Adán Buenosayres (56 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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En primer lugar advertí (recordando el episodio de la tarde) que la visión de aquella mujer en Saavedra me había causado un súbito deslumbramiento, como el que produce la hermosura. Y al contemplar ahora su imagen no dudaba que sólo a su belleza debía imputarse aquel efecto de luz. Además me decía yo que no hay deslumbramiento sin algún «esplendor» que lo cause; y recordaba que toda hermosura se definía como cierto «esplendor». En seguida hice dos observaciones paralelas: me dije, por una parte, que todo esplendor supone un «esplendente», por lo cual era dado preguntarse «qué cosa resplandecía en Aquella» o «esplendor de qué cosa era su hermosura»; observaba, por la otra, que su belleza no producía en mí un deslumbramiento de los ojos, como la luz material, sino un deslumbramiento del alma, como la luz inteligible. Ahora bien, siendo su hermosura una luz que yo alcanzaba por vía de mi entendimiento, y siendo el entendimiento una potencia que tiende a la verdad, me dije que su belleza no podía ser otra cosa que el esplendor de algo verdadero. Ciertamente, la última conclusión no me decía gran cosa, pues teniendo yo la certidumbre de que su hermosura me revelaba la presencia de algo verdadero, seguía ignorando la verdad que Aquella me revelaba. Y ahora entendía yo el doble significado de la palabra «revelación», puesto que su belleza levantaba una punta del velo que cubría su verdad, y lo dejaba caer nuevamente, como queriendo y no queriendo manifestarla. Pero la hermosura que yo tenía delante no sólo era materia de mi entendimiento, sino que también solicitaba mi voluntad, atrayéndola según el estilo del amor que yo tanto conocía y del que tanto desconfiaba; y para ello era necesario que lo que mi entendimiento conocía como verdadero apareciese como bueno ante mi voluntad. Seguramente se trataba de una misma cosa, la cual exhibía un rostro distinto según la considerase una u otra potencia del alma. Pero, así como no había dado yo en la naturaleza íntima de su verdad, tampoco daba en la de su bien: sólo sabía yo que ante su imagen obraban, mi entendimiento por la luz, mi voluntad por el amor, y que lo hacían en un acto simultáneo, de modo tal que, al contemplar su imagen, yo no sabía si la amaba ya porque la conocía o si la conocía ya porque la amaba.

Sin embargo, un clamor de la prudencia se levantaba todavía en mi ser, diciéndome que una hermosura igual y de parecidos efectos me había inclinado muchas veces al engañoso amor. Pero al evocar mis antiguos amores, recordaba yo que se habían resuelto en una moción directa y brutal hacia las criaturas, mientras que ahora mi alma parecía moverse con otro ritmo. Dos movimientos observaba yo en ella: uno de traslación en torno de la mujer suavísima, por el cual mi alma la cercaba en lentos giros, la medía y estudiaba con amoroso cuidado; y otro de rotación sobre su eje, gracias al cual mi alma iba estudiándose a sí misma en el modo y efectos de su contemplación.

IX. El día siguiente y los dos o tres que le sucedieron han dejado en mi memoria un recuerdo vivo, sólo comparable al del gozoso despertar que sigue tras un sueño de espanto. Describí ya, en otra parte de mi Cuaderno, la desolación a que había llegado mi alma y el vuelo estéril de mi inteligencia sobre su propia ruina. Diré ahora que, al solo influjo de la criatura revelada en Saavedra, todo mi ser pareció entregarse al ritmo de una vida naciente y al asombro de sentirse resucitar de entre su ceniza. Recuerdo que las flamantes emociones, los recelos antiguos y las encontradas ideas me hacían parecer estrecho el ámbito de mi habitación, hasta el punto de obligarme buscar el aire libre y la luz abierta, en largas correrías que, lejos de apaciguarlo, acrecentaban el tumulto de mi corazón. Dije que la primavera de Buenos Aires y la mujer de mi desvelo se habían manifestado juntas; y sucedía en mis paseos que a la embriaguez interior de mi alma se unía la exterior de la tierra, cuyo ferviente despertar gravitaba sobre las criaturas induciéndolas en caminos de exaltación. Con preferencia recorría yo los barrios humildes, y sobre todo las asoleadas calles de mi Villa Crespo: allá el cielo primaveral, claro y húmedo, resplandecía como una gran mirada de ternura; en la copa de los árboles callejeros una luz verde anunciaba el reventar de las yemas; había un preludio de flores en los jardines íntimos y en los patios cordiales. Y mis ojos, abiertos como nunca, devoraban los signos de aquella primavera y mordían el azul de aquel cielo redondo y liso como una fruta. Todo era importante: la risa caliente de los chicos, una voz de mujer a lo lejos, la oscilación de un pájaro en una rama, el color de una piedra. No sé yo qué linaje de simpatía desbordaba en mi pecho ante lo más humilde y lo más callado: era una sabrosa inteligencia de amor y un deseo de apretar contra mi alma el haz viviente de las criaturas.

Una noche (la tercera después del encuentro), no sé aún si el azar de mis correrías o el anhelo de acercarme otra vez a la mujer de mi aventura condujo mis pasos hasta Saavedra. Jamás el peso de noche alguna me había parecido tan leve al caer sobre mis hombros, ni tan vecino de Saavedra el cielo. Ambulaba yo por las calles nocturnas, junto a las verjas y los muros empenachados de glicinas cuyos racimos acariciaban mi frente y traían a mi memoria un entrañable sabor de primaveras levantadas y caídas allá, en Maipú, o tal vez más lejos, en una huerta que ahora vigilaban los ángeles. El aire de la noche, dulce como un vino, y el silencio turbado sólo por el roce de las hojas o por el bullir de un ave que piaba entre sueños, me hacían conocer una serenidad nunca gustada por mí hasta entonces. Y en ese clima el trabajo de mi pensamiento ya no era una fatigosa urdimbre de palabras interiores, sino una segura intuición de las cosas, que parecía lograrse con sólo abrir los ojos y el oído del alma. Por vez primera ejercía yo aquel sabroso estilo de conocer. Y como toda esa luz me llegaba por el espejo de Aquella, comencé a sospechar que un misterio la escondía y la manifestaba: la escondía en su esencia y la manifestaba en su operación.

Ignoro si era la vislumbre de su misterio lo que aceleraba el ritmo de mi corazón y demoraba el de mis pasos a medida que me acercaba yo al lugar de su residencia. Sólo sé que, ya próximo a su jardín, comenzaron a Saquearme las rodillas y tuve que buscar el arrimo de un árbol. El jardín de Aquella estaba circundado por una verja de hierro, entre cuyos barrotes añosas madreselvas habían tejido su maraña y edificado un muro fragante que se interponía entre la intimidad de la casa y la indiscreción de los ojos exteriores. Recuerdo que mis manos, abriéndose camino en la espesura, consiguieron romper la muralla de hojas y hacer un agujero por el cual me fue dado abarcar el jardín vestido de tinieblas, en cuyo centro la casa erguía su firme arquitectura. Observé largamente: siluetas ágiles atravesaban el rectángulo luminoso de las ventanas; a mis oídos venía un susurro de conversaciones familiares, entrecortado a veces por el filo de una risa juvenil o por silencios que se abatían de pronto sobre la casa como aves de presa. Si un aire más liviano parecía circular en torno de la mansión, un cielo más benigno la coronaba sin duda. Y no tenía yo en aquel instante otra vitalidad que la de mis ojos y oídos, los cuales trataban de sorprender la más leve pulsación de la casa, en su deseo de alcanzar un vestigio siquiera de la mujer admirable que se me había revelado en aquel mismo jardín. No sé cuánto tiempo estuve así, pegado a la reja como un ladrón nocturno: poco a poco las voces íntimas fueron acallándose, y una tras otra se apagaron las luces de las ventanas. Un acorde profundo resonó todavía en la sombra, como si alguna mano descuidada hubiese caído de pronto sobre las teclas de un piano; y sus vibraciones se alejaron en el silencio, hasta perderse al fin.

Sólo entonces, abandonando aquel sitio de observación, me dejé caer en el umbral de la casa. Sentado allí me puse a considerar los sentimientos que había suscitado en mí aquel espionaje nocturno. Y sobre todo me asombraba el pensar que Aquella se movía en un círculo de familiares cuyos ojos la miraban a toda hora, que la vieron nacer, que le habían dado un nombre y por él la llamaban, que la seguían en cada gesto suyo, pero que la ignoraban en su íntima esencia, tal cual se me había revelado en un breve instante de contemplación. Y me pregunté luego, en aquel soliloquio del umbral: ¿qué cosa era lo que yo veía en Aquella y lo que ignoraban los otros? Me respondí, como en el primer encuentro, que la veía yo en su número armonioso, o mejor dicho, en el conjunto de números cantores que la formaban de pies a cabeza y que la sostenían sobre la nada por la virtud creadora del número, tal como por el número se construye y sostiene un pedazo de música en el silencio. Y aquí experimenté un sobresalto: aquella cifra de mujer, aquel número armonioso no había brotado por sí mismo de la nada. Entonces, ¿cómo pensar en ese número sin pensar en el entendimiento que lo había formado y en la voz que lo había proferido?

Este retorno a la metafísica, en semejante noche y en tal ocasión, produjo en mi ánimo un dolorido movimiento de rebeldía: la deducción de la Causa Primera por sus efectos siempre había sido para mí un helado y estéril fruto de la lógica, incapaz de mover al alma según el amor. Justamente, la irrupción de Aquella en mi noche oscura venía pareciéndome el anuncio de un claro día libertador, ofrecido a mi alma como recompensa final de sus trabajos. Y cuando, al pensar en Aquella, tocaba o creía tocar yo el fondo último de su ser, ¡he ahí que dejaba de pensar en ella para pensar en Otro, como si la mujer de Saavedra no fuese más que un puente de plata ofrecido a no sabía yo qué nuevo peregrinaje de mi entendimiento! Rebelión y cansancio, eso era lo que experimentaba yo al verme otra vez en un recomienzo de viaje, cuando me creía llegado a la quietud por el amor y a la dicha por la quietud. Pero advertí muy luego que la noción del Otro sugerida por la mujer de Saavedra no se daba ya en mí como un penoso trabajo del razonamiento, sino con la facilidad de una imagen que se refleja en el agua, y enamora los ojos de quien la mira, y le hace conocer el deseo de levantarlos para buscar en torno el original de la copia.

Me levanté del umbral, con el alma llena de una indecible turbación; y empecé a caminar lentamente por la calle solitaria, entre un rumor de frondas que se movían bajo el aliento de la noche. Remontados mis ojos a las alturas, contemplaba el inmenso rebaño de las estrellas moviéndose arriba con lentitud sagrada; y por primera vez mi ternura se volvía, no a la majada visible, sino al escondido pastor que la guiaba desde lo alto. Había en la noche una correspondencia de signos, o un concierto de voces que se llamaban y se reconocían, dichosas de ser y de flotar un instante sobre la nada. Pero mi corazón, que tantas veces había saboreado aquella música por el solo deleite de la música, le cerraba sus oídos ahora y parecía levantarse más alto, como si, haciendo abstracción de la música, buscara el rostro del invisible Tañedor. Y al entender que sólo a la virtud de Aquella debía ese rapto desconocido, ardió mi alma como una hoja fragante, y convertida en humo ascendió sobre su propio incendio.

X. La historia de mi vida es una sucesión de finales y recomienzos, de ascensiones y derrumbes que se alternan con exactitud rigurosa. Desde mi niñez he aprendido a temblar, en el ápice de mis júbilos, por la cercanía del dolor cuyo advenimiento sé inminente; y no tuve jamás un domingo a cuya dicha no se mezclara la sombra de un lunes amenazador. Muchas veces he conocido raptos maravillosos en los cuales mi alma, como un afilado gavilán, saboreó el clima de las grandes alturas; pero el gavilán ha tornado siempre a tierra, y en su pico no trajo nunca una presa viva. Es así como el alma, entre ascenso y descenso, ha empezado a soñar en un vuelo sin retorno; y por eso, desde su niñez, hay en ella una voz dolorida que clama por un Domingo inacabable.

Al día siguiente, disipada ya la embriaguez de aquella noche, mi ánimo empezó a decaer y mi entendimiento a dudar sobre el valor de su conquista. Replegándome sobre mí mismo como tantas veces lo había hecho, advertí que la pobreza y la soledad reinaban como nunca en mi ser. Y al sospechar que todo había sido acaso un juego de imaginación, me rebelé contra mí mismo y decidí castigar mi propia locura. Luego, al repasar cuidadosamente los detalles de mi primer encuentro con la mujer de Saavedra, me pareció que algo sólido quedaba. Entonces conocí la necesidad urgente de buscarla y de medir en su presencia el justo valor de mi conflicto. A decir verdad, un segundo encuentro se me hacía difícil: el amigo que me había llevado a la casa de Saavedra estaba en aquellos días ausente de Buenos Aires, y no me atrevía yo a presentarme solo, en el temor de traicionar mi secreto. Madurando planes que no tardaba en desechar, y sintiendo en mí cada vez más honda el ansia de su visión, resolví finalmente provocar un encuentro en las barrancas de Belgrano, donde yo sabía que Aquella se paseaba todas las tardes entre sus compañeras, al regresar de sus estudios.

Muy temprano era todavía cuando llegué al sitio. Y recuerdo que allí, sentándome en un banco de piedra que se hallaba junto a una magnolia gigante, sentí de pronto un vago terror al pensar que la mujer de Saavedra no tardaría en adelantarse por aquel mismo sendero, y que aquellas arenas crujirían bajo sus pies. Demasiado recordaba yo los efectos de su primera revelación, para no temer ahora los de la segunda; y al imaginar que podía reconocerme y aun hablarme, llegó mi azoramiento a un grado tal que abandoné mi sitio y di algunos pasos en son de fuga. Pero volví a mi asiento de piedra; y en adelante, haciendo abstracción de cuanto me rodeaba, clavé mis ojos en el extremo del camino por el cual amanecería ella. Mi corazón había empezado a batir fuertemente, y acrecentaba sus redobles a medida que se acercaba la hora. Y la irrupción magnífica se produjo súbitamente. Aquella horda juvenil ascendió la barranca por sus asoleados escalones de tierra: ojos lucientes de muchachas, cabelleras al aire, cuerpos de azogue bajo los vestidos, metales de risa, voces enarboladas, todo ese alud primaveral cruzó ante mí vertiginosamente. Y en vano busqué la cara de Aquella entre las caras encendidas, su cuerpo entre los cuerpos, su voz entre las voces: Aquella no estaba, no había venido.

Cuando volví en mi ser, anochecía: un frió hálito de jardín estremeció mi cuerpo, y oí en lo alto de la magnolia el alboroto de los gorriones que se despedían aún del sol caído. Estaba solo, y en torno a mí la desolación de la tierra parecía crecer gradualmente, a medida que se poblaba el cielo con la muchedumbre de sus astros. Pero la soledad de mi alma excedía en tanto a la de la tierra, que sentí lástima de mí mismo; y habría llorado sobre los arenales de mi propio desierto, si algo en mí hubiera podido llorar aún. Buscaba yo en mi ser la imagen de Aquella, y el desierto me respondía; trataba de recobrar siquiera mi entendimiento y mi voluntad, pero ni ésta se manifestaba ni aquél me respondía. Ciertamente, Aquella no estaba en mí; pero tampoco yo estaba en mí, sino fuera. ¿Dónde? Y ésta fue la verdad que se me dio allí mismo y que recibí temblando: hasta entonces había creído yo que la mujer de Saavedra estaba en mí con todo el imperio de su verdad; y ahora resultaba que no residía ella en mí, sino yo en ella.

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