Adán Buenosayres (24 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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Por fortuna, y en lo peor del conflicto, la armonía se restableció inesperadamente cuando Samuel, haciendo gala de una ecuanimidad que le valdría luego muchas alabanzas, declaró no haber tenido ni el más lejano propósito de ofender a su amigo Buenosayres, por el cual sentía —y no se avergonzaba de confesarlo— una devoción fraternal absolutamente indestructible, a pesar de las grandes lagunas que había descubierto en su preparación filosófica. Por su parte Adán (que no dejaba nunca de responder a esos ardientes llamados de la cordialidad humana) no esperó a que Tesler acabase su disculpa, sino que se dirigió a él con la mano tendida; y el abrazo que uno y otro se dieron en el mismo riñón de la noche hubiera enternecido a una piedra. Se mezclaron sus alientos (literalmente embriagadores); y de pronto Samuel rompió a llorar como una Magdalena, acusándose de ser un borracho innoble que acababa de insultar al mejor de los poetas amigos y de los amigos poetas. Adán, llorando a lágrima viva, juró y perjuró que Samuel no estaba borracho, sino más fresco que una rosa, y que sólo él, Adán Buenosayres, merecía el deshonor de haber ofendido, por ebriedad, a un hombre de genio que se pelaba el culo noche y día estudiando las ciencias más abstrusas. Insistió Samuel en acusarse y volvió a responderle Adán; y como ninguno cediera en aquel generoso desafío, se trenzaron de nuevo y poco faltó para que se fuesen a las manos.

Una imperiosa invitación a reanudar la marcha, que les hacía Del Solar en su carácter de jefe, acabó al fin con la efusión de aquellos hombres; y la voz del guía manifestaba tan grande inquietud, que los expedicionarios obedecieron como por instinto. Algo acababa de suceder, y era lo siguiente: poco antes, en su deseo de rehuir tan odiosas polémicas, Del Solar se había enajenado del grupo, adelantándose con resolución en las honduras de la noche; no bien se hubo encontrado solo, advirtió que un perro ladraba en la cercanía, y que a sus feroces ladridos comenzaban a responder los canes de veinte leguas a la redonda; entonces, a fuer de guía juicioso, entendió claramente que las locuras del grupo amenazaban con despertar la ira del desierto, y llamando a Luis Pereda le confió sus temores; ocurrió luego que uno y otro, con el alma en un hilo, se pusieron a escudriñar la negrura; y les pareció entonces que algunas formas horribles iniciaban en ella un sospechoso deslizamiento, lo cual bastó para que se les pusiese la carne de gallina. En aquel instante profirió Del Solar su grito de alarma, y en ese punto fue donde Pereda comenzó a silbar el tango «La Chacarita», señal de cuidado en él, ya que lo silbaba pocas veces y sólo cuando recorría las calles nocturnas de La Paternal o Villa Soldati, meditando en las futuras encarnaciones del taita porteño.

Aleccionados por el guía, los siete hombres avanzaban ahora en silencio, no sin mirar a diestra y siniestra con ojos inquisitivos: un extraño mal humor crecía en el grupo, amén de cierta nerviosidad que llegó a su ápice cuando Samuel retomó la palabra. Adoptando un grave tono de misterio, el filósofo declaró que no lo sorprendía esa naciente agresividad de la noche, ya que se acababa de profanar su silencio con charlas tan vanidosas como pueriles; añadió que, desde hacía rato (y por ciertos indicios que no era útil revelar, dada la gigantesca ignorancia de sus oyentes), había entendido él que se encontraban en un lugar sagrado a cuya naturaleza y peligrosidad no quería referirse por ahora; con todo, y a manera de anticipo, advirtió que no le asombraría si aquel perro que ladraba en la noche fuera el mismísimo Cancerbero, guardián de las puertas infernales. ¡Diablo! Las observaciones del filósofo villacrespense nada tenían de tranquilizadoras, y así se lo dieron a entender aquellos hombres impresionables. Para colmo Bernini, tal vez en alas de una folklórica reminiscencia, sugirió la posibilidad inquietante de que los perros cuyos ladridos arreciaban estuviesen acosando a un
lobisome,
aquel séptimo hijo varón de la leyenda, que desertando su forma humana se convertía en monstruo ladrador y buscaba en la noche su banquete de inmundicias. Pero Franky Amundsen, lleno de colérica urbanidad, anunció al fin solemnemente que se meaba en el silencio sagrado, en la noche augusta y en el sitio que recorrían ahora; en cuanto a la bestia que Tesler y Bernini acababan de mencionar, pidió a todo el mundo que se tranquilizase, pues aseguró que si eran atacados les bastaría con descalzar al filósofo, arrancarle una de sus medias y tirarla certeramente a las narices del monstruo, procedimiento extravagante, si se quería, pero infalible y autorizado por numerosas anécdotas clásicas. Ahora bien, ya fuese casualidad pura, ya el anuncio de aquel proyecto amenazador, lo cierto fue que al extinguirse las últimas voces de Franky el perro fantasma dejó de ladrar. Entonces al temor del grupo sucedió el asombro, al asombro el alivio y al alivio la gloria de Franky Amundsen, el cual fue tenido en adelante por gran encantador y experto en conjuros. Desgraciadamente aquella gloria no tardó en deslucirse cuando Franky, haciendo gala de una soberbia desmedida, expuso formalmente su intención de agarrarse a patadas con todos los genios de la noche, ya se le viniesen juntos, ya separados.

—¡Eso es una temeridad! —exclamó el filósofo lleno de metafísica indignación—. Pero, ¡animales!, ¿dónde creen ustedes que nos encontramos?

—¡En la loma de la miércoles! —respondió Pereda sin ocultar su enojo.

—¡Hum! —replicó Samuel—. ¿Y si esto fuera un campo de batalla?

Gruñidos impacientes y risas incrédulas acogieron las palabras de Samuel. Pero el filósofo levantó al cielo un brazo imperativo.

—¡Oigan! —exclamó, arrebatado en éxtasis—. ¡Escuchen allá, muy arriba! ¿Qué oyen?

Seis narices, al elevarse, trazaron en la sombra un arco de cuarenta y cinco grados, y doce orejas parecieron escuchar atentamente.

—¡Nada! —respondió Bernini al cabo de algunos instantes—. No se oye nada.

—¡Pobres orejas terrestres! —farfulló Samuel con amargura—. Es necesario tener algo más que orejas para oír la
batalla de los ángeles.

Aunque no los tomaba desprevenidos, la oscura revelación del filósofo causó, empero, irresistible curiosidad en algunos, escepticismo en otros y pasmo en la mayoría. Franky Amundsen, ostensiblemente alarmado, manifestó sospecharse víctima de una sordera incipiente, ya que no había oído recién la voz del Plata ni ahora el anunciado
match
de los ángeles. En cuanto a Luis Pereda, confesaba su interés en aquella dudosa trifulca de arriba, puesto que, de ser verosímil, revelaría la existencia de taitas angélicos, organizados en un vistoso malevaje celeste. Por su parte Del Solar traducía su descontento en palabrotas de un criollismo rudo, y amenazaba formalmente con «abrirse» de la expedición si no se ponía coto al macaneo. No obstante, alentado por Schultze y Adán que a gritos declaraban su interés en la materia, Samuel reclamó un silencio que le fue concedido, y tendiendo el brazo mostró al grupo las luces de la ciudad que todavía eran visibles en el horizonte.

—Ahí está Buenos Aires —empezó a decir—. Dos millones de almas...

—Dos millones y medio —le corrigió Bernini, autorizado estadista.

—Hablo en números redondos —gruñó Samuel—. Dos millones de almas que sostienen, la mayoría sin saberlo, su terrible pelea sobrenatural. Dos millones de almas batalladoras que ruedan aquí, se levantan allá, sucumben o triunfan, oscilando entre los dos polos metafísicos del universo.

—Oscuro —dijo Franky.

—Muy oscuro —asintió Bernini.

Pero el astrólogo Schultze y el poeta Buenosayres entendían.

—Hablaba de una pelea terrestre —continuó Samuel—, una pelea silenciosa e invisible. Ahora bien, no sólo intervienen los hombres en ese combate metafísico: la verdadera batalla se decide arriba, en el cielo de la ciudad. Es la batalla de los ángeles y los demonios que se disputan el alma de los porteños. ¡Oigan! ¡Es aquí mismo, en este arrabal!

—¡Desprepuciada criatura! —le observó Franky—. ¿No habíamos quedado en que sólo habitan aquí los ángeles culones?

—¿Qué ángeles culones? —preguntó Samuel desconcertado.

—Los ángeles de Schultze, esos que se dedican a incubar los futuros barrios porteños. ¡Y qué nalgas deben de tener para eso los angelitos!

Una ráfaga de hilaridad sacudió al grupo de los aventureros: el mismo Tesler, olvidando su prosopopeya, soltó una risotada que tuvo largos ecos en la noche. Pero el astrólogo Schultze, afable como siempre, no tardó en manifestar que sus ángeles incubadoras bien podían existir junto a los ángeles belicosos de Samuel, ya que unos y otros estaban signados por la acción, diferenciándose tan sólo en que los suyos respondían con mayor fidelidad a la naturaleza creadora del ente angélico, según la doctrina oriental que profesaba. En cuanto a la observación culiforme del amigo Franky, el astrólogo declaró que se basaba en un antropomorfismo de lo más grosero, y que sólo una mentalidad silvestre, como la del amigo Franky, podía vestir al ángel con la forma del hombre. Avergonzado Franky hasta la médula de sus huesos, le preguntó cuál era la forma que asignaba él a sus ángeles incubadoras; a lo que respondió Schultze que los concebía en forma de un cono recto cuyo radio fuera igual a su altura, medida ésta que les aseguraba una base conveniente a los efectos de la incubación; pero agregó, no sin reserva, que había superado ya su propia teoría, y que actualmente trabajaba en otra más verdadera y menos
pompier.
Y como Franky, lleno de humildad, le solicitara un anticipo de su nueva teoría, el astrólogo se lo negó redondamente, abroquelándose luego en un mutismo que nadie osó turbar.

Pero entre aquellos hombres había uno que no disimulaba ya su enojo: era Luis Pereda. Con voz de trueno, y aventurando grandes zancadas en la sombra, confesó abiertamente que ya estaba de ángeles hasta la coronilla, que la literatura nacional venía padeciendo una larga epidemia de ángeles, y que todo ese barullo angélico le daba ya en el mismo forro, etc., etc. A lo que Samuel Tesler, en son de amenaza, contestó preguntándole si no era más pestífera la literatura de arrabal divulgada por él y sus corifeos. Retrucó Pereda y dijo que la literatura criollista se basaba en una realidad de Buenos Aires, mientras que todo el cambalache angélico era chafalonía de segunda mano. Y Samuel Tesler lo apostrofó entonces, llamándole «agnóstico ciego» y acusándole de negar las inteligencias puras, cuando lo que realmente no existía era ese universo de taitas y compadritos a cuya glorificación venía dándose su oponente con un entusiasmo digno de mejor causa. Al oír semejante blasfemia, el criollista Pereda trastabilló en la noche como si le hubiesen dado una puñalada, y tartamudeando respondió al filósofo que dentro de una hora le mostraría dos «nenes» como para cortar el hipo.

Al mismo tiempo Adán Buenosayres, presa de indecible zozobra, confiaba un secreto íntimo a la discreción de su hermano Franky: sí, el mundo angélico existía, y él mismo, Adán en persona, luchaba con un ángel desde hacía tres meses: no era el suyo un combate cuerpo a cuerpo, naturalmente, sino algo así como la lucha de un pez que ha mordido el anzuelo y se resiste aún a los tirones del pescador. Atento y respetuoso escuchaba Franky la confidencia de su hermano Adán; y no bien hubo concluido lo abrazó tiernamente y le rogó que se calmara, asegurándole que la frescura de la noche no tardaría en disiparle aquella tranca maravillosa. Pero Adán Buenosayres, lejos de hallar un lenitivo en aquellas palabras, rompió a llorar otra vez, y lo hizo con tanto sentimiento que Franky, a pesar suyo, restañó cierta humedad en sus conjuntivas. Entretanto el combate dialéctico de Samuel y Pereda subió de tono: se agriaban ya las voces, quería intervenir el petizo Bernini y trataba Schultze de poner algún orden en las ideas, cuando un grito espantoso resonó muy cerca de allí, en la misma negrura. Inmóviles quedaron todos al oírlo: ¿qué voz era ésa?, ¿quién gritaba en la noche? Pero Franky no tardó en volver de su marasmo:

—¡Es Del Solar! —exclamó—. Algo le ha sucedido.

Corrió delante de los otros hacia el punto en que había resonado el grito, y a veinte pasos vio levantarse del suelo una figura negra que juraba y maldecía enérgicamente.

—¿Qué pasa? —interrogó Franky, reconociendo al guía en aquella figura rabiosa.

—Tropecé con algo —respondió Del Solar—. No se acerquen todavía.

—¿Qué diablo es? ¿No será un ángel cónico?

—Ángel no es —rezongó Del Solar—. ¡Tiene un olor que voltea!

En efecto, a medida que se acercaban a Del Solar, los expedicionarios advertían en el aire una pestilencia de origen dudoso.

—¡Es un cuerpo muerto! —exclamó al fin el petizo Bernini.

No tardaron en llegar junto a una forma oscura que se alargaba en actitud yacente sobre la tierra: el hedor era ya insoportable, y todos contenían sus respiraciones, menos el astrólogo Schultze que aspiraba con delicia el aire emponzoñado, sosteniendo ascéticamente que aquel aroma «a un tónico formidable para el alma. En seguida la identidad de aquella forma embarcó al grupo en las más extraordinarias conjeturas; pero Samuel Tesler hizo funcionar a tiempo su encendedor famoso, y a la luz escasa de la mecha el enigma quedó esclarecido: la masa oscura que había hecho caer a Del Solar era un caballo muerto.

Fantasmagórico resultaba el aspecto del animal bajo la luz fantasmagórica del encendedor automático: era un cebruno pampa, feo como él solo, cabezón y patudo, cuya osteología se destacaba en relieve bajo la piel raída y sucia; tenía sus dos ojos inmensamente abiertos a la noche (el de la izquierda reventado tal vez a picotazos por algún carancho madrugador), y su belfo caído manifestaba unos dientes gastados y sarrosos, de entre los cuales Adán, llorando casi, extrajo una brizna de hierba que no sería masticada jamás por el cebruno. El pobre animal, según observaba Schultze, trató acaso de levantarse en la hora de su agonía, pues debajo de sus remos la tierra estaba removida y en desorden. Pero lo que más, interesó al astrólogo fue el montón de bosta final que yacía bajo la cola del bruto y que le arrancó algunas reflexiones profundas acerca del
ars cacandi
en su relación con la muerte.

No es difícil adivinar el tenor de las elegías que aquellas almas piadosas dedicaron al cebruno yacente. Franky Amundsen, con sus ojos puestos en el animal, daba señales de haber caído en una meditación tristísima que se concretó al fin en esta desconsoladora sentencia:

—¡Lo que somos!

—¡Pobre mancarrón! —dijo Bernini, dando una patada en la carroña—. Su propietario lo abandonó aquí para que reventara sin jorobar a nadie.

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