Adán Buenosayres (11 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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«Absorta en los misterios de su laboratorio íntimo: preparación de cales y azúcares, fermentación de substancias caóticas, destilación de jugos. Gases que le revientan por arriba y abajo, es natural. Ríos de leche y miel afluyendo a sus terribles pezones. ¡Gea! Numerosa de semillas, agobiada de frutos, ¡y trabajando aún en estructuras nuevas, tejiendo carnes y armando esqueletos!»

El chiquitín dormía, el viejo se desintegraba.

«Lo tenebroso es el antes y el después. El chico está cerca de su antes: quizás esté soñando ahora con su antes y lo llore no bien despierte. El vicio está cerca de su después, y acaso vislumbra ya turbios colores de frontera. Me gustan los viejos: no es una diarrea sentimental, como diría ese barbarote de Samuel Tesler. Los viejos me gustan como las flores marchitas, los frutos pasados, los otoños y los anocheceres, las cosas en trance final y en víspera de metamorfosis. Pero...»

Adán se detuvo sobresaltado: «¡El ciego!»

La suya era una íntima voz de alarma.

«¡Ojo al ciego!», se repitió Adán, y avanzó con extremada cautela.

Había por ahí cierto asaltante llamado Polifemo el de las orejas agudas, cuyo temible oficio era el de aligerar la bolsa de los caminantes gracias a un recurso tan simple y viejo como el hombre: la puñalada sentimental. Es de saber que Polifemo, el saqueador de almas, padecía una ceguera total originada, según los mitólogos, en ciertas demasías de sus antepasados. Pero, ¡guay del viandante que, menospreciando los ojos vacíos de Polifemo, se ilusionara con la posibilidad siquiera remota de sustraerse a su vigilia! Porque, habiéndosele negado a Polifemo todas las galanuras del mundo visible, sus orejas dominaban en cambio los ocho rumbos del universo audible, de modo tal que ni el mismo viento, así calzase los livianos chapines de su hermana la brisa, hubiera pasado junto al cíclope sin ser oído. Adán Buenosayres no habría intentado ese imposible si el artificio del ciego y su rebuscada teatralidad no le repugnasen hasta la indignación. Fácilmente podía eludir el sortilegio barato de aquella figura, con guitarrón y todo; pero estaba seguro de que una moneda suya enriquecería fatalmente los bolsillos de Polifemo, no bien la voz del gigante se la reclamara. Era necesario librarse de la conmoción visceral que le produciría la voz. ¿De qué manera? Evitando aquel grito irresistible. ¿Cómo? Deslizándose junto al ciego sin que lo advirtiera. ¿Mediante qué recurso? Adán confiaba en sus tacos de goma.

Hecho ese cálculo, avanzó cautelosamente hacia Polifemo. ¡Inútil! El gigante captaba ya un rumor sutilísimo de pasos.

«Es hombre —calculó—. En plena juventud. Pero, pero... ¡Se adelanta en puntas de pie! ¿Cómo? ¿Tratará de escurrírsele al honrado Polifemo? ¡Tendría que ser brujo!»

Adán veía ya la inmóvil y retocada figura del ciego, con su platillo de latón en una mano y su guitarra sin cuerdas en la otra. A veinte pasos distinguió claramente su barba gris, manchada de tabaco en las inmediaciones de la boca, y adivinó la boca misma, cerrada como un antro del que podía salir el trueno. La honda y serena respiración del gigante se le reveló a los diez pasos: ¿estaría dormido? Entonces redobló la cautela de su marcha; y se escurría ya como una sombra delante de Polifemo, cuando la voz tremenda resonó en sus oídos:

—¡Limooosna dad al cieeego!

Adán se detuvo como petrificado.

—¡Limooosna dad a un hombre que no ve la luuuz! —insistió Polifemo, saboreando cada letra como si se delectara en su propia música.

Era necesario admitir la derrota, y Adán lo hizo al dejar caer una moneda en el recipiente de latón.

—¡Diooos lo pagaraaá! —tronó Polifemo, levantando sobre su cabeza el platillo y la guitarra.

—¡Monstruo! —rezongó Adán entre dientes.

Pero maligno y arrobado como un demonio triunfante, Polifemo exclamó todavía:

—¡Diooos lo devolveraaá!

Adán Buenosayres, parado junto al cíclope, levantó sus ojos hasta el Cristo de la Mano Rota y se dijo que Polifemo tenía razón. Allá, sobre el pórtico de San Bernardo, el Cristo de la Mano Rota contemplaba la calle desde sus alturas; y una paloma de buche tornasol dormía sobre su cabeza, de tal modo que su cabeza parecía el recostadero natural de la paloma. ¿Qué tenía en su mano de cemento, en aquella mano rota quizá de una pedrada?

«Un corazón o un pan. Día y noche lo está ofreciendo a los hombres de la calle. Pero los hombres de la calle no miran a lo alto: miran al frente o al suelo, como el buey. ¿Y yo?»

Abatido el rostro, Adán paladeó un instante su antigua y reiterada zozobra.

«Un pez que se agita, clavado en un anzuelo invisible. La caña del pescador está sin duda en esa mano rota.»

Saludó entonces al Cristo de cemento, y siguió calle arriba, mundo arriba, estudiando con ojos críticos el sombrero que acababa de quitarse.

«Modelo anacrónico: ¡una curiosidad literaria! Los chicos me gritaban al salir de la escuela: “¡Paragüita!” Ya se han acostumbrado. Pero en esta calle... Un escándalo público. Las ninfas del zaguán, sobre todo. ¡Resistir!»

Volvió a calarse el vilipendiado sombrero, y maquinalmente palmó en sus bolsillos cachimba y tabaquera.

«Ganas de fumar. No hacerlo ahora en pipa. ¡Ojo a las del zaguán! ¿Sombrero y pipa? Sería tentar al demonio de la calle. Comprar cigarrillos en “La Hormiga de Oro”. Sí, pero Ruth...¿Y qué? Un oasis en el desierto.»

Adán Buenosayres traspuso el umbral de «La Hormiga de Oro», y se halló envuelto en una luz de gruta que velaba los mil y un artículos de la tienda. Cajas de cigarrillos, muñecos de veinte centavos, jabones de afeitar, novelas policiales y tarros de caramelos parecían vivir allá en la más estrecha de las hermandades. Y aunque un fuerte olor de pescado frito deshonraba la tenducha comunicándole ciertos visos de fondín, el ambiente se redimía un tanto a los acordes inseguros de un
shimmy
que resonaba en el interior y provenía de instrumentos comprometidos a regañadientes en un conato de armonía. ¿Y Ruth? Adán se formulaba esa pregunta cuando, atraída como la araña por el zumbido de la mosca, Ruth apareció entre las cortinas verdes que separaban el negocio de la trastienda. Salía con desgano, triste de semblante y nocturna de ojos: Ruth incomprendida, Ruth sola. Pero al encontrarse con Adán se reanimó en una súbita metamorfosis.

—¡Usted! —exclamó, entre sorprendida y alborozada.

—¡Buenas tardes, Ruth! —saludó Adán en tono festivo—. ¿Cómo anda «La Hormiga de Oro»?

—¡Mal! —se quejó Ruth—. Los amigos nos olvidan.

Con una mano afanosa trataba de poner orden en el escándalo de su pelo: ¡ay, su cabeza, un nido de caranchos! Con la otra masajeaba curativamente sus ojos: ¿le habrían quedado señales de lágrimas? Estiró luego sus medias y sacudió rápidamente su vestido: tal vez alguna escama de pescado; ¡en aquel infierno de cocina todo era posible!

—¿Olvidar a «La Hormiga de Oro»? —refutó Adán mirándola con ojos ponderativos—. ¡Usted se calumnia, Ruth!

—Hace ocho días justos que no viene a «La Hormiga de Oro» —puchereó ella.

«¡La criatura más linda que haya concebido mujer después de haberse acostado con un hombre!», opinó Adán clásicamente.

—¿Los ha contado? —preguntó riendo—. ¡No es posible, Ruth! ¿Quién soy yo para que mi ausencia...?

Se interrumpió súbitamente, y acercándose a ella le miró los ojos.

—¡Ruth! —se dolió al fin—. ¡Usted ha llorado!

—¡No, no! —protestó Ruth.

Se resistía, esquivaba sus espléndidos ojos de color horizonte, movía y removía sus dedos febriles entre el cobrizo matorral de su pelo: Ruth sola, Ruth incomprendida negaba su llanto.

—¡Usted ha llorado, Ruth! —insistió Adán imprudentemente.

—¡No es verdad! ¡No, no! —gemía, puchereaba, se resistía ella.

¿Y por qué no? ¿Por qué no confiar el íntimo secreto de sus angustias al alma gemela que ahora le tendía el puente de una voz fraternal? ¡Sí, sí! Ruth incomprendida restituyó sus ojos a la confianza de Adán: Ruth sola se abandonó a la solicitud de aquel hermano en el arte.

—¡Vivir con las alas rotas! —musitó—. Usted es un artista, señor Buenosayres, y tiene que haber sufrido eso. Una quiere volar, y no la dejan.

Adán esbozó un gesto que a nada comprometía, y entonces Ruth señaló la trastienda con su pulgar rosado.

—Mi gente —dijo—. Buenos como el pan, eso sí. Pero sólo tienen ojos para el centavo: no pueden ver lo que hay en una, es imposible que lo vean. Y cuando a una llegan a faltarle hasta los amigos...

Se le quebró el habla, inclinó la frente, guedejas de bronce cayeron sobre sus ojos. Y Adán se turbó allí, no ciertamente por lo que le decía Ruth, sino por las resonancias de su voz caliente y grave como la de los instrumentos de madera. ¿Dónde había oído él un tono semejante? Quizás el grito de un pájaro montes, allá en Maipú y en una mañana de neblina. «¡Ojo a la racha sentimental! —pensó—. ¡Cambiarle las ideas!»

—Óigame, Ruth —le advirtió—. Usted sabe que soy «un hombre de letras». Así nos dicen ahora. Feo, ¿eh? A mí no me gusta nada. —(Ya sonríe: ¡mejor!)

—¡Un poeta! —corrigió ella en tono acalorado.

—Sí, pero nada fuera de lo normal. Obsérveme, Ruth. Ni vestigios de la sucia melena: un riguroso corte a la americana, baño frecuente, ropa deportiva. ¿Este sombrero? Bah, no le haga caso: es un anacronismo. —(Espléndido amanecer de su sonrisa: ¡un lindo arco para el Amor flechero!)

—¡Gracioso! —le reprochó ella, envolviéndolo en su mirada de color horizonte.

—Ninguna deformación profesional, al menos de las visibles —concluyó Adán—. Y, sin embargo, quedan las otras: un eterno papar de moscas líricas, olvidos culpables... ¿Me comprende, Ruth?

Sí, Ruth entendía. Y al entenderlo se abrazaba ya en sutiles calores, y al abrasarse compadecía las inquietudes de aquel hermano intelectual. Ella y él, ¿no eran al fin dos aves de la misma pluma? Sí, Ruth incomprendida lo justificaba. Pero Ruth sola dirigía un mudo reproche al destino que no acertaba, ¡oh, ciego!, a juntar las soledades gemelas. Si ella y él... ¡Una locura! Y si... ¡Qué bueno sería entonces irse por el ancho mundo, solos como una pareja de águilas y cortando a montones las rosas de la vida!

—Sí —gorjeó Ruth—. Los poetas viven del canto, y se olvidan hasta del mundo que los rodea.

—Como la cigarra —observó Adán.

—Eso es, como la cigarra.

—Y, como la cigarra, se acuerdan de la hormiga cuando están en apuros.

Ruth frunció el entrecejo, y al entender por fin dejó escapar un hilito de risa, dos o tres notas de cristal o de agua.

—Se acuerdan de «La Hormiga de Oro» —corrigió vivamente—. Ya sé, ya sé. La cigarra no tiene cigarrillos.

Sin dejar de reír, la hormiga de oro abrió una caja, tomó un paquete
y
se lo tendió a su visitante. Luego, acodada en el mostrador, se puso a mirarlo y a reír juguetonamente, balanceándose al compás de su risa como un tallo joven al viento. Adán la estudiaba, mientras encendía un cigarrillo. «Sus dientes blancos, iguales y húmedos de savia: dientes de loba, prontos a morder. La curva de su garganta cubierta, como los membrillos, de una pelusita de oro. Y ese cobre hilado de su pelo.» Una exaltación oscura despertaba en su ser, sobre todo al mirar aquella boca riente. «Un higo que se partiera de maduro.» Por fortuna los musicantes de la trastienda interrumpieron bruscamente su trajín: oyóse adentro una voz que rezongaba; después, tras un furioso golpe de batuta, los musicantes retomaron el tema.

—Son los muchachos que ensayan el jazz —dijo Ruth—. ¿Le agrada esa música?

—¿Música? —repuso Adán con aire dubitativo.

Frunció Ruth su boquita en un mohín desdeñoso.

—¡Música de bárbaros! —escupió disgustada, herida toda ella en su sensibilidad.

Y añadió, clavando en Adán unos ojos pesados de inteligencia:

—La «Serenata» de Schubert, la «Invitación al Vals», la «Plegaria de una Virgen», ¡eso es música!

Un relámpago de fanatismo cruzó por su semblante:

—¿Y la música de las palabras?

Adán, intranquilo, arrojó dos chorros de humo por las narices. «¡Gran Dios! ¿Estetizar con Ruth? ¡No, no! ¡Cambiarle las ideas!»

—La recitación es mi arte —concluyó Ruth—. ¡Interpretar al genio! Ahora estoy ensayando
Melpómene.

—¿Qué? —gritó Adán escandalizado.

—El poema
Melpómene.

—¡No puede ser!

—¿Y por qué no?

En los ojos de Adán se leía la desilusión y el reproche.

—¡Ruth! —le dijo—. ¡Nunca hubiera esperado eso de una muchacha tan juiciosa como usted!

Ruth, confundida, Ruth amonestada se ruborizó de pronto: el blanco y el carmín se dieron una batalla en aquel semblante, hasta que se reconciliaron al fin en la paz de cierto rosicler delicioso cuando Ruth, enfrentándose con su cliente, frunció el hociquito y le pegó en la mano, ¡ah, no con mucho rigor!

—¡Son unos versos maravillosos! —protestó—. No me negará que cuando el poeta, enloquecido de terror, persigue a Melpómene a través de la selva otoñal, a uno le parece oír hasta el crujido de las hojas muertas. Y después, cuando el poeta consigue alcanzar a Melpómene...

—¡Eso no, Ruth! —la interrumpió Adán—. ¡Es una calumnia!

—¿Una calumnia?

—Le aseguro que sí. El poeta no alcanzó a Melpómene. La corrió, nadie se lo niega. Pero alcanzarla, ¡nunca!

Ruth lo miró embobada.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó ingenuamente.

—Me lo contó la propia Melpómene, y estaba hecha una furia.

—¡Qué mentiroso!

—Es la pura verdad —aseguró él—. Imagínese, Ruth, que sin mediar altercado alguno el poeta se lanza en persecución de la Musa. ¡Un atropello incalificable! Y si usted reflexiona en que se trata de un pacífico doctor cordobés, el atentado resulta incomprensible.

Vuelta de su embobamiento, Ruth lo miró entre divertida y escandalizada.

—¡Qué malo! —gorjeó—. Pero, ¡qué malo!

—Créame que no le miento —aseguró Adán—. El doctor se puso a correrla; pero a la media cuadra se detuvo jadeante, desabrochó cinco botones de su chaleco de fantasía, se aflojó la corbata, y sentándose en el brocal de una cisterna enjugó el sudor de su frente con un gran pañuelo a cuadros.

La hormiga de oro volvió a reír.

—¡Qué malo! —repitió—. Ya sé, ya sé. Así es como se sacan ustedes el cuero en las peñas literarias.

—Es la declaración de Melpómene —insistió Adán—. Si ha mentido yo me lavo las manos.

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