Siguiendo con la vista el rumbo de aquella ola humana, no tardó en advertir que el foco de la guerra se hallaba situado más o menos en la verdulería «La Buena Fortuna». Entonces, mezclándose a los nuevos contingentes que afluían a la batalla, se dejó llevar por la ola, no sin aventurar cien conjeturas acerca de aquel maremágnum. Pero sólo frente a la verdulería comprendió toda la gravedad de los acontecimientos; porque allí el belicoso Marte acababa de lanzar su antorcha, y con los carrillos inflados avivaba el fuego de los corazones que ardían ya como brasas en el pecho de tirios y troyanos.
Cuando Adán Buenosayres llegó a «La Buena Fortuna», el combate se iniciaba ya. Dentro de un vasto círculo de hombres y mujeres, doña Filomena, erguida en toda la majestad de su estatura, rojos los cachetes como la cresta de un gallo y sin soltar los tiradores de Yuyito que forcejeaba por evadirse de aquel rigor materno, dirigía la ferocidad de sus ojos contra un duro enemigo. Frente a ella, y pálida como el ángel de la muerte, doña Gertrudis resistía el fulgor de aquellos ojos, apretando contra su vientre la cabeza de Juancho. Puesto entre ambas campeonas el tano Luigi, propietario de «La Buena Fortuna», miraba el roto cristal de su vidriera y prorrumpía en grandiosas lamentaciones. Un cerco de rostros amenazantes limitaba la palestra; y la multitud acudía desde los cuatro puntos cardinales del Globo. Pero antes de narrar el luctuoso combate, bueno será decir el origen de aquella guerra en la que tantos héroes ilustres descendieron al Tártaro:
Sucedió que Juancho y Yuyo, tras una ya larga carrera de bandidaje, se habían detenido por fin y renunciando a la acción platicaban amigablemente sobre diversos temas sagrados y profanos. Y como una idea trae a la otra, de pronto Juancho se me pone a elogiar el equipo de Racing y su famosa línea delantera; visto lo cual Yuyito, con la frente nublada, exaltó a los once de San Lorenzo de Almagro en cuyo homenaje quemó sus mejores inciensos. Palabra va y palabra viene: cada uno abandona el elogio de sus campeones y entra en el resbaladizo terreno de las invectivas; hasta que a Juancho se le ocurre decir que los de San Lorenzo eran once pataduras, y recordar el vinillo que los de Racing les habían dado recientemente. Al oír semejante blasfemia Yuyo siente que se le hace un nudo en la garganta; pero recobra la serenidad y saca entonces a relucir los tres pepinos de feliz memoria que San Lorenzo le hizo comer a Racing en la cancha de Boca Juniors. ¡Dioses eternos! ¿Quién describirá la indignación que se apodera de Juancho al oír mencionar aquellos tres pepinos aborrecibles? Sin mas ni mas aplica su derecha en la mandíbula de Yuyo, y emprende luego una retirada tan vergonzosa como ágil. Desgraciadamente, Yuyo no es manco: su ojo infalible ha medido la ventaja que le lleva el agresor, y en la imposibilidad de alcanzarlo toma un cascote y se lo tira con tal violencia que, de acertarle, lo hubiera precipitado seguramente al Hades tenebroso. Pero Juno, la de los ojos de buey, que desde hacía tiempo alimentaba un rencor divino contra los de Racing, desvió el cascote hacia la vidriera de «La Buena Fortuna», de suerte que el cristal se hizo trizas y el taño Luigi salió a la calle poniendo el grito en el cielo.
Dejamos a doña Filomena y a doña Gertrudis erguidas la una frente a la otra, en silencio aún, pero con las lenguas listas y cortantes como navajas. Y la primera en hablar fue doña Gertrudis:
—Estas cosas pasan —anunció— desde que usted y el zaparrastroso de su hijo viven en el barrio. Y si no, ¡que lo digan los vecinos! Ese mocoso es la piel de Judas.
Doña Filomena enrojeció más todavía; pero no contestó aún, como si la cólera le anudase la lengua. Visto lo cual doña Gertrudis insistió, señalando a Yuyo con un índice agresivo:
—Desde que ese guacho se hizo dueño de la calle, nos tiene a todos con el alma en la boca. «Diabluras de chicos», me dirán. ¡No! Esto pasa del castaño oscuro. Hasta ratero es, ¡Dios me perdone! Y si no, ¡que lo digan los vecinos!
Un murmullo de aprobación le hizo coro a sus espaldas: voces con sordina, fermentos de huracán. Pero detrás de doña Filomena las caras mudas también se ensombrecían; advertido lo cual, y tras humedecerse los labios, doña Filomena contestó así:
—«Dios me perdone», ha dicho usted. ¡No sé si Dios le perdonará esa lengua de víbora! En primer lugar, mi hijo no es un guacho: tiene padre y madre.
—¿Padre? —interrogó doña Gertrudis irónicamente.
—Sí, padre. ¡Que Dios lo tenga en su Gloria! Y puedo mostrar mi libreta del Civil: no sé si usted podría otro tanto. ¿Me habla de raterías?
El sartén le dijo a la olla: «Retírate, no me tiznes.» Porque robar el carbón de las vecinas, eso es lo que sabe hacer su hijo, mientras usted hace la vista gorda y se pasa el día llevando chismes de puerta en puerta.
¡Ah, qué grito de entusiasmo lanzó la tribu de doña Filomena al oír una réplica tan ordenada y tan folklórica! ¡Y cómo se nublaron de dolor las frentes enemigas! Entretanto la Discordia volaba sobre tirios y troyanos, ofreciéndoles una roja manzana de Río Negro; pero ni unos ni otros la veían, porque, con el alma en un hilo, aguardaban ya la respuesta de doña Gertrudis.
Temblando como una hoja (¡y no de miedo, ciertamente!), doña Gertrudis meditó en su alma sobre si, arrojándose contra su rival, le arrancaría o no las cuatro mechas locas que aún se le alborotaban en la frente. Pero Minerva, la de los ojos de lechuza, le habló un instante al oído, y tocándola con sus dedos invisibles le comunicó un resplandor que nada tenía de humano. Después de lo cual doña Gertrudis, acercándose resueltamente a su enemiga, le lanzó al rostro el calor de sus bofes.
—¿Con chismes, yo? —dijo—. ¡Bien saben los vecinos que no me aparto de mi máquina Singer ni siquiera los domingos! Pero, ¡miren quién habla! ¡Se hace la mosca muerta! Si le quedara un poco de vergüenza pensaría más en su hijo, y no andaría por ahí revolcándose con...
Doña Gertrudis vaciló aquí, pues no ignoraba la gravedad de lo que diría; y aquí doña Filomena entró a temblar de tal modo, que se habría desmayado si Juno, la de los ojos de buey, no la hubiera sostenido por las axilas. Pero volvió de su desmayo, y en medio de un silencio terrible:
—¿Revolearme con quién? —preguntó entre angustiada y rabiosa—. ¡Dígalo, si se anima!
—¡Con el Carrero del Altillo! —tronó doña Gertrudis—. ¡Todos los vecinos lo saben!
¡Cielos, y qué batahola se armó en la calle no bien resonaron tan brutales palabras! A las risas de un bando respondían los insultos del otro: apretáronse las mandíbulas y en todas las miradas relampagueó el desafío. Minerva, la de los ojos de lechuza, enardecía con sus voces a los partidarios de doña Gertrudis, y al frente de los de doña Filomena corría Juno, sueltos los cabellos y crispada la boca.
Ubicado en la primera línea del redondel, Adán Buenosayres estudió a los combatientes. Allí estaban los iberos de pobladas cejas que, desertando las obras de Ceres, conducen hoy tranvías orquestales; y los que bebieron un día las aguas del torrentoso Miño, varones duchos en el arte de argumentar; y los de la tierra vascuence, que disimulan con boinas azules la dureza natural de sus cráneos; y los andaluces matadores de toros, que abundan en guitarras y peleas; y los ligures fabriles, dados al vino y la canción; y los napolitanos eruditos en los frutos de Pomona, o los que saben empuñar escobas edilicias; y los turcos de bigote renegrido, que venden jabones, aguas de olor y peines destinados a un uso cruel; y los judíos que no aman a Belona, envueltos en sus frazadas multicolores; y los griegos hábiles en estratagemas de Mercurio; y los dálmatas de bien atornillados riñones; y los siriolibaneses, que no rehuyen las trifulcas de Teología; y los nipones tintóreos. Estaban, en fin, todos los que llegaron desde las cuatro lejanías, para que se cumpliese el alto destino de la tierra Que-de-un-puro-metal-saca-su-nombre. Y estudiando aquellas fachas inverosímiles, Adán se preguntaba cuál sería ese destino; y era grande su duda.
Entonces fue cuando Minerva, dirigiéndose a la rencorosa Juno:
—¡Gaviota, cuanto más vieja más loca! —le gritó—. ¿Hasta cuándo te complacerás en encender el odio de los mortales y en empujarlos a la funesta guerra? Dejemos que los hombres combatan sin nuestro socorro, y apartémonos a un lugar tranquilo.
Juno acepta la invitación de su hermana temible; y sentándose la una junto a la otra en el umbral de «La Buena Fortuna», siguen atentas el desarrollo del combate.
Y el primero en lanzarse a la refriega es el Carrero del Altillo. Con un gusto agrio en la boca y fermentos de ira en el hígado, acaba de oír su nombre lanzado a la irrisión y de ver escarnecido en público el alto secreto de sus amores. Clava sus ojos en doña Gertrudis y medita un instante sobre si ejercitará su mano vengadora en una mujer. Pero recuerda su fama extendida por todos los ámbitos de Villa Crespo: recuerda los tres matones abatidos por él a orillas del torrentoso Maldonado, los dos compadritos que cagaron fuego en La Paternal, los cuatro matarifes vencidos en Liniers y los ocho estudiantes que se dieron a la fuga en el Parque Rancagua. Entonces, ebrio de gloria, el Carrero echa una mirada circular, buscando a un contrincante de su misma envergadura. Y sus ojos descubren al gigantesco Abdalla que ríe aún en la primera fila.
—¡Toma! —le grita, aplicándole su infalible zurdazo en la mandíbula—. ¡Reíte ahora!
En la jeta de Abdalla, bajo sus bigotes de alambre, la risa se quiebra de súbito para dar lugar a una mueca horrible. Se mantiene de pie, un instante aún; pero cae sobre sus rodillas que resuenan con un ruido de huesos, y al fin se derrumba todo, como un buey, no sin aferrarse a un cajón de naranjas brasileras que también se viene abajo. Naranjas de oro corren por el suelo: tendido largo a largo, Abdalla se revuelve aún, levanta el polvo de la vereda con su respiración jadeante. Y los parroquianos del «Café Izmir» lloran de piedad al ver a su campeón que todavía lucha, pero ahora con el ángel de la muerte. Al fin todo concluye o todo empieza: el alma heroica de Abdalla, flotando sobre la multitud, sube al paraíso del Profeta, irrumpe ya en el gran salón de los glorificados, aspira con deleite un olor de tabacos divinos y celestiales anises; y aligerada ya de todo peso humano, se sienta entre dos huríes bien metidas en carnes.
El Carrero del Altillo pasea una mirada triunfante a su alrededor: el trompetazo de la gloria lo ha dejado como aturdido. Pero he ahí que de pronto una voz tremenda se destaca en el clamor de la muchedumbre:
—¡Así no pegando a un hombre!
Sin saber cómo ni en virtud de qué arte, el Carrero se halla en poder del vasco Arizmendi, el cual, lleno de santa furia, lo aprieta entre sus brazos de cíclope. La multitud deja oír un murmullo de asombro: se hace luego un silencio de media hora. Los dos héroes combaten, y bajo sus pies redobla la tierra: el Carrero trata de ubicar sus golpes en la cabeza del vasco, pero don Martín lo retiene contra su tórax gigantesco, y aprieta, y aprieta siempre. Ya los golpes del Carrero se debilitan y son apenas un gesto inútil en el vacío, ya se le amorata el rostro, ya un helado sudor le corre por la frente; hasta que al fin sus brazos caen perpendiculares a la tierra y en sus ojos la luz hace lugar a la sombra. Entonces el vasco lo deja caer como un bulto inerte, mas el Carrero no se da por vencido todavía: ¡he ahí que reúne sus fuerzas, el esqueleto le cruje, se levanta dolorosamente y aventura un paso retador hacia su enemigo! Pero es en vano ya, y vuelve a derrumbarse para siempre. Al son de roncos bandoneones el alma del Carrero se precipita en los infiernos: restregando en sus ojos lagañas de ira, entra en los recintos infernales, ve sombras que se menean a su alrededor y aún quiere agarrarse a piñas con trasgos y demonios.
Pero el vasco Arizmendi no saldrá incólume de la batalla. Deseosos de vengar al Carrero, tres jayanes se le han ido al humo y se le cuelgan de los hombros, el cuello y la cintura. Don Martín se revuelve como un toro acosado por una perrada, y, sacudiéndose, les hace fregar la vereda con los hocicos; pero los jayanes vuelven a la carga y le asestan golpes terribles. Tres veces ha caído el vasco sobre sus rodillas, y se ha levantado tres veces; mas a la cuarta no logra incorporarse, advierte que su fin está próximo y una congoja mortal se apodera de su alma. Viéndolo rendido, los jayanes lo abandonan al fin: entonces Arizmendi se arrastra, busca el pie de un árbol y allí se acuesta de cara al cielo y con la cabeza dirigida hacia el oriente. Dándose golpes de pecho el vasco llora sus culpas, entre las cuales recuerda sobre todo sus reiterados bautismos de la leche y las palomas que le robó al andaluz don Jaime; arranca luego tres briznas de hierba en homenaje a la Trinidad, y como prenda ofrece al cielo su boina de color azul. El arcángel San Gabriel se la recibe. Y entonces el vasco junta sus nudosas manos para siempre, en una bella y simple afirmación de la Unidad.
Apenas el alma de don Martín ha subido al cielo entre una furiosa trompetería de ángeles, la batalla se hace general y tremenda: el aire se nubla con el polvo que levantan los combatientes, y el sol mismo detiene su carro para mirar. Pero el son de un galope lejano se oye de súbito: ¡es el sargento Pérez, de la Comisaría 21º que acude a la refriega montado en su tordillo! La lucha cesa como por arte de magia: huyen los tirios y los troyanos. Y la palestra queda sola, vacía de vivos y de muertos.
Con una espléndida manotada en los registros bajos Ethel Amundsen dio fin a la rapsodia: se tambaleó el piano vertical, oscilaron y cayeron los dos pastores de terracota que yacían sobre la tapa del instrumento; y el bergantín anclado entre los dos pastores cabeceó de súbito, como si acabase de soltar amarras. Aplausos calurosos resonaron en el salón, y subieron de punto cuando Ethel Amundsen, dando una media vuelta en el taburete giratorio, se puso de pie y caminó hacia el diván celeste meneando sus firmes caderas de guitarra. El señor Johansen lanzó entonces un ¡bravo! sonoro, y hasta el capitán Amundsen pareció sonreír desde su retrato al bromuro que colgaba en la pared.
—¡Una gran mujercita! —ponderó la esferoidal señora de Johansen, volviendo sus ojos crasos a la señora de Amundsen que fumaba plácidamente.
Sonriendo ya entre sus pecas amarillas, la señora de Amundsen consideró en silencio el grupo que formaban Ethel y Ruty Johansen, tendidas ambas en un extremo del diván celeste, bajo las miradas intelectuales del astrólogo Schultze y el ingeniero Valdez. En seguida corrió sus ojos hasta el centro de aquel diván de los divanes, donde las bronceadas cabezas de Haydée y Solveig Amundsen fundíanse ahora, en un íntimo secreteo, con la muy oscura de Marta Ruiz. Luego, sin deponer su mutismo ni su sonrisa, la señora de Amundsen acarició el vaso lleno que apretaba entre sus muslos.