—¡Gran Dios! —murmuré, volviéndome hacia el astrólogo—. ¿Qué pueblo es ese que tanto se agita en la llanura? Todas esas caras me son familiares, como si las hubiera visto mil veces en la calle Florida, en el Luna Park o en el estadio de Boca Juniors.
—Es el pobre Demos —respondió Schultze—: la
mayoría
nuestra que, inclinada igualmente al bien y al mal, sigue la dirección de cualquier viento. Sus actos y voces anuncian a las claras que hoy la solicitan vientos despreciables. Pero con ese mismo barro un
Neogogo
hará maravillas.
—¿Y por qué los ha zampado en ese infierno?
—Esto no es aún la Cacodelphia tenebrosa —volvió a corregirme Schultze—. Es el suburbio de los irresponsables.
—Pero es ya bastante sombrío —insistí yo, considerando una vez más la llanura y el grosero trajín de sus pobladores.
—Si bien lo mira —concluyó Schultze—, resulta una fiel imagen de la existencia que todos ellos cumplen en la Buenos Aires visible. Pero ya es hora de bajar al Helicoide: allá le será dado ver a los responsables, y en posturas nada cómodas.
El astrólogo caminó a lo largo de la terraza; y yo lo seguí, preguntándome ahora cuál sería el embarcadero a que se había referido él anteriormente; pues, aunque miraba y remiraba en tomo a mí, no veía yo ni sombra de río, mar o laguna. No tardamos en llegar ante la boca de un agujero, cisterna o pozo que se abría en el mismo centro de la terraza y dentro del cual descendía un plano inclinado muy liso.
—¿Y esto? —pregunté, no sin desconfianza.
—Un tobogán —me respondió el astrólogo—. El
santobogán.
—Si tenemos que bajar por ahí —le dije—, ¡muy buenas noches!
—¡Es muy sencillo! —me aseguró Schultze—. Uno se sienta en el plano y se deja resbalar alegremente.
Uniendo la acción a la palabra, el astrólogo saltó al tobogán y desapareció en un instante, mientras yo le gritaba que no lo seguiría por aquella ruta, que regresáramos a Buenos Aires o que se fuera solo al infierno. Escuché largamente, inclinado sobre la cisterna; pero ninguna voz humana me llegó desde lo profundo. Entonces, dándome a todos los diablos, subí al tobogán y me dejé caer al fondo: tuve la sensación de que mi cuerpo, lanzado a toda velocidad, trazaba un loco tirabuzón en las honduras de la tierra.
El
santobogán
de Schultze me arrojó violentamente sobre un terreno arenoso y por fortuna muy blando, en el cual di aún tres vueltas de carnero, no sin maldecir
inpectore
al inventor infernal que había imaginado aquel pueril sistema de comunicaciones. Cuando logré incorporarme y sacudir la arena que se me había metido en la cara, entre los cabellos y en la ropa, vi al astrólogo que, indiferente a mi destino, contemplaba los alrededores con la mirada sin entusiasmo de un turista profesional.
—¡Oiga! —le grité, medio enceguecido aún, buscando a tientas mi sombrero y ansioso de cantarle a Schultze las cuatro verdades que, a mi juicio, merecía su falta de solidaridad toboganesca.
Pero no dije más, asombrado ante la rareza del paisaje que ya veían mis ojos: una laguna de aguas pastosas y color de ajenjo lamía la playa en que nos encontrábamos, dejando en sus arenas caprichosos festones de una resaca brillante como la baba del caracol. Monolitos gigantescos en forma de toscos ídolos africanos y de un color negro de humo emergían severamente de las aguas contráctiles (y las califico así porque se agitaban en una especie de estremecimiento animal, dando a toda la laguna el aspecto de un gran molusco irritado). En cuanto a la luz que nos iluminaba, no podía yo adivinar su origen (y así me aconteció luego en las demás espiras del Helicoide schultziano); pero llegaba de
un piafando
cielo gelatinoso como las aguas, y tenía el color gris-rosa del tejido pulmonar.
Mucho tiempo me habría demorado yo ante aquel diorama, si el astrólogo Schultze, arrancándome de mi abstracción, no me hubiera conducido a un pequeño muelle o embarcadero, muy bien disimulado en la costa, y junto al cual se mecía una vieja lancha de motor. En la popa se hallaba un hombre de mono azul, cruzado de brazos y con los ojos vueltos hacia el agua. Le silbó Schultze, metiéndose los dedos en la boca; pero el hombre no dio señales de haber oído.
—Obsérvelo —me dijo el astrólogo—. ¡Vea qué desesperados esfuerzos hace por imitar la facha de Caronte!
Y dirigiéndose al del mono azul:
—¡Che, gallego! —le gritó—. ¡No te mandes la parte!
El hombre de la lancha dio un respingo, se volvió hacia nosotros y nos amenazó con el puño:
—¡Chanchos burgueses! —tronó—. ¡La Corporación Nacional de Transportes es una muía! ¡Váyanse a freír papas!
Habíamos llegado junto a la embarcación, y al reconocer la jeta gruñona de aquel hombre no pude ocultar mi sorpresa.
—¡El colectivero de la línea 38! —exclamé—. ¡Yo no viajo con este animal!
Pero Schultze había saltado al bote y me obligó a que lo imitara. Luego, dirigiéndose al del mono azul:
—Dale al arranque —le ordenó con ademán imperativo.
Zumbó el motor, y el agua fangosa de la laguna se arremolinó en la hélice. Pero el bote no se movía.
—¿Por qué no salimos? —rezongó el astrólogo.
El hombre de azul cruzó los brazos y lo miró con furia.
—¡Esto es una violencia! —protestó—. ¡Me quejaré al Sindicato! Yo no firmé ningún pliego de condiciones. La ley me ampara.
—¿Estamos o no estamos en un infierno? —le argumentó Schultze—. Aquí no podes hacer de tu culo un pito. Acordáte que sos un condenado.
—¡Apelo! —gritó el de azul, en rebeldía.
El astrólogo le clavó dos ojos taladrantes y humanos a la vez:
—¿Te acordás de tu aldea, en Galicia? —le preguntó.
—¡Me niego al interrogatorio! —bramó el de azul—. Sólo contestaré delante de mi abogado.
—Arabas tu tierra, podabas tu viña, matabas tu chancho, cantabas los villancicos de tu madre y profesabas la sabiduría de tus abuelos. ¡Confesa, gaita, que tenías entonces una dignidad maravillosa! ¿Lo confesas o no?
—Confieso —balbuceó el de azul intimidado.
—¿Y qué hiciste, no bien llegaste a Buenos Aires? —le preguntó Schultze en tono dolorido.
—Pues, yo...
—Te dejaste crecer una melena de compadrito, te anudaste al cogote un pañuelo de seda; y se te vio en las milongas de barrio, echándotelas de matón y haciendo esfuerzos inauditos por imitar a los personajes de Vacarezza.
—Pero...
—Hay un pero, lo sé —continuó Schultze—. No bien abrías la boca, mostrabas la hilacha. Entonces eliminaste las jotas y las úes que te hacían sospechoso; y aprendiste la jerga del bulín, la gayola, el che, la mina. En una palabra, olvidaste aquella dignidad que sin duda tenías, para entregarte a un mimetismo grosero.
—Eso fue al principio —confesó el de azul, con los ojos bajos.
—¡Y ojalá te hubieras quedado ahí! —repuso Schultze—. Porque, no bien asomó tu alma de leguleyo y te pusiste a devorar inmundos pasquines, no quedó problema que no discutieses, ni verdad que no negases, ni asunto en el que no metieras tu cuchara, desde las ternas de obispos hasta los aranceles aduaneros, pasando por la teoría de la relatividad y el idealismo kantiano. ¡Así perdiste la inocencia de los tuyos y el sentido alegre de la vida! Y cuando te viste, ¡oh, alma de cántaro!, en el volante de un colectivo...
—¡Tenía que ganarme las habichuelas! —protestó el de azul.
—Sí —admitió el astrólogo—, pero no haciéndote verdugo. Porque, al verte con un acelerador bajo el pie, ¿qué ley de tránsito no violaste?, ¿
a
cuál peatón no agrediste?, ¿qué anciano se salvó de tu furia y qué mujer de tus insultos? ¡Alma de negrero! Los amontonabas en tu vehículo infernal, y el cargamento humano se bamboleaba y gruñía, mientras que vos, con la Muerte sentada en tus rodillas, ¡oh, charlatán indómito!, perorabas y perorabas sobre la unión fraternal y los derechos del hombre.
En el transcurso de nuestro viaje, aquella fue la sola discusión que Schultze mantuvo con un habitante de Cacodelphia. Tiempo después, al recordársela, el astrólogo me confesó que si había polemizado con el sangallego lo hizo en honor de la justicia; porque al fin y al cabo el sangallego, además de purgar sus faltas, se veía constreñido a cumplir allá un trabajo extra y
adhonorem.
Lo cierto fue que, al oír tan duras palabras, el hombre de azul bajó la cabeza y tomó el volante de la canoa.
Rápidamente nos alejamos de la orilla. Schultze había entrado en un estudioso mutismo, y el de azul no respiraba casi, atento a guiar la embarcación por entre los negros monolitos que a manera de escollos emergían del agua, y junto a los cuales pasábamos en zigzag y a una velocidad inquietante. Vistos de cerca, los contornos humanos de aquellas piedras adquirían proporciones monstruosas: desfilaban cabezas deprimidas, labios gruesos y ávidamente sensuales, ojos entrecerrados, tetas de agudos pezones, vientres esféricos, sobre los cuales, a modo de una costra viva, pululaban miles de animalúnculos reptantes que a nuestro paso se escurrían hasta el agua. Una nueva incomodidad se agregó a la desazón de aquella marcha vertiginosa: desde la profundidad lacustre, grandes burbujas ascendieron a la superficie; y al estallar bajo nuestra hélice dejaban escapar fuertes emanaciones, como de amoníaco, que nos irritaban las narices y los lagrimales. Por otra parte, a medida que avanzábamos disminuía la luz hasta cierto índigo crepuscular en que laguna y cielo parecían fundirse. Inesperadamente, cuando todo me hacía temer una catástrofe náutica, la canoa se detuvo en un muelle idéntico al de la otra ribera. Desembarcó Schultze, y yo lo seguí dos o tres pasos a tientas, pues la noche caía sobre aquel país desolado. Frente a nosotros corría una muralla, sin otro acceso que una especie de grieta o hendidura.
—Allí —dijo el astrólogo, señalándomela— comienza la primera espira del Helicoide.
Nos dirigíamos a ella, cuando el hombre de azul, que regresaba a su base, nos gritó con voz estentórea:
—¡Muera el oscurantismo!
El pedorreo del motor ahogó sus imprecaciones finales.
Aquellos de mis lectores que tengan algún saber en materia de correrías infernales aguardarán aquí una invocación a las Musas o cualquier otro arrebato poético de los que tradicionalmente se estilan en estos lances. Y aguardará en vano, porque hasta en los portones de Cacodelphia me cortó Schultze las alas de todo posible lirismo. Imagínate, lector, que te hallas en el umbral del Tártaro, estremeciéndote de pavor a la sola expectativa de las visiones que no tardarán en ofrecerse a tus ojos, y ocupado tu cerebro (si por ventura lo tienes) en la piadosa meditación que desde ya te inspira el destino de los mortales; e imagínate luego que tu conductor o guía infernal te ofrece de súbito unas botas de caucho semejantes a las que usan los cazadores laguneros, y abre un gran paraguas rojo en tus propias narices. Lector amigo, si en ese momento eres capaz de aventurar una salutación a las Nueve Hermanas, así sea el más lacónico de los «buenos días», es porque mereces vivir con los bienaventurados de Calidelphia, entre los cuales espero verte luego, si los númenes que presiden este relato me son tan favorables como ahora.
Nos habíamos encaminado a la grieta de la muralla, y en ese punto fue donde Schultze, buscando a tientas, encontró los dos pares de botas y el paraguas a que aludí recién y cuya presencia en aquel sitio no dejó de causarme un asomo de hilaridad. Con todo, imaginé que aquellos adminículos tenían allí su razón de ser; por lo cual, e imitando al astrólogo, me puse las botas que me tocaban en suerte.
—Venga lo demás —pedí luego, con las botas hasta la verija.
—¿Qué le falta? —me preguntó Schultze.
—Una escopeta de dos cañones.
El astrólogo abrió su paraguas monumental:
—No estamos de chacota —rezongó, aventurándose por la hendidura.
Lo seguí en todo el espesor de la muralla; y al final del pasadizo me detuve ante la visión de lo que sin duda era el primer barrio de Cacodelphia. Al principio no vi más que un cielo gris brillante, del cual se descolgaba un apretado aguacero. Pero en seguida, y a través de la lluvia, distinguí una barriada en anfiteatro, compuesta de casuchas informes distribuidas al azar y edificadas en el lodo con viejas chapas de cinc, latas de queroseno, barriles desfondados y restos de automóviles en desuso. Una multitud gritona chapaleaba en el fango de las callecitas: hombres y mujeres, vestidos con sus ropas civiles y embarrados hasta los ojos, hundían un pie aquí, arrancaban el otro allá, caían y se levantaban sin dar señales de incomodidad alguna.
—Una sinfonía de barro —comenté, volviéndome al astrólogo.
—Pequeños burgueses —explicó Schultze—. Gentecitas de pequeños vicios y pequeñas maldades: no tienen un solo átomo de virtud, ni aquella grandeza en el mal que los haría dignos de un infierno más honorable aunque más riguroso.
—Me los ha empantanado como a bestias.
—Están en su elemento.
Sin decir más el astrólogo se lanzó al fango; y me vi constreñido a seguirle por aquella ruta. Bajo el gran paraguas rojo nos metimos entre la muchedumbre que chapaleaba y gruñía: vistos de cerca los habitantes de aquel barrio mostraban tendencias a la forma porcina, bien que sin abandonar del todo sus perfiles humanos (ojitos de cerdo, trompas de jabalí, papadas colgantes y obesos corpachones que reventaban los vestidos de casimir o de seda llenos de costras y ajaduras); pero todos ellos exhibían un aire de insolente orgullo que no cuadraba ni a sus figuras grotescas ni al barroso ejercicio en que se veían. Observando que ninguno reparaba en nosotros, le pregunté a Schultze:
—¿No nos ven? ¿O es que los de bota y paraguas somos invisibles en este círculo?
—Ésos —me respondió él— sólo se miran a sí mismos, incapaces de ver a otro, en tanto que «otro», según las leyes de la caridad.
Iba yo a exigirle una explicación de aquella frase que me sonaba demasiado a «célebre», cuando la visión de las casuchas entre las cuales avanzábamos ahora me hizo abandonar ese propósito: gordas mujeres, en increíbles
matinées,
se asomaban a las ventanas, peinando sus greñas, de las que caían chorreaduras de lodo, o bien tendiendo ropas a secar en alambres que goteaban eternamente; en patiecitos llenos de neumáticos rotos y viejas latas de sardinas, hombres de apostura solemne raspaban con cuchillos de mesa los costrones de sus zapatos y sombreros; y lo más asombroso era que todas las casuchas parecían colmadas de gritos, músicas ramplonas y diálogos estridentes. Sólo al descubrir las antenas de los techos di con el origen de aquel tumulto: aparatos de radio. Sí, una radio en cada vivienda: radios de veinte lámparas, a toda voz, que gruñían tangos llorones, chillaban
fox-trots
envejecidos, rugían dramas radiotelefónicos, cacareaban sesiones de Concejo Deliberante, repetían lecciones de cocina, higiene o calistenia.