Desde hacía rato el petizo Bernini estaba que se salía solo de la vaina: hombre de intelección y de pasión, su naturaleza dual presagiaba un estallido.
—El país no necesita buscar su alma en el extranjero —anunció al fin—. Hay alguien que se la dará, y sin pedírsela.
—¿Quién? —le preguntó Adán.
—¡El Espíritu de la Tierra!
Samuel Tesler volvió a dejar oír su risa peligrosa.
—¡Naturalmente! —dijo—. Un buen día la pampa se abrirá de piernas y parirá una metafísica.
—Hablará el Espíritu de la Tierra —insistió el petizo, atorado de misterio—. ¡Hablará, no lo duden!
—Y hará un papelón —dijo Franky—. Soltará un mugido de vaca.
Pero Del Solar no admitía ya componenda ninguna.
—Con o sin Espíritu de la Tierra —exclamó—, ¡que nos dejen en paz los extranjeros! Esto ya no es un país: es una factoría.
La posición de uno y otro bando era irreductible: una guerra civil parecía inminente. Y el ardor bélico asomaba ya en todos los ojos, cuando
mister
Chisholm, deponiendo una indiferencia que a nadie había engañado, hizo llover sobre Del Solar todo el hielo de las brumas natales.
—Eso es una ingratitud —le dijo—. Una ingratitud y una salvajada. Me gustaría saber qué hubiera sido esta nación, por ejemplo, sin el concurso de Inglaterra. ¡Me gustaría saberlo, palabra de honor!
El asombro más vivo se reflejó en todas las caras. Del Solar, Buenosayres, Pereda, Bernini, Franky, todos a una se miraron en silencio y como petrificados. En seguida, e instintivamente, aquellos hombres tan desiguales en origen, humor y pensamiento se acercaron el uno al otro, tal como si estrecharan filas contra un peligro común. Cierta oleada de calor heroico les encendía ya los semblantes: los pelos de la nuca se les erizaban ante la inminencia del choque. Y el primero en salir a la liza fue Bernini, cuya intrepidez era famosa en este género de batallas internacionales.
—Creo que
mister
no ha entendido bien —empezó a decir—. Para nosotros Inglaterra no es el extranjero.
—¡Ah, ah! —sonrió
mister
Chisholm complacido—. ¿Qué cosa es entonces?
—¡Inglaterra es el enemigo! —le respondió Bernini en son de trompeta.
Fue la señal del asalto. Samuel Tesler se adelantó de pronto hasta
mister
Chisholm, y tras una profunda reverencia le anunció solemnemente:
—
Delenda est Britannia!
—Les rechazamos dos invasiones —tronó Del Solar—, pero nos han vencido en la tercera: la de la esterlina.
Rojo como un gallo de pelea
mister
Chisholm tendió su puño a los insurgentes.
—¡Nadie puede negar la misión civilizadora de Inglaterra! —carraspeó—. ¿Quién se atreve a negarla?
—¡Yo! —dijo el filósofo—. Históricamente hablando, Inglaterra sigue como en los tiempos de Roma. Nunca se dejó civilizar del todo, rebelde como es a la línea tradicional y al orden eterno. ¡Y esos bárbaros envueltos en elegantes casimires pretenden civilizar a hombres que tienen cuarenta siglos de metafísica en la sangre!
—¡Ya salió con sus cuarenta siglos! —murmuró el señor Johansen rencorosamente.
—¡Indios! —rezongaba
mister
Chisholm— ¡Peores que indios!
Y aquí Bernini dio la carga famosa que habría de valerle tanto laurel en lo futuro. Volviéndose a sus pares exclamó:
—¡Basta de fiorituras! Al fin y al cabo, ¡que nos devuelvan las Malvinas!
A partir de aquel instante la confusión se hizo indecible: gritos, risas y amenazas respondieron al clamor del petizo. Con su español enrevesado que esgrimía como una espada rota,
mister
Chisholm trataba de responder a tantos enemigos; pero su voz no se oía bajo el peso de las muchas que lo acosaban. Franky se había dirigido al diván celeste, y, dejándose caer entre su hermana Ethel y Ruty Johansen, agitaba su cabeza pelirroja en un tremendo ataque de risa. Erguido ahora en el taburete del piano y tendiendo a
mister
Chisholm un puño agresor, Samuel Tesler vociferaba:
—¡Que nos devuelvan las Malvinas!
Sobresaltada en extremo, la tertulia volvía sus ojos a los combatientes del sector metafísico.
—¿Qué sucede? —preguntó la señora de Johansen con alguna inquietud.
—Nada —respondió la de Amundsen—. Creo que me lo están vapuleando al inglés.
Sin ocultar su desagrado la señora de Ruiz consideró un instante a los revoltosos.
—Gente poco seria —dijo al fin, volviéndose a la de Amundsen—. Francamente, no entiendo cómo puede recibirlos en su casa.
—Son los intelectuales amigos de Ethel —explicó la señora de Amundsen con una sonrisa benévola.
Al mismo tiempo Lucio Negri, acomodado entre Marta y Solveig, hacía la más negra pintura del filósofo villacrespense que aún atizaba el fuego de los beligerantes.
—Su cuadro es muy simple —decía Lucio—: simulación del genio, megalomanía elevada al cubo y una esquizofrenia verdaderamente notable.
—¿A eso le llama un cuadro simple? —dijo Marta Ruiz en los umbrales de la risa.
—Y no es todo —añadió Lucio—. El hombre padece de locura mística. No hace mucho pretendió hacerme creer que durante sus iluminaciones le brotaban chispas de la cabeza y aromas exquisitos de la piel. Cuentan por ahí que fue internado una temporada: se decía el Cristo Negro y le daba por cachetear a los vigilantes.
Pero Haydée Amundsen no lo admitía.
—¡Calumnias! —protestaba, tapándose graciosamente las orejas—. Es un genio incomprendido.
—¡Por favor, Haydée! —le suplicó Marta—. ¡El Cristo Negro! ¡Un hombre al que le salen chispas y aromas!
—No he visto sus chispas —declaró Haydée muy seria—, pero estoy segura de su perfume: es una loción barata que se administra él todos los jueves y que se llama «Nuit d'amour».
—¿Qué? —gritó Marta—. Una loción...
La risa de Marta y la de Haydée se tejieron ahora como dos hebras iguales; y hasta Solveig condescendió a la sonrisa, olvidándose acaso de su propio misterio.
Entretanto, el grupo que dirigía Ethel Amundsen, y que hasta entonces no había intervenido en los incidentes de la tertulia, se acababa de trenzar en una discusión cuya inofensiva materia no dejaba entrever por ahora los acontecimientos excepcionales a que daría lugar en un futuro no lejano. Muy contradictorias eran, en efecto, las reacciones que provocaba en su auditorio el ingeniero Valdez, al desarrollar una tesis cuyo rigor destruía, sin más ni más, el dogma eterno del albedrío humano. Encabritándose como una noble yegua de torneo, Ethel Amundsen interrumpía frecuentemente al orador, ya con sus objeciones duras, ya con movimientos negativos de su hermosa cabeza. Por su parte, Schultze entornaba los ojos y sonreía lleno de benignidad, tal un iniciado que oyera exponer a un novicio la más rudimentaria de las verdades ocultas. En cuanto a Ruty Johansen, pasaba del asombro a la incredulidad y de la incredulidad a la vacilación.
Graves eran, sin duda, las palabras con que el ingeniero Valdez remató su alegato. Lo cierto fue que la enardecida Ethel Amundsen, arrojándose fuera del diván celeste, solicitó de pronto la atención de la tertulia.
—¡Oigan! ¡Oigan! —exclamó—. El ingeniero afirma que puede hipnotizar a cualquiera de nosotros.
Un silencio total se hizo en el salón de los Amundsen, y dieciocho miradas interrogativas se clavaron en el ingeniero Valdez, que resistió con indiferencia el peso de tantos ojos.
—Es la cosa más vulgar del mundo —rezongó Schultze—. Absolutamente
pompier.
—El hipnotismo —declaró Samuel Tesler sin ocultar su asco— es un hecho que no sale del orden natural. Cualquier empleado de tienda, suficientemente instruido, puede hacer las delicias de una tertulia hipnotizando a tal o cual señorita más o menos clorótica.
Afable como de costumbre, el ingeniero Valdez asintió con un movimiento de su cabeza pelada.
—Justamente —dijo—. Es lo que yo venía explicándole a Ethel.
—Cuando Charcot realizaba sus investigaciones en la Salpetrière... —comenzó a decir Lucio.
Pero Ethel no le dejó concluir la frase, y volviéndose al ingeniero exclamó:
—¡La prueba! Usted se ha comprometido a hipnotizar a uno de nosotros en esta misma sala.
—Estoy a sus órdenes —le respondió el ingeniero.
Y estudiando a los presentes con sus fríos ojos de cobra les preguntó:
—¿Quién desea someterse a la experiencia?
Hubo en la sala un movimiento general de repulsa: era visible que nadie quería ser hipnotizado. El mismo Samuel Tesler, que no cejaba en terreno alguno, manifestó desaprobar esa clase de experimentos, y reveló al auditorio ya suficientemente alarmado el peligro de jugar con ciertas energías que si bien entraban, como había dicho, en el orden natural de los fenómenos, rompían a veces los diques del ser y lo arriesgaban a una posible invasión de las «influencias errantes». Pero Marta Ruiz tenía la pasión de las fuerzas oscuras y amaba todo lo violento y desencadenado. Por eso fue que, desgajándose de sus temblorosas compañeras, avanzó un paso, dos pasos, tres pasos hacia el ingeniero Valdez, que le sonreía ya con la más engañosa de las benignidades.
¿Quién podrá referir la admiración y el respeto con que la tertulia seguía el peligroso avance de Marta? El ejemplo del pajarillo fascinado y de la fascinadora serpiente acudía, como es natural, a todas las imaginaciones. ¿Y quién dirá la angustia de una madre que, olvidando hasta los preceptos del doctor Aguilera, veía cómo el fruto de sus amores caminaba lentamente hacia el abismo? La señora de Ruiz lanzó un grito final de rebeldía:
—¡No, Marta! —exclamó—. ¡No me gustan esas bromas!
Pero Marta Ruiz había llegado, y el ingeniero Valdez le acariciaba ya las sensibles muñecas. Toses, remover de sillas, cuchicheos, todo anunciaba que la tertulia se disponía nerviosamente a hundir una mirada en las tinieblas de lo incógnito. El señor Johansen habíase unido al grupo de las matronas, las cuales procuraban tranquilizar a la de Ruiz, cuyos ojos de lezna se habían clavado en el presunto hipnotizador. En el diván celeste las tres niñas de Amundsen, Ruty Johansen, Schultze y Lucio Negri formaban ahora un solo bloque: todos ellos parecían muy excitados, con la sola excepción del astrólogo, el cual, ostensiblemente, procuraba ocultar uno que otro bostezo. Franky Amundsen, ubicado en la primera fila, juraba como un changador al anunciar a sus adláteres que aprendería la noble técnica del hipnotismo, aunque sólo fuese para dormir a sus numerosos acreedores. Fieles aún al rincón metafísico, Samuel Tesler y Adán Buenosayres aguardaban, el primero atrincherado en un mutismo lleno de hostilidad y el otro ausente, al parecer, de la tertulia. En cuanto a
mister
Chisholm (que tras de su batalla se había enfrascado en la lectura del
Buenos Aires Herald),
doblaba ya su hoja favorita, curioso de saber qué nueva farsa representarían ahora los endiablados «coloniales». Todo estaba listo: escenario, actores y espectadores.
Fuerza es decir que la tertulia se chasqueó en grande si esperaba un comienzo de tipo sensacional. He ahí que, tras ordenar la disminución de algunas luces, el ingeniero Valdez, indiferente a la universal expectativa, comenzó a charlar con Marta Ruiz en un tono cuya displicencia engañó a la mayoría de los observadores. Pero, ¡ay!, los entendidos en el arte no dudaron que se trataba de una maniobra, y que el ingeniero Valdez, con infalible maestría estaba enredando a su presa en el hilo de aquella voz meliflua, sutil, adormecedora. Poco a poco fueron quebrándose las respuestas de Marta: sus parparos caían y se levantaban, como si un sueño irresistible la invadiera. Entonces el ingeniero le tocó el pulso con una mano y le acarició las sienes con el pulgar de la otra. Marta quedó rígida.
—Usted duerme —le dijo el ingeniero—. ¿Duerme?
—Sí —respondió Marta con un hilo de voz.
—¡Duerma! Pero tranquila, ¿no? Absolutamente tranquila.
Sólo ahora la tertulia se dio cuenta del prodigio que acababa de obrarse, y ante Marta dormida no pudo contener un bisbiseo de admiración. Pero la señora de Ruiz tenía el color de las hojas en otoño.
—Vamos a ver —dijo el hipnotizador a la durmiente—. ¿Qué trozo de música es el que más le agrada?
—La
ouverture
de «Tannhäuser» —contestó la durmiente sin vacilar.
—Pues bien, ¡oiga! Una orquesta lejana está ejecutando la
ouverture.
¿Oye?
Marta pareció aguzar el oído.
—Sí —balbuceó—, una orquesta lejana.
—Pero ya se acerca. ¿Oye los metales, cada vez más fuertes?
—¡Sí, los metales!
—Ahora usted se halla en el centro de la orquesta —le dijo el ingeniero—. Ve la cara de los músicos, el movimiento de los arcos, el brillo de los cobres. Y la música sube, crece, hace temblar la sala. ¿Oye?
Con las narices aleteantes y el rostro encendido, la bella durmiente oía el
crescendo
musical de «Tannhäuser». La tertulia no respiraba casi, tanto era su asombro. Ya un sudor helado mojaba la frente de la señora de Ruiz. Mas el ingeniero tranquilizó con algunos pases a la durmiente criatura, y cuando juzgó que había recobrado la placidez de su sueño le dijo:
—Usted está triste. Una pena íntima la devora.
El semblante de Marta se contrajo en un rictus de pena.
—Usted está llorando —le insinuó el ingeniero—. ¡Llore!
Y Marta rompió a llorar con tanto brío, que los observadores, humanos al fin, sintieron un angustioso nudo en sus gargantas. Por fortuna el ingeniero Valdez reconstruyó en su durmiente la serenidad primera, y le dijo:
—Ya pasó la tristeza. En este momento siente usted una gran alegría: es un deseo de reír que la inunda toda.
—Sí —asintió Marta—. Una gran alegría.
—¡Ríase! —le ordenó el ingeniero.
Marta dejó escapar una risita, sólo una risita de tres por cinco.
—¡Más fuerte! —volvió a ordenarle su hipnotizador.
Entonces la risa de Marta se hizo tan caudalosa, que la tertulia entera soltó, a pesar suyo, el trapo de una hilaridad irresistible; de modo tal que Franky Amundsen juró luego haber visto reír al propio
mister
Chisholm, afirmación absurda que nadie creyó, naturalmente. Lo que ya no se discutía era la victoria del ingeniero Valdez, el cual, cerrando sus oídos al murmullo halagador de la tertulia, se afanaba en la preparación de su golpe maestro.
—Ustedes no ignoran —dijo volviéndose a los observadores— que todo el mundo vacila en dejarse caer hacia atrás, aun sabiendo que alguien, a sus espaldas, lo sostendrá en la caída.