—Trabajen ahora en sus cuadernos —ordena, volviéndose a la clase.
Mientras los alumnos escriben en silencio, Adán se apoya en el
alféizar
de la ventana; y, asomado a la calle, deja vagabundear sus ojos. La preñez del aire se resuelve ahora en cierta garúa finísima que a manera de un velo amortaja el suburbio y lima sus ásperos contornos. Abajo, en el umbral de una puerta, junto a un viejo sentado que fuma su cachimbo, una mujer absorta olvida su mate y desbanda su atención en soñolientas lejanías. Un barrendero, a media calle, junta las hojas muertas, las levanta en su carretilla y se va con su montón de platas y de cobres, furtiva imagen del otoño. Sábanas chorreantes cuelgan a plomo en las terracitas desiertas: desde aquel patio, una magnolia yergue su fantasma sombrío; por aquel otro asoma un limonero que trastabilla bajo el peso de su fruta. Más allá cabecean los álamos de la plaza Irlanda. Y al fondo, unánimes en su elevación, las dos agujas de Nuestra Señora de Buenos Aires enseñan al suburbio los caminos de arriba. Con la mirada en ellas, Adán evoca el interior de la basílica, su altar en forma de templete, y aquella imagen de mujer entronizada en las alturas, con el Niño en un brazo y la embarcación en el otro. ¡Qué bueno sería estar ahora en aquel recato desierto, bajo la luz que se filtra y exalta en los vitrales de colares! ¡Y meditar allí en el secreto de aquella Mujer enigmática, en la vocación del Niño y en la odisea de la Nave! Observando, empero, que su meditación lo devuelve a un clima que se tiene prohibido aquella tarde, abandona la ventana y mira los pupitres: todas las cabezas están inclinadas aún sobre
los
cuadernos; todas, menos la de Nossardi, el cual, puestos los ojos en su avión diminuto, se pierde acaso en un ensueño de conquistadas alturas. ¡Belerofonte!
—¿No es ya demasiado el peso de nuestra deuda flotante? —chilla el Director, abandonando con furia su taza de café.
—A mi juicio —le retruca el señor Inverni— la reserva del país es tan formidable, que no está mal hipotecarla en cierta medida, siempre que se lo baga, claro está, en beneficio de las obras públicas y sociales que debemos a las generaciones del futuro. —(¡Bravo! ¡Muy bien! Al señor Inverni le parece oír el aplauso frenético de una barra invisible.)
Ante la faz colérica del Director, Inverni traga un sorbo de su café ya tibio: es un maestro enjuto de carnes, y muestra esa tez granulosa y ese color de mal venéreo que se dan, a menudo, entre los hombres de ideas avanzadas. Pero el Director no ha desarrugado aún su entrecejo amenazante.
—Ja! —ríe con amargura—. ¡Entregar el país al extranjero! La escena se desarrolla en el despacho directorial, alrededor de una mesa circunscrita por ocho figuras magisteriles que beben su café del segundo recreo. Junto al ventanal, y en hermético grupo, las maestras vuelven hacia una luz menguante sus rostros ajados y secos de vírgenes consagradas a la diosa Pedagogía.
—Lo peor del caso —gruñe Di Fiore— es que no sólo nuestras fuentes de riqueza están ya en manos extrañas, sino que, además, el extranjero viene realizando entre nosotros una verdadera obra de corrupción.
—¿Cómo? —le pregunta Inverni.
—El argentino, por naturaleza, fue y debe ser un hombre sobrio, como lo era y es todavía nuestro paisano, como lo fueron
y
son los inmigrantes que nos han dado el ser a la mayoría de nosotros. Pero, ¿qué ha sucedido? Que el extranjero nos ha embarcado en una mística de la sensualidad y el vivir alegre, inventándonos mil necesidades que no teníamos, para vendernos, ¡claro está!, los cachivaches de su industria y rescatar el oro con que nos paga nuestra materia prima. ¡En buen criollo, eso se llama comer a dos manos!
El Director alza la suya como para bendecir a Di Fiore.
—¡Usted lo ha dicho, señor! —exclama—. ¡Usted lo ha dicho!
—¿Y acaso —protesta Inverni— nuestro país no debe asimilar los adelantos del progreso?
—¡Necesidades inútiles! —chilla el Director—. ¡Artimañas del capital extranjero! ¡Vean, si no, lo que se traen ahora los ingleses al querer meternos en sus pantalones
Oxford!
Adán Buenosayres codea urgentemente al puntano Quiroga:
—¡Ojo— advierte con disimulo—. Ya sale a relucir la pérfida Albión.
—¿Qué tienen que ver los pantalones
oxford?
—rezonga Inverni.
Aventurando un semiesbozo de sonrisa, el Director expone sus recelos:
—Una maniobra para vender más casimir —afirma—. Los hacen ridículamente anchos, para que lleven el doble de tela, y largos hasta el suelo, para que se gasten con el roce. ¡Y no es todo! Han completado su obra con la introducción de los...
Aquí se turba y mira de reojo hacia el grupo de las vírgenes didácticas. —...de los calzoncillos cortos —dice al fin cautelosamente.
—¿Con qué objeto? —le pregunta Di Fiore.
—Usted verá. El calzoncillo corto pone las rodillas en contacto directo con el casimir, y, en un solo año, la secreción sudorípara destruye una tela que fácilmente duraría tres años.
—Un plan diabólico —gruñe Adán Buenosayres, mientras el puntano Quiroga trata de ahogar un borbotón de risa.
Y mirando al Director como si le solicitara una confidencia: —Espero —le dice— que usted usará calzoncillos largos. —¡Naturalmente! —confiesa el Director—. ¡No quiero hacerles el caldo gordo a los ingleses!
La risa del puntano estalla en toda su alegre violencia: —¡Señor! —exclama—. ¡Si ya no se usan! Pero el Director le muestra una cara de vinagre y de hiel. —¡Señor! —le dice—. No estamos de chacota.
Entre bromas y veras, rezongón y patético, Di Fiore inicia su elogio del calzoncillo largo:
—Nuestros gigantes padres lo usaban —dice—, y esa prenda les confería una seguridad y un decoro verdaderamente patriarcales. Lo usan todavía los viejos políticos de ahora, que se eternizan en el poder y no se deciden a clavar las guampas; y lo usan con razón, porque yo les aseguro a ustedes que en el calzoncillo largo está el secreto de la longevidad.
Las palabras del erudito devuelven a la tertulia su atmósfera verdadera.
—Una teoría luminosa —ríe Adán Buenosayres, estudiando con afecto la magra, inteligente y cariacontecida figura de Di Fiore.
—¡Hum! —objeta el Director—. La falla de los argentinos está, señores, en que todo lo convierten en chacota. Y la solución de nuestros problemas exige, señores, mucha seriedad.
—¡Ya se pondrán serios algún día! —rezonga Di Fiore en tono de amenaza.
Inverni lo considera un instante, con ojos entrecerrados y entrecerrada sonrisa:
—¿Cuándo? —le pregunta.
—Cuando les llegue la hora de la prueba.
—¿Y cómo sabe que ha de llegar esa hora?
—Señor —contesta Di Fiore—, yo creo en la Grande Argentina.
CIRCE-FERNÁNDEZ.— «En tu ruta encontrarás primero a las Sirenas, que fascinan a cuantos hombres van a su encuentro. ¡Ay del imprudente que se les acerca y oye sus voces! Ya no verá otra vez a su esposa, ni sus pequeñitos han de rodearlo ya con el júbilo del regreso. Sentadas en un prado riente, las Sirenas hechizan a los mortales con la dulce armonía de su canto; pero junto a ellas amontónanse huesos humanos y cadáveres podridos que se resecan al sol. ¡Pasa de largo frente a ellas, y tapa con cera blanda las orejas de tus compañeros, a fin de que ninguna las oiga! Pero si tú deseas oírlas, haz que te aten a la velera embarcación: haz que te liguen al mástil, de pies y manos, si deseas escuchar sin riesgo aquellas voces melodiosas.»
Por boca de Fernández habla Circe, la que conoce muchas drogas; y su acento admonitorio, resonando en el aula, pone un brillo de alerta en los ojos infantiles. Junto a Fernández, y de pie como el, aguarda Tercian, muy dispuesto a ofrecer una versión de Ulises que ponga la carne de gallina. Balmaceda, Fratino y Mac Leish, las tres voces ilustres del año, leerán la parte de las Sirenas; y, bien que silenciosos todavía, no disimulan ya cierto adelanto de amenaza.
A la luz aguanosa del atardecer, que borronea líneas, mata colores y parece devorar hasta el más leve rumor, treinta niños, al conjuro de palabras antiguas, abandonan ya su cárcel y discurren ahora en una playa de color de miel, bajo un sol torrencial que hace relucir a lo lejos el palacio de Circe. Un doble festón de espuma ciñe la costa musical: junto al agua salobre, acostado aún en las arenas, está el navío de la gran aventura; y el mar, lustroso y mugiente como un becerro, lame la quilla y el desnudo talón de los navegantes. Mientras habla Circe, Adán Buenosayres, desde su ángulo, estudia esa constelación de ojos evadidos: Ramos, el de cabeza de oro, refrena su aliento, como si en su ansia de artífice temiese alborotar el armonioso vuelo de la rapsodia; olvidando sus alas de cartón, planea ya Nossardi en otras alturas; y el mismo Bustos ha quedado absorto, con su cortaplumas en una mano y en la otra un lápiz a medio torturar.
Pero Ulises deja oír su voz de nauta:
ULISES-TERZIÁN.— «Mis compañeros me atan al mástil; y sentados luego en los bancos de la nave, tornan a batir con sus remos el espumoso mar. La embarcación anda rápidamente; y estamos ya tan cerca de la orilla, que desde allá, sin duda, se oyen nuestras voces, cuando las Sirenas, advirtiendo que la velera nave se aproxima, comienzan a entonar un sonoro canto.»
Ulises calla, y al instante Balmaceda, Fratino y Mac Leish irrumpen en coro:
LAS SIRENAS.— «¡Oh, famoso Ulises, gloria de los aqueos! ¡Acércate, detén aquí la nave y oye nuestra voz! Nadie ha pasado en su negro bajel sin escuchar el suave acento que fluye de nuestras bocas. Antes bien, el que nos escucha vuelve a su patria más instruido; porque conocemos todas las fatigas que los tróvanos y vosotros los griegos padecisteis en Ilion, y porque no ignoramos nada de lo que ocurre en el vasto universo.»
¡Ay de la nave! ¡Alerta! Los remos caen y se levantan en acelerado ritmo de fuga: reluce al sol el torso de los remeros. Y treinta niños, embarcados en la nave de Ulises, miran al héroe que forcejea entre sus ligaduras, prisionero a la vez de un mástil y de un canto. Vuela el navío sobre la pradera salada: lejos quedó el acecho de la música. ¡Ya es hora de soltar a Ulises! ¡Que la cera no guarde ya los prudentes oídos!
Pero Adán Buenosayres ha desertado el bajel y se ha lanzado a la orilla: entre carroñas que hieden al sol y bajo una nube de pegajosos tábanos azules, ha visto el rostro de las Sirenas
y
respirado el aliento de sus bocas horribles. ¡Oír la música, sin caer en el lazo de quien la profiere! Y cómo? Ciertamente, hace falta un navío y su mástil.
Dentro del aula y fuera, la luz brumosa del atardecer lo roe todo en una especie de disolución universal. Pero treinta niños bogan con Ulises rumbo a las Islas Bienaventuradas.
Y Adán Buenosayres, perdido en su rincón, evoca una enigmática figura de Mujer en cuya mano derecha un pequeño navío infla su velamen.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce.
Las doce campanadas eran doce mochuelos:
Alguien abrió la puerta de la torre, y huyeron.
Medianoche: soledad y vacío. Sólo yo solo en la corteza de un mundo que gira huyendo, que huye girando, «viejo trompo sin niños». ¿Por qué sin niños? Entonces yo jugaba con la lógica, sin advertir que siempre hay una relación de armonía entre lo disímil:
splendor ordinís.
Anoche lo explicaba yo en lo de Ciro: bastante mamado. Como aquella otra figura: «La Tierra es un antílope que huye»; o aquella otra: «Mundo, piedra zumbante de los siete colores.» Terror cósmico, desde la infancia: un niño que, abrazado a su caballo inmóvil, sollozaba de angustia bajo las constelaciones australes. Fría mecánica del tiempo, cono de sombra, cono de luz, la noche y el día, solsticio y equinoccio: el sol que nos cuenta mentiras fabulosas, y la tierra que se viste y se desviste de sus esplendores como una prostituta, «¡salve, moscardón ebrio!» Y al fin sólo una piedra que huye girando, que gira huyendo en un espacio infinito... no, indefinido; porque la noción de infinitud sólo corresponde... ¡Bueno, alma, bueno!
Adán se detiene, bajo la lluvia, en la esquina de Gurruchaga y Triunvirato. Desde allí, todavía indeciso, contempla el ámbito fantasmal de la calle Gurruchaga, un túnel abierto en la misma pulpa de la noche y alargado entre dos filas de paraísos tiritantes que, con sus argollas de metal a los pies, fingen dos hileras de galeotes en marcha rumbo al invierno. Fosforescente como el ojo de un gato, el reloj de San Bernardo atisba desde su torre: no queda ya en el aire ni una vibración de la última campanada, y el silencio fluye ahora de lo alto, sangre de campanas muertas. Inesperadamente, una ráfaga traidora sacude los árboles, que se ponen a lloriquear como niños: Adán recibe un puñado de lluvia en la cara y se tambalea entre un diluvio de hojas que caen y se arrastran con un rumor de papeles viejos, mientras que los faroles colgantes ejecutan arriba un loco bailoteo de ahorcados. Pasó la ráfaga: el silencio y la quietud se reconstruyen bajo el canturreo de la lluvia. Soledad y vacío, Adán entra la calle Gurruchaga. —Puertas y ventanas herméticas, llaves echadas, pasadores corridos: así defienden su evasión por el sueño. La casa del que duerme toma precauciones de trinchera o de tumba. El combate de ayer, aquí mismo: ¡ni un alma en el campo de batalla! Hombres y mujeres, tirios y tróvanos, ¿qué hacen ahora? Sus cuerpos acostados navegan en camas de hierro, madera o bronce, dentro de sus cubos inexpugnables, ¡todos evadidos! Sólo yo solo. ¡Si en la profunda medianoche, si en el instante justo en que un día concluye y el otro empieza, si en esa juntura misma quedase un resquicio por donde salir fuera del tiempo! Ayer un niño que, angustiado entre luces y músicas de fiesta, veía cómo el tiempo se derramaba cual un ácido y roía la casa festival con sus hombres; o un adolescente que ambicionaba desterrar al Tiempo de su canto... ¡Señor, yo hubiera querido ser como los hombres de Maipú, que sabían reír o llorar a su debido tiempo, trabajar o dormir, combatirse o reconciliarse, bien plantados en la vistosa realidad de este mundo! Y no andar como quien duda y recela entre imágenes vanas, leyendo en el signo de las cosas mucho más de lo que literalmente dicen, y alcanzando en la posesión de las cosas mucho menos de lo que prometían. Porque yo he devorado la creación y su terrible multiplicidad de formas: ¡ah, colores que llaman, gestos alocados, líneas que hacen morir de amor!; para encontrarme luego con la sed engañada y el remordimiento de haber sido injusto con las criaturas al exigirles una bienaventuranza que no saben dar. Y luego este desengaño, ¡también injusto!, que me pone ahora frente a las criaturas como ante un lenguaje muerto. ¡No haber mirado, ah, no haber mirado! O haber mirado siempre con puros ojos de lector, como los que tenía en mi niñez, allá en el huerto de Maipú, cuando en la belleza de las formas inteligibles alcanzaba una visión de lo estable, de lo que no sufre otoño, de lo que no padece mudanza. Y ahí están la injusticia y el remordimiento: haber mirado con ojos de amante lo que debí mirar con ojos de lector. (Anotarlo en cuanto legue a casa.) ¡Qué bien entonan calle, medianoche y llovizna! El «Café teñir» también cerrado. No. Alguien canta.