Con aire digno el señor Johansen clavó en Samuel Tesler una mirada llena de humanidad.
—No seré un sabio —declaró—, pero tengo algo que usted no tiene: la experiencia de la vida.
—¡Bien por el Oso! —exclamó Franky—. El Oso habla como un libro abierto.
Samuel Tesler esbozó una sonrisa engañosa en su indulgencia.
—Vamos a ver —dijo, encarándose con su rival—, ¿cuántos años tiene usted?
—Cincuenta y siete —le respondió el señor Johansen con recelo.
—Pues bien —declaró el filósofo—, yo tengo cuarenta siglos de edad.
Aquella declaración produjo en el auditorio una visible sorpresa, ya que nadie, aun en sus cálculos más optimistas, había llegado a concebir una longevidad tan asombrosa.
—¡Está loco! —exclamó el señor Johansen estupefacto.
—O el León miente —observó Franky—, o es más viejo que mear contra la pared.
Aquí Samuel Tesler alzó un brazo que reclamaba serenidad.
—Quiero decir —insistió él, como preñado de secretos— que mi experiencia fue recogida en cuarenta siglos, a través de numerosas reencarnaciones.
—¡Un loco! —volvió a exclamar el señor Johansen.
—Por otra parte —añadió Samuel—, recordarán ustedes que la inteligencia es un don metafísico: se nace inteligente como se nace rubio.
Sus ojos volvieron a considerar la rechoncha figura del señor Johansen.
—Ahora bien —expuso doctoralmente—: palpen el cráneo de ese hombre. ¡Duro como una roca!
—¡Insultos no! —le gritó el señor Johansen.
—Cuarenta siglos de humanidad —concluyó Tesler— y cien dogmas filosóficos pasarían sobre ese cráneo sin dejar la menor huella.
El señor Johansen había llegado al borde mismo de su derrota..
—¡Es el colmo! —atinó a decir apenas con voz ahogada.
Y aquí Pereda se volvió a Franky Amundsen.
—¡El Oso trastabilla! —exclamó—. ¡El Oso está completamente groggy!
Franky abatió su cabeza roja.
—El León es demasiado ágil —refunfuñó— ¡Nadie le daría cuarenta siglos de edad!
Y era cierto: el señor Johansen estaba derrotado. Con más desdén que amargura volvió sus espaldas al grupo en el instante cabal en que
mister
Chisholm, atravesando el salón, le salía flemáticamente al encuentro. Las diestras del uno y el otro se chocaron con mecánica urbanidad. Luego entablaron una conversación secreta de la cual trascendieren las palabras que siguen: un «ruidosos coloniales» de
mister
Chisholm y un «es increíble» que balbucía el señor Johansen mirando aún de reojo hacia el sector metafísico.
Entretanto, la noche venía sobre la tierra y anticipaba su reinado en el salón, donde la penumbra ya lo envolvía todo, Adán Buenosayres miró el pedazo de cielo que se recortaba en el ventanal abierto sobre el jardín: y si la telúrica melancolía del anochecer otoñal se le metió en el alma por un instante, sintió luego un ansia loca de evadirse todo él hacia los grandes y silenciosos espacios que se abrían a través de aquel cielo duro y frío como una gema. Pero las luces de la araña se encendieron de súbito, y Adán volvió sus ojos ala tertulia cuyos personajes reanimábanse ahora bajo el nuevo esplendor. En aquel instante un viento de hilaridad agitaba el grupo de las señoras: la de Johansen reía estruendosamente, y su carnadura fofa temblaba debajo de sus vestidos como un globo de agua; por su parte, la de Amundsen le hacía un sonoro contrapunto, y hasta la de Ruiz las acompañaba discretamente con la media sonrisa de que su rostro de filo de hacha era capaz. Lucio Negri contábase ya entre los moradores del diván, sentado junto a Solveig con el aire más distraído del mundo: cierto era que Adán creyó ver la mano de Lucio retirándose furtivamente de la de Solveig en el momento en que se encendían las luces; pero no estaba seguro, y acaso había sido una ilusión de sus ojos. ¿Importaba ya? No. ¿Podía jurarlo? ¡Tejedor de humo! En cuanto al extremo del diván celeste, allí no se registraba novedad alguna: el astrólogo Schultze tenía la palabra, y el ingeniero, Ethel y Ruty parecían escucharle como alucinados.
Adán interrumpió sus observaciones, atraído por un coro de risas que se levantaba en su mismo sector. Era que Franky Amundsen, con el envaramiento de una nurse copetuda, se acercaba lleno de solemnidad y empujando la mesita rodante de los licores.
—Bebamos ahora que la paz reina —invitó Franky, deteniendo la mesita con una solicitud verdaderamente maternal.
Propicios a tan generoso convite, Del Solar, Pereda, Buenosayres y el petizo Bernini recibieron un vaso y una bendición de Franky. Pero Samuel Tesler se resistía, hundido aún en el hosco silencio en que había entrado al terminar su batalla.
—¡Vamos! —le dijo Franky—. ¡Aterricemos de una vez, y péguele al frasco! ¡Sangre de ballena, un poco de humanidad! El mismo Platón, si mal no recuerdo, se mamaba como un turco después de haber demostrado la cuadratura del círculo.
Y sirviendo al señor Johansen y a
mister
Chisholm que aún discurrían en secreto:
—¡Señores,
pax
! —los exhortó—.
Pax vobiscum.
Hubo un empinamiento general de codos en el que figuró hasta Samuel Tesler, el cual, llevado más por la cortesía que por otro motor alguno, se había rendido por fin a las instancias del elocuente copero.
Y de pronto Franky se volvió a Del Solar.
—¡Qué idea! —exclamó, señalando a Buenosayres y a Samuel—. Es necesario que los camaradas nos acompañen esta noche.
—¿De qué se trata? —le preguntó Adán.
—¡Chis! —lo silenció Franky—. Aventura criolli-malevi-funebri-putani-arrabalera, como diría el camarada Schultze.
Pero Del Solar había fruncido el entrecejo.
—Es peligroso —declaró—. Vamos a estar entre matones de ley que no aguantan pulgas.
—¿Irá el taita Flores? —inquirió Pereda.
—Seguro —le contestó Del Solar clavándole una mirada significativa.
—¡Hum! —gruñó Pereda—. Si va el taita Flores hay que pensarlo mucho.
El corto diálogo que acababan de sostener los dos líderes criollistas dejó en el aire un retintín de misterio y un aroma de secreta peligrosidad. Desgraciadamente Franky Amundsen insistía.
—Será una noche de todos los diablos —anunció—. ¡Por las barbas del Profeta! ¡Nos hundiremos hasta la verija en el criollismo! ¡Patearemos el fango del arrabal! ¿Se trata o no de un viaje al infierno? ¿Sí? Entonces el poeta y el filósofo deben acompañarnos, o yo no entiendo una miércoles de clasicismo.
—Por mí, que vengan —refunfuñó Del Solar estudiando a Tesler y a Buenosayres con ojos aún dubitativos—. Pero hay que ir, mirar y callarse la boca. De lo contrario no respondo.
Una mezcla de irritación y de lástima se había traslucido ya en el semblante del filósofo villacrespense. No ignoraba él los estragos que venía produciendo en la última generación una doctrina herética en sus principios y dudosa en sus fines, la cual, elaborada tal vez en el sucio crisol de algún cenáculo irresponsable, había tornado un vuelo sin parangón en la historia de nuestra metafísica nacional y justificaba los alarmados gritos que ya se oían por doquiera: «Criollismo» era el nombre de tan oscura heterodoxia; y si fue inspirada o no por el propio Mandinga es cosa que sabremos el Día del Juicio hacia el anochecer. Hurgando el cuerpo de aquella doctrina con el celoso bisturí de una ortodoxia sin claudicaciones, fácil era ver que se trataba de levantar hasta el nivel de los dioses olímpicos a ciertos personajes del suburbio porteño cuyas hazañas aparecían cuidadosamente registradas en los archivos policiales de la ciudad. Ahora bien, pertenecía nuestro filósofo a una raza que, si en el curso de sus frecuentes migraciones había quemado incienso en el altar de no pocas divinidades extranjeras, también hacía gala de haber mantenido intacto el oro de su propia tradición. No es mucho, pues, que ante aquel intento de bárbara idolatría, Samuel Tesler se nublase de pies a cabeza.
—¡Hasta dónde puede llegar una mala literatura! ¡Hasta convertir en héroes nacionales a dos o tres malevos inofensivos!
—¿Inofensivo el taita Flores? —protestó Del Solar escandalizado.
—¡Un nene! —rió estruendosamente Pereda—. ¡Con veintidós entradas en la policía!
El filósofo le clavó una mirada llena de sarcasmo.
—Debe ser un triste ladrón de gallinas —dijo—. Y me dan ganas de acompañarlos esta noche, sólo para vérmelas con ese taita de carnaval y meterlo a piñas debajo de su catre.
Risas incontenibles estallaron. Franky Amundsen, perplejo, se acercó al filósofo y le tanteó los bíceps.
—¡Esto es un hombre! —declaró al fin solemnemente.
Pero Samuel Tesler lo rechazó, ebrio de coraje.
—Estoy harto de oír pavadas criollistas —dijo—. Primero fue la exaltación de un gaucho que, según dicen ustedes y a mí no me consta, haraganeó donde actualmente sudan los chacareros italianos. ¡Y ahora les da por calumniar a esa pobre gente del suburbio, complicándola en una triste literatura de compadritos y milongueros!
Mientras el filósofo hablaba, Del Solar iba poniéndose de todos los colores. En su memoria desfilaban las imágenes de sus antepasados, héroes que vestían la chaqueta de los ejércitos libertadores o el chiripá de los feudales estancieros; hombres de barba dura y tierno corazón, allá, en las pampas nativas y entre orgullosos caballos. Al mismo tiempo, el señor Johansen y
mister
Chisholm se unían al grupo, atraídos por la violencia de las palabras que Samuel Tesler acababa de proferir.
—La devoción al recuerdo de las cosas nativas —tartamudeó Del Solar, pálido como la muerte— es ya lo único que nos va quedando a los criollos, desde que la ola extranjera nos invadió el país. ¡Y son los mismos extranjeros los que todavía se burlan de nuestro dolor! ¡Si es para llorar a gritos!
—¡Bravo! —aplaudió Franky—. ¡Eso está reclamando una guitarra!
—¡Hablo en serio! —le advirtió Del Solar en tono agrio.
Y prosiguió así:
—Es verdad que la ola extranjera nos metió en la línea del progreso. En cambio, nos ha destruido la forma tradicional del país: ¡nos ha tentado y corrompido!
—¡No hay duda! —corroboró el petizo Bernini, agitándose como un corcel que desea entrar en batalla.
Pero Adán Buenosayres intervino aquí:
—Yo diría que sucedió lo contrario —manifestó inesperadamente.
—¿Qué diría usted? —le preguntó Del Solar.
—Que nuestro país es el tentador y el corruptor, que el extranjero es el tentado y el corrompido.
Al oír tan insólita doctrina se produjo en el sector un movimiento general de asombro.
—¡Eso es una
boutade
! —protestó Bernini.
—¡Que lo demuestre! —exigió Pereda—. ¡Silencio!
—Hablo como argentino de segunda generación y como descendiente cercano de hombres europeos —comenzó a decir Adán Buenosayres, arrepentido ya de haberse lanzado a esa polémica inútil—. Para ver con alguna claridad en mi país y en mí mismo fue necesario que yo visitara las tierras de Europa, cuna de nuestros padres, y viese cómo eran aquellos hombres antes de su emigración. Los vi en sus aldeas y terruños, puestos en una vida penosa, y con un sentido heroico de la existencia que los hacía o alegres o resignados en su disciplina, en la fe de su Dios y en la estabilidad de sus costumbres. Los he visto: así eran y son así todavía. ¿Qué hizo nuestro país al ofrecerles el deslumbramiento de su riqueza? Los ha tentado.
Franky Arruinasen dio señales de una gran consternación.
—¡Los ángeles tentadores de Schultze! —dijo misteriosamente—. ¡Los ángeles piróscafos a dos hélices y coraza de acero!
—Y cuando esos hombres llegaron —prosiguió Adán—, ¿qué sistema de orden les ofreció el país a cambio del que perdían? Un sistema basado en cierto materialismo alegre que se burlaba de sus costumbres y se reía de sus creencias.
El filósofo villacrespense dejó escapar una risotada maligna.
—¿Y todo por qué? —dijo venenosamente—. ¡Porque dos o tres mulatos de la Revolución habían leído a Voltaire para deslumbrar a otros dos o tres mulatos y escandalizar a sus tías frailonas!
Eso era lo malo del filósofo villacrespense y lo que lo llevó a sufrir contrariedades innúmeras: un racismo feroz en virtud del cual resultaba que todo el universo era literalmente mulato, con la única excepción del mismo filósofo. Dejando aparte su infinita vanidad en esa materia, y sin desconocer sus méritos de hombre ostensiblemente favorecido por las Musas, ¿con qué autoridad ultrajaba el sentimiento patrio de sus colegas de sector, él, retoño final de un pueblo que, a consecuencia de una maldición teológica, erraba todavía por el mundo y había perdido enteramente su sensibilidad nacional? Tales ideas batallaban en el ánimo de los que habían oído las condenables palabras de Samuel. Y acallado el rumor de las protestas:
—¡Ha insultado a nuestros gigantes padres! —rugió Franky Amundsen, tendiendo hacia el filósofo un puño amenazador.
—¡Un extranjero! —apostrofó Del Solar—. ¡Un extranjero indeseable!
—¡Muerde la mano que le da de comer! —insistió Franky, utilizando una feliz reminiscencia de sus azarosas lecturas.
Luis Pereda levantó aquí su brazo conminatorio.
—¡Déjense de hacer bochinche! —dijo—. Estamos oyendo una versión de nuestra realidad, un punto de vista nuevo. ¡Hagan el favor de callarse la boca!
El silencio fue restablecido en el acto, y Adán Buenosayres pudo continuar:
—Decía que los extranjeros hallaron en el país, no un sistema de orden, sino una tentadora invitación al desorden. Casi todos eran ignorantes: no tenían defensa. Y olvidaron su tabla de valores por aquel fácil estilo de vida que les enseñaba el país. Y la obra de corrupción iniciada en los padres fue concluida en los hijos: los hijos aprendieron a reírse de sus padres emigrados, y a ignorar o esconder su genealogía. Son los argentinos de ahora, sin arraigo en nada.
Adán Buenosayres había terminado, y en el sector metafísico se produjo un corto silencio.
—Me parece que ha recargado las tintas —opinó al fin Del Solar, volviéndose al petizo Bernini.
—¡Demasiado!—asintió el petizo—. No hay duda que macanea.
Sereno y estudioso, Luis Pereda se dirigió a Buenosayres:
—De acuerdo con ese punto de vista, ¿cuál es tu posición de argentino?
—Muy confusa —le respondió Adán—. No pudiendo solidarizarme con la realidad que hoy vive el país, estoy solo e inmóvil: soy un argentino en esperanza. Eso en lo que se refiere al país. En cuanto a mí mismo, la cosa varía: si al llegar a esta tierra mis abuelos cortaron el hilo de su tradición y destruyeron su tabla de valores, a mí me toca reanudar ese hilo y reconstruirme según los valores de mi raza. En eso ando. Y me parece que cuando todos hagan lo mismo el país tendrá una forma espiritual.