Adán Buenosayres (12 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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Ruth lo amenazó con un índice amigable.

—Veremos —le dijo— si también se ríe de lo que voy a recitarle ahora.

Le volvió la espalda, se dirigió a una vitrina, y sus chancletas resonaron. ¡Estaba en movimiento! Bajo la tela de su vestido irrumpían formas invisibles hasta entonces, redondeces y oquedades insospechadas. Líneas temblorosas se armaron y se rompieron según el ritmo de su paso. Detenida junto al mueble, Ruth alzó los brazos hacia el estante superior; y Adán pudo ver la gruta de su axila, con su vellón de color de miel, y las puntas de sus pechos que al erguirse bajo el vestido rayaban suavemente la tela. «¡Diablo de muchacha! ¡Tentadora como una Circe!» Pero Ruth volvía, trayendo un libro del estante.


Antología de fragmentos para recitar
—anunció con orgullo—. ¿En qué página era? Eso es, aquí está.

Y leyó en voz alta:

—«¡He tardado, he tardado, mas el tiempo llegó! Lo herí, todo ha concluido. Ciertamente, obré cuando él ya no tenía defensa. Primero lo »envolví en una red sin escape, en una malla de coger pescado, en un velo »riquísimo pero mortal. ¡Dos veces herí su cuerpo, y gritó dos veces, y »ha perdido la fuerza! Y al verlo desplomado le asesté un tercer golpe, y se »regocijó el Hades guardián de los muertos...»

«¡Diablo!» Adán reconoció la voz de Esquilo en aquel fragmento pavoroso. Y justo es admitir que Ruth hacía su Clitemnestra muy a lo vivo: estaba de pie, con el rigor de una columna; pero al relatar su crimen toda ella se dividía en gestos y los dispersaba, un ojo al norte y el otro al sur, un oído al este y el otro al oeste. Por un instante Adán temió que se evaporara en su disipación asombrosa. Pero Ruth volvió a construirse, mirándose al espejo de la tienda y recogiéndose toda en una mirada. Luego prosiguió así:

—«Me ha regado con el manantial de su herida. Negro rocío el de su »sangre, no menos dulce para mí que la lluvia de Zeus para las mieses »cuando la espiga rompe su envoltura...»

Ruth se transfiguraba de nuevo: sus ojos crueles parecían acuchillar aún al Agamenón derribado a sus pies; las aletas de su nariz venteaban con delicia el olor amargo de la sangre. Y Adán, junto a ella, en aquel ambiente de gruta y bajo la obsesión de los cobres agrios que acompañaban desde adentro a las duras voces de Clitemnestra, empezó a sentir un miedo inexplicable, algo así como el despunte de un terror antiguo.

No hay duda que Ruth advirtió algún cambio en la fisonomía de su oyente.

—¿Qué le pasa? —interrogó, cerrando el libro—. ¿No le gusta el trozo?

Instintivamente y como en defensa propia, Adán había tanteado en su bolsillo el Cuaderno de Tapas Azules.

—¡Admirable, Ruth! —le contestó—. No le arriendo las ganancias al Agamenón que pudiera caer entre sus uñas. ¡Brrr! Me ha puesto la carne de gallina.

Pero Ruth había observado el movimiento de Adán.

—¡Hum! —refunfuñó, arqueando las cejas dubitativamente.

Su índice pueril señaló de pronto el bolsillo del visitante:

—¿Y ese cuaderno?

«¡Estoy frito! —pensó Adán—. ¡Confianzuda como ella sola!»

—Son apuntes —le contestó vagamente.

—¿Manuscritos?

—Eso es.

Ruth alargó una mano imperiosa.

—Pásemelos —le dijo—, quiero ver su letra. Sé algo de grafología.

—¡Eso nunca! —tronó él alarmado.

—¿Y por qué no?

—Porque, a lo mejor, acierta.

La hormiga de oro empezó a reír. «¡Sus dientes de loba, sus encías de coral mojado!»

—¡Ese cuaderno! —le rogó—. ¡Ahora mismo!

—¡Imposible! —se le negó él acompañándola en su risa—. Leer este cuaderno es leer mi corazón.

Ruth abrió unos ojos desmesurados.

—¿Sí? —exclamó, batiendo palmas como una chiquilla—. ¡Venga ese cuaderno! Quiero leer su corazón.

—¿Y si me lo declama? —observó Adán prudentemente. Ella dio una patadita en el suelo y lo amenazó, entre risueña y conminadora:

—O me lo da o se lo quito.

—¿Quitármelo? ¡Tendría que pasar sobre mi cadáver!

¡Nunca se lo hubiera dicho! Sin más ni más Ruth se lanzó como una tromba sobre Adán Buenosayres, y entre borbotones de risa trató de sacarle a la fuerza el dichoso cuaderno. Adán lo retiró de su bolsillo y lo escondió a sus espaldas; visto lo cual Ruth lo abrazó por la cintura, le trabó los movimientos y le buscó las dos manos escondidas. Al hacerlo, apoyó la cabeza en el hombro de su enemigo; y Adán sintió el aroma de aquel pelo de cobre (un olor amargo y limpio de mata salvaje), y se turbó sobremanera. Rompió al fin la cadena de aquellos brazos y levantó el cuaderno en el aire; pero Ruth se irguió sobre la punta de sus pies y trató de alcanzarlo, apoyándose toda en el pecho de Adán. ¿Qué hizo él entonces? Pasó el cuaderno por detrás de Ruth, y ella fue ahora la prisionera de su abrazo. ¡La hormiga de oro se resistió, justo es decirlo! Pero Adán la estrechaba más y más, y sus ojos se encontraron y se fundieron sus respiraciones. Y una gran seriedad se hizo en ellos de pronto. Y en el instante mismo en que una embriaguez compartida los acercaba sin remedio, se oyó en la trastienda un arrastrarse de zapatones, y entre las cortinas verdes apareció la temible cabeza de doña Sara. ¡El Cuco! Adán y Ruth se distanciaron rápidamente, como si entre ambos hubiera caído una espada de hielo, Adán para dirigir al Cuco un forzado «buenas tardes», Ruth para recoger las olvidadas monedas que su cliente había depositado en el mostrador. Más que contestar, doña Sara ladró al saludo torpe que Adán Buenosayres acababa de dirigirle: fue un ladrido que valía una invitación a retirarse con armas y banderas. Así lo entendió él, de modo tal que, sin despedirse, giró sobre sus talones y alcanzó la puerta de la tenducha en medio de un oprobioso silencio. Pero antes de hacer mutis oyó la voz innoble de doña Sara que gruñía:

—¡Sinvergüenza! ¡Escandalosa! ¡Y la cocina que parece un chiquero!

¡Bisbiseo, susurros! Las tres ocultas en el zaguán: Ladeazul, Ladeblanco, Ladeverde. Tres cuerpos jóvenes y macizos, acostados en el zaguán, sobre las frescas baldosas, ¡oh, gracia! Y en el umbral, ambas de pie y alerta, las dos adolescentes acechando la calle con sus ojos de buitre.

Ladeblanco murmura: murmura Ladeblanco en el oído ansioso de Ladeazul; y Ladeazul escucha, retenido el aliento, entreabierta la boca en una sonrisa indefinible, perdidos los ojos en una indefinible mirada. ¿Y Ladeverde? Muy seria Ladeverde ha juntado su cabeza de oro a las dos cabezas amigas: Ladeverde quisiera no escuchar, pero escucha; desearía y no desearía escuchar, y oye con el oído, con los ojos, con la piel temblorosa. Escucha Ladeverde: ¡susurros, bisbiseo!

Asombrada de pronto Ladeazul se incorpora, en arco las cejas, dilatadas las pupilas.

—¡No! —exclama Ladeazul incrédula—. ¡No es posible!

—Ni más ni menos —confirma Ladeblanco, clavándole una profunda, insinuante, significativa mirada.

—¿Y ella? —pregunta Ladeazul como si no saliese de su asombro.

—¿Ella?

Con un movimiento de su índice Ladeblanco atrae a sí las dos cabezas expectantes. Y murmuran sus labios: ¡bisbiseo, susurros! De pronto Ladeazul, que no ha perdido una sílaba, yergue su busto y rompe a reír sin freno, con los ojos entrecerrados, con la boca tan abierta que descubre sus encías de coral y los blancos piñones de sus dientes.

—¡Oh, oh! —exclama, ríe, solloza Ladeazul.

Y riendo se deja caer hacia atrás, lentamente, de modo tal que su pollera, retirándose como una ola, descubre poco a poco dos rodillas bronceadas y el turbador arranque de unos muslos, ¡y se recoge todavía!

—¡Ah, ah! —gime Ladeblanco, incorporándose a medias.

Y un borbotón de risa la sacude, y se dobla como una palmera bajo el viento; y sus breteles, al deslizársele de los hombros, ponen a la vista una Hespérides de incalculable riqueza. Pero Ladeverde no ríe: se ha recostado en las baldosas, y sus narices dilatadas palpitan como si venteasen una región de fuego.

¿Qué hacen las dos adolescentes? Las dos adolescentes, al oír el estallido de las risas, han vuelto sus ojos hacia el interior del zaguán, hacia ese mundo todavía cerrado para ellas. Y ahora se miran entre sí, como interrogándose: sonríen enigmáticas, ¡adivinan acaso! Pero sus ojos escrutadores vuelven a sondear la calle, y de pronto se iluminan sus caras de pájaro.

—¡El del sombrero! —gritan—. ¡El del sombrero!

—¿Dónde? —pregunta Ladeazul.

—Por esta misma vereda.

Al escapar de «La Hormiga de Oro», Adán Buenosayres paladeaba una mezcla de bochorno y de indignación. ¿Hasta cuándo se dejaría envolver en la malla sutil de las criaturas? Recién, no más, engreído como un pavo, formulaba conceptos orgullosos acerca de la vida y de la muerte. Y cuatro monerías de Ruth bastaron para que toda la máquina de su especulación se viniera ruidosamente al suelo!

—Pero, también, ¡qué diablo de muchacha! Si la vieja de miércoles no hubiera metido a tiempo las narices... Y ahora las ninfas del zaguán. ¡Atención!

Veinte metros adelante se abría el zaguán de las baldosas coloradas. ¡Atención, atención! ¿Y las ninfas? Adán oyó de pronto sus murmullos calientes y sus risas ahogadas. ¿Retroceder o cruzarse a la otra vereda? ¡Era tarde! Las dos adolescentes que montaban la guardia en el umbral de la puerta le habían atornillado ya dos pares de ojos malignos, adivinaban su vacilación y le sonreían aviesamente.

«Mirarlas con expresión terrible: bajarán las cabezas. O mirarlas con aire procaz: desviarán los ojos y sonreirán llenas de un tácito consentimiento. El peligro está en las ninfas ocultas.»

Adán Buenosayres avanzó en tren decidido, y próximo al zaguán clavó una mirada gorgonesca en las adolescentes, que retrocedieron. Aquella fácil victoria debió multiplicar su audacia, porque, llegado al zaguán mismo, lo exploró con ojos firmes. En una sola mirada vio entonces el racimo de mujeres retozantes y en fuego: Ladeazul, Ladeverde, Ladeblanco, recostadas a medias, apuntalándose la una con la otra, cabezas unidas, bocas pegadas a un oído atento, labios en toda la curvatura de la risa, formas audaces que desandaba un reflujo de los vestidos, caer de párpados, aletear de narices fogosas. ¡Bisbiseo, susurros! Al alejarse tuvo la impresión de que ojos mordientes lo seguían, como si las mujeres del zaguán, abandonando sus posturas, hubiesen asomado las cabezas para mirarlo. Y no se equivocaba, pues un coro de risas tremendas llegó a sus oídos.

«Se ríen de mi sombrero. Ergo: no se ríen de mí. ¡Ese cachafaz de Alcibíades!»

Pero aquel revoltijo de muchachas le había dejado una turbia exaltación.

«Lindas como demonios, ¡y fuertes! Armadas para el combate: línea de reducto, parábolas de fortaleza, curvas y ángulos de bastión. Hechas para la ofensiva y la defensiva. Y graciosas como cachorros. Dan ganas de acariciarles la grupa como a potrancas, o de molerlas a palos.»

Una exaltación oscura: deseo de triunfales violencias. Y en síntesis... Adán frunció el ceño, pues acababa de advertir la presencia de la Flor del Barrio y las evoluciones cautelosas de Juancho y Yuyito, que se acercaban a la mujer con cierta expresión divertida en sus caras infantiles.

«Esos mocosos están pensando alguna diablura», se dijo.

Vestida y pintarrajeada como de costumbre, la Flor del Barrio se mantenía de pie en el umbral de su puerta, con los ojos vueltos hacia el mismo rumbo de la calle y sin más vida exterior que la de sus ojos febriles. Así la encontraba él a toda hora y en cualquier estación, mirando eternamente hacia el mismo punto, novia en acecho acaso, terrible imagen de la espera; y así la veían los hombres de la calle, sin desentrañar su enigma, sin advertir quizá la presencia de un enigma en aquellos desbandados ojos de mujer, sin preguntarse qué amor ausente o qué viajero desconocido llegaría por aquel rumbo de la calle que la Flor del Barrio acechaba con tan dolorosa insistencia.

Yuyito y Juancho estaban ya junto a la mujer.

—Flor del Barrio, ¿no viene Luis? —le decían ahora riendo—. Flor del Barrio, ¿no viene Luis?

Y como la mujer no diera señales de vida, Yuyito se atrevió a levantarle algo de la pollera floreada.

—¡Mocosos de miércoles! —los increpó Adán—. ¡A ver si les doy un sopapo a cada uno!

Sin un asomo de alarma Yuyito lo contempló atentamente. Luego, volviéndose a su compinche, le canturreó esta pregunta:

—¿Quién se comió el Puchero?

—¡El del sombrero! —canturreó Juancho serenamente.

Uno y otro, sin más dilaciones, volaron calle arriba. Y al verlos huir no sospechó Adán que aquellas manos infantiles desatarían muy pronto el nudo fácil de la guerra. Había cruzado la calle Murillo, y ahora marchaba entre las paredes negruzcas y los carros pestilenciales de la curtiembre «La Universal». Los trabajadores del tercer equipo, tirados en el suelo, dormían pesadamente con sus gorras bajo la nuca, esperando el aullido de la sirena que no tardaría en llamarlos: Adán, que avanzaba con precaución entre los cuerpos dormidos, consideró las bocas entreabiertas, los pechos jadeantes y las manos dispersas aquí y allá como instrumentos abandonados.

«Carne penitencial. No sienten, como yo, las sutiles voces tentadoras: están demasiado rotos. Rotos y dignos: ¡una terrible dignidad! Y yo...»

Entre los durmientes, junto a un gran caballo frisón que también cabeceaba su siesta, reconoció al viejo Pipo, el borrachín ilustre, que solía desvestirse en la calle y bailar desnudo como un Sileno ante las comadres espantadas y los malevos reidores. Adán se detuvo, e inclinándose sobre pipo ahuyentó una mosca que se le había pegado a la nariz. Entonces el viejo despertó, y con una sonrisa vaga se puso de pie.

—¡Buenas tardes, Pipo! —saludó Adán—. Yo lo hacía en el calabozo de la veintiuna.

—¿Por lo del sábado? —rió Pipo—. ¡Hostia! No. Me la pillo el sábado, la duermo en la comisaría y me largan el domingo.

Mientras caminaban juntos hacia el portón de la curtiembre, Adán lo estudió con simpatía. Una tranca sabática la de Pipo: su hora única de exaltación y de liberación.

—¿Siempre se la pilla en lo de don Nicola?


Ecco
—asintió Pipo.

—¡Su famoso vino de uva! —exclamó Adán con tono sarcástico.

—Puro campeche, ¡hostia!

El viejo se llevó una mano a la nuez huesuda y añadió:

—Pero raspa, ¿sabe?

—¡Aquel vino de Italia! —evocó Adán, observando a Pipo con el rabo del ojo.

El viejo no habló ni dio señales de recuerdo alguno. De aquel inmigrante sólo había quedado una máquina: un mecanismo fiel que se emborrachaba los sábados. En silencio llegaron a la puerta, y con un ademán de saludo el viejo se metió en la curtiembre. Adán Buenosayres, meditativo, se acercó al enorme portal de los carros: un agua verdosa y corrompida se deslizaba entre los adoquines, y Adán sintió el hedor de la curtiembre, un tufo de grasas podridas y de cueros rancios. Entonces contuvo su respiración, aceleró la marcha y recorrió así los cuarenta metros de la zona pestilencial hasta la calle Padilla.

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