Decía, pues, que Samuel Tesler irguió su torso descomunal, se cruzó de brazos, clavó en Adán una mirada tranquila y pareció saborear el silencio que brotaba de sí mismo y de su visitante.
—Bien —le dijo por fin—. ¿A qué se debe tu visita y la molestia del madrugón?
Ni la cara bonancible de Samuel, ni su gesto pacífico, ni la dulzura de su voz engañaron al visitante: demasiado conocía él las virtudes proteicas de aquel rostro, su maravillosa capacidad de metamorfosis y la rapidez temible con que el dragón acomodaba y desacomodaba sus músculos faciales para construirse una cabeza, destruirla en un soplo y componerse otra según se lo requiriesen las cambiantes alternativas de la lucha. Sabiéndolo así, Adán Buenosayres decidió seguirlo en el humor y en la táctica.
—¿Madrugón has dicho? —le respondió como si no saliera de su asombro—. ¡Son las doce clavadas en el reloj de San Bernardo!
—¿Y qué tengo yo que ver con los malditos relojes? —protestó Samuel lleno de dulzura.
Adán vaciló un instante: ¿cómo sugerirle al dragón el motivo sutil de aquella visita, sin pronunciar el «nombre reservado» ni abandonar su secreto a la curiosidad ajena?
—¡El día te reclama! —le dijo al fin en tono solemne—. ¡También el nuevo día quiere figurar en tu pizarrón!
—¿El día me reclama? —preguntó Samuel con pasmosa inocencia.
Sus ojos muertos brillaron de súbito: la recta de la benigna malignidad se acentuó en su frente y una sonrisa peligrosa encurvó sus labios. («¡Atención!», se dijo Adán al verlo.)
—Día jueves —musitó el filósofo—. ¡Claro, claro! Tenía que ser un jueves. Si hay un hombre que debiera llamarse Jueves es el hombre que me ha despertado sin consideración alguna.
«¡Atención, atención!», volvió a decirse Adán. El hecho de que Samuel jugase tanto con la palabra jueves lo tenía como sobre ascuas: ¿habría dado ya en la clave? ¡No era posible! ¡Si estaba casi adormilado! Con todo, y sin dejar traslucir su inquietud, Adán Buenosayres esperó alerta. Pero ante sus ojos avisados una metamorfosis radical se operó en la cara de Samuel: extinto ya el fuego de su mirada, invisible ahora la recta maligna de su frente, sin expresión alguna sus labios, el filósofo le mostraba una cabeza distinta, una triste y noble cabeza de mártir.
—Sí, sí —dijo suspirando—. Está de Dios que no se pueda dormir en esta maldita casa.
Y añadió, arrellanado en sus almohadones, compungido todo él, fácil de palabra, severo en su mímica:
—¿Te parece bien que por la insignificancia de tres meses que le debo a «la gorda» no se me deje dormir en paz, como lo hicieron todos mis antecesores, desde Pitágoras a nuestro amigo Macedonio Fernández?
Los ojos del dragón, sus dulces y tristísimos ojos mendigaban una respuesta. Y Adán se la dio, sobresaltado aún, pero resuelto a seguirlo en todas sus transformaciones, así fueran tantas como las de Ovidio y Apuleyo juntas.
—¡Bah! —repuso—. No creo que se trate de tus mensualidades atrasadas. Bajo las tetas generosas de doña Francisca late un corazón de oro, te lo aseguro. Es la moral casera la que se resiente, ofendida con tus costumbres
non sanctas.
Desdeñoso era el silencio con que Samuel Tesler escuchaba las razones de su visitante, amargo el gesto de su boca, dulces y tristísimos sus ojos.
—Estudiemos a doña Francisca —insistió Adán en tono grave—. ¡Aterricemos, Ojo de Baal! Doña Francisca tuvo un marido (R. I. P.) que se levantaba todos los días a las cinco y se acostaba todas las noches a las veintidós en punto. El consorte de doña Francisca (todo el barrio lo sabe) iba de cuerpo infaliblemente a las seis horas y treinta minutos, reloj en mano.
—¿Y ha podido morir esa joya de hombre? —le interrumpió un Samuel incrédulo.
—Murió tempranamente —respondió un Adán contristado—. Jóvenes mueren los elegidos de los dioses.
El filósofo dedicó a su visitante una sonrisa mitad aprobatoria, mitad inquieta: en realidad lo estaba mirando como a un discípulo que se le subía irreverentemente a las barbas. Alentado por lo cual el visitante prosiguió así:
—De su matemático esposo doña Francisca concibió dos hijos, Castor y Pólux, que siguen la noble tradición paternal. Ambos guardan sus cepillos de dientes en el cuarto de baño: el cepillo de Castor es azul y el de Pólux granate. Acatando los preceptos de la higiene moderna, los dos campeones se purgan «religiosamente» al cambiar toda estación. Cierto es que a Castor le aumentaron el sueldo en la Compañía no hace aún dos meses, pero también lo es que a Pólux lo ascenderán en la Intendencia no bien el jefe haga la gauchada de morirse. Desgraciadamente —y aquí Adán movió la cabeza sin ocultar su desencanto— la armonía intelectual que une a tan justos varones no es tan completa como lo desearía su acongojada madre: entusiastas ambos del cinematógrafo, la estrella favorita de Castor es Bessie Love y la de Pólux Gloria Swanson; futbolistas rabiosos, Castor defiende la ilustre camiseta de Racing y Pólux la invicta de San Lorenzo; libres ambos del flagelo del analfabetismo, Castor lee
La Crítica
y Pólux
La Razón.
Ya sin benignidad alguna, Samuel Tesler iba dando señales de un vasto descontento.
—Y no pienses —le advirtió Adán— que uno y otro hermano son dos caídos de la palmera. ¡No! También ellos rinden su tributo a la noche, al frenesí y a la disipación. Todos los sábados Castor y Pólux desarrollan el siguiente programa: de nueve a doce y media de la noche, función en el cinematógrafo «Rívoli»; a la una de la mañana, culto a Venus en el templo que la diosa tiene instalado en la calle Frías; a las dos, chocolate y churros en el café «Las Rosas»; a las dos y media, sueño reparador en los maternos lares.
Acabada ya su laboriosa pintura de caracteres, el visitante miró a Samuel en espera de la ovación que a su juicio había ganado. Pero el filósofo no dio ninguna señal de complacencia.
—¡Linda moral! —exclamó, adelantando una frente amenazadora—. ¡Burgueses acorazados de grasa y de buenas costumbres!
Y añadió con toda la dignidad que sus paños menores le consentían:
—¡Esas gentes! Toman el día por asalto y lo llenan hasta los bordes con sus tejemanejes, sus gritos y sus pedos. ¡Y luego se asombran si el filósofo, desplazado del día, se acoge a la grata beneficencia de la noche!
Aquí tendió a su visitante un dedo conminatorio y le dijo:
—Quiero que me respondas, ya que has visto al menos la tapa de algún volumen de metafísica. ¿Cuál es el ave de los filósofos? —El búho, Effendi —le respondió Adán. —El búho —admitió Samuel—. Un ave nocturna por excelencia.
Y colocándose la diestra en el pecho declaró solemnemente: —Pues bien, yo soy el búho.
Entre sorprendido y cortés Adán Buenosayres tendió su mano al búho que acababa de presentarse a sí mismo tan sin ceremonia. Pero el búho no estrechó aquella mano atenta, pues, con riesgo y temor de su nariz fugitiva, estaba muy ocupado ahora en encender medio cigarrillo que colgaba de su labio inferior.
—¿Y cuál es el ave groseramente diurna? —volvió a preguntar no bien hubo logrado cierta combustión de aquel material incombustible—. ¿Cuál es el ave gorda y torpe hasta decir basta?
Y como Adán no respondiera esta vez, el filósofo exclamó: —¡La gallina, símbolo perfecto de Buenos Aires!
Le retozaron los ojos en un bailoteo cruel y una sonrisa engañadora ilustró su cara beligerante. Así, entre jovial y tremendo, Samuel exhibía una tercera cabeza no menos temible que las anteriores.
—«La Ciudad del búho contra la Ciudad de la Gallina» —recitó al fin enigmático.
—¿Y eso? —le preguntó Adán.
—Es el título de mi obra. Desplumo la gallina y la meto en la olla hirviente de mi análisis. Le añado el choclo de la melancolía y el alegre perejil del sarcasmo...
—Y en total un pucherete a la criolla —dijo Adán en tono de menosprecio—. ¡He ahí nuestra literatura!
—¡La de ustedes, pobres mulatos! —corrigió el filósofo visiblemente resentido—. A través de la mía verás a un pueblo cacareante que remueve la tierra con sus patas afanosas y que picotea día y noche sin acordarse de la triste Psiquis, sin levantar los ojos al cielo, sin escuchar la música de las esferas.
Había declamado el trozo, pero la recta de la malignidad acababa de reaparecer en su frente.
—Concluida mi tesis —añadió—, propongo que la paloma del Espíritu Santo sea cambiada por una gallina bataraza en el escudo de Buenos Aires. Y como broche final sugiero que doña Francisca y el cagón pitagórico de su marido sean declarados monumentos históricos y provistos de un
water closet
interno para que los visitantes no les orinen encima.
Como autor de trabajo tan útil sólo pido una recompensa: que Irma sea desterrada inmediatamente de Buenos Aires y devuelta con flete pago a su Catamarca nativa.
Sentado a los pies de la cama y riendo abundantemente, Adán Buenosayres aplaudió sin reservas la tesis del filósofo. Pero Samuel no se mostró sensible al fervor de su visitante; por el contrario, ya fuese que no le hubiera perdonado aún aquella tirada sobre Cástor y Pólux, ya que no hubiese digerido todavía el «puchero a la criolla» que tan irreverentemente le sirviera su visitante, lo cierto es que Samuel permaneció callado y triste.
—¡Pobre Irma! —exclamó Adán entonces—. ¡Desterrar a una criatura indefensa!
El filósofo apretó aquí las mandíbulas y su boca se frunció en un rictus amargo.
—¿Indefensa? —rezongó—. Con sus tangos malditos y sus baldes es capaz de despertar a todos los lectores de la filosofía teutona, aunque duerman desde la época de Manolo Kant.
Y añadió, como alentado por un resentimiento antiguo:
—Esa criatura debe de tener el diablo metido en el cuerpo, y no está lejos el día en que le retuerza el gañote.
—¡Pobre Irma! —insistió Adán—. ¡Qué sabrá ella de filósofos! Para ella Kant debe de ser un farmacéutico judío de la calle Triunvirato.
Samuel Tesler lo miraba ya con cierta curiosidad zumbona.
—Ella es una flor silvestre —concluyó Adán—. ¡Respiremos esa flor!
Una carcajada tremenda sacudió el recio busto del filósofo: la recta de la malignidad, al juntarse con la línea sinuosa del viaje marítimo, dibujó en su frente un curioso garabato. («¡Atención!», volvió a gritarse Adán en su alma.)
—Me parece —le dijo Samuel— que no te has limitado a respirarla, ¡oh, Musajeta!
Nada replicó el aludido (y ciertamente, Adán le había dicho a ella que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas). Pero el filósofo, adivinando una evocación ingrata en el silencio de su visitante, insistió aún.
—Lo que me cuesta digerir —observó— es la simultaneidad de tu lío con Irma y de tu romance con Solveig Amundsen. —(«¡Atención, es ahora!»)
Y preguntó, atisbando a su visitante con el rabo del ojo:
—¿Le das a Irma el cuerpo y a Solveig el alma? Es un caso de repartición proporcional muy difundido entre los sinvergüenzas que arrastran un laúd en este valle de Irmas.
El «nombre reservado» estaba dicho, y Adán Buenosayres comprendió que la batalla era inminente. Lo que más le dolía era ver ya en los labios impuros del dragón aquel nombre que no había proferido él ni siquiera en su Cuaderno de Tapas Azules. Pero, ¿qué hacer? ¿Abatir al dragón y arrancarle de la boca el dulce nombre profanado? Lo meditó un instante, y se dijo luego que si lo violentaba no conseguiría saber lo que el dragón podía y debía revelarle.
—¡Es absurdo! —protestó al fin—. ¡Una chicuela! Por otra parte, hace ya muchos jueves que no visito a los Amundsen.
Y añadió, en tren de ofensiva:
—A propósito de los Amundsen, por ahí dicen que se te ha visto rondar a toda hora el caserón de las muchachas. Aseguran que no has faltado a un solo té de Saavedra y que de un tiempo a esta parte (¡difícil es creerlo!) te asalta un verdadero entusiasmo por la higiene.
Samuel Tesler sonrió, entre desdeñoso y abúlico, pero algo vital se conmovió debajo de su armadura.
—Sí —confesó—, me gusta el paisaje de Saavedra, ese paisaje desgarrado en que termina la ciudad.
Era evidente que deseaba un cambio de tema, pues añadió en seguida:
—Y, entre paréntesis, no he visto allá los ángeles culones que según tu amigo Schultze incuban nuevos barrios.
Dicho lo cual el filósofo se sentó en un larguero de la cama, buscó afanosamente sus zapatillas y al ponerse de pie sufrió un cambio digno de su mudable naturaleza: el torso gigantesco de Samuel concluía en dos cortas, robustas y arqueadas piernas de enano. Al mismo tiempo el quimono chino que lo envolvía manifestaba todo su esplendor. Y ha llegado al fin la hora de que se describa tan notable prenda, con todas sus inscripciones, alegorías y figuras, porque, si Hesíodo cantó el escudo del atareado Hércules y Homero el de Aquiles que desertaba, ¿cómo no describiría yo el nunca visto ni siquiera imaginado quimono de Samuel Tesler? Si alguien adujera que un escudo no es una ropa de dormir, le diría yo que una ropa de dormir bien puede ser un escudo, como lo era la de Samuel Tesler, paladín sin historia, que a falta de corcel jineteó una cama de dos plazas y cuya sola caballería fue un sueño tenaz con que se defendió siempre del mundo y sus rigores. El quimono era de seda color amarillo huevo, y tenía dos caras: la ventral o diurna y la dorsal o nocturna. En la cara ventral y a la derecha del espectador se veían dragones neo-criollos que alzaban sus rampantes figuras y se mordían rabiosamente las colas; a la izquierda se mostraba un trigal en flor cuyas débiles cañas parecían ondular bajo el resuello de los dragones. Sentado en el trigal fumaba un campesino de bondadosa catadura: los bigotes chinescos del fumador bajaban en dos guías hasta sus pies, de modo tal que la guía derecha se atase al dedo gordo del pie izquierdo y la guía izquierda al dedo gordo del pie derecho del fumador. En la frente del campesino se leía la empresa que sigue: «El primer cuidao del hombre es defender el pellejo.» El área pectoral exhibía a un elector en éxtasis que depositaba su voto en un cofre de palo de rosa lustrado a mano: un ángel gris le hablaba secretamente al oído, y el elector lucía en su pecho la siguiente leyenda: «Superhomo sum!» En la región abdominal, y bordada con hebras de mil colores, una República de gorro frigio, pelo azul, tetas ubérrimas y cachetes rosados volcaba sobre una multitud delirante los dones de una gran cornucopia que traía en sus brazos. A la altura del sexo era dado ver a las cuatro Virtudes cardinales, muertas y llevadas en sendos coches fúnebres al cementerio de la Chacarita: los siete Pecados capitales, de monóculo y fumando alegres cigarros de banquero, formaban la comitiva detrás de los coches fúnebres. En otros lugares de la cara ventral aparecían: el preámbulo de nuestra Constitución escrito en caracteres unciales del siglo VI; los doce signos del Zodíaco representados con la fauna y la flora del país; una tabla de multiplicar y otra de sustraer, que resultaban idénticas; las noventa y ocho posiciones amatorias del Kama Sutra pintadas muy a lo vivo, y un anuncio del Doctor X, especialista en los males de Venus; un programa de carreras, un libro de cocina y un elocuente prospecto del «Ventremoto», laxante de moda. La cara dorsal o nocturna del quimono, la que Samuel Tesler exhibía cuando se daba vuelta, lucía el siguiente dibujo: un árbol cuyas ramas, después de orientarse a los cuatro puntos cardinales, volvían a unirse por los extremos en la frondosidad de la copa. Alrededor del tronco dos serpientes se enroscaban en espiral: una serpiente descendía hasta esconder su cabeza en la raíz; ascendente la otra, ocultaba la suya en la copa del árbol, donde se veían resplandecer doce soles como frutas. Cuatro ríos brotaban de un manantial abierto al pie del árbol y se dirigían al norte, al sur, al este y al oeste: inclinado sobre el manantial, Narciso contemplaba el agua e iba transformándose en flor.