Adán Buenosayres (29 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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La solicitud del pobre náufrago no cayó en saco roto; y sus camaradas, en un arranque de generosidad, le alargaron pañuelos, hojas de bloc, cartas íntimas, anotaciones geniales, raros manuscritos. Adán Buenosayres, no menos generoso, tentado estuvo de colaborar con cierto inefable Cuaderno de Tapas Azules que había rescatado esa noche del poder de una ingrata; pero lo contuvo su infinita modestia, al recordarle que aquellas páginas ya no eran suyas, sino de la posteridad. De cualquier modo, Franky Amundsen logró remediar una parte de su desgracia. Y los exploradores, ya restablecidos, echaron a caminar por el nuevo territorio que se les ofrecía delante.

Ahora bien, ese guía dudoso que se llamaba Del Solar les había jurado que al trasponer el zanjón verían ya las luces de la Casa del Muerto. Y estaba resultando ahora que, mirasen donde mirasen, les respondía sólo una tiniebla universal. Para colmo, el terreno que hasta entonces les había sido favorable se quebraba ya de un modo extraño. A veces ascendían la cuesta de una loma; y al llegar a su vértice daban con un borde cortado a pico, desde cuya ignorada elevación era menester descolgarse, haciendo pie, no sin riesgo, en las hendiduras buscadas a tientas que les ofrecía el misterioso talud. Otras veces, al descender algún declive, se encontraban con un inescalable murallón de tierra; y entonces debían circunscribir el obstáculo hasta dar con la salida. Todo ello aumentaba el mal humor de los expedicionarios, los cuales avanzaban en un silencio tal que sólo se oía el jadeo de sus respiraciones.

Fue justamente al sortear una de aquellas lomas inaccesibles cuando los héroes detuvieron su marcha, sorprendidos ante la escena que se les ofrecía de súbito. Veinte pasos adelante vieron a un hombre sentado junto a una fogata cuyas lenguas rojas hacía oscilar el viento: aquel hombre revolvía con un palo el contenido hirviente de cierta olla que desbordaba sobre el fuego; y en torno suyo, siete perros de asombrosa flacura contemplaban absortos el baile de la hoguera, con los cuerpos estirados y los hocicos entre las patas.

—Un linyera —susurró Adán Buenosayres, contemplando al desconocido.

Pero Schultze aseguró que se trataba de un mago auténtico, y se remitió a las pruebas que ciaría inmediatamente si el grupo lo acompañaba. Y como nadie se negó a ello el astrólogo señaló un ombú que alzaba su tronco mutilado no lejos de la hoguera y cuyas raíces, al resplandor inquieto de la llama, parecían retorcerse como un nudo de víboras.

—Desde allí podremos estudiarlo sin ser vistos —observó cuerdamente.

Los exploradores se adelantaron hacia el ombú, describiendo un vasto círculo para no entrar en el área luminosa del mago. Pero los canes que rodeaban al desconocido se incorporaron súbitamente, y volviendo hacia el grupo sus ya rectas orejas empezaron a ladrar con furia.

—No se asusten —dijo Schultze a sus compañeros—. Aquí traigo mi perrinavaja. Manifestó, en efecto, un cortaplumas de regular tamaño, y abriendo la mayor de sus hojas avanzó resueltamente seguido de los otros. Pero el hombre de la hoguera, sin sospechar acaso la vecindad del grupo, moduló un suave chillido; y los perros, callando al instante, volvieron a estirar sus osamentas junto al fuego. No bien se hallaron al pie del ombú, los aventureros treparon a sus tortuosos espolones y desde allí siguieron atentamente los detalles de la escena: el fuego iluminaba toda la figura del hombre, su andrajoso vestido, sus pies envueltos en trapos y su cara barbuda que, roja de luces, tenía sin embargo el aire de las cosas apagadas o muertas; el hombre seguía revolviendo con su palo el contenido de la olla, y al hacerlo recitaba entre dientes un monólogo ininteligible.

Como Franky preguntara en un susurro qué andaría refunfuñando aquel desconocido, le respondió Schultze que sin duda pronunciaba un conjuro mágico ante la olla, en cuyo interior se cocía el filtro que luego utilizaría el hombre para untar su cabeza y transformarse en gato, león o cualquier otro avechucho. Sin ocultar sus aprensiones, el astrólogo concluyó por decir que no le extrañaría si los perros que rondaban al mago hubieran sido criaturas humanas víctimas de alguna metamorfosis. Y a medida que hablaba, Schultze iba entrando en una exaltación que no lograba contener la risita incrédula de sus compañeros. —Voy a interrogar a ese hombre —dijo al fin, saliéndose de la vaina. —¿Y si nos tira con la olla? —objetó Franky. —Vean —les anunció Adán solemnemente—. Con esas cosas no juego.

Sin dar oídos a tales advertencias, los excursionistas abandonaron el ombú y se dirigieron a la fogata. Entonces los perros del brujo se les echaron encima, frunciendo las jetas en una ominosa exhibición de colmillos o pegando sus narices resonantes a los talones de los intrusos. Pero el hombre de la fogata ni siquiera levantó sus ojos del recipiente que bullía.

—¡Buenas noches! —le dijo Schultze.

—¡Buenas noches! —corearon los del grupo.

Les respondió el mas inquietante silencio. Y entonces el astrólogo, en su afín de quebrarlo, dirigió al brujo una sarta de preguntas acerca del arte maldito que profesaba, sin olvidar las fórmulas rituales ni los mágicos ingredientes. Pero el hombre de la hoguera no respondió, como si discurriera en otro mundo.

—¿No será extranjero? —se atrevió a sugerir Adán Buenosayres.

Admitida la hipótesis casi por unanimidad, Schultze repitió inútilmente al interrogatorio en algunas lenguas vivas que dominaba. Insistió después en un latín desastroso y más tarde en un griego peor. Y al escuchar sus últimas palabras el mago levantó la cabeza.

—¡Ha entendido! —exclamó Schultze—. ¡Nos va a contestar!

Los aventureros de Saavedra concentraron el alma en sus oídos. Y entonces el hombre de la hoguera, mirándolos fijamente, dijo con voz tranquila:

—La puta que los parió.

Grande fue la sorpresa de todos al oír un lenguaje tan familiar en la boca del mago.

—¡Eso es sánscrito puro! —exclamó Franky sin ocultar su delicia. A la sorpresa no tardó en suceder el más violento golpe de hilaridad que se había registrado en aquella noche digna de memoria. Corrido y enfurruñado, el astrólogo amenazaba con tomar la olla y ponérsela de sombrero al aborrecible impostor que tenían delante; y su indignación, verdaderamente patética, ejerció la virtud de acrecentar las risas hasta el escándalo. Pero el hombre de la hoguera, excitado por el gesto amenazador del astrólogo y las carcajadas del grupo, se incorporó al fin violentamente, levantó la olla por el asa y en tren de guerra se dirigió a los exploradores. Todos echaron a correr, seguidos de cerca por los mastines del brujo que ladraban como demonios.

Tras un alto reparador, y restablecida la normalidad de sus respiraciones, los aventureros reanudaron el viaje, no sin exteriorizar un buen humor que se nutría exclusivamente a costa de Schultze y de la magia negra. El astrólogo soportaba en silencio aquel diluvio de cuchufletas, y su corazón magnánimo compadecía la ignorancia de aquellos hombres que, desconociendo el horror de ciertas potestades ocultas, fluctuaban entre los polos del Bien y del Mal, desamparados como niños ante cualquier irrupción de lo demoníaco. Pero, como las burlas aumentaran, el sentimiento caritativo de Schultze degeneró en cierta voluntad irascible de tomar alguna venganza sobre aquellos reidores.

—Ustedes bromean —les dijo en tono fúnebre—, sin sospechar que una legión invisible nos acecha desde la sombra. Ojos perversos nos vigilan, aquí mismo. ¡Hum! Es la hora favorable.

—Las potencias tenebrosas existen —afirmó Samuel con acento de ultratumba.

El astrólogo Schultze observó que todos habían callado, y prolongó adrede aquel útil compás de silencio.

—Son formas invisibles —añadió en seguida—. Pero basta una leve inclinación de la voluntad para que se nos hagan visibles. ¡Observen la sombra, cara a cara, y la verán llenarse de perfiles monstruosos!

Una risita del petizo Bernini, bastante forzada en verdad, intentó romper los hilos del encanto. Pero aquella risita no encontró ningún eco en el grupo. Antes bien, ojos recelosos ya se desbandaban a derecha e izquierda, espiando en la noche lo que no se atrevían a encontrar.

—Sí —dijo entonces Adán Buenosayres—. El diablo asoma la oreja no bien se lo llama. ¡Facilísimo! Basta llamarlo con el pensamiento, ¡y ahí lo tienen!

—¡Hum! —barbotó Del Solar—. Estos alrededores de Buenos Aires tienen una vieja tradición de brujería. Las apariciones del
chancho
y la
viuda
son aquí moneda corriente.

Y en este punto fue donde se le ocurrió a Buenosayres referir aquel maldito episodio que le había contado en su infancia el abuelo Sebastián. Es una medianoche de agosto: el abuelo duerme como un ángel, allá, en su rancho perdido entre cañadones y lomas, cuando se despierta bruscamente al rumor de alguien o de algo que toca su ventana. «Será el viento», reflexiona; e incorporándose a medias en su catre, el abuelo Sebastián pone atención. Ahora el ruido se deja oír en la puerta del rancho: es un golpeteo insistente como de grandes alas que batiesen la puerta. Y el abuelo, alumbrando su candil, pregunta en voz alta: «¿Quién es?» Como le responde sólo el mismo batir de alas, abandona su lecho, quita la tranca de la puerta, y abriendo su hoja única ve una manada de pavos enormes que, haciendo la rueda, lo empujan e invaden tumultuosamente su rancho. Ahora bien, el abuelo Sebastián, que no ha visto nunca pavos tan grandes como aquellos, malicia ya un jueguito de brujas, y más cuando las bestias, armando un barullo infernal, se le echan encima y lo arrinconan contra la pared. Entonces empuña la tranca y la deja caer sobre los pavos que, lejos de recular, parecen alegrarse a cada golpe. Con los pelos de punta el abuelo se corre hasta su catre, toma el facón de plata escondido en su cabecera, y poniendo en cruz la hoja sobre la vaina presenta el signo redentor a los animales. ¡Qué putas! Retroceden todos, chillando como viejas apaleadas; y el abuelo Sebastián los ve lanzarse a la puerta, salir al campo, huir en la noche como almas que se lleva el demonio.

Gradualmente, a medida que Adán Buenosayres hablaba, el grupo se había estrechado en torno del narrador. El propio Schultze, arrepentido ya de haberlos embarcado en tan funesta demonología, marchaba rozándose con los demás y escudriñando la sombra con un recelo que no quería confesarse a sí mismo. Tal era el estado moral del grupo cuando Buenosayres acabó su historia. Y en seguida, como si ello no bastara, he ahí que Samuel Tesler inició aquel sombrío relato de amor y de odio. Había ocurrido en Besarabia, su tierra natal, de la que tenía vagos recuerdos infantiles. Una mujer y un hombre: ella, tan adorable como desdeñosa; él, víctima de un amor no correspondido que se trueca luego en rencor implacable. Los dos vivían en la misma casa, muro por medio. Sucedió que la joven, inesperadamente, comenzó a manifestar señales de una rara dolencia, la cual hacía crisis a medianoche y en el instante cabal en que del otro lado de la pared resonaban tres fuertes martillazos. Día tras día, no bien los campanarios daban la medianoche, se oían los tres martillazos en el muro y la enferma se agravaba. Un mes duró su agonía inexplicable; al cabo del cual, y con el último golpe de martillo, la mujer entregó su alma. Días más tarde su enamorado vecino desapareció misteriosamente. Y cuando la policía entró en su cuarto, halló que sobre la pared (aquella que lindaba con el dormitorio de la muerta) se veía un contorno de mujer dibujado a lápiz, en cuyo corazón alguien había metido un clavo profundamente. El martillo estaba en el suelo.

La historia de Samuel, narrada en aquel sitio y a semejante hora, bastó para colmar la medida. El grupo acababa de llegar a la cresta de una loma, y lo que sucedió allí fue tan rápido como inexplicable. De pronto Luis Pereda tropezó con alguna masa desconocida; y se lo vio rodar por el declive, sin proferir un solo grito. Corrieron los demás en su ayuda; pero antes de llegar a la hondonada en que yacía lo vieron incorporarse y huir a toda carrera.

—¡El diablo! —gritaba—. ¡El diablo!

Los exploradores volvieron sus ojos hacia el lugar en que había caído Pereda, y vislumbraron una forma oscura que se levantaba del suelo y erguía dos astas como de buey. Simultáneamente un largo mugido rompió el silencio de la noche; y el grupo entero, loco de pánico, voló entonces detrás del fugitivo Pereda, con Schultze al frente, vanguardia misma del terror. Fue un acelerado movimiento de fuga que los arrastró por igual a través de un campo sin misericordia. Y al huir les parecía que la noche desataba contra ellos toda su furia secreta: brazos invisibles alargábanse a sus espaldas, ansiosos de aterrarlos con sus dedos ganchudos; ya sentían en sus nucas el aliento glacial de los perseguidores y en sus oídos alalíes de caza, bestiales jadeos, risitas burlescas; y daban saltos al correr, temerosos de pisar alguna forma execrable que reptara en el suelo.

¿Cuánto duró aquella vertiginosa carrera? Nunca lo supieron. Sólo recordaron más tarde que, al trasponer una altura, vieron dos o tres faroles a corta distancia.

—¡Las luces! —vociferaron—. ¡Las luces!

Y a todo correr descendieron la pendiente.

Habían llegado.

II

AQUÍ YACE JUAN ROBLES,

PISADOR DE BARRO...

Adán Buenosayres, el astrólogo Schultze y Samuel Tesler permanecían aún en la cámara mortuoria: estaban cavilosos los tres y graves a fuer de hombres que habían sondeado el antiguo misterio de la muerte; y así contemplaban los restos mortales del que fue Juan Robles (un criollazo de mi flor, si los hubo), el cual, según decían los vecinos, había clavado las guampas a los cincuenta y nueve años de una existencia tan alegre como laboriosa, que se le fue de pulpería en pulpería, de siesta en siesta, o en los hornos de ladrillos, pisando barro con sus famosas yeguas oscuras. Y es verdad que Juan Robles tenía en aquel instante un aire bien ceremonioso, enfundado como estaba en su traje de casamiento y extendido cuan largo era en su negro ataúd con manijas de bronce.

Seis candeleras erguían en torno del ataúd sus velas chorreantes, en cuyas puntas la lumbre se achicaba poco a poco alrededor de los pabilos carbonizados. En la cabecera de Juan Robles, a la luz exigua de los candeleros, veíase un crucifijo de metal cuyo torso arqueado proyectaba en el muro del fondo su terrible sombra. Cuatro palmeras en sus tiestos y algunas flores de jardín vecinal integraban el ornato de la capilla fúnebre. Contra una pared se veía la tapa del féretro, amenazadora ya como una puerta que ha de cerrarse para siempre. Las Tres Viejas, apretadas en un ángulo del salón, habían interrumpido su cacareo y espiaban desde la sombra los ademanes de aquellos tres desconocidos que miraban el cadáver como si fuese un bicho raro. En el rincón opuesto, las Tres Cuñadas Necrófilas dormían, al parecer, muy envueltas en sus negros chalones.

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