(Nota: lo que sigue es el final del Cuaderno de Tapas Azules, escrito, sin duda, por Adán Buenosayres después de su tertulia definitiva en Saavedra. Tengo ahora el texto manuscrito bajo mis ojos, y antes de transcribirlo contemplo sus líneas atormentadas, llenas de tachaduras y enmiendas, tan diferentes de aquellos renglones que forman la primera parte del Cuaderno y cuya pulcritud anuncia un lentísimo trabajo de artista. Empieza con una fábula o apólogo extravagante. Dice así:)
XIII. Acontece —no todos los años— que la Primavera, cansada tal vez de dormir en la yema del árbol o en la sangre del animal, sacude los vapores de su sueño y se dice que ya es hora de bailar sobre la tierra. En vano los astrónomos hacen oscilar sus cabezas en un gesto negativo, y en vano se conturban los almanaques advirtiéndole que no es hora de bailar todavía. Sin escuchar la voz de tan saludables consejeros, la Primavera sale al mundo: ya toca en su trompeta la diana de las flores, ya con su baile inicia el prematuro escándalo de las hojas. Esto acontece —no todos los años—; y en la huerta de Maipú había un duraznero joven que lo ignoraba (yo era niño entonces, y espía de los gestos que se ocultan). Sucedió una vez que, mientras los durazneros antiguos, ejercitados en el uso de la prudencia, dormían aún sin dar oídos al engañoso canto primaveral, el joven duraznero abrió sus flores (¡así mi amor desconocía el tiempo!) y las expuso a la crítica benévola del gorrión. Pero no tardó en volver la escarcha (fabulita imbécil); y el duraznero joven, con el menudo llanto de su flor, aprendió aquel año la fecha exacta de su primavera. Así mi amor, llorando, se alecciona.
En la última parte del Cuaderno referí la obra de alquimia que iniciara yo con los valores de aquella mujer laudable, al redimirlos de la devastación en que ya los veía y trasladarlos al íntimo retrete de mi alma, donde pudieran adquirir la estabilidad de las cosas espirituales. Diré ahora que, no bien la hube iniciado, se produjo en Aquella un inevitable desdoblamiento, seguido de cierta necesaria oposición entre la mujer de tierra, que se destruía, y la mujer celeste que iba edificando mi alma en su taller secreto. Y como la construcción de la una se hacía con los despojos de la otra, no tardé yo en advertir que, mientras la criatura espiritual adelantaba en crecimiento y virtud, la criatura terrena disminuía paralelamente, hasta llegar a su límite con la nada. Fue así como «la muerte de Aquella» se impuso a mi entendimiento con el rigor de una necesidad. Y su fecha debió ser, a mis ojos, tan previsible como la de un acontecimiento celeste.
Sin embargo, no bien me fue dada la noticia, una cuerda profunda estalló en mi ser y algo vital quedó allí herido para siempre. No he de olvidar la hora nocturna en que, trasponiendo el umbral de Saavedra y abriéndome paso entre el haz de figuras atónitas que llenaban el vestíbulo, me llegué, como en sueños, a la breve caja donde ya cabían los despojos de Aquella, sí, al cofre de nogal cuyos bordes le señalaban ya un límite inquebrantable. Linos clarísimos la vestían: sus hermanas le habían peinado el cabello de color de avena, y ceñido a su frente un cerco de florecitas blancas, y puesto entre sus manos yertas el rosario de marfil y el libro de su primera comunión, tal como si la hubiesen adornado para su casamiento. Y toda ella, sin embargo, anunciaba ya una lejanía tan pavorosa, que al mirarla se desquició mi ser y empezó a dolerse con todas sus voces íntimas, hasta llegar casi a flor de grito y encauzarse por fin en las dulces avenidas del llanto. Después recuerdo una noche de velorio cuya infinitud parecía negarse a todo nuevo amanecer; y un torbellino de caras desnudas que sollozaban a la luz de los candeleras, feas y a la vez hermosas en el terrible impudor de su llanto; y la casa llena de gritos, o de silencios tirantes que sólo eran otra posibilidad del grito; y después una laxitud de miembros, un agacharse de luces y una sueñera de animal cansado; y al fin un alba requerida de gallos imbéciles, pero indecisa y desganada, como si temiese que ya no quedara en el hombre dolor bastante para llenar otro día de la tierra. Y no diré ahora el estupor de los ojos ante una luz que nadie había llamado, ni el cortejo luciente de charoles y sonoro de herraduras, ni aquel viaje lentísimo a través de una Buenos Aires cuya indiferencia lastimaba como un agravio, ni la cuna de greda roja que recibía sin amor aquel cuerpo derrotado de niña, ni aquel retorno sin ella, desde la soledad, entre la soledad, hasta la soledad.
XIV. Siguiéronse días insonoros que desfilaban como autómatas frente a mi ser, trayendo por la mañana y llevándose por la noche su vieja y manoseada quincallería. Indiferente al juego de las imágenes exteriores, vacío el entendimiento y anonadada la voluntad, recuerdo con qué estúpido rigor aparecía delante de mis ojos aquella helada mecánica del tiempo, aquel despertar obligado y aquel dormir inútil, cada vez que la tierra salía de su cono de sombra o entraba en él. La noche, sin embargo, me traía con el sueño una dulce parodia de la muerte, y la oscura delicia de resucitar en un mundo sutil, hecho de imágenes que se edificaban en otro espacio y devenían en otro tiempo, ante otra conciencia de mi ser. Pero en el recinto de mi sueño la muerte de Aquella también se reconstruía según otras leyes; y lograba una intensidad de afinación tan dolorosa, que me hacía despertar violentamente, lleno aún de imágenes truncas y de voces despedazadas. Abría entonces mis oídos, y, conteniendo la respiración, escuchaba el crujir de los muebles, la salmodia del viento entre los paraísos de la calle Monte Egmont, el gemir de alguien que también soñaba en otro cuarto, rumores y rumores de rumores que me sobrecogían de angustia, como si mis nervios, alargándose más allá de mi piel, se ramificasen por toda la casa y recogieran sus más íntimas vibraciones.
Pero en la última de aquellas noches me sobrevino un sueño extraordinario cuya significación, imponiéndose a la derrota de mi entendimiento, le abrió un camino del que sin duda no se apartará en adelante. Me parecía estar en una barca ruinosa, de pie sobre sus mal unidos tablones,
y
remando eternamente las aguas podridas de una laguna: el cuerpo devastado de Aquella se alargaba en la proa de la embarcación, con las mismas ropas y adornos que lucía en su noche final de Saavedra; y, remando siempre, contemplaba yo aquella forma de mujer, transida mi alma de una piedad sin llanto cuya dulzura no sabré pintar ahora, mientras el remo, cortando las aguas muertas, levantaba olores terribles y hería pulpas fosforescentes que giraban y se hundían en la profundidad. Me parecía luego que la embarcación atracaba en un muelle como de tinta, y que, tomando el cuerpo de la mujer en mis brazos, ascendía yo por ciertos escalones hasta llegar a una puerta que se abría delante de mí sin ruido alguno. Entonces me parecía que Alguien, detrás de la puerta, me alargaba sus brazos, en los cuales deponía yo el cuerpo muerto, que no tardaba en ser llevado a las tinieblas interiores. Y cuando intentaba yo seguirlo, me parecía que una fuerza invencible sujetaba mis talones en el umbral, y que la puerta, cerrándose lentamente, se interponía entre mi corazón y aquellos despojos que había traído yo sobre las aguas. Herido al punto de una gran congoja, me parecía dar voces terribles y golpear con mis puños la puerta cerrada; y como ningún eco me respondiese, arreciaba yo en mis golpes y llamados, hasta que me parecía sentir detrás de mí la presencia de alguien que me miraba fijamente. Me volvía yo entonces y divisaba junto a mí una vieja y andrajosa figura de hombre cuyo semblante no me parecía desconocido, la cual, mirándome piadosamente, me decía: «Deja que la muerte recoja lo suyo.» Y como le preguntase yo quién era, el viejo aquel me contestaba: «Soy el que ha movido, mueve y moverá tus pasos.» Entonces me parecía reconocer en aquella voz la misma que tantas veces me había hablado, ya en la vigilia, ya en el sueño; y como quiera que a esa voz debiese yo el sentido de todas mis acciones en este mundo, me parecía que al escucharla en boca de aquel hombre mis ojos derramaban un violento llanto. Visto lo cual el hombre me decía; «Abandona ya las imágenes numerosas, y busca el único y verdadero semblante de Aquella.» No entendiendo yo la significación de palabras tan oscuras, me parecía que otras llegaban a mi entendimiento, desde los labios de aquel hombre, y en las cuales me ordenaba proseguir el trabajo de la mujer celeste, sobre cuya excelencia me pareció escucharle tan encendidos elogios, que, arrebatado allí por una rara exaltación, desperté súbitamente, con el gusto de aquella música en el oído del alma.
Desde entonces mi vida tiene un rumbo certero y una certera esperanza en la visión de Aquella que, redimida por obra de mi entendimiento amoroso, alienta en mi ser y se nutre de mi substancia, rosa evadida de la muerte. Y no sólo triunfa en su ya inmutable primavera, sino que se transforma y crece, de acuerdo con las dimensiones que mi alma va encontrando a su propio anhelo: rosa evadida de la muerte, flor sin otoño, espejo mío, cuya forma cabal y único nombre conoceré algún día, si, como espero, hay un día en que la sed del hombre da con el agua justa y el exacto manantial.
El sábado 30 de abril de 192., en el bajo de Saavedra y a medianoche, el astrólogo Schultze y yo iniciamos la excursión memorable que me propongo relatar ahora y que según la nomenclatura del astrólogo, comprendería un descenso a Cacodelphia, la ciudad atormentada, y un ascenso a Calidelphia, la ciudad gloriosa. Inútil es decir que el solo anuncio de aquel viaje me había sumido en no pocas dudas, vacilaciones y reservas, pues no ignoraba yo que, desde hacía tiempo, Schultze meditaba un descenso infernal y una exploración de aquellas comarcas tenebrosas que pocos héroes visitaron en la edad antigua y ninguno, que yo sepa, en la vulgar y pedestre que ahora vivimos. Recuerdo que dos horas antes de partir hacia Saavedra, sentado yo en el taller de Schultze, le rezongaba todavía mis últimas objeciones; y el astrólogo las escuchaba en silencio, moviéndose con absoluta calma entre papeles manuscritos y volúmenes abiertos, esferas celestes y zodíacos, tablas astrológicas y demás chirimbolos que llenaban totalmente su estudio.
—En el supuesto caso de que las dos ciudades mitológicas existieran —bromeaba yo—, y admitiendo que nos dé la loca por seguir el rastro de Ulises, Eneas, Alighieri y otros turistas infernales, ¿qué mérito hay en nosotros que nos haga dignos de semejante aventura?
—Yo tengo el de mi ciencia y usted el de su penitencia —me respondió Schultze con mucha gravedad.
Guardé silencio, entre admirado y confundido, pues aunque no sabía exactamente los puntos que calzaba la ciencia del astrólogo, bien conocía yo el estado nocturno en que mi ser naufragaba desde hacía tiempo y que se manifestaba con cierta indecible aridez cuyo secreto había creído yo guardar muy celosamente. Repuesto ya de mi sorpresa, me volví hacia Schultze con una interrogación en los labios; pero el astrólogo estudiaba en aquel instante un ovillo de piolín rojo que tenía entre sus dedos.
—¿Qué diámetro le calcularía usted al ombú? —me preguntó con aire dubitativo.
—Oiga —le contesté riendo—, ¿qué diablos tienen que ver los ombúes?
—Ya lo sabrá —dijo él—. Me refiero al que descubrimos anteanoche en el campo de Saavedra.
Entonces, como yo recordase la escena del mago y el ombú entre cuyos negros espolones ardía la fogata nocturna, calculé
in mente
el grosor de aquel tronco.
—Un metro y medio —dije al fin—. O algo más.
Asintió Schultze, y tomando un lápiz halló la longitud de la circunferencia correspondiente a ese diámetro; luego desenvolvió parte del ovillo y midió una longitud de piolín igual a la de la circunferencia recién hallada; marcó el sitio con un nudo, agregó a la extensión ya medida tres unidades pertenecientes a quién sabe qué raro sistema métrico, cortó el extremo con su famoso cortaplumas de cachas negras, y guardó por último en su bolsillo el trozo de piolín y el cortaplumas, todo ello con el aire de quien realiza un ceremonial litúrgico. Hecho lo cual, y dejándose caer en un sillón antediluviano:
—Voy a sacarlo de dos errores —me anunció, como si durante su maniobra piolinesca hubiese considerado mis argumentos finales—. En primer lugar, no intentaremos un viaje al Tártaro, así como lo entienden los metafísicos. ¡Bah! Sería demasiado ambicioso, al menos para usted.
—¡Gracias! —le interrumpí yo con una punta de resentimiento.
—Quiere decir —concluyó Schultze— que si usted ha imaginado convertirse a costa mía en un pobre Orfeo de bolsillo, debe renunciar inmediatamente a esas ilusiones.
No pude menos que soltar la risa.
—¡De buena gana! —le respondí—. Y ahora veamos cuál es mi segundo error.
En su sillón antediluviano, con las piernas cruzadas y los brazos colgantes, el astrólogo era la propia figura de la desidia.
—Cacodelphia y Calidelphia —me dijo— no son ciudades mitológicas. Existen realmente.
—Sí —refunfuñé—, como sus dichosos ángeles incubadores.
—Es más —insistió Schultze—, las dos ciudades se unen para formar una sola. O mejor dicho, son dos aspectos de una misma ciudad. Y esa Urbe, sólo visible para los ojos del intelecto, es una contrafigura de la Buenos Aires visible. ¿Está claro?
—Como la misma noche.
Refiero estas menudencias de nuestro coloquio para que los lectores tengan una impresión exacta del ánimo con que Schultze y yo nos metíamos en aquella singular aventura; y sobre todo porque tan frívolo comienzo habría de contrastar seriamente con la naturaleza extraordinaria de los episodios que le siguieron. Y antes de narrarlos, me parece útil dibujar una silueta del astrólogo Schultze, promotor y guía del viaje:
Tenía el astrólogo un cuerpo flaco de casi dos metros de talla, una cabeza de frente anchurosa y cabellos argentados, y un rostro severo que se resentía de cierta palidez terrosa, comparable a la de los bulbos, y se animaba con la luz de unos ojos grises cuyo mirar caía de pronto sobre uno como un puñado de ceniza. El cálculo de su edad era tan irrealizable como el de la cuadratura del círculo; pues, mientras algunos lo creían galopando su tercera infancia, otros no vacilaban en adjudicarle todos los años de Matusalén, sin contar a los muchos que, renunciando al sudor especulativo, le atribuían la simple y llana inmortalidad del cangrejo. Yo sé decir que algunas veces, y sin duda en relación con ciertas oposiciones astrales, mostraba Schultze las huellas de una decrepitud infinita; y que otras, bajo signos más favorables, alardeaba de locos arrebatos que lo inducían a bailar una noche entera en el «Tabarís», o a entonar en los almacenes de barrio canciones libres que hacían enrojecer a los cautelosos malevos de Villa Ortúzar. Y aquí es necesario que yo insista en su naturaleza moral, igualmente contradictoria: verdad era que la orientación general de su conducta le daba cierto color ascético en materia de apetitos vulgares (muchos aseguraban, por ejemplo, que Schultze se nutría del solo néctar de las flores, y que su relación con las mujeres rayaba en lo inefable, por consistir en un intercambio de fluidos más o menos vaporosos); pero no era menos exacto que la parrilla de Gildo (Rivadavia y Azcuénaga) lo había visto lanzarse con deleite sobre un montón de tripas humeantes, riñones de vaca y testículos de toro, ni que solía caer en largos éxtasis ante ciertos muslos femeninos cuya perfección atribuía él a la clásica munificencia de Júpiter. En cuanto a la sabiduría del astrólogo, el sentir popular andaba igualmente dividido: había quienes lo imaginaban en el grado último de la iniciación védica, y quienes lo suponían flotando en las excelsas regiones del macaneo teosófico, amén de algunos que, demasiado suspicaces, lo reverenciaban como al humorista más luctuoso que hubiese respirado las brisas del Plata.