—¿Y por qué? —interrogó Del Solar, en cuyos patrióticos oídos la palabra «destrucción» había sonado mal.
—Porque gracias a un clima relativamente cálido y seco —respondió el Gliptodonte—, las rocas metamórficas, sedimentarias y cristalinas del relieve sufrían,
in situ,
un proceso de alteración hidrolítica o laterización parcial. ¡Señores, el relieve se destruía!
—¿Y el origen eólico? —preguntó aquí Adán Buenosayres, musajeta que acariciaba ya en sus oídos una ilusión de arpas antiguas entregadas al soplo del aire.
—A eso voy —dijo la bestia fantasmal—. Un gran viento soplaba entonces del oeste, un viento implacable que arrancaba el material en destrucción y lo conducía desde la parte alta de los relieves montañosos en que por sí mismo se había formado hasta los valles y planicies. Así se formó el
loess
pampeano; y su estructura demuestra que, después de su sedimentación, no ha sufrido remociones ni acuáticas ni eólicas.
—¡Debió ser un viento fenomenal! —exclamó entonces Pereda, que aún se debatía entre los brazos de la duda.
—¡Ja! —rió el Gliptodonte—. ¡Miren ustedes por mi ojo derecho! Uno a uno los siete hombres miraron por el ojo del fantasma. Y vieron un paisaje dilatado, estéril y triste, cuyos relieves montañosos iban desdibujándose al soplo de un viento feroz que los mordía, les arrancaba el material a pedazos y lo hacía rodar en polvorientos remolinos: nubes de arena oscurecían el sol o se posaban lentamente como la ceniza de una erupción volcánica; y en medio de aquel simún grandes bestias, armadas y acorazadas hasta el delirio, recorrían pesadamente la extensión, hurgando con uñas y hocicos la pampa mineral en busca de algún sustento.
El espectáculo era desolador, y los excursionistas de Saavedra se quedaron mudos como estatuas. Pero el astrólogo Schultze, no sin agradecer al espectro la valiosa lección de geología que acababan de recibir, le preguntó si llevaría su amabilidad hasta el extremo de responder a dos o tres cuestiones que deseaban plantearle sus amigos, todos ellos hombres de reconocida notoriedad en el campo de las artes y las letras. Y como el fantasma dijese que sí, le preguntó Samuel cuál sería el origen de los contingentes humanos que sin duda poblarían en lo futuro aquella comarca desierta. El Gliptodonte pareció vacilar aquí, dijo entre rezongos que la revelación de lo futuro le estaba prohibida; y acabó por insinuar que la formación etnográfica de la llanura correspondería en mucho a su formación geológica, ya que los contingentes humanos a los que Samuel acababa de aludir se formarían también con elementos de destrucción, acarreados desde los ocho rumbos del Globo hasta nuestras llanuras por el terrible y nunca dormido viento de la Historia.
Más que satisfecho quedó el filósofo villacrespense con la misteriosa profecía del Gliptodonte. Y la condescendencia del animal habría llegado tal vez a lo sublime, si Franky Amundsen —un gusano escéptico en la roja manzana del ideal— no se hubiese dirigido a él para preguntarle redondamente si su estructura peludiforme algo tenía que ver, al menos en símbolo, con un famoso líder que a la sazón era el encanto de las masas y la delicia de las Musas. Ofendido en su honor milenario, el Gliptodonte le respondió que no estaba dispuesto a escuchar zonceras, ni a firmar autógrafos, ni a dejarse reportear, ni a servir los intereses de la baja politiquería; dicho lo cual amenazó muy seriamente con meter violín en bolsa y regresar a sus fantasmales dominios. Pero antes de que lo hiciera, su Gran Sacerdote Bernini le preguntó devotamente si no quería dejar algún mensaje para las generaciones futuras. Oído lo cual, y respondiéndole con un gesto afirmativo, el Gliptodonte levantó su cola, dejó caer al suelo tres grandes esferas de bosta fósil y se borró en la negrura que lo había engendrado. Ahora bien, afortunadamente aquel mensaje no se ha perdido: una de las aludidas esferas está hoy en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, erróneamente clasificada como aerolito; la otra, en el Museo Histórico, figura como proyectil de mortero arrojado en la Guerra del Paraguay; la última, sostenida por dos cíclopes de hormigón armado, representa el globo terrestre en la cúpula del diario
El Mundo.
La aventura del Gliptodonte (como se la llamó después) habría bastado para desenfrenar la imaginación de cualquiera, y mucho más la de aquellos hombres, tan avezados al peligroso juego de la fantasía. Lo cierto es que, apenas el monstruo se hubo desvanecido en la noche, según lo confesaron más tarde los mismos héroes de la gesta, una gran confusión se introdujo en el entendimiento y la memoria de todos, una mezcla extraña de lo real y lo aparente, de lo histórico y lo legendario, de lo posible y lo absurdo. Claro está que la botella metálica de Franky Amundsen, puesta en circulación con una frecuencia tan generosa como alarmante, no fue del todo ajena ni al desarreglo de las almas ni a las visiones y espejismo que se sucedieron a continuación hasta que la aventura de «la tabla oscilante» les puso fin. Y lo que más exaltaba la fantasía del grupo eran los misterios geológicos y estratigráficos que seguían aún en el tapete y alrededor de los cuales giraban como abejas las más azarosas hipótesis. Pero el astrólogo Schultze no tardó en manifestar su aburrimiento.
—¡Qué me importa la tierra! —exclamó al fin desdeñosamente—. Lo que me preocupa es el hombre. Al fin y al cabo la tierra sólo es un estadio, ¡uno solo!, del Hombre Universal.
—De acuerdo —tronó Samuel Tesler—. Pero, ¿qué cosa es el Hombre Universal?
—¿Qué cosa? —respondió Schultze—. Es el HOMBRE, con mayúsculas.
Franky Amundsen alzó los brazos al cielo pletórico de estrellas.
—¡Oh, sabiduría! —gritó como arrebatado—. ¡Qué definición insondable! ¡Adiós, Perogrullo!
Y dirigiéndose a Del Solar:
—¡Atención! —le sopló al oído—. El Neocriollo no anda lejos.
Pero Bernini regresaba otra vez a la palestra, y su costado anglosajón parecía más despierto que nunca.
—Eso es —dijo—, hablemos del hombre. ¡Hasta en eso la pampa se lleva todo el honor!
—¿Cómo? —le preguntó Samuel—. ¿Qué honor es ése?
—¡Casi nada! —rió Bernini—. El
terciario
del mundo entero se hallaba sumido en la más terrible animalidad, cuando los primeros hombres aparecían en nuestras llanuras.
El golpe de risa que sacudió al filósofo villacrespense tuvo largos ecos en el paisaje.
—¡No es chacota! —se indignó Bernini—. Es una verdad ya demostrada, ¡y por un argentino!
—Por un argentino, desgraciadamente —sentenció Del Solar con amargura—. Si lo hubiera demostrado un franchute o un alemán, este señor —y señaló a Tesler— se lo tragaría con piolín y todo. ¡Pero es necesario que hasta el hombre primitivo nos llegue de Europa!
—¡Yo no he dicho nada! —protestó Samuel.
—Nadie ha nombrado a Europa —dijo Schultze.
—Y si no —vociferaba el petizo—, ¿en qué otro
terciario,
fuera del de la pampa, se han descubierto huellas del
Homo Sapiens?
—En ninguno —le respondió Schultze—. Habría que buscarlas, no en la tierra, sino en el fondo marítimo del océano Atlántico.
El estupor de los aventureros no conoció límites al oír aquella extraña novedad. Pero el astrólogo se apresuró a devolverles la calma.
—¿Alguno de ustedes ha leído el
Critias
de Platón? —dijo serenamente.
—¡Sus putanescos libros! —rezongó Franky—. ¡El pobre tiene un corso a contramano en la pensadora!
Por desgracia, tanto Adán Buenosayres como Luis Pereda y Samuel Tesler habían leído el
Critias.
Y la ya inevitable discusión fue desatada por el mismo astrólogo, el cual declaró entender que a la Atlántida sumergida le tocaba el honor de haber sido la verdadera cuna del hombre. Como Schultze afirmara luego que los atlantes legendarios eran de raza roja, Samuel Tesler, lleno de ironía, le preguntó en qué motivos fundaba tan azarosa hipótesis. A lo cual respondió Schultze que, siendo la creación del hombre una factura de la caridad divina, los primeros humanos fueron necesariamente rojos, ya que, según el simbolismo de los colores, el rojo pertenece a la caridad. Y como Samuel Tesler no le replicara sino con una risita de mal agüero, entró en danza Bernini para sostener que la tesis del astrólogo carecía de
rigor científico
; a lo que Adán Buenosayres, medio encocorado, repuso que, afortunadamente, le sobraba
rigor poético.
Era indudable (al menos para Schultze) que los descendientes de Neptuno y de Clito, después de alcanzar en la Atlántida una civilización asombrosa, se desparramaron en toda la tierra, ya fuese por instinto neptuniano de la navegación, ya por necesidad de conquista, ya por huir del bárbaro despotismo que los últimos reyes atlantes ejercieron y que le valió a la isla el terrible castigo del dios mojado. Y era indudable para los aventureros de Saavedra que Schultze macaneaba como jamás lo había hecho mortal alguno en el triste planeta que habitamos; por lo cual, y a medida que hablaba el astrólogo, un fuerte aire de zumba iba levantándose del grupo. El aire se hizo viento cuando Schultze aseguró que la civilización de los Incas y la de los Aztecas fueron lejanos vestigios de otra mucho más antigua que floreció en América del Norte y que, a su vez, era un reflejo colonial de la madre Atlántida. Pero cuando el astrólogo se atrevió a sostener que nuestros aborígenes descendían de aquellos focos norteños; o mejor aún, de grandes contingentes que por desertar la servidumbre o la guerra se habían desplazado hacia el Sur y habían descendido luego a la barbarie; cuando Schultze hubo soltado ésa y otras especies que volvían a convertirnos en la resaca del mundo, entonces el viento de zumba se hizo tempestad; y el gozo público se manifestó en silbatinas entusiastas,
panes franceses,
exclamaciones obscenas y pedorreos de imitación bucal, estos últimos debidos a Franky Amundsen, cuya excelencia en tan difícil arte le había ganado no pocos admiradores. Pero aquella hermosa fiesta del espíritu no tardó en verse malograda cuando el petizo Bernini, que no se dormía sobre sus laureles, empezó a dar señales nuevas de agitación.
—¡El origen de los indios americanos! —farfulló no sin resentimiento—. ¡Más valiera que nos ocupásemos de su destino final, aunque sólo fuese para dedicarles un recuerdo piadoso!
—¿Qué mosca te ha picado ahora? —le preguntó Franky Amundsen, artista del pedorreo.
—¿No eran los dueños naturales de la pampa? —se lamentó Bernini—. ¿Qué derecho tenían los blancos para invadir la tierra de los indios y exterminarlos como a bestias feroces?
Franky abrazó al petizo y estampó en su frente un ósculo reverencial.
—¡Un corazón de oro! —explicó—. ¡El más ultrasensible de los enanos!
—Un sentimental —corrigió Schultze—. Si conociese algo de historia o de metahistoria, no lamentaría ese choque violento de dos razas, una sin destino ya, la otra con misión.
—¡Eso es militarismo puro! —le gritó Bernini.
—¡Un bárbaro teutón! —dijo Franky—. Todos estos boches tienen la cabeza en forma de obús.
Pero el astrólogo se mantenía irreductible.
—El mundo se renueva por la lanza de Marte —anunció—. Es la lanza que destruye para reconstruir.
—¡No! ¡No! —protestaron algunas voces en la aniebla.
—¡Sí! ¡Sí! —admitieron otras.
Y sucedió entonces que Bernini, olvidándose al fin de su costado anglosajón, dio vía libre a su costado latino y se puso a llorar como un becerro.
—¡Pobres indios! —lloriqueaba—. ¡Exterminados hasta el último, aquí mismo, en esta misma tierra que pisamos ahora!
Un impetuoso redoble como de cien caballos que se les viniesen encima llegó de pronto al oído alerta de los aventureros, mezclado con el aullar de cien gargantas que proferían en la noche cien gritos unánimes:
¡Winca!
¡Matando!
¡Winca!
Los héroes, al oírlo, giraron sobre sus talones, ya en posición de fuga. Pero no salieron de su inmovilidad, pues el mismo clamor les llegaba de todos los rumbos, como si estuviesen cercados ya por un cinturón de bocas amenazantes: ¡
Winca
! ¡Matando! ¡
Winca
! No habían salido aún de su estupor cuando vieron destacarse de la tiniebla una figura ecuestre que a todo galope se les acercaba: tanto el jinete como su caballo despedían cierta luz verdosa como de fantasma o gente de otro mundo; pero el jinete mostraba una desnudez hercúlea bien amenazadora por cierto, y se revolvía sobre su caballo como un demonio gesticulante. Cuando estuvo a cinco pasos de los aventureros, el jinete, con un bárbaro tirón de riendas, hizo clavar en el suelo las cuatro patas de su cabalgadura; y aulló, blandiendo sobre las siete cabezas enemigas un lanzón adornado con plumas de flamenco:
¿Bicú, picué, tubú, picá, linquén, tucá, bicooooo?
Como ninguno de los siete le respondiera, el indio volvió a gritarles, traduciendo quizá su anterior pregunta:«
Wincas
de mierda, ¿con permiso de quién pasando?» Y amenazó en seguida: «No siguiendo camino sino pagando.» Entonces uno de los héroes, obedeciendo a cierta iluminación repentina, extrajo una botella chata y reluciente que traía en su bolsillo y la manifestó a los ojos del salvaje: «¡
Winca
engañando! —bramó el jinete sin ocultar su desconfianza—. ¿Qué habiendo en el gualicho brillante?» Sin decir palabra el héroe anónimo destapó la botella y acercó su gollete a la nariz del indio, el cual, transfigurado y como en éxtasis, exclamó entonces: «¡Peñí, hermano!» Y como demostrase urgentes deseos de entrar en contacto con la botella mágica, el astrólogo Schultze le rogó que antes dijera su nombre. Oído lo cual el salvaje se presentó a sí mismo con orgullo: «Ese soy el cacique Paleocurá.» Sin advertir el asombro que originaba en el grupo, el cacique Paleocurá desmontó de un salto, se acercó al héroe de la botella, lo abrazó estrechamente y lo alzó en vilo, gritando hasta perder el aliento:
«¡Aaaaaaaah!
» Y cien fantasmas invisibles, golpeándose la boca con la mano, respondieron en la noche:
«¡Ba, ba, ba, ba, ba, ba!
» La misma ceremonia se cumplió entre el cacique y los demás expedicionarios. Y concluida la salutación, Paleocurá dijo con rústica diplomacia: «Dando el gualicho brillante, y pasando.» La botella mágica le fue concedida por aclamación, y el cacique, llevándosela rápidamente a la boca, estuvo mirando las estrellas durante cinco minutos.
«¡Yapay!
», gritó al fin, tendiendo el gualicho brillante a su legítimo propietario.
«¡Yapay!
», respondió éste, y se mandó una gárgara no menos astronómica. Un brindis igual cambió el salvaje con todos y cada uno de los exploradores; y, devolviendo al fin la botella vacía, montó de un salto, dibujó un saludo con su lanza y se alejó a media rienda. Poco después el redoble de cien caballos invisibles se perdía en la noche.