—¡Debe ser un gringo bruto! —protestó Del Solar—. Ningún criollo abandonaría su mancarrón en esta forma.
El grupo entero se adhirió a las amargas reconvenciones del guía. Y Del Solar, así estimulado, se puso a maldecir el destino de la caballada criolla que, después de haber entrado heroicamente en todas las gestas nacionales, había caído en torpes manos cocheriles y arrastraba un deshonor cuya magnitud era patente ahora en aquel noble corcel, víctima de un urbanismo traicionero que amenazaba con envolver en sus redes lo más puro de la tradición argentina. Arrebatado en su propia elocuencia, el guía recitó después los versos memorables:
Caballito criollo
del galope corto
y el aliento largo...
que, por otra parte, ya estaban en la imaginación de todos los aventureros; y concluyó por descubrirse ante la bestia derrotada, gesto reverencial que fue imitado por los otros, dio lugar a un abatirse unánime de sombreros y reveló cuan cerca estaba de aquellos corazones el espíritu seráfico de San Francisco. En seguida, como si la sangre de Martín Fierro se alborotara en sus arterias, Franky Amundsen habló a su vez para solidarizarse con el guía: dijo que, a pesar del urbanismo traidor, las virtudes del centauro resplandecían aún en la raza, ya que dentro de todo argentino había un caballo
in potentia,
como acababa de revelarlo el brillante orador que lo había precedido en el uso de la palabra. Por su parte Adán, sin más auditorio que Schultze y la noche, improvisaba una confusa elegía en la que desfilaban los atardeceres de Maipú, sus auroras radiantes, y cien caballos que redoblaban la tierra sonora como un tambor, en ciertos mediodías cuyo gusto paradisíaco aún duraba, según expresó, en la lengua de su alma.
Entendiendo Franky Amundsen que tan melancólicas ideas podían quebrantar el ánimo de sus compañeros de aventura, extrajo de su pantalón una botella chata, de metal rutilante que se adaptaba maravillosamente a su bolsillo posterior y acerca de cuya capacidad el ojo menos clínico podía formular los pronósticos más halagüeños. Uno a uno los expedicionarios hicieron uso y abuso de la botella prodigiosa; y luego, a invitación del guía, reanudaron la marcha, no sin despedirse del cebruno muerto con una mirada final. Pero no habían avanzado mucho cuando Del Solar se quedó inmóvil y como presa de una honda turbación.
—¡Estamos frescos! —dijo, volviéndose a sus camaradas.
—¿Qué sucede ahora? —le preguntó Franky.
—¡Nos hemos perdido!
La novedad no era grata, y los héroes exteriorizaron su descontento mediante gruñidos y murmuraciones que nada tenían de amistosos.
—¡Vaya un guía! —rezongó Franky.
—¡Ustedes tienen la culpa! —exclamó Del Solar en tono agresivo—. Con sus malditas discusiones me han hecho perder el rumbo.
Al oír aquellas injustas palabras el descontento del grupo alcanzó proporciones de motín: se oían en la negrura voces hostiles, risas malévolas y amenazas de una deserción general. Pero el astrólogo Schultze intervino aquí.
—¡Un momento! —gritó—. ¡Un momento!
Y volviéndose al guía:
—Vamos a ver —le dijo—, ¿dónde arrancaba la huella?
—A la altura de la calle Colodrero —respondió Del Solar.
—¿Qué dirección sigue la calle?
—Noroeste —aseguró Pereda, que por altas razones de criolledad tenía el plano de Buenos Aires bien metido en el encéfalo.
—¿Esa huella sigue la misma dirección de la calle? —insistió Schultze.
—No —respondió ahora Del Solar—: se desvía un tanto a la derecha.
—¿Bastante?
—Yo diría unos cuarenta grados.
—¡Hum! —concluyó Schultze—. Quiere decir que la huella sigue un norte casi perfecto.
El astrólogo alzó entonces la cabeza y pareció buscar algo en la inmensidad estrellada.
—¡La Cruz del Sur! —exclamó al fin—. En este momento su eje mayor, formado por las estrellas
alfa y gamma,
es casi perpendicular al horizonte. Y la estrella
gamma
nos está indicando el rumbo.
Al terminar sus observaciones el astrólogo Schultze reinició la marcha, constituyéndose así en cabeza del pelotón, sin acordarse del guía que silenciosamente rumiaba su fracaso. Aquellos hombres avanzaban ahora con la seguridad que les ofrecía la ciencia y el renovado fervor de su aventura: la tierra libre y anchurosa extendíase delante de sus pies, y el cielo austral los envolvía en la mirada escrutante de sus estrellas. Cierto es que nada veían en la negrura, pero a sus oídos llegaban, en cambio, los cien rumores de la noche: ya un batir de plumas, ya una vibración de élitros, ya un roce de hojas, ya un crujir de ramas, todo el instrumental, en fin, con que seres invisibles trabajaban el duro bloque del silencio; y a sus narices venía el fuerte aroma de los campos otoñales y el olor de la tierra pesada de semillas. Un jirón de viento, llegado quién sabe de qué lejanía, azotó de pronto la cara de los héroes y los embarcó en diversas conjeturas: Adán Buenosayres, que todo lo veía en imagen, lo tomó por el mismo resuello de la pampa; en cuanto a Samuel Tesler, declaró respirar en aquel soplo una «enorme frescura de diluvio», y añadió que su olfato en esa materia le venía directamente de su antepasado Noé. Por su parte Del Solar, aspirando el viento como si lo bebiera, no tardó en reconocer el olor de las parvas fragantes, el de los rastrojos en abril, el de las cascarrientas majadas, el de los trebolares húmedos y el de los duraznillos que arden en humosos fogones. Y aunque Franky no dejó de manifestar sus dudas acerca de tan monstruosa capacidad olfativa, lo cierto era que todos, con orgullo legítimo, acariciaban la noción de aquella patria inmensa, de aquella patria desnuda y virgen, de aquella patria niña y como brotada recién de las manos de su Creador. El orgullo se hizo ternura cuando el poeta Buenosayres, trasladado en sueños a las de Maipú, se dio a cantar así:
En mi pobre rancho,
vidalita,
no existe la calma,
desde que está ausente,
vidalita,
el dueño de mi alma.
A lo que Del Solar contestó, presa de las nostalgias del norte:
Amalaya fuera perro,
mi palomita,
para no saber sentir,
¡adiós, vidita!
El perro no siente agravios,
mi palomita,
todo se le va en dormir,
¡adiós, vidita!
Oído lo cual Franky Amundsen respondió con esta copla llena de sentimiento:
Una vieja estaba meando
(y adiós, que me voy)
debajo de una carreta
(¡cuál será su amor!),
y los bueyes dispararon
(y adiós, que me voy)
creyendo que era tormenta
(¡cuál será su amor!).
No podía faltar en aquel certamen la voz de Luis Pereda, el cual, con muy buena gracia y quebrándose todo, echó al viento la siguiente copla:
De arribita me he venido
(la pura verdad),
pisando sobre las flores
(vamos, vidita, bajo el nogal):
Como soy mocito tierno
(la pura verdad),
vengo rendido de amores
(vamos, vidita bajo el nogal).
Por desgracia no todos los aventureros de Saavedra se habían entregado a tan saludable lirismo. Uno había, entre los siete, que desoyendo el reclamo de las Musas ocupaba su atención en rastreras especulaciones de índole científica: me refiero al ilustre y nunca suficientemente alabado petizo Bernini. Este hombre (si es que podemos calificar de tal a un metro y cincuenta de estatura indiscutiblemente humana) se había esmerado en corregir la mezquindad con que Natura lo tratara en su aspecto físico, entregándose desde la niñez al estudio de las más curiosas ciencias. Las dos razas heterogéneas que habían concurrido a su gestación peleaban en él —según decía— la más feroz de las batallas: cierto era que su costado anglosajón lo solía inducir en un pragmatismo agudo y en feas bacanales racionalistas; pero también lo era que su costado latino, mediante una sublimación a la que nunca fueron del todo extraños los líquidos espirituosos, lo arrastraba frecuentemente a locuras dionisíacas que constituían otros tantos bofetones dados en la mejilla izquierda de la diosa Razón. Con el mismo arco el joven héroe tocaba la medicina, la historia, la geografía, la numismática, la sociología, la estética y la metafísica. Y es fama que, leyendo la
Crítica de la Razón Pura,
lo había puesto a Kant en terribles apuros, escribiendo en las márgenes de su obra: «Estás macaneando, viejito», «Aquí te agarré, Manolo», y otras objeciones no menos agudas. Empero, los que admiraban la erudición del petizo venían lamentando últimamente su debilidad por cierto género de estadística
non sancta
cuyo verdor subido no era compatible con el decoro de la ciencia. Digo, pues, que Bernini, cerrado a la cháchara del grupo, revolvía en su mente alguna concepción original; y lo que meditaba no debía de ser moco de pavo, ya que al influjo de sus ideas Bernini respiraba con hondura, tendía sus brazos y los dejaba caer, hería la tierra con sus talones y daba tales muestras de agitación que sus compañeros no tardaron en advertirlo.
—¿Qué te pasa, che? —le preguntó al fin Del Solar—. ¿Te has vuelto loco?
El petizo refunfuñó en la noche un pedazo de idioma que concluyó así:
—Es cosa mía. Pensaba.
—¿Pensabas? —le dijo Franky—. Suponiendo que tal fenómeno sea posible, ¿qué pensabas?
—¡No quiero hablar! —gruñó Bernini con resentimiento—. Hace poco no me dejaron hablar, y tuve que callarme la boca, justamente cuando todo el mundo desbarraba.
—Eso no —dijo entonces Pereda—. ¡Que hable! Aquí todo el mundo tiene voz y voto.
La risa de Franky se desgranó en la tiniebla.
—¡Si no busca otra cosa! —exclamó—. A ese petizo mañero lo conozco yo como si lo hubiera llevado en mis entrañas maternales.
—No vale la pena —dijo Bernini, rindiéndose a la solicitud de sus camaradas—. Venía pensando que recorremos ahora el antiguo fondo de un mar.
—¡Epa, epa! —gritó Franky—. ¡Ojo al petizo!
—El terreno pampeano —insistió Bernini— es de formación marítima. La pampa entera es el vasto lecho de un mar que se debatía contra los Andes y que se retiró luego.
Dos o tres voces indignadas estallaron en la negrura:
—¡Ojo al petizo!
—¡No está demostrado!
—¡El petizo macanea!
—Y no es que me complazca en el solo aspecto científico de la teoría —concluyó Bernini—. Lo que me interesa es otro asunto.
—¿Qué asunto? —le preguntó Schultze.
—Que la voz del mar estará presente cuando se haga oír el Espíritu de la Tierra.
Gritos hostiles y risas homéricas acogieron las últimas palabras de Bernini.
—¡Lo ha vomitado! —exclamó Franky lleno de asombro.
—¿Qué ha vomitado nuestro insigne petizo? —interrogó Del Solar.
—El Espíritu de la Tierra. ¡Lo tenía en el buche!
Sea cual fuere la intención que llevaban los expedicionarios al iniciar el viaje, nunca debieron proferir en aquel sitio y aquella hora palabras cuyo valor mágico fuera capaz de abrir en la negrura los invisibles portales del misterio. Hasta entonces, pese a las numerosas irreverencias de su lenguaje, nada fuera de lo común se había ofrecido a la consideración de los exploradores. Pero la figura extraordinaria que se les apareció en aquel instante se salía del orden natural que preside las cosas de este mundo: aborto de la noche, aquella figura parecía el fantasma de un peludo gigante cuyo enorme caparazón irradiaba cierta luz fosforescente muy viva; e incurable hubiera sido tal vez el asombro que al verlo se apoderó de los excursionistas, si el petizo Bernini, gracias a la parte anglosajona de su complexión, no hubiese identificado en aquel monstruo al tan viejo como ilustre Gliptodonte de nuestras pampas.
La vejez del animal era paleontológica: su caparazón estaba lleno de resquebrajaduras, y la sal de mil siglos había cristalizado en él, formándole una segunda costra no menos resistente; del caparazón salían cuatro patas gigantescas rematadas en uñas comidas y sucias, y una testa insignificante hasta lo ridículo, que el Gliptodonte levantaba con mucha dignidad. Pero lo que más asombró a los aventureros fue la cara del monstruo, llena de costurones y provista de una boca desdentada, narices cubiertas de cierto moco antediluviano y dos ojitos a través de cuyas lagañas fósiles corría un mirar sin rumbo y como extraviado en el recuerdo de bárbaras tristezas geológicas.
Interrogado por el astrólogo Schultze sobre si era mortal, inmortal o ser intermedio, el Gliptodonte no vaciló en presentarse a sí mismo como el Espíritu de la Tierra que su Gran Sacerdote Bernini, allí presente, acababa de invocar. Y como Schultze le preguntase la razón de su venida, respondió que llegaba con el solo propósito de salvar el error divulgado hacía un instante por su Gran Sacerdote Bernini, cuyas teorías acerca del
loess
pampeano revelaban una erudición macarrónica evidentemente adquirida en manuales de tres por cinco. Fluctuando entre su indignación y su respeto, el Gran Sacerdote Bernini le preguntó en qué había errado; a lo que respondió el Gliptodonte que su error consistía en inventarle un origen marítimo al
loess
de la pampa.
—¿Y qué pruebas hay en contra? —lo desafió Bernini.
—La falta de
horizontes
que denuncien transgresión o regresión marina.
—¿Y los restos fósiles? —insistió Bernini encocorado.
—¿Y el sedimento de carácter esquistocristalino? —retrucó el Gliptodonte, que no cejaba.
Vencido y humillado, el Gran Sacerdote Bernini debió retirarse de la liza; y entonces fue cuando Schultze, dirigiéndose al monstruo, le rogó por el erebo y la noche, por el alma de Darwin y la sombra de Ameghino, que se dignase revelar a unos tristes viandantes el origen auténtico del
loess
pampeano. A lo que el Gliptodonte refunfuñó que se habría evitado esa molestia si su Gran Sacerdote Bernini hubiese leído los trabajos de Roveretto, Bayer, Ritchtofen y Obermayer, en lugar de perder su tiempo, como lector furtivo, en las roñosas librerías de viejo de la calle Corrientes. A continuación, y tras una pausa doctoral, el Gliptodonte afirmó que el
loess
pampeano tenía un origen eólico:
—
In principium
—declaró solemnemente— la pampa era una base cristalina formada por estructuras montañosas; o mejor dicho, era un relieve periférico de rocas metamórficas y eruptivas; o más claro aún, la pampa era una gran
llanura de destrucción.