Hubo un gesto afirmativo de los espectadores.
—Pues bien, ¡observen! —los invitó el ingeniero.
Y colocándose detrás de la dormida le ordenó: —¡Déjese caer de espaldas!
Al instante, sin vacilación alguna, Marta se dejó caer a plomo. La señora de Ruiz lanzó un grito animal, y la tertulia, como accionada por un resorte, se puso de pie. ¡Calma! ¡Calma! El pundonoroso ingeniero había recogido en sus brazos a la dormida criatura y la sentaba ya en el diván celeste. Se oyó un conato de ovación que partía de Franky y su mesnada. Pero insistentes chistidos la redujeron a silencio. La sesión había terminado, y era hora de que Marta despertase.
—Oiga, Marta —le ordenó el ingeniero—. Voy a contar hasta cinco. Cuando llegue a ese numero, despertará usted, pero muy tranquila.
Se hizo un silencio de tumba, y Valdez contó en voz alta:
—Uno, dos, tres, cuatro, ¡cinco!
¡Gran Dios! Lejos de volver en sí, la triste Marta empezó a chillar y a revolcarse en el diván celeste. La consternación de la tertulia fue indescriptible: sin lanzar un ¡ay! la señora de Ruiz cayó desvanecida sobre los pechos generosos de la de Johansen; un movimiento instintivo, ¡cuan adorable!, llevó a Solveig hasta los brazos de Lucio Negri; todas las caras tenían el color de la cera.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —gritaban los hombres, acudiendo unos a la madre y otros a la hija.
—¡Las «influencias errantes»! —vociferó Samuel Tesler—. ¡Ya los había prevenido!
Sin soltar a Marta el ingeniero se volvió a la tertulia.
—No se alboroten —ordenó—. Es una interferencia.
Y manipuló en la durmiente, que todavía pataleaba. Junto a él Franky Amundsen, igualmente inclinado sobre Marta, parecía seguir la maniobra con hondo interés.
—¿Le ha revisado el carburador? —dijo al fin, mirando estudiosamente a Valdez.
Un rumor de indignadas protestas hizo eco a la pregunta de Franky. Pero el hipnotizador iba recobrando ya su dominio sobre Marta.
—¿Está tranquila? —le dijo ahora.
—Sí —respondió ella.
—Voy a dar tres palmadas. A la tercera despertará usted. Pero alegre, ¿no? Muy alegre.
El ingeniero dio las tres palmadas, y su cautiva despertó al fin con el aire más risueño del mundo. ¡Qué suspiro de alivio dejó escapar la tertulia no bien Marta hubo abandonado el tenebroso imperio de la noche!
¡Cómo se desarrugaron las frentes y renacieron los colores en las mejillas pálidas! Al mismo tiempo la señora de Ruiz volvía de su desmayo, gracias a la ciencia poderosa de Lucio Negri o, lo que es más probable, a tres dedos de whisky no menos poderosos que Franky le había hecho tragar, ¡el muy bárbaro!, sin acordarse de que un doctor Aguilera existía en este mundo. Y el gozo con que se abrazaron la madre y la hija requiere otra pluma. Entretanto Valdez, fatigado, sí, pero numeroso de laureles, restañaba el sudor de su calva y hacía inspiraciones profundas.
—Un sujeto magnífico —declaraba, jadeante aún y señalando a Marta Ruiz, cuya exaltación post-hipnótica era visible.
La satisfacción general, que ya era mucha, llegó a su apogeo cuando Franky, el magnánimo, se puso a distribuir las primicias de una botella cuya virginidad autenticó él en los términos más exaltados. Y el júbilo se hizo incontenible cuando Ruty Johansen, la walkyria del norte, se sentó violentamente al piano y arrancó los primeros compases del «Danubio Azul».
—¡A bailar! —gritó Marta Ruiz toda encendida.
—¡Formen parejas! ¡Formen parejas!
Ocurrió entonces algo hermoso: las almas brujas, en tropel, se buscaron y se unieron al conjuro musical de Ruty. Y el primero en lanzarse al torbellino fue Schultze, un inquietante astrólogo, el cual, oprimiendo el talle de Ethel Amundsen (¡un junco de la India!), la hizo girar en círculos de astronómica precisión. El señor Johansen y señora, uniendo sus panzas esféricas y sus cortos bracitos, empezaron a girar con la gracia de dos osos en un témpano. A continuación bailaban el ingeniero Valdez y Marta Ruiz, ésta con los ojos aún preñados de abismales tinieblas, aquél modesto siempre, ¡oh, violeta odorata! Luego venían: Samuel Tesler, aferrado a la jovial Haydée como un náufrago a su mástil; Lucio y Solveig (¡Dafnis y Cloe!), trémulos como dos palomas. Franky, Pereda, Del Solar y Bernini, unidos en un solo haz bamboleante, ensayaban el «cuatribailemos», la neodanza que cierto Espíritu infundibuliforme había enseñado a Schultze durante una conjunción de Venus con Saturno. Pero, ¿quién era ese bailarín glacial, ese fruncido caballero de la señora de Amundsen, que bailaba con la rigidez imponente de una caja de caudales? ¡Era
mister
Chisholm, administrador gerente del mundo y sus alrededores! Y Ruty Johansen castigaba el teclado: el «Danubio Azul» hacía oír sus cristales de sirena y sus caracolas de tritón. Y todos giraban en alegre torbellino. Todos, menos dos almas inmóviles: Adán Buenosayres y la señora de Ruiz.
Adán Buenosayres, inmóvil en el centro del círculo y la danza. Sus ojos no conseguían apartarse de Solveig y de Lucio, los cuales, perdidos el uno en el otro, seguían el ritmo de la música y el de sus corazones. Demasiado sensible para no admirar el encanto naciente de aquellas dos criaturas que ahora se acercaban, Adán Buenosayres iba cayendo en una envidiosa desolación. Pero, ¡cuidado! También ella, quizás alguna vez, conocería el peso de su otoño: acaso también ella, ¿quién sabe?, se hallaría inmóvil y sola como una sed lejos del agua. Y entonces volverían a encontrarse Adán y Solveig: sería en una tarde con olor a hojas muertas, ¿dónde?, ¡qué importaba! Y Solveig entendería ya ese linaje de amor que no supo leer en el Cuaderno de Tapas Azules, y su remordimiento habría de traducirse en la mirada que le tendería ella como un puente. ¡Demasiado tarde! Glorioso y triste (se habría reconocido ya su genio literario), Adán Buenosayres estaría lejos de las pasiones humanas (¿moribundo?, ¡no exagerar la nota!). Sin embargo, ante lo «imposible» de hoy y la dulzura del «pudo ser», un dolor inefable los torturaría sin remedio. Y entonces ella no podría contener su llanto; pero los ojos de Adán estarían secos y estériles como dos piedras... ¡Ah, con qué fruición edificaba él aquellas consoladoras imágenes!
Entretanto el vals alcanzaba todo su esplendor; y los bailarines, como arrastrados por un vértigo, describían trayectorias absurdas, giraban como trompos de colores. ¡Bravo! ¡Ruty Johansen tenía el demonio en los dedos! Y en este punto fue cuando Adán Buenosayres vio su Cuaderno de Tapas Azules ofendido, ¡ay!, menospreciado en el diván celeste. De pronto su alma comenzó a desmayar y su razón a extraviarse en peligrosos laberintos de cólera. ¡Orlando! Adán huye también en alas de una suave demencia: está en calzoncillos, como Lanzarote del Lago, y recorre las calles de Villa Crespo bajo una rechifla universal. Dos ríos de lágrimas ruedan sin término desde sus ojos a su boca, dos ríos amargos en los que Adán se abreva día y noche. Y la canalla riente le apunta con el dedo: los chiquilines lo corren a tiros de honda; lo abofetean y escupen los malevos de las esquinas; a su paso viejas desdentadas le vacían sus orinales en la cabeza, y feroces mujeres le arrojan botines rotos y frutas podridas. ¡Y Adán cae, se levanta, prosigue su camino, vuelve a caer! Mas al tercer día un furor tremendo sucede a su apacible locura. He ahí que arranca él un paraíso de la calle Gurruchaga, y con el tronco gigantesco fabrica su maza de combate. ¡Maldición! Dando espantosos alaridos la multitud recula. ¡Ya es tarde! La maza de Adán ha emprendido su faena destructora: ya los cráneos rotos crujen como nueces; ya detrás del enfurecido amante queda un montón de cuerpos en las más extrañas posturas; ya la sangre negra corre hasta los albañales de la curtiembre que la sorben con un glu glu siniestro. ¡Buscad ahora las caras ofensivas, los ojos malignos, los dientes reidores! ¡El sueño eterno pesa ya sobre todos los párpados: todos parecen dormir en la calle Gurruchaga! ¿Todos? No. Los sobrevivientes de la masacre se han refugiado en sus cuchitriles, en sus profundos sótanos, en sus cocinas de zinc; pero la furia de Adán ya no tiene riendas. He ahí que ahora la emprende con los edificios: bajo su maza formidable se resquebrajan y caen los muros, húndense los techos con espantoso fragor. Una polvareda roja se levanta de las ruinas y oscurece la luz. Entre los derrumbes escúchanse borrosos ayes, estertores agónicos, preces y blasfemias entreveradas. A mediodía siente Adán los tormentos del hambre; y, asaltando el corralón del vasco Arizmendi, despanzurra sus tres vacas rosillas y devora las entrañas humeantes. Luego prosigue su trabajo demoledor: ¡Villa Crespo no es ya sino un montón de escombros! Mas al atardecer Adán llega frente a la iglesia de San Bernardo: el héroe blande su maza, como si desease abatir el templo de un solo golpe. Y al elevar sus ojos furibundos ve al Cristo de la Mano Rota, y el arma se le cae a los pies, y Adán retrocede lleno de pavor: arriba, en el hueco de su mano lacerada, el Cristo le muestra un corazón de piedra; y el corazón de piedra está sangrando... ¡Basta!
¡Basta! se gritó a sí mismo Adán Buenosayres. ¡Un loco tejedor de humo! No necesitaba mirarse al espejo del salón para conocer que tenía el semblante contraído y los ojos llenos de saña. Observó en tomo suyo: ¿habría sospechado alguien su demencia? Podía estar tranquilo: la tertulia giraba siempre, a los compases del «Danubio Azul»; se fundían las almas brujas en un solo ritmo y en una sola embriaguez. Y Adán estaba inmóvil en el centro de la ronda, como ayer, como siempre, ¿hasta cuándo?
Entonces, ya fuese obra de su mortal angustia, ya de un rapto libertador que lo llevaba como en sueños al círculo de los bailarines, Adán Buenosayres tuvo una inspiración inaudita: corrió hasta la señora de Ruiz, le ofreció un brazo galante y la invitó a bailar. ¡Oh, asombro! La señora de Ruiz aceptó el brazo que galantemente se le ofrecía; y, unidos ambos, dieron las primeras vueltas de una danza macabra. ¡Hip, hip! Adán bailaba con un esqueleto. ¡Hurra! Sus manos oprimían un costillar endeble, y el aliento de su fúnebre compañera (un triste olor de catacumba) le daba en pleno rostro. ¡Bien! Adán giraba locamente, abrazado a su manojo de huesos: al girar sorprendía una rotación de caras lucientes, gestos vividos, pedazos de risa, virutas de diálogo, polleras voladoras, luces que daban tumbos como los cuerpos, como las almas, como las testas humeantes. ¡Hurra! ¡Hurra! Los bailarines tenían fuego en los pies, y el salón entero bailaba como si estuviera demente. ¡Bravo! Afuera la ciudad bailaba entre un millón de focos encendidos. En el espacio inmenso bailaba la tierra.
En la ciudad de la Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires existe una región fronteriza donde la urbe y el desierto se juntan en un abrazo combativo, tal dos gigantes empeñados en singular batalla.
Saavedra
es el nombre que los cartógrafos asignan a esa región misteriosa, tal vez para eludir su nombre verdadero, que no debe ser proferido: «El mundo se conserva por el secreto», afirma el Zohar. Y no a todos es útil conocer el verdadero nombre de las cosas.
El turista que volviendo sus espaldas a la ciudad aventura los ojos en aquel paisaje, no tarda en sentir un vago sobrecogimiento de pavor: allí, sobre un terreno desgarrado y caótico, se alzan las últimas estribaciones de Buenos Aires, rancheríos de tierra sin cocer y antros de lata en cuyo interior pululan tribus de frontera que oscilan entre la ciudad y el campo; allí, prometida del horizonte, asoma ya su rostro la pampa inmensa que luego desplegará sus anchuras hacia el Oeste bajo un cielo empeñado en demostrar su propia infinitud. En las horas del día, la luz del sol y el zumbido alegre de la metrópoli disimulan el verdadero semblante de aquel suburbio. Pero al caer la noche, cuando Saavedra no es más que una vasta desolación, el paraje desnuda sus perfiles bravíos; y el turista que se aventura en su ámbito puede hallarse, de súbito, frente a la misma cara del misterio. Entonces, a flor de tierra, se oye la palpitación de una vida oscura: cortan el aire silbidos estridentes y voces que se llaman desde la lejanía; el silencio se turba de pronto, como el agua de un charco rota por una piedra, y se reconstruye al instante, más hondo que nunca; desparramadas en aquella extensión las hogueras arden, se reconocen entre sí, conversan a través del espacio según el idioma del fuego; y hay rostros humanos que soplan los tizones, perfiles que llegan y se saludan, manos que revuelven un cucharón en la olla rebosante. Dicen los viejos de Saavedra que, cuando hay luna y el cielo se pone del color de la ceniza, no es raro ver llamas errantes que se detienen, ya entre las ruinas de una tapera, ya en el brocal de algún pozo sin agua, ya en la raíz tortuosa de tal o cual ombú: son almas de difuntos, atadas aún a la tierra por algún lazo maldito, que oscilan descabelladamente como si un viento implacable las agitara, y que se extinguen en el aire no bien se les reza una corta oración. Pero en las noches de novilunio lo sobrenatural irrumpe allí con otro signo: el pobre ciruja desvelado, que se revuelve sobre un montón de bolsas en su triste refugio de latas viejas, oye de pronto un rumor lejano que se acerca velozmente, que se agiganta y se hace trueno; sus oídos no tardan en distinguir un fragor de caballos que redoblan sobre la tierra dura, un coro de relinchos, un entrechocarse de lanzas, una gritería feroz, todo revuelto y enarbolado, como si un escuadrón salvaje galopara en la noche. Y no ha tenido tiempo de sacar su cuchillo y de ponerlo en cruz sobre la vaina, cuando el malón invisible pasa volando sobre su techo con el ímpetu del huracán.
El jueves 28 de abril de 192., a las diez horas de la noche, siete aventureros detenían su marcha frente a la región temible que acabamos de nombrar. El que los capitaneaba, guía juicioso pero decidido, avanzó unos pasos todavía y pareció buscar alguna huella en el cerco de tunas que limitaba la calle y el páramo.
—Aquí está la entrada —rezongó al fin, volviéndose al pelotón inmóvil.
Una risa burlona estalló en la tiniebla.
—¿Y la casa del muerto? —preguntó cierta voz hermana de la risa—. Nos dirigíamos a la casa de un muerto.
El que así hablaba era un personaje de asombrosa catadura, largo de busto y corto de piernas: tanto su voz como su risa y sus ademanes anunciaban que la atmósfera de las Casas de Salud y el uso intensivo de los chalecos de fuerza no habían sido ajenos a su pasado tenebroso. El guía, que acaso no lo ignoraba, oyó la pregunta sin inmutarse.