Adán Buenosayres (27 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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Del Solar no justificaba el anacrónico lamento de Bernini por la extinción de una raza que, al fin y al cabo, atañía más a la prehistoria que a la historia de los argentinos. Pero (ahí estaba la madre del borrego), aquella raíz indígena, poco antes de morir, había dejado en la pampa un retoño doliente, una heroica prolongación de su sangre, un tipo crucial, flor de la guerra. Y al oír estas observaciones del guía, una sola imagen acudió a la mente de los aventureros y llegó a sus labios en forma de palabra: ¡el Gaucho!

—El gaucho —asintió Del Solar en tono fúnebre—. Nacido del amor o del odio (¡quién lo sabe!), lo vemos trabajar en los cimientos de la patria, oscuro, sí, pero con la oscuridad admirable de los cimientos que, bajo tierra, sostienen toda la gracia exterior de la arquitectura.

—La imagen es buena —reconoció Adán Buenosayres, a fuer de perito.

—Literaria —objetó Bernini.

—Un plagio evidente —calumnió Franky.

A pesar de todo, la mayoría de los héroes demostró con su actitud piadosa que se entregaba sin reservas a la emoción de aquel recuerdo. Pero en el grupo había dos hombres cuyo corazón, endurecido tal vez en el polo glacial de la metafísica, no daba señales de ningún enternecimiento: eran Samuel Tesler y el astrólogo Schultze.

—¡Peste de literatura! —refunfuñó Samuel—. Se ha inventado una fábula increíble alrededor de un pobre mestizo. El gaucho de la leyenda no existió jamás.

—¿Que no ha existido? —gritó Pereda lleno de santa indignación—. Desde los viajeros coloniales hasta los cronistas del siglo pasado...

—No hace falta ir tan lejos —lo interrumpió Adán—. Yo he visto al gaucho, allá, en Maipú, al gaucho de leyenda, con su chiripá, sus botas de potro y su alma grande: ¡mi amigo Liberato Farías, el domador!

Pero Schultze intervino aquí resueltamente:

—Admito la existencia del gaucho —declaró—. Pero si fue como lo describe la poesía, si fue rebelde a todo sistema de orden, sin principios jerárquicos, matón y vagabundo, me parece bien que haya desaparecido.

¡Dios, y qué revuelo se armó en el campo de los criollistas no bien hubo proferido Schultze tamaña blasfemia!

—¡Si el gaucho ha muerto —le gritó Del Solar—, es porque lo mataron los gringos como usted!

—La derrota de Santos Vega —sentenció Adán misteriosamente.

Fue un lejano bordoneo de guitarras lo que llegó entonces al oído de los exploradores: una vibración de cuerdas llorosas que parecía traer el viento desde algún horizonte y que viboreó en el aire como un escalofrío de música. Y un gran silencio se hizo de pronto, como si la llanura entera, refrenando el aliento, se dispusiese a escuchar con sus mil orejas invisibles. Rápidamente crecía el rasgueo de la vihuela misteriosa, o rápidamente se acercaba, tal como una canción que viniese a ellos en el anca de un caballo al galope. Y no tardó en oírse una voz humana entretejida con el zumbar de las cuerdas, una voz fantasmal cuyos vocablos oscuros escapaban al entendimiento de los héroes, pero se hundían en sus almas como si fueran los mismos facones de la tristeza: vocablos dulces como un recuerdo de mañanas difuntas; palabras en llanto, como las que se abandonan sobre la tumba de un amor sin retorno; clamores de guerra, enarbolados como lanzas a mediodía, o sollozos contenidos que revientan al fin en la caja de un cuerpo y en la de una guitarra; y cierto idilio agreste, ya olvidado en el Sur, o la melancolía que brota, como un jugo amargo, de los cielos australes, redondos como frutas. Todo eso decía el canto nocturno; y al oírlo vibraba la cúpula del éter, y parecían acercarse las estrellas, y tiritaban los pastos, y enmudecía el orbe. Y en el momento en que la canción estallaba como una tempestad sobre sus cabezas, los excursionistas, despavoridos, vieron levantarse del Naciente la figura de un hombre a caballo que resplandecía toda como si fuera de metal bruñido, y en cuyos brazos descansaba una vihuela muda que parecía, sin embargo, la fuente o el centro de la canción maravillosa. Y al reconocerla, un grito unánime brotó de siete gargantas:

—¡Santos Vega, el payador!

El jinete fantasmal se detuvo al oír su nombre y volvió los ojos hacia el grupo que así lo invocaba; y al observar aquel gesto, los hombres de Saavedra no dudaron que el jinete les hablaría. Pero el rostro del fantasma, súbitamente iluminado, volvió a nublarse, y su noble cabeza trazó en la noche un largo movimiento de negación. Después de lo cual, taloneando a su potro, el fantasma se alejó al tranco, rumbo al Oeste. Y cuando los aventureros iban a lanzarse tras de sus huellas, una risita maliciosa resonó a sus espaldas.

—¡Es al ñudo, señores! —dijo una voz—. ¡Ese paisano ya no cantará en esta tierra!

Los exploradores nocturnos dieron media vuelta, y se hallaron con un personaje fosfórico, ridículamente vestido a lo gaucho, que se mantenía de pie no sin alguna insolencia y cuyo aspecto anguloso y maligno comunicaba cierta invencible aprensión. Lucía un chiripá bordado hasta la locura, un tirador con más onzas de oro que vasco lechero, una camisa de seda y un gran facón de cabo de plata que parecía ensartarlo como un asador.

—¿Y por qué no ha de cantar Santos Vega? —le preguntó Del Solar conmovido hasta los tuétanos.

—¡De
ande
! —le respondió la figura—. Lo he
redotao
en
güena ley,
guitarra contra guitarra.

Y una luz repentina se hizo entonces en el cerebro de los expedicionarios:

—Juan sin Ropa!

Mirando alternativamente al grupo y al trovador que se alejaba, la figura volvió a reír.


Pa
lo que gusten mandar, aparceros —asintió con su retintín odioso. Pero Adán Buenosayres, lleno de ira, le gritó en sus propias barbas:

—¡Mentís, trompeta! Y volviéndose al grupo:

—¡Este hombre no es un paisano! —tronó—. ¡Es el mismísimo Satanás!

¡Nunca lo hubiera dicho! Al oír aquel nombre la figura comenzó a retorcerse y a chisporrotear como un habitante del infierno, y un terrible olor de mixto y azufre se divulgó en el aire. Mientras los héroes reculaban espantados, advirtieron otros indicios no menos acusadores en aquel gaucho espectral que tenían delante: refucilaban sus ojos como dos noches de tormenta; en su chambergo lucía una ominosa pluma de gallo; y más aún, sus despuntadas botas de potro manifestaban dos pezuñas de chivo que habrían justificado todas las alarmas.

—¡Cruz, diablo! ¡Cruz, diablo! —empezó a exorcizar Franky Amundsen
,
trazando rápidas cruces en el aire.

Juan sin Ropa lanzó una carcajada de opereta.

—¡No se me asusten, aparceros! —dijo—. No vengo a comprarles el alma, ¡ya la tienen vendida!

Pero el astrólogo Schultze no era hombre de admitir que se le venderá gato por liebre. Con un desdén casi agresivo manifestó que el demonio allí presente no era ni el emperador Lucifer, ni el príncipe Belcebuth, ni el gran duque Astarot, ni el primer ministro Lucifugé, ni el general Satanachia, ni el lugarteniente Fléurety, ni el brigadier Sargantanas, ni el mariscal de campo Nebiros, sino un ministril inferior llamado Ántrax, un pinche de cocina, un pobre diablo que, no teniendo, ¡el infeliz!, ni donde caerse muerto, mal podía venirles ahora con la pretensión de comprar un alma. Y como Juan sin Ropa gruñera entre dientes, lo intimó Schultze a que contestara lo que se le preguntase, amenazándolo, si se negaba, con encerrarlo en una botella de whisky escocés. Viéndolo ya mansito, Del Solar se animó a preguntarle:

—¿Y qué hubo de cierto en su payada con Vega? ¿Cómo lo venció?

—¡Era un pobre ingenuo! —respondió Juan sin Ropa—. Nunca me ha encargado el Jefe un trabajito más fácil. Nos agarramos a estrofa limpia: Vega no lo hizo del todo mal; pero un diablo es mejor guitarrero: tiene más uña.

—¿Y qué ganaba el Jefe con derrotar a un pobre gaucho? —le interrogó Adán Buenosayres.

—No crean, el gaucho aquél tenía sus bemoles —aseguró Juan sin Ropa—. Su falta de ambición, su desnudez terrestre, su guitarrita y su caballito amenazaban con establecer en estos pagos una nueva edad de la inocencia justamente cuando el Jefe ya estaba en vísperas de un triunfo universal y las naciones calan de hinojos para besarle el
upite.
(Juan sin Ropa se dio aquí una palmada en el trasero.)

Se oyó en la sombra una risita incrédula, y el petizo Bernini tomó la palabra.

—¡Cuentos chinos! —rió—. Todo el mundo sabe que la interpretación de la leyenda es otra. En realidad Santos Vega es la barbarie y Juan sin Ropa es el progreso: es el progreso derrotando a la barbarie.

—¡Ese petizo! —exclamó Franky Amundsen peligrosamente adulador.

—¿Dije bien? —le preguntó Bernini.

—¡Como de costumbre!

—¿Es un petizo el que acaba de hablar? —inquirió Juan sin Ropa escandalizado—. Si se adornara con veinte centímetros más de estatura, le enseñaría que el vocablo «Progreso» es el nombre que uso cuando viajo de incógnito.

Fue aquí donde intervino Del Solar, folklorista, para entendérselas con el mito gauchesco en discusión que, a su parecer, sólo tenía un sentido literal.

—Juan Sin Ropa —declaró— es el gringo desnudo que vence a Santos Vega en una clase de lucha que nuestro paisano ignoraba: la lucha por la vida.

Y no bien lo hubo dicho, Juan sin Ropa inició la primera de sus mutaciones: el vistoso gaucho fue borrándose para dejar sitio a un hombretón forzudo y coloradote, de camisa y bombachas a cuadros, botas amarillas, facón ostentoso y un rebenque guarnecido de plata casi hasta la lonja. No sin una efusión de simpatía, los aventureros identificaron al punto la imagen risueña de Cocoliche.


Sonó venuto a l'Argentina per fare l
'
America
—declaró el aparecido—.
E sono in America per fare l'Argentina.

—¡Aja! —le gritó Del Solar—. ¡Así quería verte! ¿No sos el gringo bolichero que con hipotecas y trampas robó la tierra del paisanaje?

Cocoliche tendió y exhibió sus grandes manos encallecidas.


Io laboro la terra
—dijo—.
Per me si mangia il pane.

Risas hostiles mezcladas a voces de aliento festejaron el retruque de Cocoliche.

—En eso tiene razón el gringo —admitió Pereda.

—¡Es un bolichero! —insistía Del Solar—. ¡Sólo ha venido a enriquecerse!

Y aquí la figura de Cocoliche se transformó a su vez en la de un anciano cuyas barbas patriarcales relucían como latón fino. Miraba como abriendo grandes horizontes, vestía un poncho de vicuña y un chiripá sombrío; y Adán Buenosayres, temblando como una hoja, reconoció la efigie auténtica del abuelo Sebastián.

—No siempre, mocito —retrucó el abuelo, mirando a Del Solar con ojos amistosos—. Cien veces crucé la pampa en mi carreta, y cien veces el río en mi ballenero de contrabandista. Aré la tierra virgen y agrandé rebaños. Y no es mía ni la tierra donde se pudren mis huesos.

—¡La pura verdad! —exclamó Buenosayres, que había caído en su tercer acceso de llanto.

Pero Del Solar no cedía.

—Una excepción —repuso—. Una excepción honrosa, pero nada frecuente.

La discusión se hizo general entonces alrededor de aquel asunto que a todos interesaba de cerca. Y la figura legendaria de Juan sin Ropa, que había sufrido ya dos mutaciones, cobró en adelante la fisonomía de todos los pueblos, el ademán rampante de todas las ambiciones, la tristeza de todos los exilios, el color de todas las esperanzas. Bajo la forma de
mister
Chisholm les ofreció una locomotora reluciente a cambio de nuestras catorce provincias; transformado luego en el tío Sam, los tentó con la gloria de convertirlos en una estrella más de su galerón ilustre y la de hacerlos figurar en una película de cow-boys; después, asumiendo la traza del Judío Errante, se ofreció a comprarles desde los botines hasta la Cruz del Sur trocado al fin en un marsellés de galerita, les propuso la adquisición de una cultura, un
ars amandi
y una cocina refinados. Cada uno de los héroes defendió su causa y puso la ajena de color overo. Y cuando los ánimos enardecidos amenazaban con pasar al terreno de Marte, los siete expedicionarios de Saavedra vieron llegar a un jinete desnudo en cuya frente resplandecía cierta espiritual aureola, el cual, a medida que se acercaba, difundía en la noche un olor suavísimo como de cuerpo glorificado.

—¡Haya paz! —exclamó el jinete—. ¡Haya paz!

—¿Quién es usted? —le preguntó Adán Buenosayres.

—Martín, el soldado —respondió el jinete—. Yo soy el que dio al pobre la mitad de su capa.

—Señor, ¿qué haces en la profunda noche?

—Monto la guardia en la ciudad que se ha confiado a mi custodia.

—¿Y por qué tan desnudo? —insistió Adán.

—Di voluntariamente al pobre la mitad de mi capa, y el pobre me quitó la otra mitad. Figura de Cristo es el pobre, y el que da su haber al pobre se desnuda en Nuestro Señor. Pero no es bueno que el pobre nos quite la otra mitad de la capa.

No bien hubo enunciado tan misteriosos conceptos, el jinete desnudo se borró en la noche. Pero el astrólogo Schultze no admitía las versiones infantiles que acababa de darse a la leyenda: para él aquella fábula tenía un sentido esotérico; y Juan sin Ropa, vencedor en el combate lírico, sólo era una prefiguración del Neocriollo que habitaría la pampa en un futuro lejano. Y al decir la palabra «Neocriollo», una transformación increíble (la última de la serie) se operó en la naturaleza de Juan sin Ropa: su figura creció hasta lograr una talla de seis metros, cayó su ropaje gaucho; y se mostró entonces la forma varonil más desconcertante que pueda imaginar el ingenio humano. Aquella forma estaba completamente desnuda: su caja torácica y su abdomen lucían una transparencia de rayos X que dejaba ver el fino dibujo de los órganos internos; se mantenía de pie sobre una de sus piernas gigantes, y llevaba encogida la otra, como los flamencos del sur. Pero lo más asombroso era su cabezota envuelta en un halo radiante, sus ojos fosforescentes que giraban como faros en el extremo de dos largas antenas, su boca de saxofón y sus orejas como dos embudos giratorios que apuntaban ya a los héroes desconcertados.

Como Franky Amundsen preguntara qué nuevo demonio era el que tenían delante, le respondió Schultze que se trataba del mismísimo Neo-criollo. Y al aventurar Samuel Tesler su opinión de que no era ciertamente un efebo, la jeta saxofónica del Neocriollo se alzó y bajó tres veces como la trompa de un elefante.

—¡Atención! —dijo Schultze—. El Neocriollo quiere hablar.

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