—Con el oído atento, Adán Buenosayres detiene sus pasos frente al «Café Izmir», cuyas cortinas metálicas, a medio bajar, le permiten ver un interior brumoso en el cual se borronean figuras humanas que se mantienen inmóviles o esbozan soñolientos ademanes. Una canción asiática se oye adentro, salmodiada por cierta voz que, sobre un fondo musical laúd o de cítara, lloriquea en las aes y se desgarra en las jotas. Hasta el olfato de Adán llega el olor del anís dulce y del tabaco fuerte que arde sin duda en los narguiles de cuatro tubos.
—Otro mundo en clausura. Ellos también han trazado su círculo hermético, y navegan ahora, evadidos en una canción. Los vi ayer, con sus jetas verdosas y sus ojos pestañudos, crueles testigos de la batalla. ¿Qué paisajes o escenas evocarán ahora, encerrados en su círculo, tripulantes de su música? Rostros tal vez: caras de hombres, mujeres o niños cuyas voces un día se rompieron en las mismas jotas y lloriquearon en las mismas aes de aquella canción, bajo un cielo distinto, ¡ah!, pero infinitamente más hermoso. ¿Por qué más hermoso? Por estar lejos. Canción muy antigua, sin duda. Y las otras lenguas que la entonaron antes: miles de labios deshechos y caras desvanecidas allá, en los tristes camposantos del Asia Menor: bocas llenas de tierra y ojos llenos de cal. ¡Todos evadidos!
Adán se saca el chambergo, del que caen dos o tres hojitas resecas, y enjuga con su mano las gotas de lluvia que le corren por la cara. Luego reanuda su andar, calle arriba.
—Y los días empezaban en una canción de mi madre:
Cuatro palomas blancas,
cuatro celestes...
O aquella otra, en Maipú, coro de chicos junto a la abuela y frente a cristales azotados por el aguacero:
Viernes Santo, Viernes Santo,
día de grande Pasión.
Y la de la Escuela Normal, voces adolescentes, ojos de sal y pimienta en el gran salón de música:
Página eterna de argentina gloria,
melancólica imagen de la patria...
O la del grupo «Santos Vega», melenudas cabezas literarias, vanguardismo exaltado, en el sótano del «Royal Keller»:
Un automóvil, dos automóviles,
tres automóviles, cuatro automóviles...
y aquella de Madrid, entre un zumbido ardiente de guitarras y polémicas:
Parece que van cayendo
copos de nieve en tu cara...
O la de París, en el estudio de Atanasio, mesa tendida entre figuras de barro, sacrificio de una gallina blanca en el altar de las Musas, un ejército de botellas:
Dans une tour de Nantes
y avait un prisonnier...
Y aquella otra de Sanary, o la de Italia... ¡Canciones! Vuelven para enrostrarme ahora el gozo de un día o la vergüenza de una noche: remordimiento de haber cantado y de haber oído cantar. El silencio: ¡cómo lo perseguía y lo acariciaba yo en mi niñez! Viaje al silencio, por entre la selva de los rumores nocturnos. Y aquel sigilo reverente, aquel andar en puntas de pie, aquel afán de abrir sin ruido puertas y cajones: liturgias del silencio.
Porque sabía ya, sin haberlo aprendido, que el silencio no es la negación de la música, sino toda la música en su posibilidad infinita y en su gozosa indiferenciación. Sí, el caos musical en que todas las canciones no diferenciadas aún forman un solo canto, sin excluirse las unas a las otras, sin cometer esa injusticia en el orden del tiempo. ¡Oscuro y viejo Anaximandro, yo te saludo en esta noche final! ¡Y a tu discípulo Anaximenes, y a
su pneuma
sagrado: el aire de la inspiración y la expiración creadoras! Mi teoría de ayer, en la glorieta: bastante mamado. No debí hablar: ninguno entendía un pito. Sí, Schultze, ese viejo Schultze. ¡Ah, todo en Uno! La tristeza nace de lo múltiple.
Caviloso y triste, Adán Buenosayres considera en torno suyo la manifestación de lo diverso. Acaricia el tronco de los árboles, como si deseara sorprender algún latido bajo las húmedas cortezas. Se agacha luego, recoge un puñado de hojas muertas, aspira su olor amargo y las deja caer lentamente. Se va después, tocando las paredes mojadas, los fríos umbrales, « madera de las puertas, el hierro de los balcones.
—Lisura o aspereza, calor o frío, humedad o sequedad: noticias de «o externo, vagas noticias. El tacto no es un sentido intelectual: ¿podrías alcanzar con el tacto el
splendor formae
de la rosa? Y, sin embargo, ningún sentido aspira con tanta ferocidad a la posesión directa de las criaturas: tocarlas, aprehenderlas, estrecharlas, meterlas dentro de la piel. Sí, el más ciego, el más torpe y el más desengañado de los sentidos. Y el menos culpable: ¿tenderías tu mano a la rosa, sin antes conocer su
splendor formae
que se revela sólo a los sentidos intelectuales? No haber mirado, no haber oído, no haber tocado... ¡Vaya! ¿Qué aparición es ésa?
Diez pasos adelante, Adán advierte, sobresaltado, la figura de un jinete inmóvil sobre su corcel. Al acercarse reconoce al cabo Antúnez, de la comisaría 27, que duerme bajo la lluvia, sólidamente afirmado en los estribos, mientras que su caballo, con las riendas en el pescuezo, despunta las hierbecitas brotadas al pie de los árboles. No bien Adán se aproxima el caballo levanta la
cabeza,
y lo estudia con inquietud. Pero Adán le acaricia el pescuezo mojado, la frente y el hocico; y el animal se apacigua entonces, apoya sus narices en el hombro de Adán, resuella en tren festivo. Como un jinete de metal, el cabo Antúnez sigue dormido bajo el agua y el viento. Antes de alejarse, Adán pone su cara junto al hocico del bruto, la sola cosa tibia que le ofrece la noche; y respira su aliento: un puro aroma de hierbas trituradas.
—El pangaré de tío Francisco. Me gustaba el olor de los caballos: un olor de alientos vegetales y de sudores agrícolas. Este cabo Antúnez, un criollo sin duda: tiene alma de resero. Como los que aparecían de cuando en cuando, hacia el anochecer, en la estancia de Maipú, junto al palenque verdinegro. «¿Me da permiso para desensillar?» «Desensille, amigo, y pase a la cocina.» Hospitalidad sin fronteras. ¡Oh, sí, caras graves en las que resplandecía una dignidad casi terrible (ahora me doy cuenta), y que se desdibujaban poco a poco entre el humo del duraznillo, mientras la china Encarnación vigilaba el asado con sus ojos grandes y eternamente llorosos! «A los ojos lindos les va el humo.» ¡Risas discretas de otra edad! Y luego historias de viaje y de rodeos nocturnos en plena llanura, bajo la tormenta: Bahía Blanca, Río Negro, el Chubut, nombres elogiosos y con sabor de lejanía. Tío Francisco me aseguraba que se dormía bien a caballo. Vidas heroicas y sin resonancia, en la llanura: muertes heroicas y sin resonancia. Como la de aquel ternero agonizante que resollaba todavía con el hocico en el polvo, mientras un chimango, sobre su cabeza, le comía ya los ojos reventados a picotazos. Y no debí matar aquel chajá, sin duda: tenía yo quince años y una escopeta herrumbrosa; y nadie supo que yo buscaba un chajá para sacarle las plumas y hacer escarbadientes. Malísimo agüero; tía Martina lloraba junto a los despojos del ave, ¡un montón de plumas grises!, porque sabía que, cuando a un chajá le matan su pareja, ya no quiere la vida y se deja morir de hambre y desconsuelo. ¡Y en seguida, como una telúrica maldición, aquel verano memorable! Un sol rabioso caía sobre la llanura inundada, levantando emanaciones calientes y venenosos hálitos que parecían corromperlo todo, cielo y tierra, hombres y animales. Con tío Francisco, los dos a caballo, recorríamos aquella escena desolada, cuereando reses muertas, vigilando la punta de lanares que sobrevivían en la loma, descubriendo y juntando los vacunos perdidos entre cañadones y juncales. Y en aquel ámbito de miseria, sobre el cual adivinaba
yo
la vengativa sombra del chajá muerto, bullía y alentaba, en cambio, un mundo volátil rico hasta la locura: flamencos y cigüeñas, mirasoles y gaviotas, cuervos y cisnes, alegremente instalados en aquel paraíso de aguas quietas y de juncos vibrantes. Y los mosquitos, al atardecer, movilizados en nubes hambrientas; o aquella invasión de escuerzos que se nos metían hasta en los dormitorios, que resoplaban como gatos enfurecidos, y que matábamos, día y noche, atravesándolos con los dientes de la horquilla. Se marchaban todos, hombres y mujeres, corridos por la inundación, el hambre y la enfermedad: en la casa, demasiado grande entonces, sólo quedábamos tío Francisco, tía Martina y yo. Era necesario rehacerlo todo, ranchos y huertas, y ahorrar los pocos animales que sobrevivían: llegamos a comer la dura carne de las gaviotas que se arremolinaban detrás del arado y que abatíamos a golpes de rebenque. La nueva población se alzaría en aquella loma del árbol único, al abrigo de las crecientes: mientras tío Francisco armaba el esqueleto de la ranchería, con sus palos esquiñeros y mojineteros, con sus cumbreras y sus quinchos de paja, yo dirigía la pisadura del barro, metiéndome a caballo entre las yeguas enfangadas hasta la raíz de la cola, y obligándolas a patalear en aquel amasijo de tierra y agua, todo ello bajo el sol ardiente, la humedad y el bordoneo de los tábanos que picaban y se dormían ahítos de sangre, hasta que los reventaba yo a lonjazos en el pescuezo de las yeguas. Tío Francisco reía o canturreaba, masticando su tabaco negro «La Hija del Toro», mientras hundía la paja en el barro, amasaba y disponía los chorizos con que iban irguiéndose las paredes rústicas. Pero hacia el final de la obra decayó aquel hombre admirable que había vencido tantos infortunios en la llanura: se volvió taciturno y huraño, y hasta repudió (cosa increíble) su tabaquera de buche de avestruz. Aquella noche tía Martina y yo le oímos gritar órdenes de rodeo, reír y blasfemar, presa de la fiebre que lo agitaba en su catre: una noche larguísima, en que al monólogo de aquel hombre respondían afuera los mil gritos de las bestias acuáticas. Al siguiente día creció la fiebre. Tío Francisco agitaba sus manos terrosas, como si se dedicase a una construcción invisible; y, con la garganta reseca, pedía de beber, o forcejeaba por salir al patio en busca del aljibe. Tía Martina y yo debimos atarlo al catre con dos cinchones. Pero la fiebre decayó al anochecer; y tío Francisco, aparentemente lúcido, expresó una extraña urgencia de tomar chocolate. Como no lo había en nuestra casa, era necesario ir a la estación, a cinco leguas de allí, por entre campos inundados y en medio de la noche que cerraba ya, negra, caliente y húmeda como un horno: yo tenía quince años y una imaginación temerosa, pero monté sin vacilar en el caballo nochero, fui a Las Armas y regresé aún no sé cómo, a través de juncales densos, metido en el aguazal hasta la cincha, provocando en la noche un vasto azoramiento de alas, adivinando tranqueras y aflojando alambres en los palos torniqueteros. Aquella noche tío Francisco bebió su chocolate; y se hundió al punto en un sueño infantil. Pero al día siguiente lo encontramos muerto al pie del aljibe, con una inmensa expresión de beatitud en su rostro mojado. No sé todavía cómo pude yo, casi un chico, desnudar, lavar y vestir aquel cadáver cuyos miembros pesaban como lingotes, mientras que tía Martina, petrificada en su dolor, balbucía frases incoherentes ante una imagen de Nuestra Señora de Lujan que reposaba en un esquinero, entre dos velas encendidas. Era necesario luego buscar la tropilla, elegir caballos, atar el vagón y dirigirse a Maipú, donde se haría el velorio y entierro de tío Francisco. A falta del corral que había destruido la creciente, solíamos juntar la tropilla en un rincón del alambrado; pero aquella mañana los animales estaban como enloquecidos, tal vez a causa del viento: por tres veces, cuando ya los tenía juntos, la yegua madrina encabezó el sonoro desbande; ¡la hubiera cosido a puñaladas! Por fin, con el sol alto ya, tomamos el rumbo de Maipú: en la caja del vagón, sobre dos colchones, yacía el cuerpo de tío Francisco, descubierta la cara, sonriente aún en su expresión de gozo final: yo manejaba en el pescante, con las cuatro riendas en el puño; y a mi lado tía Martina era una esfinge de semblante contraído, sin gestos ni lágrimas. Atravesábamos los bajíos: alas blancas, rosas y negras batían el aire sobre nosotros; cimbraban los juncos en flor y relucía el espejo ferruginoso de los cañadones. Pero la cabeza de tío Francisco, zarandeada en el viaje, sonreía y se balanceaba en un continuo movimiento de negación, como si, aleccionado ya en una realidad más honda, tío Francisco renunciase a la hermosura visible de este mundo por otra hermosura que sólo ven los ojos entornados. A medida que se remontaba el sol, ascendíamos nosotros a las tierras altas, allá donde los trigos reían sí, donde las flores cantaban sí, donde rebaños y pastores decían sí. Pero la cabeza oscilante negaba y sonreía: en su barba se había enredado una mariposa verde.
Adán Buenosayres tantea distraídamente su bolsillo en busca de pipa y tabaquera. Inútil. Olvidadas.
—Vidas heroicas y sin laurel en la llanura: muertes heroicas y sin laurel. Tío Francisco, abuelo Sebastián, tía Josefa, el pampa Casiano: todos evadidos allá, en la loma de Maipú; acostados y dormidos en la tierra olorosa, después de su batalla con la tierra; todos reconciliados con la tierra, en un abrazo último; y tal vez con el cielo, porque lo merecían...
Adán se demora en aquel regreso de medianoche: su andar es lento y dubitativo, como el de alguien que no desea llegar, íntima es la noche, abstracta la calle, sin principio ni término la lluvia. Y Adán quisiera olvidar y olvidarse, acunado por el viento, o disolverse como un pedazo de sal en el agua que cae y cae susurrando su antigua canción de diluvio; pero todo él es un ojo desvelado que se vuelve a sí mismo y se contempla en una fría mirada. Se ha detenido ahora junto al umbral de la vieja Cloto, desierto como la noche: allí, a la sombra de Cloto la hilandera, los niños jugaban al Ángel y el Demonio. Adán toca el mármol helado, en una suerte de caricia.
—Un juego de símbolos. ¿Qué buscan Ángel y Demonio? Una flor. ¿Qué flor? La alegre o triste rosa predestinada. Sí, el juego de los juegos, acaso. Pero si el alma recibe nombre de rosa o de clavel antes que Ángel y Demonio vengan a reclamar su clavel o su rosa, ¿dónde queda el libre albedrío de las almas y dónde su responsabilidad? Juego de leyes oscuras: los teólogos en suspenso. En todo caso, los chicos lo juegan con alegría, como si fuese una comedia y no un drama. ¿Y si no fuese un drama, sino una comedia inefable del gran Autor? Entonces habría que jugarla como los niños, con inocencia y alegría, con ese maravilloso entregamiento de los niños y de los santos. El drama está en haber perdido inocencia y alegría. Por eso aconsejaba Él: «Haceos como niños». ¡Difícil! ¡Ah, la vieja Cloto ha jugado bien, sin duda: creo que la eligió el Ángel! Nos encontramos algunas veces, al amanecer, frente a San Bernardo: yo vuelvo de la noche, sin haberla dormido, sucio de malgastadas vigilias y avergonzado ante la nueva luz que me hiere como un remordimiento; Cloto sale de la iglesia, tras haber oído la misa de alba, con su remendado chalón en la cabeza y su antiguo rosario entre los dedos. Nos miramos, yo sucio y envidioso, ella limpia y exacta. Me sonríe: creo que me sonríe a mí sólo, a menos que la sonrisa de la vieja sea universal como la luz. Y Cloto me redime con su mirada y su sonrisa: lo sabe todo y me absuelve, tal vez porque ha recobrado la sabiduría de los niños que juegan al Ángel y el Demonio. ¡Qué bueno sería esta noche apoyar las sienes en sus duras rodillas de abuela, y escuchar de su boca el gran secreto!