Adán Buenosayres (19 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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Y añadió, esbozando una sonrisa de beatitud.

—La próxima vez el mundo será destruido por el fuego.

—¡Diablo! —gruñó el señor Johansen, rascándose la nuez.

Pero Lucio Negri había soltado una carcajada, y el señor Johansen recobró la serenidad.

—¿Cuándo? —inquirió por las dudas.

—Al finalizar este siglo —respondió Samuel con absoluta sangre fría.

El señor Johansen respiró. ¡Quedaba tiempo!

La obra de papel y engrudo estaba ya concluida, y
mister
Crisholm, en lo alto de su escalera, se vio enteramente circundado por un cielo de sangre donde mil pájaros azules giraban en torbellino.


Good
—carraspeó
mister
Chisholm, visiblemente satisfecho.

Después volvió sus ojos hacia el salón, y a través del humo de los cigarrillos alcanzó a distinguir siete u ocho siluetas que hacían vagos ademanes. Pero el tumulto de las conversaciones llegaba claramente a sus oídos: el tono general de la tertulia se había levantado, y a la risa de las muchachas uníanse de pronto las voces ardientes de los discutidores y el grave cacareo de las matronas.
Mister
Chisholm se sintió aislado en su cielo de sangre: apuró su vaso, y estaba seco; chupó su pipa, y estaba fría. Solo.
Mister
Chisholm estaba solo entre sus pájaros azules. ¿Desolación? Quizá. Pero el caso era que una legión de hombres islas como él, distribuidos convenientemente por el globo terráqueo, sostenían el imperio más formidable que vio este mundo. Al pensar en ello
mister
Chisholm se irguió en su escalera, e instintivamente sus ojos buscaron el mar.

Pero en aquel instante la horda irrumpió en el vestíbulo: Luis Pereda, Franky Amundsen, Del Solar y el petizo Bernini, cuatro sujetos ya ilustres en los anales de la parranda y el folklore, se metieron en el vestíbulo con la fuerza de un ventarrón. Y el primero en entrar fue Luis Pereda, el cual, cegatón y bochinchero, aventuró tres o cuatro zancadas al azar, se llevó por delante la escalera e hizo que
mister
Chisholm se bamboleara en las alturas.


¡Hello, mister
Chisholm! —gritó Franky Amundsen.


Excuse me, sir
—tronó Pereda, reanudando su marcha de jabalí ciego.

—¡Salvajes! —rezongó
mister
Chisholm entre dientes y pipa.

Los cuatro héroes inimitables entraron en el salón, donde fueron recibidos con alegres exclamaciones. Y de pronto Bernini detuvo a sus tres camaradas en el centro de la tertulia.

—¡Miren! —les dijo, señalando los diversos grupos que la integraban—. Lo que yo les decía: hombres por un lado y mujeres por otro. La disyunción de los sexos. ¡El gran problema de Buenos Aires!

Pero Franky, Del Solar y Pereda siguieron avanzando hacia la mesita de los licores; y una vez allí, al pie de la vaca, restablecieron abundantemente su vigor dilapidado en quién sabe qué generosas aventuras, mientras el petizo Bernini, sin ocultar sus demográficas inquietudes, entraba en el sector metafísica, que lo recibía con los brazos abiertos. Y no era que los tres bebedores recién llegados menospreciasen asuntos de tanta hondura como el que Bernini acababa de sugerir: por el contrario, una vez cumplidas las libaciones a que los obligaba ritualmente su fervorosa devoción a Mercurio, reanudaron una encuesta que sin duda los traía perplejos; como que se trataba de conocer exactamente la naturaleza del «Compadrito mil novecientos» y las alteraciones introducidas en aquel asombroso tipo humano por los nuevos contingentes raciales que desde comienzos de siglo recibiera la Gran Capital del Sur. Y el que llevaba la voz cantante no era otro que Luis Pereda, maestro indiscutido en tan difícil asignatura, el cual, mediante un disco grabado en 1903 para Gath y Chaves, se proponía demostrar una tesis que suscitaba por ahora fuertes resistencias.

—Oigamos ese disco —propuso al fin Del Solar, chupando una quilométrica boquilla de marfil que sin duda hubiera estado mejor en el
boudoir
de una
cocotte.

Pero Franky Amundsen era uno de aquellos hombres estériles que acostumbran lanzar la baba de su escepticismo sobre la rosa virgen de cualquier entusiasmo. Su bagaje intelectual, adquirido en la lectura exclusiva del género detectivesco y las novelas de piratas, no solamente lo inhibía para todo comercio legítimo en el campo de las letras y las artes, sino que lo llevaba de súbito a proferir juramentos y blasfemias totalmente anacrónicos, gracias a los cuales entendía él parecerse a un filibustero de las Tortugas.

—¡Por las barbas del Profeta! —rezongó Franky—. ¡Si ese disco no es una estupidez, que me coman las hormigas!

No obstante, los tres campeones se dirigieron hacia el fonógrafo que yacía en un ángulo del salón; y dueños ya del anticuado mecanismo, Franky empezó a darle cuerda irónicamente, al par que Luis Pereda hundía su nariz en un maremágnum de discos y buscaba lleno de ansiedad, no de otro modo un jabalí revuelve la tierra con su trompa, en busca de algún tubérculo subterráneo.

—¡Aquí está! —gritó por fin—. ¡El taita de mil novecientos, químicamente puro!

Con mano temblona extrajo el disco de su envoltura, lo acomodó en la platina y dejó caer el
pick-up.
Una voz gangosa brotó del fonógrafo.

Venía por la barranca

un tranguay angloargentino,

cuando a mitad de camino

encuentra un carro encajao.

«¡Compañero, hágase a un lao!»

dice el del coche al carrero...

No es posible describir el éxtasis en que cayó Luis Pereda no bien el penúltimo verso fue rezongado.

—¡Escuchen esa voz! —dijo con aire de triunfo—. Es el malevo primitivo: el gaucho recién urbanizado. ¡Ni sombra todavía de la influencia itálica!

«
Si
no vienen a poner

una cuarta, ¡todo el día

estará el carro en la vía!»

Y el cochero, ya enojao,

le contesta: «¡Dos biabazos

te daría por pesao!»

Aquí el éxtasis de Pereda cedió lugar a una ola de coraje que lo sacudió hasta en sus cimientos.

—¡Ah, tigre! —rió y gritó a la vez, contoneándose a la manera de un taita ya listo para entrar en la de San Quintín.

Franky lo estudiaba con cierta melancolía glacial.

—¡Despampanante! —observó al fin, señalando a Pereda—. Lo mandan a estudiar griego en Oxford, literatura en la Sorbona, filosofía en Zurich, ¡y regresa después a Buenos Aires para meterse hasta la verija en un criollismo de fonógrafo! ¡Bah! ¡Un pobre alienado!

El fonógrafo gangueó ahora, en tono excitado:

El carrero

se ataja la puñalada,

y a las dos o tres paradas

le larga un viaje al cochero,

que si éste no es tan ligero

y en el aire lo abaraja,

media barriga le raja,

como sandía campera…

Las estruendosas risas de Pereda se dejaron oír hasta romper los tímpanos.

—¡Un triste alienado! —rezongaba Franky—. Si no es un caso patente de onanismo intelectual, ¡que me coman las hormigas!

Pero en aquel instante una voz airada llegó desde el sector metafísico de la tertulia.

—¿Qué dicen? —inquirió Pereda, volviendo hacia el grupo metafísico una jeta noblemente agresiva.

—¡Que hagan callar ese maldito fonógrafo! —le contestó Samuel.

Entonces Franky Amundsen detuvo la máquina sonora y se acercó luego al filósofo villacrespense, claro está que seguido de sus dos compinches.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —dijo con voz meliflua y palmeando amistosamente la nuca de Samuel como se hace con un gato enfurecido al que se desea calmar.

El filósofo señaló a Lucio Negri con su índice rematado en una larga uña luctuosa.

—¡Necesito el silencio más absoluto! —exigió—. Estoy tratando de sorprender en este hombre algún vestigio de inteligencia metafísica.

—¿Resultado? —le preguntó Franky.

—Negativo.

—¡Me lo temía!

Retirando sus ojos del diván celeste, Lucio dio señales de querer hablar. Pero Franky lo detuvo con un ademán autoritario.

—¡Silencio! —le ordenó—. Apostaría a que nuestro filosofo se atrevió a demostrar en público la inmortalidad del alma.

—Eso mismo —le contestó Lucio riendo.

—Así es —dijo el señor Johansen, que adivinaba en Franky a un nuevo y poderoso aliado.

Franky Amundsen consideró al uno y al otro con aire pesimista. Luego, volviéndose al filósofo:

—Apostaría —le dijo, señalando a Lucio— a que el joven matasanos acaba de negar públicamente la inmortalidad del alma.

—¿La inmortalidad? —gruñó Samuel—. Ha negado la misma existencia del alma.

—¡Desalmado! —exclamó Franky, tendiendo a Lucio Negri un índice acusador.

Y añadió, mientras paseaba sus ojos nostálgicos por el recinto:

—¡Vientre de tiburón! ¡Pensar que la casa de mis antepasados ha venido a degenerar en este burdel filosófico!

Giró de pronto sobre sus talones, y al enfrentarse de nuevo con el grupo dejó traslucir una expresión fanática.

—Pues bien —dijo misteriosamente—, yo, un ciudadano anónimo, yo, la última porquería del mundo, acabo de descubrir el método infalible para demostrar la existencia del alma.

Voces de asombro y risas incrédulas estallaron en el sector metafísico.

—Sí —aseguró Franky Amundsen—. Cuando algún maldito pagano se atreve a negar la existencia de su alma, sólo nos queda un recurso extremo para demostrarle que la tiene.

—¿Cuál? —preguntó el señor Johansen.

—Rompérsela.

Llovieron los aplausos, y Franky saludó como lo hacen los boxeadores, uniendo las dos manos por encima de su cabeza roja. De pronto, nublada ya la frente, se dirigió a Luis Pereda.

—¡Sangre de morsa! —le confió, lleno de amargura—. ¡Y decir que por semejantes idioteces estos paganos han hecho enmudecer al compadrito del mil novecientos!

Había llegado la hora del petizo Bernini, sociólogo de vanguardia, el cual (si hemos de dar crédito a un horóscopo debido a la pluma de Schultze) había nacido bajo tales conjunciones y oposiciones astrológicas, que todos los problemas humanos encontraban en su intelecto una solución definida por alguno como aputanada y por otros como rigurosamente científica, y que se vinculaba siempre con la tan difícil cuanto agradable unión de los sexos.

—Trifulcas intelectuales —pontificó—, bochinches en las canchas de fútbol, refriegas políticas en los comités. ¿Qué son al fin y al cabo? Las válvulas de escape que utiliza un pueblo sexualmente reprimido.

—¡El problema sexual! —anunció Franky en tono agorero.

Una carcajada irónica de Samuel y otra festiva de Pereda se unieron en estruendoso acorde.

—¡Ríanse! —los amonestó Bernini—. Las estadísticas de la ciudad revelan una inquietante desproporción entre hombres y mujeres.

Franky lo tomó brutalmente de las solapas:

—¡Las cuentas claras! —le gritó—. Según tus rufianescas estadísticas, ¿cuántas mujeres nos tocan a cada hombre?

—¡Media mujer! —se lamentó Bernini.

Franky no disimuló su alivio.

—¡Estoy salvado! —exclamó—. ¡Venga la mitad que me corresponde! ¡Sangre de morsa! Peor es nada.

Y agregó, con los ojos llenos de inteligencia:

—Pero mediante una condición.

—¿Qué condición? —le preguntó Bernini.

—Que la mitad que me toque sea de la cintura para abajo.

Lleno de cólera y de inquietud el señor Johansen se llevó un índice a los labios y señaló con el otro a las muchachas del diván celeste.

—¡Chist! —suplicó—. ¡No griten!

Pero Samuel Tesler se había ensombrecido.

—¡Que se haga girar el enigma del hombre alrededor del sexo! —rezongó—. ¡La bestia coronada de flores!

—¿Y por qué no? —dijo Lucio Negri—. Según Freud...

—¡Freud es un chancho alemán! —le interrumpió Samuel, como si acabaran de nombrarle al mismo demonio.

Lucio Negri le dirigió una sonrisa de hiel.

—Entiendo que Freud pertenece a la «raza elegida» —repuso blandamente.

Con un gesto de íntimo dolor el filósofo acusó el golpe.

—Ahí está lo malo —dijo—. Pertenece a una raza teologal, y ha deshonrado a su raza.

Y poniéndose de pie concluyó, en un arranque de ira tremenda: —Si ese descastado goza de cierto prestigio, se lo debe a la burguesía internacional, que ha encontrado en las ideas freudianas el modo de justificar científicamente sus peores vicios. ¡Nada más!

—¡Bravo! —gritó Franky, oprimiendo con fervor la mano del filósofo que se había tendido como para maldecir
urbi et orbi.

—¡Un anarquista! —chilló el señor Johansen—. ¡Me lo figuraba! Trémulo de indignación Lucio Negri se dispuso a iniciar el mutis. —Me voy —dijo—. ¡Esto es un loquero!

Y sin más ni más abandonó el campo de batalla donde había inferido y ganado a la vez tantas honrosas heridas: ni vencido ni vencedor, Lucio Negri se dirigió al diván celeste por el sendero de una suave mirada que venía reclamándolo y que lo invitaba elocuentemente a desertar las iras de la guerra.

Decir ahora el sentimiento con que el señor Johansen vio partir a su joven aliado es tarea que raya en lo imposible. Con todo, fiel a su naturaleza hiperbórea, el señor Johansen, al deponer su frialdad, se había embarcado en un ardor beligerante difícil ya de contener.

—¡Cosa bárbara! —tartamudeó, señalando al filósofo que había vuelto a caer en su butaca—. ¡Este señor es un energúmeno!

—¡Bueno, bueno! —dijo Pereda—. ¿Conque también el Oso de Laponia se ha metido en el bochinche?

Samuel Tesler consideró al señor Johansen con retrospectiva malevolencia.

—Este señor —dijo— lloraba de ternura cuando el medicucho hacía la exégesis del progreso.

—¡No he llorado nada! —le replicó el señor Johansen con ingenuidad absoluta, pero también con absoluta cólera.

En este punto Franky Amundsen intervino de nuevo.

—¡Cuidado! —advirtió sin ocultar su alarma—. El Oso de Laponia es tímido, pero cuando se irrita no hay quien le pise el poncho.

Ebrio de júbilo ante aquel nuevo adversario que le hacía frente, Samuel amenazó al señor Johansen con el dedo.

—Este hombre —dijo— tiene la desgracia de creer que le asiste el derecho de opinar sobre cosas que no entiende, no ha entendido ni entenderá nunca.

Pereda se volvió a Franky.

—¡Hum! —le dijo—. El León de Judá enseña las garras.

—Pero el Oso no es manco —le respondió Franky—. ¡Silencio! El Oso toma la palabra.

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