Al divisar a las Tres Cuñadas Necrófilas, Margara les tendió sus brazos. Hacia ella convergió al instante la expectativa general; y las Tres Cuñadas entendieron que les había llegado la hora de entrar en escena. Sacerdotisas de una inflexible liturgia, se dirigieron entonces hasta el camaranchón y ocuparon el sitio que las vecinas en Azul y en Rojo acababan de cederles con respeto.
—¡Tía, tía! —sollozo Margara, respondiendo al abrazo de Gertrudis.
—Sí, sí —ronroneó Gertrudis con voz acariciante—. Calma, hijita, calma.
Dolores y Leonor se llevaron el pañuelo a los ojos, y un murmullo excitado recorrió entonces el círculo de los asistentes que desde la sombra espiaban, seguían y devoraban los menores gestos de la escena.
—Son las tías —murmuró el coro.
—¿Las tías?
—Eso es, las tías.
—¿Qué tías?
—Ellas.
El coro enmudeció súbitamente, porque Margara, en tono de salmodia, retorcía otra vez el hilo de su queja.
—¡Pobrecito! —canturreó en voz baja—. ¡Cómo se nos fue, tía, cómo se nos fue! ¡Y qué muerte! ¡Sufriendo hasta la última hora! ¿Qué mal había hecho en este mundo para que Dios lo hiciera sufrir tanto? ¡Pobrecito! ¡Pobrecito!
—Tenga paciencia, Margara —le susurró la Vecina en Rojo.
Pero Margara no la oía siquiera.
—Toda la noche con el ¡ay! en la boca —salmodió—. No podré olvidarlo. ¡Nunca! Ese ¡ay! lo tendré aquí, en el oído, siempre, siempre.
Se golpeó los oídos con ambos puños y agitó su viboreante cabeza de Gorgona. Las Tres Cuñadas llevaron otra vez a sus ojos los pañuelos de luto, y el coro se agitó en la sombra, callado aún, pero tirante ya como una cuerda. Entonces la Vecina en Rojo insistió, acariciando los cabellos de Margara.
—Tenga paciencia —volvió a decirle—. Ya se consolará, Margara, ya se consolará. Todo es cuestión de tiempo. No hay mal que dure cien años.
Pero Margara le clavó dos ojos furibundos, como si aquella duda que se formulaba sobre la eternidad de su dolor la hubiese ofendido mortalmente.
—¡Nunca! —protestó al fin—. ¡Cómo se ve, doña, que usted no ha sufrido esto!
—Pero, ¡criatura! —exclamó la Vecina en Rojo—. Yo también he llorado a mi gente, y sé lo que le digo. ¡Desengáñese, Margara! Ya se consolará.
—¡No, no! —gritó Margara, emperrándose toda ella.
—¡Sí, sí! —cacareó la Vecina en Rojo, a quien se le subía ya la mostaza a las narices.
¿Se creería la muy imbécil que sólo a ella se le había muerto alguien en este mundo? Y si era cuestión de que cada uno barajara sus muertos, la Vecina en Rojo estaba dispuesta, es claro, a poner todo un cementerio sobre el tapete.
Pero Margara comenzó a patalear con furia, y en el coro se dejaron oír murmullos de protesta.
—No debería llevarle la contra.
—¡Déjenla que se desahogue!
—La de Rojo no tiene cancha.
—Pero tiene razón.
—¡Ella no está para razones ahora!
—¡Claro! ¡Claro!
No duró mucho el pataleo de Margara: bajo la luz violeta su endurecido semblante se relajó hasta cobrar un aire absorto. Y, de súbito, cierta sonrisa incontenible amaneció en sus labios.
¡Oh, oh! Sonrieron las vecinas maravilladas y sonrió el coro en su «Niebla. ¡Oh, oh! ¿Qué ocurría? Margara lo refirió, entre la sonrisa y el canto: poco antes de morir, el gran Robles, aludiendo al joven doctor que asistía y que se hallaba en la otra pieza, le había guiñado un ojo a Márgara y le había dicho: «Parece que le gustas a ese mozo. ¡Aprovéchate, gaviota!
Al repetirlo, Margara soltó una risita bastante juguetona. Rieron las vecinas, algo más fuerte,
y
entonces una hilaridad simpática se apoderó del coro:
—¡Ese don Juan!
—¡Un criollazo de ley!
—¡Y no! Soltando cuchufletas antes de morir, ¡el muy bárbaro!
—¡Eso me lo pinta de cuerpo entero!
La excitación del coro aumentaba: risas y murmullos. ¡Ah, ese don Juan! Riendo aún, Margara volvió el rostro a sus tías necrófilas, y se halló con tres caras inmutables que no habían reído. Entonces despertó violentamente a la realidad, y sus mugidos resonaron otra vez en la estancia, más hondos que nunca. Doña Tecla, parsimoniosa, volvió a frotarle la sien con su pañuelo; se alejaron las vecinas en Rojo y en Azul; y el coro de los que acechaban en la sombra enmudeció bruscamente. Poco a poco el gimoteo fue declinando, y Margara entró al fin en un sopor que la hizo balancear como un péndulo, hasta que su cabeza de Gorgona rodó sobre las almohadas. Reinó un silencio vasto, sólo herido por los tictacs de un despertador que latía fuertemente sobre la mesa de luz. Todas las figuras estaban inmóviles, y algo así como una garúa de ceniza o de tedio pareció esfumar los relieves de la escena. Pero un fragor belicoso estalló de súbito en el otro cuarto, y las dos vecinas cambiaron entre sí una mirada inteligente.
—Los chicos —refunfuñó la Vecina en Rojo.
—¡Esos demonios! —asintió la Vecina en Azul.
Con maternal premura las dos mujeres acudieron a la puerta cerrada, y abriéndola de un tirón irrumpieron en lo que ya era tumultuoso lugar de combate.
Un desorden total imperaba en aquel recinto: muebles y cachivaches domésticos, desalojados no hacía mucho de las otras habitaciones, descansaban allí en revuelto montón. Contra una de las paredes (lógico sólo él en su actitud) se veía un camastro de dos plazas en el cual, puestos de través y fajados hasta los hombros, cuatro bebés gordinflones dormían con la expresión más beata del mundo. Pero los ojos maternales de las vecinas no se detuvieron en el camaranchón idílico, sino que se clavaron en el centro de la pieza, donde, cambiándose recios golpes de almohada, se batían Pancho y Manuel, dos angelitos de Dios. Los campeones lanzaban un grito de triunfo a cada golpe dado, y una maldición a cada golpe recibido; y absortos en su combate no advirtieron la irrupción materna en aquel teatro de sus hazañas. Pero cuando las dos mujeres avanzaron hacia ellos, con aire amenazador y haciendo retemblar el piso bajo sus macizas piernas, los héroes, visiblemente confundidos, dejaron caer sus armas de pluma y se batieron en retirada. Huyendo Pancho ciegamente, cayó en los brazos de la Vecina en Rojo; y dos cachetadas musicales epilogaron su historia.
—¡Anda con tu padre! —le gritó la mujer en Rojo, señalándole con su gordo índice la salida del patio.
Al mismo tiempo, con mayor habilidad o mejor fortuna, Manuel se había internado en el laberinto de los cachivaches; y allí, entre una cama jaula y un baúl mundo que le servían de trinchera, miraba torcidamente ala mujer en Azul.
—¡Salí, bandido! ¡Te voy a dar, mocoso! —le gritaba la mujer, enarbolando una chancleta.
«¡Cualquier día!», reflexionó Manuel, no sin estudiar la chancleta con opresión evocadora.
La Vecina en Azul iniciaba ya su ataque a la trinchera, cuando uno de los bebés rompió a llorar desaforadamente.
—¡Pobre ángel! —exclamó entonces la de Azul, volando hasta el camaranchón.
Tomó en sus brazos al bebé que se desgañitaba, y le dijo, estampándole un beso descomunal en cada mejilla:
—Lo han despertado, ¿verdad, tesoro? ¡Sí, sí! ¡Ese bandido, ese canalla de Manuel!
Pero el tesoro no quería saber de historias y arreció en su llanto; visto lo cual, de un solo tirón, la mujer en Azul desabrochó su bata, desnudó un pecho rebosante, y con el gesto más antiguo del mundo lo acercó a la boquita gritona. El bebé mordió rabiosamente aquel pezón amoratado, lo sofeó luego y contempló a su madre con una sonrisa de beatitud; en seguida volvió a morder, entrecerrando los ojitos. Detrás de su famosa trinchera, el bandido Manuel veía cómo se alejaba la tempestad.
Con las mejillas rojas y la frente nublada, Pancho había salido al aire libre, no sin rumiar el oprobio de aquellos dos moquetes recibidos tan afrentosamente delante de su rival; y en su imaginación bullían ominosos proyectos de venganza, enderezados a castigar ese abuso materno fue, a su juicio, había llegado esta vez más allá de lo tolerable. A decir verdad, Pancho fluctuaba entre dos proyectos igualmente seductores: no sabía huir de la casa paterna o envenenarse con una caja de fósforos. El primer designio lo tentaba con la promesa de aventuras que ni el propio Salgari se hubiese atrevido a soñar; pero el segundo, tan rico en efectos dramáticos, ejercía sobre su alma una irresistible fascinación; y saboreaba desde ya, con amargo deleite, la noción de aquel remordimiento que pesaría sobre sus familiares cuando él, Pancho Ramírez, no estuviese ya en el mundo proceloso de las bofetadas y yaciera en su pequeño ataúd blanco, hasta el cual se allegarían sus condiscípulos de la escuela primaria, tal vez con bandera y todo. Al llegar a este punto de sus imaginaciones, olvidó Pancho las dos bofetadas y su reciente deshonor, para caer en un enternecimiento lloroso que su prematura muerte inspirábale ahora. Fue así como Pancho se dirigió al grupo de hombres que mateaban afuera; y con sigilo se arrimó a su padre, temeroso de las explicaciones que su entrada en aquel círculo podía suscitar.
Afortunadamente, don José Ramírez tenía la palabra en aquel instante; y cuando hablaba don José (y era siempre), bien podía hundirse todo el universo a su alrededor sin que se diese cuenta. La tertulia de los vecinos tenía su lugar junto al rectángulo de luz que la capilla ardiente proyectaba sobre las baldosas, y bajo la parra otoñal entre cuyo ramaje devastado lucían algunas estrellas. Don José, caballero en una silla de paja, tenía frente a sí la biliosa figura del cobrador Zanetti, y a su derecha el perfil antiguo de Reynoso, entre cuyos pies ajuanetados yacían una pava de latón y una yerbera. Indiferente a la tertulia, el Vecino Joven escuchaba sin interés alguno, sobando y resobando entre sus dedos un chamberguito de cajetilla, según observó Pancho, que trataba de recordar en dónde había visto él aquella pinta.
—Imagínense ustedes —recapitulaba don José con aire humorístico—: alrededor de la mesa los dos correntinos, mi hermano Goyo y el brasileño, naipe va, naipe viene, metidos hasta la ropa en un truco infernal. En el mismo rancho, junto a Goyo, el cadáver del «angelito» que ya daba mal olor entre sus cuatro velas, el pobre...
—¡Hum, hum! —gruñó Zanetti, haciendo resonar la bombilla.
—En el otro rancho —prosiguió don José—, unas cuantas parejas bailaban al compás de un acordeón. Y músico, chinas y peones estaban mamados como terneros.
—¡Barbarie pura! —dijo el cobrador entre dientes, mientras devolvía el mate a Reynoso.
El viejo lo recibió con aire pensativo, afirmó la bombilla dentro del mate y volvió a llenarlo.
—Era costumbre —argüyó sin mirar a Zanetti—. ¿Se moría un charabón? ¡Angelito al cielo! Y la gente lo festejaba.
—Supersticiones —rezongó Zanetti—. Falta de cultura.
—Tal vez —murmuró el viejo Reynoso, chupando lentamente la bombilla.
Con visible impaciencia don José levantó una mano.
—Pues ahora viene lo mejor del cuento —anunció en tono jovial—. Como les decía, los hombres jugaban fuerte. Y el brasileño, que «a perdía un dineral, echaba chispas a cada «vale cuatro» de Goyo; porque Goyo era la piel de Judas, y cuando le hacía falta un as lo sacaba de cualquier parte, hasta del tirador. No sé si al fin el brasileño entró a maliciar la cosa. Lo cierto fue que, de repente, se levantó hecho una furia, sacó un revólver descomunal, y apuntándole a Goyo le dijo:
Eu meto bala en vocéí.
Bueno, bueno. Goyo estaba desarmado, ¿y a que no saben lo que hizo? Agarró al «angelito» por los pies y ahí no más empezó a darle al brasileño una punta de
angelitazos.
—¡Vaya! —comentó Reynoso, escondiendo una sonrisa entre su bigote descolorido.
—¿Se le hace cuento? —le preguntó don José, que ya reía.
—No, no —dijo Reynoso—. ¿Y de quién era el «angelito»?
—Ahora verán ustedes. Al oír la gritería, entró una vieja cascatuda, le arrebató el «angelito» a Goyo, y,
¡fu, fu, fu, fu!,
de cuatro soplidos apagó las cuatro velas. «Si hacen bochinche —rezongó la bruja—, no hay más velorio.»
Atorado de risa don José apoyó su calva lustrosa en la pared, y estuvo así un rato, de cara al cielo. Después, riéndose todavía, miró a sus contertulios y vio dos perfiles graves: el de Zanetti, amargo como nunca, y el pensativo de Reynoso, vueltos ambos hacia la puerta de la capilla fúnebre. Don José pescó al vuelo el sentido luctuoso de aquellas miradas; y al instante, disipado hasta el último vestigio de su hilaridad, se compuso un rostro de circunstancias e inclinó la frente como bajo el peso de negras cavilaciones. Sin abandonar el manoseo de su hongo, el Vecino Joven, traicionando su ansia de fuga, volvía una que otra mirada impaciente hacia la puerta de calle. Y Pancho, que no le sacaba los ojos de encima, lo reconoció al fin: era el compadrito que
afilaba
con la morocha del corralón, y al que le había gritado más de una vez: «¡Perro, larga ese hueso!» Resueltas ya sus dudas, Pancho se acurrucó junto a la silla de su padre y bostezó largamente: al fin de cuentas, un velorio no era tan divertido como decían los muchachos.
Pero el cobrador Zanetti daba señales de querer hablar. En su resentimiento infinito el cobrador Zanetti había llegado a dividir la Humanidad (con mayúscula) en dos irreductibles frentes de batalla: por un lado estaba él, Antonio Zanetti, con sus pies eternamente doloridos y su rencor de hombre que vivía para cobrar sumas abstractas a cierta gente resbalosa como anguila; por el otro estaba el Mundo (con mayúscula), vale decir, una siniestra conspiración organizada contra Zanetti, un ovillo de farsas, iniquidades y aberraciones que Zanetti prometía remediar si le dejaban la Presidencia de la República durante veinticuatro horas. En hombres, bestias y objetos inanimados el cobrador hallaba siempre alguna intención hostil: no dudaba él, por ejemplo, que al regresar de noche a su domicilio con los pies en estado lastimoso, las piedras de la calle se ponían intencionadamente de punta con el solo fin de agravar su martirio. Pero, en su casa ya, y con los pies mártires ya refrescados en un lebrillo de agua tibia, el cobrador Zanetti paladeaba instantes de gloria: entonces concebía en su magín refinados proyectos de venganza contra la Sociedad, el mundo y los adoquines. ¡Ya se vería quién era Zanetti! ¡Y no, el coraje no le faltaba! Durante la Semana Trágica de 191., el cobrador Zanetti, bien oculto en el gallinero del fondo, había disparado al aire los seis tiros de su revólver; y desde aquella memorable ocasión guardaba una idea contradictoria de sí mismo: el cobrador se admiraba y se temía.