoras figuras del Peón Manco y del Foguista Ciego se levantaron en su conciencia. ¡Sí, aquel brazo cortado y aquellos ojos muertos pesarían alguna vez en la oculta balanza! Lombardi se decidió: Lombardi caminaba. Y al pasar frente a la iglesia de San Bernardo levantó su chambergo de lujo para saludar al Cristo de la Mano Rota. Pero, ¡ay!, un coro de risas eventuales resonó entonces en la sala de las costureras, y Lombardi, sosteniendo en alto su chambergo con el pulgar y el índice, fingió que se rascaba el occipucio con el mayor y el anular, y que sólo para esa maniobra se había descubierto. Después, sin ocultar su alivio, aceleró la marcha. Don José Victorio Lombardi, la flor de los aserradores, había quedado bien con Dios y con el Diablo.
Adán Buenosayres dedicó una mirada final a la vieja Chacharola, y cruzó luego la calle Hidalgo, no sin paladear la dulzura íntima que le dejaba el episodio. Su intervención en el combate de la bruja era el primer encuentro que tenía con lo humano, y no es mucho que las fáciles cuerdas de su alma vibrasen ya tiernamente a la sola enunciación mental de algunos propósitos cuyo altruismo ejercería sin duda en la calle una influencia mágica. ¿Qué acciones ejemplares, qué movimientos franciscanos opondría él a la crueldad ingenua de la calle Monte Egmont?
«Besar los párpados legañosos de las viejas. O lavar los pies dolientes del cartero. O enjugar el sudor de los caballos. O barrer el patio de las viudas. O curar la ceguera de Polifemo. O dialogar con las palomas de San Bernardo. O reunir a los malevos de la calle y leerles de pe a pa mi Cuaderno de Tapas Azules. O perfumar la barba de los judíos que venden semillas de girasol frente al “Café Izmir”.»
Al arrojar, como de costumbre, una mirada crítica sobre las nuevas efusiones de su ánimo, Adán entendió que no eran ajenos a las mismas los trascendentales acontecimientos que se le preparaban en Saavedra. Sí, una hora suya de alegría terrestre: una necesidad de compartir su gozo y de apretar contra su corazón el haz inmenso de las criaturas. «¿O sería que Solveig Amundsen, por la sola gracia de su nombre...?»
—¡Ojo al entierro!
Adán había llegado a la calle Warnes, y como intentara el cruce debió retroceder precipitadamente. ¡Hurra! El cortejo avanzaba entre un ondear de penachos luctuosos y un repique de solemnes herraduras. Seis caballos negros, lustrosos de sudor hasta las verijas, babeantes de espuma y encorvando sus orgullosos pescuezos, tiraban del coche fúnebre, gobernados con riendas blancas por dos rígidos aurigas que miraban al oeste. ¡Hurra! Detrás venía la carroza de las flores, palmas, coronas y cintas de color morado. Luego los cupés de los deudos con sus farolas enlutadas, y veinte más en fila, relampagueantes de charol. ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Viva el muerto!
Detenido en la esquina de Monte Egmont y Warnes, Adán leyó las dos letras de oro que relucían en el cortinado funeral de la carroza. R. F.
—Ramón Fernández, o Rosa Fuentes, o Raúl Fantucci, o Rita Fieramosca, o Rene Forain, o Roberto Froebel, o Remigio Farman, ¡o el diablo que lo adivine! ¿Me sacaré el sombrero?
Miró en torno suyo y vio que los hombres de la calle se descubrían reverentemente.
—Se descubren todos. ¿Por qué? Un odio instintivo a la muerte, pero un odio reverencial. Acaso imaginan que la guadañadora invisible, sentada en el alto pescante junto a los cocheros, los está espiando recelosamente y cuenta y recuenta los saludos. «¡Que la muerte ignore nuestro rencor! ¡Que nos olvide todavía!» Por eso se descubren. Un cuerpo sin alma, una herramienta sin artesano, un buque sin piloto. ¡Al diablo la materia sin la forma! Yo no me descubro.
Pero algo fallaba en su orgulloso razonamiento, y Adán lo reconoció en seguida.
—Con todo, un alma inmortal habitó ese cuerpo que ya está disolviéndose: un alma usó en ese cuerpo de su terrible libertad y lo hizo cumplir mil gestos dignos o abominables, prudentes o locos, ridículos o sublimes. Y el incógnito R. F. tendrá un día que buscar su cuerpo desertado en el cementerio de La Chacarita, y oirá la trompeta del ángel, y sentirá caer sobre sus hombros la última hoja del tiempo.
Quia tempus non erit amplius.
¡Me sacaré el sombrero!
Adán saludó al ya lejano R. F. y esperó a que desfilaran todos los vehículos. Miró el cielo que resplandecía en las alturas, pero ante los ojos de su alma lo vio marchitarse y caer a jirones como la vieja decoración de un drama.
—«Y el cielo será retirado como un libro que se arrolla.» Tremendas palabras del Apocalipsis a medianoche. Un terror
in crescendo,
hasta romperme los tímpanos del alma. El pez en el anzuelo, yo: un pez que ha mordido el anzuelo invisible y se retuerce a medianoche. Y aquel viejo llamado, entre la risa brutal de los demonios que acechan en los rincones: «¡Adán! ¡Adán Buenosayres!»
Un estallido de voces lo sobresaltó de pronto.
—¡Truco! —había cantado el Cochero Antiguo.
—¡Retruco! —gritó el Cochero Gordo.
—¡Vale cuatro!
—¡Quiero!
Adán volvió sus ojos a «La Nuova Stella de Posilipo» frente a la cual se hallaban dos coches fúnebres de aspecto ruinoso cuyos derrotados mancarrones, hundidas las jetas en sendos morrales de lona, hacían crujir el maíz entre sus dientes. En el interior de la cantina, y bajo la mirada enigmática de don Nicola, los tres cocheros fúnebres, yéndose al mazo, volvían a empinar el codo entre un cargoseo de moscas borrachas perdidas.
«¡Flacos aurigas de la Parca! —rezongó Adán en su ánimo—. Galerones raídos, libreas de color verdemuerte y botonaduras de un metal sin gloria. ¡Carontes de pantalón remendado en el culo! Gruñendo cuentan las propinas, o hacen buches de guindado para sacarse de la boca el gusto fénico de la muerte. ¿Y el fantasmagórico don Nicola? Bicho de ontología incierta: ¿animal, vegetal o mineral? ¡Su famoso vino de uva, químicamente puro! ¡Al fin el último coche!»
Ruth, la de «La Hormiga de Oro», retiró sus manos del sucio lebrillo donde un agua impura cubría dos platos y una fuente sin lavar aún. Reinaba en la cocina un espantoso caos de utensilios: aquí la olla impúdica exhibía su culo tiznado; más allá el cucharón y la espumadera se cruzaban fieramente como dos sables; en el brasero, la sartén llena de costras hacía un mudo relato de sus frituras pretéritas. Un terrible olor de boga frita en aceite rancio lo saturaba todo: las moscas engolosinadas hervían en el basurero y en las grasientas chorreaduras del mantel de hule. Sólo un puerro barbudo, tres ajíes brillantes y algunas papas terrosas, metidos en un cesto de junco, dignificaban la barbarie del ambiente con el rigor clásico de sus volúmenes y colores. Pero Ruth (justo es decirlo) no anclaba en aquellas vulgaridades terrestres: ¡bien distinto era el mundo en que discurría su intelecto mientras enjugaba sus manos (¡unas manos hechas para acariciar el torso aéreo de los silfos!) y abatía su frente al peso de quién sabe qué hondas cavilaciones! De pronto, sacudiendo en el aire su melena bronceada, Ruth irguió la cabeza y la estatura (¡qué vara de narciso!): adelantó el pie derecho, tendió un brazo desnudo hacia las cacerolas, y declamó así:
¡Melpómene, la musa de la tragedia, viene!...
Se interrumpió con un mohín de disgusto. ¡No! ¿Cómo? Era el instante de terror en que el poeta descubre a la musa trágica, ¡y ella lo decía con aquel tono vulgar de feria, sin expresión alguna, como si le pidiese al carnicero: «déme treinta centavos de cuadril»! Recobrando su pose, carraspeó brevemente para entonarse la garganta. Y en seguida gimió con acento lúgubre:
¡Melpómene, la musa de la tragedia, viene!...
¡No, no y no! ¡Una voz de ternero degollado! Podía caer en lo ridículo: ¡era tan fácil! Veamos otra vez, pero sin truculencia. Y tendiendo su brazo admirable Ruth insistió:
¡Melpómene, la musa de la tragedia, viene!...
¡Así! ¡Eso era! la misma voz, el mismo arranque de la Singerman. ¡Bis, bis! Deslumbrada como ante un relámpago de gloria, Ruth se vio a sí misma en el proscenio, bajo un haz de luces multicolores que hacían brillar la plata y el oro de su vestido; y oyó el trueno elogioso de los aplausos, e inclinó su cabeza pesada de laureles. Entonces, con las manos juntas, retrocedió lentamente, saludando hasta el suelo a las enfiladas cacerolas. En aquel instante una vieja y agria figura de mujer se recortó en la puerta de la cocina.
—¡Muy bonito! —rezongó la figura—. Haciendo mojigangas, ¡y la cocina que parece un chiquero!
Ruth dejó caer los brazos con fastidio.
—¡Pero, mamá! —objetó—. ¡Si me faltan dos platos locos!
La figura desapareció refunfuñando entre dientes,
y
Ruth paseó una triste mirada en torno suyo. ¡Incomprendida! ¡Sola! Dos lagrimitas (¡dos gotas de rocío mañanero!) brillaron en las pestañas de Ruth. Mientras hundía valerosamente sus pobres manos en el agua roñosa del lebrillo, miró con desaliento la sartén, el cucharón, los platos hostiles, la olla tiznada, todo ese revoltijo de cachivaches groseros que se ensuciaba y se lavaba fatalmente dos veces al día. Tristeza. ¿Por qué la gente no se alimentaría con pétalos de clavel y extractos de Coty, o al menos con píldoras rosadas y grageas celestes? ¡Ruth sola! ¡Ruth incomprendida! Sí, una cenicienta. Pero, ¡que no abusaran!, ¡cuidado! Porque también ella tenía el derecho de participar en el festín de la vida, y si se le volaban los pájaros haría una que, ¡bueno, bueno! Con aire doliente consideró sus manos hundidas en el lebrillo: ¡ásperas como ralladores! La diadermina ya resultaba inútil: ¿ensayaría la leche de miel y almendras? En aquel punto el jazz que había interrumpido su trajín volvió a desentonar en la trastienda de «La Hormiga de Oro»; y Ruth, a pesar de sus congojas, dejó escapar una risita grave.
«¡Bárbaros! —exclamó para sí—. ¡Cómo desafinan!»
Adán Buenosayres había cruzado el bulevar de la muerte y se internaba ya en el sector peligroso de la calle. Exploró con la vista el tramo inicial: ¡ni un alma en la vereda! En aquel instante los bronces de San Bernardo se pusieron a tocar lentamente: una, dos campanadas. Tempranísimo. Sus ojos, al colarse por las ventanas abiertas, sorprendían ahora el rítmico y desnudo corazón de las casas: interiores en penumbra, donde reían bonancibles mujeres; patios al sol, vibrantes de muchachitas y de juegos. Después los levantó al cielo purísimo como una violeta, y siguió con la mirada el giro de las palomas que el bronce había dispersado y que volvían a la torre como los fragmentos de una paz que se reconstruyese. Luego miró los árboles enfilados en la vereda: los paraísos no le recordaban ya el cuerpo selvático de Irma, porque sus hojas de oro se desprendían sin ruido, planeaban en el aire, llovían silenciosas, pedacitos de muerte.
«Hoja seca, hoja de oro. Alquimia de los árboles: crisopeya, el incógnito R. F. que se va trotando por la calle Warnes también es una hoja seca. ¿Hoja de oro? ¡Quién sabe! Difícil crisopeya la del hombre. Las hojas caen de lo alto a lo bajo; los hombres caen al oeste, al menos en Buenos Aires. Por eso R F. se dirige trotando, trotando hacia el oeste: se pone al oeste, como el sol. ¿Anotaré la imagen? No. Es una macana.»
Las ideas fúnebres que le venía inspirando el trotador R. F. se transmutaban al convertirse ahora en materia de arte. Pero Adán gruñó su descontento.
«¡Salve, otoño, padre de la cursilería! “Mostradme una hoja seca, y soltaré automáticamente un lugar común.” Enfermedad o privilegio de ver en todo figuras y translaciones, desde mi niñez, allá en Maipú, cuando los árboles eran para mí llamas verdes con su chisporroteo de pájaros, o el tiempo un arroyo invisible cuyas aguas hacían girar las ruedas de los relojes familiares. “Y el amor más alegre que un entierro de niños.” Demasiado fuerte, sin duda. Pero Solveig Amundsen no debió reír con las otras muchachas, ni lo habría hecho si aquel imbécil de Lucio... ¡Atención! La gorda Gea.»
En la ochava de la calle Muñecas, junto al portón de hierro, Adán vio a la hembra de pie y al viejo sentado. Firme sobre los dos basamentos de sus jamones terminados en pies que calzaban zapatillas como navíos, esférica de vientre, torrencial de pechos, lujuriante de bozos y pelambreras, redonda pero con una estabilidad de cubo, la mujer tenía en sus brazos a un chiquitín dormido. Junto a ella, inmóvil en su silla de paja y apretando entre sus dedos un cachimbo de tierra cocida, el viejo se resecaba lentamente como una pasa de higo al sol. Al enfrentarse con ellos Adán Buenosayres desvió la mirada, y oyó entonces el eructo descomunal de Gea. Sin detenerse, miró en los ojos a la mujer, pero no vio en ellos ni grosería, ni malignidad, ni siquiera mirada: eran unos ojos dilatados, aguanosos y ausentes.