—Insignificancias —menospreció finalmente, sin orgullo ni modestia.
Y enfrentando a sus dos contertulias les preguntó en voz baja:
—¿Saben ustedes qué cosa es un bolo fecal?
Las de Johansen y Amundsen quedaron en suspenso.
—¿No lo saben? —insistió la de Ruiz, paladeando un comienzo de triunfo—. Son materias fecales que se depositan y endurecen en el intestino.
—¡Barbaridad! —exclamó la señora de Amundsen.
«¡Qué viejas imbéciles!», pensó la de Ruiz. Ellas no habían conocido el placer angustioso de llevar sus materias fecales en termos niquelados y sus orines en botellas de cristal, ni sospechaban el escalofrío que sentía uno cuando el doctor Aguilera, tras oler y palpar aquellos materiales innobles, los dignificaba de pronto con nombres halagadoramente científicos.
—Masajes, purgas, enemas, ¡todo es inútil! —añadió la señora de Ruiz—. El bolo no sale, y aumenta de tamaño día tras día.
—¿Será posible? —murmuró la de Johansen alarmada.
—¡Si lo sabré yo! —repuso la de Ruiz—. El doctor Aguilera me sacó uno tan grande como un huevo de avestruz.
—No lo puedo creer —le dijo la de Amundsen.
—Si lo duda, no tiene más que ir al consultorio del doctor Aguilera. Todavía lo guarda en un frasco de cristal.
Aquí fue la certeza y aquí el asombro. La señora de Johansen admiraba en silencio la endeble figura de la de Ruiz, y se le hacía difícil asociar ese cuerpo de alambre con la producción de un bolo fecal tan maravilloso. La de Amundsen, en cambio, triste de toda tristeza, meditaba en el rigor del destino que con tanta crueldad hace llover las pestes en el hombre; sí, en el hombre llamado, por otra parte, a vivir cuatro días locos en este mundo de miserias. En cuanto a la de Ruiz, digería su triunfo; y no acababa de felicitarse por la lección de modestia que había dado recién a ese par de bobaliconas: una exaltación incontenible se apoderaba de su ser al recordar las nueve gestas quirúrgicas en que había participado y de las cuales había sido el centro, ¡ella sola!, enfundada en camisones lilas, blancos y rosas, entre una falange de médicos ilustres que giraban en torno suyo como planetoides y al frente de la cual el doctor Aguilera resplandecía como un dios olímpico.
Con un rápido tirón Marta Ruiz hizo descender la pollera que se le había subido más de lo necesario, y la sujetó entre sus huesudas rodillas. Luego, volviéndose a las dos Amundsen que atentamente la escuchaban:
—Un tesoro de blusa —ponderó—, hecha totalmente a mano sobre linón de hilo. Imagínense un
jabot
a base de alforcitas de un milímetro de anchura, y festoneado con valencianas legítimas. La blusa trae un cuellito alto que cierra una corbatita del mismo género, y sus mangas tienen bocamangas que terminan en un volado con las mismas alforzas y valencianas del
jabot.
¡Algo amoroso!
—¿Con qué vestido la llevarías? —inquirió Haydée Amundsen llena de interés.
—Estoy pensando en mi traje
tailleur
—dijo Marta, cavilosa—. Tampoco me disgustaría usar la blusa con una pollera granate.
Haydée hizo un mohín de reprobación.
—¿Granate? ¿Por qué?
—Los rojos y los blancos —respondió Marta— son los colores que sientan mejor al tipo moreno. He probado los azules y los verdes. ¡Hija, una calamidad!
Pero Haydée no estaba de acuerdo: ella detestaba los rojos, aunque su tipo rubio los afrontase con éxito; y se moría, en cambio, por un celeste desvaído, un azul de ultramar y hasta un violeta oscuro, tres colores que realzaban la blancura de su tez y la broncínea llamarada de su pelo.
—En cuanto a mí —dijo a su vez—, creo que para el otoño me quedaré con ese mongol azul que vimos el otro día en lo del turco Ibrahim.
—¿Elegiste ya el modelo? —le preguntó Marta.
—¡Hum! —respondió Haydée—. ¿Qué te parece un
deux pieces,
con una
echarpe
de seda estampada cerrando el escote?
Marta reflexionó un instante.
—No estaría mal —decidió al fin—. Pero en ese caso te aconsejaría las mangas
jambón.
—¿Y por qué?
—Hija —le contestó Marta—, para dar más amplitud a tus hombros, que son algo estrechos.
Haydée se mordió los labios: la observación era justa.
¿Y Solveig Amundsen? Rasos y sedas, o un lamé de oro, ciñendo sus formas a la luz de grandes candelabros o de arañas que resplandecían cuando ella bajaba la escalera triunfal ante los ojos admirativos de los plenipotenciarios. Plumas de garza o de girasol en su frente broncínea: plumas que ondean en los salones al viento sutil del elogio, ¡nada más que a ese viento! Y pieles de marta o de astracán en sus hombros, junto a trineos cuyos caballos patean la nieve dura. O telas otoñales a cuadros, mientras ella va recorriendo el jardín inglés con sus dos galgos que andan oliendo las hojas amarillas, los escarabajos muertos. O tejidos estampados y pañuelos de colores, junto al mar. O si no...
Lo que Lucio Negri no podía entender era la cerrazón mental o la inteligencia obtusa o el espíritu cavernario de los que aún se obstinaban en desconocer la dirección ascendente del Progreso, realidad tan visible ya que sólo podía ocultarse a los ojos cegados por las viejas lagañas del oscurantismo. Porque, ¿cómo no gritar de admiración y reír de gozo ante las maravillas del mundo contemporáneo, tan lleno de sorpresas renovadas y tan fértil en inventos mediante los cuales el hombre, por una superación de sí mismo, dominaba ya las fuerzas oscuras de la Naturaleza y las ponía incondicionalmente a su servicio? ¿Y qué decir de la Ciencia, fruto de obreros pacientes, a la cual se iban rindiendo uno tras otro los enigmas del universo que habitamos?
Bien que silencioso, el señor Johansen aplaudía sin reservas tan convincentes alegatos. Y su corazón de padre no dejaba de señalar a ese joven médico pletórico de juicio como al hombre ideal que Ruty necesitaba con urgencia, en razón de sus veintiocho años cumplidos y de una vocación matrimonial que ya se hacía irrefrenable. ¿Por qué no? El azar de un encuentro solía producir tales milagros; y si las reuniones de sociedad no se organizaban con esos fines laudatorios... Pero, ¡atención! Ahora el judío hablaba.
Por su parte Samuel Tesler no sólo reconocía los progresos de la técnica, sino que, además, puesto él frente a ciertas invenciones de carácter mecánico (aviación, heladeras eléctricas, radiotelefonía), confesaba experimentar una erección instantánea de su atributo viril, fenómeno que, según él, no dejaba lugar a dudas acerca de su entusiasmo por el maquinismo. Pero cuando reflexionaba en que toda esa conquista se había hecho a costa de la regresión espiritual más formidable que vieran los siglos, entonces él, Samuel Tesler, confiaba la sanción a su vejiga, y se meaba torrencialmente en el progreso y en todos y cada uno de sus milagros.
Con un fervor al cual su segundo whisky no era del todo ajeno, Adán Buenosayres aprobaba las razones de Tesler y suscribía el fallo mingitorio en que remataban. Y al influjo del calor interno que iba ganándole las asaduras, un vigoroso instinto de combate despertaba en su ser.
—Lo que no se puede negar —dijo a su turno— es que la historia del hombre ha seguido y sigue la línea de una progresión...
—¡Ah, ah! ¿Lo reconoce al fin? —dijo Lucio.
—De una progresión descendente —concluyó Adán— y no ascendente como anda creyendo el modernismo.
—¿Y cómo sabe que la progresión es descendente?
—Una tradición común a todas las razas —argumentó Adán— nos describe al primer hombre como recién nacido de las manos de un Dios: obra divina, obra perfecta que se le echó a perder bastante con el andar del tiempo.
—Ese Dios es un comodín verdaderamente cómodo —exclamó Lucio, riendo—. Está en la base de toda explicación absurda.
Samuel Tesler posó en Adán sus ojos húmedos de melancolía.
—No hay nada que hacer —musitó—. Prefiere su mono darwiniano. Es otro comodín, aunque bastante más feo.
Pero Lucio ignoró al filósofo, y volvió a la carga:
—Si el hombre ha vivido una época mejor, ¿cómo es posible que no nos haya dejado un solo recuerdo?
—Todas las tradiciones recuerdan una Edad de Oro —le contestó Adán.
Lucio Negri se volvió al señor Johansen.
—¿Oyó hablar alguna vez de la Edad de Oro? —le preguntó muy serio.
—Nunca —dijo el señor Johansen—. ¿No es la de ahora?
—¡Para usted, sí! —le gruñó Samuel Tesler.
—Figúrese usted —explicó Lucio al señor Johansen— que en la Edad de Oro los hombres eran sabios de nacimiento. No necesitaban trabajar y comían gratuitamente los frutos de la tierra. Las fuentes no daban agua como ahora, sino vino tinto y blanco,
a piacere.
Corrían arroyos de leche pasteurizada y ríos de miel, etc., etc.
Francamente divertido, el señor Johansen devolvió a Lucio Negri una mirada llena de solidaridad. ¡Qué diablo de mozo! ¡Y qué marido para Ruty! Luego, posando alternativamente sus ojitos en Adán Buenosayres y en Samuel Tesler, se preguntó, no sin tristeza, cómo dos hombres que se las daban de sabihondos podían comulgar con semejantes ruedas de molino.
—Y algo más —añadió Lucio—. En el caso de que hubieran existido una Edad de Oro y hombres tan sublimes, ¿cómo es que no dejaron monumentos, ruinas de ciudades grandiosas, cualquier indicio, en fin, de su enorme civilización? Los arqueólogos cavan la tierra. ¿Y qué descubren? Cuchillos de sílex, puntas de flechas, arpones de hueso de pescado, vestigios de una humanidad primitiva que no gozaba, por cierto, de una existencia muy cómoda. ¡Ríos de leche! ¡No me hagan reír!
El señor Johansen vibró aquí de entusiasmo. «¡Que se chupen ésa!», dijo para sí. «¡Que contesten ahora!» Pero Samuel estaba rabiando por hablar:
—¡No me haga reír usted! —exclamó, enfrentándose agresivamente con Lucio—. Si el hombre de la Edad de Oro tenía una inteligencia sublime y no estaba sometido a necesidades groseras, debió cumplir un solo trabajo: la contemplación de la Unidad en las criaturas y de las criaturas en la Unidad. ¿Para que demonios iba él a construir monumentos, acueductos o
water closets?
—¡Es claro! —dijo Lucio con ironía—. Despreciaba la acción.
—No la necesitaba —le corrigió el filósofo—. La acción vendría después, en etapas inferiores, hasta culminar en esta Edad de Hierro que ahora vivimos y que tiende a oponer la «acción pura» del hombre de hierro a la «contemplación pura» del hombre de oro.
Acabada la frase, el filósofo miró rápidamente a un Adán concentrado y le sopló:
—¡Que se agarren ésa!
Luego insistió, despatarrándose todo en su butaca:
—Y todavía más. Admitamos que, para satisfacer una vocación creadora, el hombre original haya erigido monumentos colosales. ¿Tiene usted alguna idea del tiempo en que pudo florecer la Edad de Oro?
Lucio Negri dibujó en el aire un vago ademán.
—Amontone siglos —refunfuñó—. Total navegamos en plena fantasía.
—Según los hindúes —lo aleccionó Tesler—, la Edad de Oro tuvo una duración de casi dos millones de años. Luego vinieron la de Plata, la de Cobre y la de Hierro. Y si pensamos que entre una edad y otra sucedieron terribles cataclismos que modificaron totalmente la fisonomía del planeta, ¡dígame si es posible que nos quedase alguna ruina para que se divirtieran los arqueólogos!
Contra su voluntad, que animosamente se resistía, el señor Johansen estaba impresionado.
—¿Cataclismos? —preguntó, estudiando a Samuel con ojos inquietos.
—La última catástrofe —le aseguró el filósofo— es el Diluvio Universal, recordado por todas las tradiciones. Moisés lo sitúa unos 2.300 años antes de Jesucristo, y casi todos los pueblos de Asia coinciden en este cálculo. El griego Apolodoro señala ese diluvio como el paso de la Edad de Cobre a la de Hierro y...
«¡Ah, si no viviese yo en esta generación de hombres, o si hubiera muerto antes o nacido después! ¡Porque ahora estamos en la Edad de Hierro!» Adán Buenosayres recitaba
in mente
la elegía del buen Hesíodo, que ya en su siglo lamentaba esta Edad de Hierro: «Los hombres estarán rotos de trabajo y miseria durante el día, y serán corrompidos a lo largo de la noche. El uno saqueará la ciudad del otro: no se hallará piedad alguna, ni justicia, ni buenas acciones, sino que habrá de respetarse al hombre violento e inicuo.» Una profecía, es claro. Al mismo tiempo Adán reflexionaba en el misterio de la tierra herida y cicatrizada muchas veces, que ora se hundía bajo el mar con su cosecha de hombres otoñales, o ya resucitaba entre las olas, desnuda y virgen otra vez, para darse con júbilo a nuevas posibilidades humanas; como si este globo no fuera sino el teatro de una comedia divina, cuyo escenario se cambiaba según lo requería el libreto. ¿Y ahora? Un final de acto, sin duda: «El cielo será retirado como un libro que se arrolla.» Desde hacía tiempo adivinaba él en sí mismo la gravitación de cuatro edades: era un cansancio que nacía más allá de su cuna y se aliviaba con la promesa de una muerte definida como un regreso a la quietud original y al dichoso principio de los principios. Y (ahora lo captaba) era un ansia de retorno lo que gemía en el Cuaderno de Tapas Azules que Solveig atormentaba entre sus manos. Por otra parte, su anhelo nocturno se detenía suspirando en las encantadoras imágenes de aquella Edad de Oro que Samuel Tesler evocaba con más erudición que tristeza: ¡el hombre matinal, recién nacido y muriéndose ya en la contemplación de su Causa! Y las criaturas resplandecientes como las letras de un libro que hablaba con admirable transparencia! Sí, ¿por qué «no habré muerto antes o nacido después»? Y sobre todo, ¿por qué la dicha humana sólo es posible en un jardín en cuyo centro se alza el árbol de las frutas mortales? Lucio Negri se equivocaba: la Edad de Oro había dejado un monumento. No en la tierra mudable sino en el alma del hombre,
y
era la mutilada estatua de una felicidad que desde entonces queremos reconstruir en vano.
Adán Buenosayres interrumpió aquí el flujo de sus ideas
.
Nuevamente sentía las dos manifestaciones peligrosas: una inspiración profunda y un afluir de lágrimas a sus ojos, «No desentonar», se dijo. Y escuchó.
—¿Cómo terminará esta Edad de Hierro? — preguntaba el señor Johansen, que había seguido temerosamente aquella historia de diluvios.
El filósofo lo miró con aire paternal.
—No tenga miedo —lo tranquilizó—. El propio Elohim nos ha prometido que no habría más diluvios.