—¿Y se la codiciaban en el barrio? —preguntó Del Solar, clavándole a Flores una banderilla.
El taita sonrió, entre feroz y compadre.
—Tal vez —dijo—. Yo no vi nada.
—¡Cuándo! —gruñó entonces Rivera en tono adulador—. ¡Al taita Flores nadie le pateaba el nido!
—Sí, sí —admitió Del Solar apresuradamente, creyendo ver una luz maligna en los ojos del taita.
Pero Juan José Robles, que desde hacía rato acariciaba las orejas del cachorro
Balín,
rompió su ya largo silencio.
—¿Y el tirifilo Nievas? —preguntó con desgano.
Se nubló aquí el rostro de Flores y una chispa de bronca centelleó en su mirada, como si aquel nombre hubiera hecho revivir en su sangre todo el fuego de un rencor extinguido.
—A eso iba —rezongó el taita—. Sí, el tirifilo Nievas.
—¿Quién era el tirifilo? —preguntó Del Solar.
—El hijo del Comisario —respondió Flores—. Un cajetilla de mala muerte. Al mocito le había dado por mezclarse con la gente cruda;
y
tenía fama de matón, porque dos o tres veces, en las trifulcas de Palermo, se había trenzado a pinas con los Escupideras Blancas de su papá.
Del Solar y Pereda cambiaron una mirada elocuente. ¡El famoso Hijo del Comisario! ¡La leyenda no mentía!
—¿Quiénes eran los Escupideras Blancas? —interrumpió Bernini sin ocultar su emoción.
—Los vigilantes —aclaró Rivera—. En aquel tiempo usaban un casco así.
Pero Del Solar tenía no pocas dudas que resolver.
—¡Un momento! —dijo—. ¿Qué ropa usaba el tirifilo Nievas?
Guardó silencio el taita, como si buscase algo en su memoria.
—Sí —dijo finalmente—. Un pantalón bombilla de color gris, con cintas negras en las costuras. Un saquito de
cagar parado...
—¿Cómo? —estalló el petizo Bernini.
—Era un saquito medio cortón —dijo Rivera—. Y la gente, por broma...
—Sí, sí —asintió Del Solar con impaciencia—. ¿Qué más llevaba el tirifilo?
—Botines de tacón alto, boa ranera en el pescuezo y un chamberguito de castor en la porra.
Del Solar y Pereda volvieron a mirarse, arrebatados en una fiebre común. ¡La descripción era exacta!
—¡Bien, amigo Flores! —aprobó Del Solar—. ¿Y qué le pasó con el tirifilo?
—Nada —respondió Flores—. Al mozo le dio por sonsear con la ñata, según me dijeron. Yo se lo pregunté a la mocosa, por si le había dado motivo. Uno sabe lo que son las polleras.
—¡Hum! —asintió el petizo Bernini con aire de hombre quemado.
—Pero la ñata era de ley —agregó Flores—. Y yo esperé la mía.
—¿Dónde se trenzaron con el tirifilo? —le preguntó Del Solar en son de bravura.
El taita vaciló, entre cansado y modesto.
—¡Si no vale la pena! —dijo al fin—. Era un compadrito sonso.
—Contálo, Flores —le pidió Rivera.
—No te hagas el estrecho —le observó Juan José, muy entretenido en mirar al cachorro
Balín,
que ahora giraba sobre sí mismo queriendo morderse la cola.
Después de hacerse rogar no poco, el taita Flores arrugó el ceño, carraspeó dos o tres veces y miró de soslayo al grupo de los reidores, que ya le andaban quemando la sangre.
—Bueno —dijo—. La trifulca se armó en el baile de las chinas Froilán. Se tangueaba en el patio a raja cincha; y la cosa fue bien hasta que de repente cayó el tirifilo con su patota. Venían todos medio en curda, y el tirifilo entró pisando fuerte y gritando: «¡Abran cancha!» Paró la música, se alborotó el hembrerío, y vi que las chinas. Froilán me miraban con susto.
—¡Conocían el paño! —exclamó Rivera.
—¿Y usted no se le fue al humo? —preguntó Del Solar, ebrio de coraje.
El taita sonrió apaciblemente.
—Yo lo conocía bien al tirifilo —respondió—. Y, es claro, le di soga. Bueno, siguió el baile, nomás. Y en cuanto la música empezó a tocar
El choclo,
me lo veo al tirifilo queriendo sacar a la ñata, y me la veo a la ñata que se resistía. Entonces, desde mi lugar, sentado como estaba, le grité a Nievas: «¡Oiga, mozo, esa mujer no baila!» Paró la música otra vez, se destrenzaron las parejas; y el tirifilo, retobándose, me contestó: «¡Eso está por verse!»
—Corajudo el mocito —se aventuró a decir Bernini.
—Pura espuma, como el chajá —gruñó
A pesado
Rivera.
—¿Y usted qué hizo? —preguntó Del Solar, mirando al taita en los ojos.
—Me levanté con pachorra —contestó Flores—, lo
curiosié al
tirifilo de pies a cabeza, y le dije: «Como guste. ¡A mi juego me llamaron!» Y ahí no más enderecé para el lado del tirifilo. Entonces las mujeres empezaron a gritar y los hombres a calentarse. Pero el tirifilo sacó un
bufoso...
—¿Un
bufoso?
—exclamó Pereda, entre despectivo y escandalizado.
—Era un compadrito de revólver —asintió el taita, no sin melancolía—. Sacó un
bufoso,
y, apuntándome, gritó: «¡Si te movés de ahí te pego un tiro!»
—¿Y usted? —inquirió Del Solar, arrugando el entrecejo.
—Yo pelé mi
fariñera,
y, adelantándome con los ojos bien clavados en el tirifilo, le avisé: «¡Tira, pero no erres! Porque si llegas a errarme te coso a puñaladas.»
—¡Y erró, como si lo viese!
—No pudo tirar —dijo Flores con tristeza—. No bien me oyó, el tirifilo se puso blanco, y el revólver empezó a temblarle. Se lo quité, para que no se lastimara.
—¡Un guapo! —rezongó Del Solar.
—Era un malevito sonso —declaró el taita lleno de indulgencia—. ¡Cómo se reían las mujeres!
Se hizo en el grupo un silencio adulador: los tres estudiosos miraron a Flores como si recién lo descubriesen; acentuó el
pesado
Rivera un gesto duro en su boca; y el taita inclinó la frente, como bajo el agobio de tanto laurel. Sólo Juan José Robles pareció ajeno a la emoción del instante, abstraído como estaba en las evoluciones del cachorro
Balín,
que ahora se divertía mordisqueándole una chancleta. Pero en aquel punto una carcajada brutal estalló en el círculo de los reidores; y los criollistas, descendiendo a pique de las alturas heroicas en que respiraban, volvieron a una sus perfiles agrios.
—¡Ya me tienen caliente! —rezongó el taita, frunciendo la trompa en un rictus amenazador.
Con el alma en un hilo, Del Solar trató de mejorarle las ideas.
—No les haga caso —dijo—. Están con un pedo monstruoso.
—Esto no es un piringundín —insistió Flores—. ¡Ya me tienen podrido con tanta risa!
A su vez el
pesado
Rivera, dirigiéndose a los reidores:
—¡Chist! —les ordenó—. ¡Están en un velorio!
Y entonces ocurrió la gran desvergüenza: Franky Amundsen, que visiblemente capitaneaba el grupo heterodoxo de la cocina, se volvió hacia el
pesado
Rivera, y con los ojos brillantes
y
la lengua estropajosa le ordenó, tendiéndole a la vez una mano exigente:
—¡Compadre, la botella!
Muerto de asombro quedó el
pesado
ante aquel golpe de audacia: maquinalmente le alcanzó la botella, y sólo recobró el sentido cuando Franky se la devolvió, sin mirarle la cara, tras haber llenado generosamente las copas amigas. Entonces el
pesado,
con un gesto sublime, llenó su propio vaso y lo mandó a bodega, tal vez en el deseo de ahogar el átomo de cólera que ya fermentaba en su riñón. Y es dado imaginar que, a partir de aquel instante, maduró Rivera el proyecto de aquel zapatillazo genial que más tarde pondría fin al entredicho.
Con la tormenta gruñendo ya en el horizonte, hora es de que nos asomemos al círculo heterodoxo de la cocina, siquiera para lograr una débil noción de lo que se traían entre manos aquellos intelectuales ebrios, y no solo de gloria. ¿Cuál era el motivo de sus risas? ¿Olvidaban, acaso, las normas del intelectual decoro, víctimas inocentes de la botella ilustre? ¡No, aquellos no eran hombres de ahorcar sus virtudes en el sarmentoso árbol de Dionisos! Por el contrario, había en aquel sector algunos varones cuya inteligencia sólo alcanzaba su ápice tras haber logrado un coeficiente alcohólico no pequeño: tal un Franky Amundsen, descendiente de aquellos
vikings
famosos que antaño se mamaban con absoluta dignidad frente a las auroras boreales; tal un Samuel Tesler, vástago directo del vitivinícola Noé; tal un Adán Buenosayres, cuyo árbol genealógico bien podía ser una parra, si ha de considerarse la grey de bebedores nunca saciados que, así en la rama paterna como en la materna, le habían precedido en el arte sublime de levantar la copa. No menos estudiosos que sus adláteres, los heresiarcas aludidos también observaban, dividían y analizaban la materia viviente que les había deparado el azar. Pero sus observaciones acerca del taita narrador, de Juan José Robles y del
pesado
Rivera se caracterizaban por un rigor científico y por cierta filosófica universalidad que hubiera sido inútil pedir a la emoción romántica de los tres eruditos criollistas ya mencionados.
El caso Juan José Robles, justo es decirlo, no presentó dificultad ninguna: después de haberse observado en el sujeto los más palpables caracteres del alma vegetativa, Juan José, a moción del académico Buenosayres, fue incluido
ipsofacto
en el Reino Vegetal. Igual suerte habría cabido al taita Flores de haber triunfado la opinión de Amundsen; pero, afortunadamente, algunos académicos habían sorprendido en el taita no pocas manifestaciones del alma sensitiva, tales como la visión, la audición, la olfación, el gusto y la cólera, por lo cual, y sin mayor trámite, Flores ingresó en el anchuroso reino de la animalidad. Cierto es que Amundsen, dolorido con su derrota, se obstinó luego en atribuirle al taita una suerte de animalidad inferior, hasta el colmo de sospecharle una dermis cubierta de escamas y un posible rudimento de vejiga natatoria; pero la Academia lanzó, al oírlo, una formidable carcajada, y el triste Amundsen guardó un silencio que prometía.
Muy distinto fue, por cierto, el debate que se inició en torno del
pesado
Rivera. Los investigadores, con rara unanimidad, convenían en otorgarle la plenitud del alma sensitiva, en ceñir a su ente la corona del imperio animal y en declararlo
brutum
por esencia. Sin embargo, no bastaba esa enjuta clasificación del sujeto; y era necesario llegar a ciertas precisiones acerca de su sensibilidad. Se propuso entonces el siguiente cuestionario: ¿Distinguía Rivera los matices entre la sensación de calor intenso y de frío intenso? ¿Lograba diferenciar los colores, o padecía un daltonismo total? ¿Su ojo era polifacetado, como el de la mosca, o simple, como el de la comadreja? ¿Producía él fosforescencias nocturnas? ¿Captaba todos los olores? ¿Sabía regresar a su cubil guiándose por el olfato? ¿Meaba contra las paredes, alzando una de sus patas? ¿Era sutil su oído? ¿Captaba otro Misto, fuera del de la caña, el mate y el tabaco? ¿Tenía el cuerpo revestido de pelo, pluma o caparazón? ¿Cambiaba de pelaje anualmente? Luego, al recordar que la memoria, el instinto y la imaginación integraban igualmente la naturaleza del bruto, los académicos formularon las preguntas que siguen: ¿Recordaba Rivera el lugar donde comía y dormía? ¿Guardaba memoria de las ofensas, deleites y castigos? ¿Tenía en el año su época
¿e
celo? ¿Ladraba él a la luna durante las noches? ¿Presentía la muerte, los riesgos y las tormentas? ¿Gozaba de sueños amatorios y venatorios?
Tales cuestiones fueron planteadas y resueltas allí, no sin que, muy
a
menudo, la hilaridad ruidosa de los académicos tradujera el gozo intelectual que les producía el análisis. Pero el astrólogo Schultze, cuyo silencio pesaba ya dolorosamente sobre la Academia, no tardó en manifestar su desdén por el sujeto acerca del cual se discutía; y después de lanzar un furioso anatema contra los
paleotaitas
allí presentes, anunció, no sin misterio, el reinado futuro del
Neotaita,
cuyos días no estaban lejos. Constreñido por el académico Amundsen a responder si el
Neotaita
se diferenciaría en algo del
Neocriollo,
respondió Schultze que el
Neotaita s
ería un matiz del
Neocriollo,
y que habría de caracterizarse por el enorme desarrollo de su riñón, órgano de Marte, a los efectos de la guerra. Desgraciadamente, aquella tentativa de orientar el debate hacia un rumbo metafísico no pasó a mayores; y la Academia volvió al terreno de la biología pura cuando Franky Amundsen declaró solemnemente su propósito de consagrar un estudio
A pesado
Rivera. El plan de Franky era vasto, y comprendía, entre otros elementos, un corte longitudinal del
pesado y
uno transversal, análisis de su orina y de su plasma sanguíneo, reacción Wasermann, coeficiente de dilatación, resistencia del material, peso específico, radiografía y autopsia.
Entusiasmado hasta la locura, el académico Buenosayres no sólo se adhirió al plan Amundsen, sino que, movido por una súbita iluminación, propuso que Rivera fuese tratado
como un país.
Aquel novedoso punto de vista ensanchó hasta lo infinito el terreno de la investigación, ya que el
pesado
Rivera debería ser sometido a mediciones y triangulaciones, a estudios geológicos y meteorológicos, a captación de aguas, a sondeos de sus costas marítimas, a la demarcación de sus límites, a la exploración de sus bosques y cordilleras. Y aquí, dejándose llevar por ese utilitarismo tan propio de su raza, el académico Tesler insinuó la conveniencia de añadir al estudio del
pesado
ciertos diagramas y estadísticas referentes: a su producción anual de uñas, pelos y caspa; al voltaje de su fuerza motriz; a su rendimiento normal de guano, materias textiles y aceites crudos; al área de sus yacimientos petrolíferos; a sus estaciones termales, bancos de coral y pesquerías, etcétera, etcétera; pues el académico Tesler no ignoraba que tales datos eran imprescindibles a toda industrialización racional del
pesada
Rivera. Y en este punto fue donde los académicos lanzaron aquella carcajada universal que puso en tensión a los héroes de la cocina.
Agresivo era el silencio del
pesado,
amenazador el empaque del taita Flores. Luis Pereda y Bernini, consultándose mutuamente, no vacilaron en decirse que había en el aire un fuerte olor a bronca. Pero Del Solar halló en aquel silencio la coyuntura que necesitaba, y, riendo, se volvió hacia Flores:
—Mamados hasta el caracú —le sopló, y con el rabo del ojo señaló a los académicos.