Adán Buenosayres (30 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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No era, ciertamente, la ya fría carnadura mortal de aquel pisador de barro lo que solicitaba el interés de los intrusos: lo esencial, a sus ojos, era el alma imperecedera de Juan Robles, el alma desprendida recién de su cascarón terrestre y lanzada ya quién sabe a qué regiones oscuras. ¿A qué regiones? Para el astrólogo Schultze, iniciado en los misterios orientales, la cuestión sólo tenía una respuesta, y así se lo manifestó a su amigo Tesler con la voz grave que tan luctuosa ocasión reclamaba; si todo el que nacía en este mundo acababa de morir en algún otro, si todo el que moría en este suelo acababa de nacer en otro plano de la existencia universal, era evidente que Juan Robles, muerto ahora para la tierra, daba en aquel instante sus primeros vagidos en otro mundo, se prendía otra vez ansiosamente a un pezón maternal, era envuelto en solícitos pañales y suscitaba ya otros júbilos y otras inquietudes. ¿Bajo qué forma? ¿En qué nuevas condiciones de vida? ¡He ahí el gran interrogante! Pero Samuel Tesler, hecho a una filosofía más coloreada, repudió aquel abstracto mecanismo de nacimientos y de muertes; por otra parte, imaginar que el difunto Juan Robles estuviese ahora berreando en otro mundo, envuelto en pañales infantiles y haciéndose pis encima, era un orientalismo que reclamaba tragaderas mayores que las suyas. ¡Que le diesen a él un vistoso tribunal de almas, integrado por jueces macanudos, capaces de hurgar en una conciencia
post
mortem
con minuciosidad y aseo! Para el filósofo villacrespense, el alma de Juan Robles había sido conducida por Anubis, el de cabeza de chacal, hasta la ineluctable balanza de los méritos y los deméritos: el corazón del finado se veía ya en uno de los platillos, y gravitaba en el otro la férrea pluma de la Ley. ¿Qué hacía Thot, de pie junto a la balanza? Inclinando su graciosa cabeza de ibis, Thot anotaba en una tablilla el peso justo de aquel corazón.

Desgraciadamente, jamás había podido Schultze digerir las divinidades zoomorfas a las que su lúgubre interlocutor acababa de referirse: convertir a Thot en un insulso tenedor de libros le parecía un agravio hecho a la majestad de los dioses inmortales; y pesar en bruto el corazón de Juan Robles le resultaba un alarde grosero de carnicería. Lo que realmente pasaba era que su lúgubre interlocutor (un semita) se inclinaba más al sentido ético de las cosas que al metafísico y profundo, llevado por influencias raciales que le hacían ver en cada uno de los dioses a un grotesco agente de policía.

—¿Y la Cábala de los hebreos? —le refutó Samuel en tono agrio.

—Eso es harina de otro costal —repuso Schultze.

Adán Buenosayres escuchaba en silencio la polémica de sus amigos. El cuadro fúnebre que tenía adelante, pese a su gritona realidad, se le antojaba una continuación de la serie fantasmagórica iniciada esa noche por el grupo en su travesía de Saavedra. Pero la embriaguez de Adán quería disiparse ahora: los densos humos de su borrachera se desgarraban ya lo suficiente como para dejarle advertir cuan profanatorio era el tenor de la disputa que Samuel Tesler y el astrólogo sostenían junto a esa caja negra en forma de navío dentro de la cual navegaba Juan Robles. Y por otra parte, ¡qué visible le parecía la ausencia del alma en aquel cuerpo derrotado! Adán consideró la figura yacente: se afilaban ya los lineamientos de aquel semblante, como las aristas de un pedazo de roca; la piel cobraba un grasiento y opaco tono de arcilla; un frío de tierra húmeda y un silencio de cosa mineral parecían levantarse de aquella máquina recién abandonada; no hacía diez horas aún que había partido el alma de Juan Robles, y su cuerpo era ya sólo un terrón de barro que se desintegraba, vuelto a la tierra de que había salido, fiel a las leyes plásticas de la tierra. «Instrumento del alma —pensó—: instrumento ya inservible que arroja el artesano antes de partir; herramienta gastada, llena de roturas, y aun con pegotes del material terrestre que tocó y trabajó a lo largo de los días.» Adán volvió a mirar la cara del muerto, curtida por el sol y la intemperie; se detuvo luego en las manos callosas, y sobre todo en sus uñas que guardaban todavía muestras del barro de los picaderos; y lo invadió entonces una piedad infinita, como si en la miseria de aquel hombre contemplase la suya propia y la de todos. ¿Y el alma? Samuel Tesler y el astrólogo Schultze (dos literatos al fin) seguían paseando el alma de Juan Robles por todos los vericuetos infernales. Pero Adán temblaba, reflexionando ahora en el temible juicio de la criatura puesta delante de su Creador; y a través de los humos alcohólicos que aún velaban su conciencia, oía nuevamente dentro de sí cómo empezaban a redoblar los tambores admonitorios, las habladoras cajas de su noche penitencial. «¡No todavía! —gritó en su ánimo—. ¡Resistir!» Y como, sin quererlo, hubiera levantado sus ojos hasta el crucifijo de bronce, los apartó bruscamente (sí, un pez que se revolvía en el anzuelo: un pez que ya no estaba en el agua ni todavía en la mano del pescador).

En aquel instante María Justa Robles entró en la cámara mortuoria, trayendo pocillos de café y copitas de anís en una bandeja que sostenía con ambas manos. Circunspecta en su duelo, María Justa se dirigió a los tres hombres que velaban de pie y les tendió silenciosamente la bandeja.

—Gracias —rehusó Schultze, ceremonioso.

—¿Y nuestros amigos? —preguntó Adán.

—En la cocina —respondió ella.

Saludaron los tres y salieron al patio, no sin antes consagrar al difunto Juan Robles cierta mirada que valía un adiós. Entonces María Justa se voltio a las Tres Viejas que acechaban desde su ángulo tenebroso:

—¿Café? ¿Anís?

—Gracias, mi hijita —susurró doña Carmen, retirando un pocillo de la bandeja.

—¿Y ustedes? —insistió María Justa, invitando a doña Consuelo y doña Martina que aún vacilaban.

—¡Qué molestia! —bisbiseó doña Martina.

—¡No se hubiera molestado! —suspiró doña Consuelo.

Las dos ancianas retiraron al fin sendos pocillos de café, y María Justa, dirigiéndose a las Tres Cuñadas Necrófilas que dormían acaso, les ofreció en silencio el contenido de su bandeja: tres manos rampantes emergieron de súbito entre las telas oscuras, tres manos o tres garras que se lanzaron raudamente sobre las copas de anís y volvieron a hundirse con sus presas en el sombrío caos de los chalones. Después de lo cual María Justa, cuidadosa en su duelo, abandonó la carga de licores, tomó un par de tijeras y recortó uno a uno los pabilos que ya se doblaban en los candeleras de bronce. La llama se agrandó en torno de cada pabilo; recularon las espantadizas tinieblas hacia los cuatro ángulos del recinto fúnebre; y las Cuñadas Necrófilas, heridas por aquella súbita creciente de luz, echáronse atrás como las sombras y escondieron sus rostros en los chalones de luto. Al mismo tiempo se iluminaron las caras de las Viejas: tres caras asombrosamente unánimes en su expresión de tranquila fatalidad. María Justa se acercó después a la cabecera del muerto y lo contempló largamente; una lágrima, una sola, brotó de sus párpados y se deslizó por sus mejillas. Luego recogió la bandeja y salió del recinto, mínima y silenciosa como siempre.

Las Tres Viejas, que no habían quitado sus ojos de María Justa, se miraron entre sí.

—¡Pobrecita! —se lamentó en voz baja doña Consuelo.

—Tan humilde, ¿no? —bisbiseó doña Martina—. ¡Tan atenta en su desgracia!

Doña Carmen, al oírlas, dejó de soplar su café y arrugó el entrecejo.

—Una perla en la basura, como quien dice —gruñó sordamente—. ¡Una mosca blanca! Lleva toda la cruz de la familia. ¡Y qué familia! No se la merecen, no. ¡Bien sabe Dios que no se la merecen!

Doña Martina y doña Consuelo aguzaron el oído, llenas de curiosidad. Pero doña Carmen guardó silencio, mirando recelosamente a las Tres Cuñadas Necrófilas.

—¿La vieron recién? —insistió doña Martina—. Estaba por llorar, y se contuvo.

—Hace mal —opinó doña Consuelo—. Sería mejor que se desahogara.

Una sonrisa triste se dibujó en los labios de doña Carmen.

—No puede —les advirtió—. Igualita en todo a la finada mi comadre, ¡que Dios la tenga en su Gloria! Me cansaba de pedírselo: «Llore, comadre, le hará bien.» Y ella sin soltar una lágrima. La procesión iba por dentro, como quien dice.

—Sí, sí —ronroneó doña Martina—. He oído algo.

—¡Todo se lo llevó a la tumba! —concluyó doña Carmen—. En fin, ahora está mejor que nosotras.

Pero doña Consuelo se moría de curiosidad.

—¿Mala vida? —preguntó en voz baja.

—De perros —farfulló doña Carmen—. ¡Si estas cuatro paredes hablaran!

—Algo he oído —volvió a ronronear doña Martina.

Entonces doña Carmen, que sentía ya una irresistible comezón en la lengua, se inclinó hacia sus dos vecinas y les confió algo increíble, sin duda, porque doña Consuelo se quedó con la boca abierta, como si no diese crédito a sus oídos.

—¿Él? —exclamó al fin doña Consuelo, mirando soslayadamente hacia el ataúd.

—¡Que Dios lo haya perdonado! —afirmó doña Carmen—. No era un mal bicho, como quien dice. Pero cuando a un hombre le da por la chupandina...

—¿Y con el mismo látigo? —preguntó aún doña Consuelo como anonadada.

—Como a las yeguas del picadero —rezongó doña Carmen—. ¡Lo vi con estos mismos ojos que ha de tragarse la tierra! Y no había caso de meterse, porque cuando estaba en copas era una furia y no respetaba ni a Cristo.

—¡Barbaridad! —suspiró doña Martina, clavando sus ojos en el féretro de Juan Robles.

Doña Carmen siguió el rumbo de aquella mirada.

—Como dije —aclaró—, no era malo en el fondo. ¡Había que verlo al día siguiente, cuando se le pasaba la mona! Los ojos agachados, como si el hombre anduviese con remordimientos; dando vueltas alrededor de su mujer, queriendo hablar y sin saber qué decir. Entonces le traía, que un cortecito de género, que una libra de chocolate, que un dulce de guayara. ¡Se le fue lo mismo! La velamos en esta misma pieza.

—¿Hace mucho? —preguntó doña Consuelo.

—¿A ver? Espere. María Justa, si mal no recuerdo, tenía diez años. Ahora tiene veintiocho. Saquen la cuenta.

—Dieciocho años —calculó doña Martina.

—Eso es —asintió doña Carmen—. Antes de morir (¡todavía la veo!) me hizo jurar por la Virgen de la Candelaria que le atendería los chicos, y sobre todo a María Justa, mi ahijada. Si lo cumplí o no, que lo digan los vecinos.

—¡Oh, doña Carmen! —protestaron a una doña Martina y doña Consuelo—. Todo el barrio lo dice. María Justa es para usted como una hija.

—Sí, sí —admitió doña Carmen, apurando una fría borra de su café—. Pero, y los otros?

Doña Consuelo y doña Martina no supieron qué decir.

—Malas cabezas —rezongó doña Carmen—. ¡Y desde chicos! Fíjense bien: el padre afuera, en los boliches, ahogando en caña sus remordimientos o lo que fuese; los mocosos atorranteando en la calle todo el santo día. ¡Reprenderlos! Inútil. ¡Se me reían en la cara!

—¡Hum! —comentaron doña Martina y doña Consuelo.

—Juan José no importa —insistió doña Carmen—: al fin y al cabo es varón, ¡y que se las arregle! Pero las mujercitas... A veces pienso si no debí agarrarlas por mi cuenta y ponerles el culo como un tomate a zapatillazos.

—¡Hum! —volvieron a gruñir doña Martina y doña Consuelo sin comprometerse.

—Pero, ¿quién era yo? —argumentó doña Carmen—. Un Juan de Afuera, como quien dice. Y cuando falta la madre...

—¡La madre! —suspiraron en coro doña Consuelo y doña Martina.

Abismada en sus evocaciones, doña Carmen dejó escapar un rezongo ininteligible.

—Así salieron —dijo al fin—. ¡Unas alhajas! ¡Bah, bah! Juan José, amigo del trabajo hecho, pasándose los días entre mate y mate, y las noches, ¡quién sabe dónde! (Porque chirolas no le faltan, y dicen que juega, o algo peor.) Margara, una
hestérica
sin remedio, llena de ataques y nanas que ni Dios entiende. Y la Otra, ¡la Otra!

—Pero María Justa... —empezó a objetar doña Consuelo.

—Sí, sí —admitió doña Carmen—. ¡La cenicienta! Yo le decía siempre: «Aguanta, mi hijita, que tu madre te bendice desde las alturas.» Y me decía yo, para mis adentros: «El día que la vea salir por esa puerta, con su traje de novia, me agarro una tranca de padre y señor mío.» ¡No me dieron el gusto!

—¡Fue una chanchada! —protestó doña Martina—. ¿Qué culpa tenía ella si la Otra...? ¡Los novios de hoy en día! ¡Bah!

Pero doña Consuelo estaba en ayunas.

—¿El novio de quién? —preguntó entre inquieta y atolondrada.

—El novio de María Justa —le aclaró doña Martina—. ¡Vean que plantarla, con el ajuar ya hecho, todo porque la Otra...!

—Ya caigo —aseguró doña Consuelo sin entender una palabra.

Doña Carmen bajó la frente, como al peso de un bien maduro quebranto.

—Las cosas venían de lejos —empezó a decir—. Cuando María Justa conoció a ese tinterillo (un buen mozo y con buenas intenciones, eso sí. Pero demostró ser un gallina cuando le tocó portarse como un hombre. Y el día que rompió el compromiso le canté las cuarenta, y el mozo estaba que un color se le iba y el otro le venía. El mismo
Ciruja
le chumbaba en el patio, y a fuerza de tironear quería romper la cadena; porque a veces los animales parecen cristianos, fuera el alma).

Doña Carmen se detuvo aquí, presa de gran excitación, y con su mano huesuda pareció querer alejar de su frente un enjambre de visiones penosas.

—¿Dónde iba? —preguntó al fin.

—Hablaba de cuando María Justa conoció al tinterillo —le recordó ávidamente doña Consuelo.

—Eso es —admitió doña Carmen—. La guerra empezó desde aquel día, y fue Margara la que se alzó contra los novios. Cuando hablaban en la calle, que si era un escándalo, que si ya murmuraban los vecinos, que si el mozo no traía buenas intenciones. Cuando el novio entró en la casa, que si venía todas las noches, que si era un cataplasma, que de aquí o que de allá. ¡Envidia, es claro! Porque la infeliz no encontraba ni un perro que le ladrase.

—¡Lo de siempre! —asintió doña Martina sin ocultar su disgusto—. ¡Ni comen ni dejan comer!

—Y es claro —se atrevió a insinuar doña Consuelo—, el tinterillo acabó por cansarse y...

—No, no —le interrumpió doña Martina—. ¡Si no fue por eso!

—¿Y entonces? —preguntó doña Consuelo, desorientada como nunca.

—Que lo diga doña Carmen —respondió cautelosamente doña Martina. Pero doña Carmen guardó un silencio inesperado.

—No sé si debiera... —susurró después, mirando furtivamente a las tres Cuñadas Necrófilas.

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