—Por otra parte —dijo al fin—, está la razón teológica.
—¿Cuál? —preguntó Samuel en tono acre.
—La maldición del Crucificado.
Samuel Tesler se detuvo en seco, tal como si de pronto hubiera visto a sus pies la masa viscosa de un reptil. Ocultó, sin embargo, aquella sensación de asombro, de asco y de miedo a la vez, y reanudando la marcha soltó una risa poco segura.
—Supongo que no hablarás en serio —dijo, como si la razón teológica le hiciese mucha gracia.
—El que hablaba en serio era el Otro —le contestó Adán—. Predijo la ruina de jerusalén y la dispersión de tu raza. ¿No se ha cumplido?
—¡Fue una maniobra del Imperio Romano! —tronó Samuel—. Una maniobra política.
—El Imperio cayó hace veinte siglos, y la maldición continúa.
Samuel Tesler dejó escapar un rezongo ininteligible.
—¿Y hasta cuándo seguirá tu maldición famosa? —preguntó luego, entre irónico, resentido y conciliador.
—Hasta que los judíos reconozcan en masa que crucificaron a su Mesías —le contestó Adán—. Entonces...
Pero Samuel no lo dejó concluir, y esgrimiendo en la aniebla un puño cerrado:
—¡No era el Mesías! —gritó—. ¡Era un pobre loco sentimental!
—Según parece —insistió Adán—, tuvieron al Mesías delante de las narices y no se dieron cuenta.
Era inútil: el filósofo no lo escuchaba ya. Revolviendo a un lado y otro su cabezota, escapándose del hombre amigo y de la voz enemiga, sordo y ciego Samuel Tesler vociferaba:
—¡No es el Mesías! ¡Nunca!
Y el Hijo de Perdición colgaba ya en un brazo de la higuera. Sentado en su tribunal, el hombre de la toga señaló con su dedo al hombre de la púrpura:
Yo no hallo en él ninguna causa,
dijo volviéndose a la multitud. Y la multitud se agitó como un árbol al viento: perfiles cortantes, narices ganchudas, ojitos crueles, barbas negras o rojas o blancas, voces de flautín o de cuerno, todo se agitaba y se confundía en medio de un fuerte olor de guiso de pescado.
¡No te lo hubiésemos traído si no juese culpable!,
gritó la multitud. Y el Hombre de la púrpura callaba: tenía en la frente un cerco de ahincadas espinas, y goterones de sangre le resbalaban por el rostro, desde la frente a la barba de color de miel, o hasta confundirse, púrpura sobre púrpura, con ese manto real que por irrisión habían ceñido a sus costillares. El Hombre miraba el cielo, y el cielo no sabía si cubrirse de nubes o si desplomarse con todas sus estrellas; pues, en aquel Hombre que así lo miraba, reconocía llorando al Señor Altísimo que asentó su bóveda sobre firmes columnas. Y el Hombre volvió sus ojos a la tierra; y la tierra creía morir ahora de angustia bajo la mansedumbre de aquellos ojos pues identificaba en aquel Hombre al Señor Admirable que dijo:
Sea la tierra,
y la tierra fue. Pero la multitud gritaba (gritos de cuerno, gritos de flautín):
¡Crucifícale! Y
el Hijo de Perdición colgaba ya en un brazo de la higuera. Frío y grave, como si estuviese cumpliendo un rito que desde la misma eternidad se le hubiese mandado, el hombre de la toga se dirigió a la multitud:
¿A vuestro Rey he de crucificar?,
le dijo. Y la multitud rió entonces (risas de flautín, risas de cuerno): dientes amarillos, encías devastadas, rostros de pájaro, de chacal o de cerdo se mostraron al sol con una desnudez pavorosa. Y la multitud volvió a gritar:
¿Crucifícale!
Después de lo cual el hombre de la toga ordenó el sacrificio, grave y helado, como si cumpliese una liturgia más antigua que los ángeles. Y el Hijo de Perdición colgaba ya en un brazo de la higuera.
—Entonces —le preguntó Adán—, ¿qué idea tienen de su Mesías?
—La de un rey triunfante —respondió Samuel con orgullo—. ¡Un vencedor, y no un vencido!
—¿Un emperador terrestre, con algo de militar y algo de banquero? —volvió a preguntarle Adán.
—Me contentaría —rezongó el filósofo —con que nos revelase los misterios de la Cábala.
Una mezcla de ira, de soberbia y de cansancio trasudaba de todo su ser:
—A lo mejor —dijo—, yo soy el Mesías.
Y añadió, a la desesperada:
—¡Me importa un pito! ¡Estoy harto! Dio una patada formidable a un recipiente de basuras que le cerraba el paso; y el recipiente rodó con estrépito hasta el cordón de la vereda.
—¡Me importa un corno! —volvió a decir—. Al fin y al cabo, estoy en mi última encarnación.
Se detuvo en seco, mirando atentamente la puerta de una casa.
—¡Hola! —exclamó regocijado—. ¡Hola!
Los dos transeúntes acababan de llegar a lo que fue un día el caserón de Balcarce, dividido ahora y subdividido en los cien alvéolos de un inquilinato gigantesco.
—¿Qué hay? —le preguntó Adán receloso.
—Aquí —exageró Tesler indicando la puerta —viven las Tres Gracias del barrio. ¡Bien metidas en carnes, te lo aseguro!
—¿Y qué?
—Voy a darles una serenata —rió el filósofo dirigiéndose a la puerta.
Adán trató de contenerlo:
—¡No seas bárbaro!
Pero Samuel ya estaba en el umbral, y empuñando el llamador de bronce lo descargó tres veces contra la puerta. En la quietud nocturna los tres aldabonazos tuvieron una resonancia terrible: los cien perros del inquilinato se pusieron a ladrar simultáneamente. Y Adán Buenosayres, lleno de temor y de cólera, emprendió la fuga rumbo a la esquina de Warnes y Monte Egmont. Su carrera fue breve, ya que sólo unos treinta metros lo separaban de la esquina; y una vez allí, esperó al filósofo que lo seguía de cerca, saltando y pedorreando como una muía.
—¡Pedazo de bruto! —lo amonestó—. ¡Estamos en el barrio!
—¡Qué barrio ni qué miércoles! —compadreó Samuel todavía jadeante.
Buscaba con los ojos el llamador de otra puerta, resuelto a insistir en su hazaña de los aldabonazos. Y entendiéndolo así Adán lo tomó de los hombros. Pero Samuel se deshizo violentamente de aquella ligadura:
—Tomaremos una caña en el boliche del gringo —decidió acercándose a la cantina de don Nicola— Tengo una sed bestial.
—Está cerrado —le objetó Adán como sobre ascuas.
—O el gringo nos abre —amenazó Samuel— o le tiro el boliche abajo.
Y sin más ni más descargó un puntapié feroz en la cortina metálica. Entonces Adán, perdiendo los estribos, le tomó una mano y empezó a retorcerle la muñeca.
—¡Soltáme! —le gritó Samuel, debatiéndose como una furia.
Pero Adán seguía retorciéndole la muñeca, y Tesler cedió al fin.
—¡Hermano! —aulló—. ¡Hermano Adán!
—¿Vas a portarte como la gente?
—Sí, pero soltáme la muñeca.
—No me fío —le contestó Adán sin soltarlo.
Aflojó, no obstante, la tenaza con que lo retenía; y ambos, guardián y prisionero, iniciaron así la última etapa de su viaje. Cuarenta pasos más allá Samuel intentó rebelarse aún, bien que ya con extraordinaria dulzura:
—Al fin y al cabo —empezó a decir—, soy una criatura libre.
—Pero momentáneamente sin juicio —concluyó Adán.
—
Superflumina Babylonis
—declamó Tesler suspirando.
Y sin añadir otras razones comenzó a entonar el Aria para la cuerda de sol: tenía una hermosa voz de bajo, y Adán, a pesar suyo, se dejó ganar por la canción de su prisionero, mientras contemplaba el nublado cénit, los paraísos otoñales y los focos eléctricos a cuyo alrededor giraban torbellinos de insectos de tormenta. Llegaron a la casa, y con la llave puesta en el cerrojo Adán se volvió hacia Tesler.
—Hay que subir en silencio —le dijo—. En el mayor silencio.
—Un silencio de tumba —le prometió Samuel con voz grave.
La escalera se hallaba sumida en una oscuridad absoluta, por lo cual debieron subir a tientas, el filósofo delante, Adán a sus espaldas y sosteniéndolo por los riñones. Habían logrado apenas la mitad del ascenso, cuando Samuel, que se juzgaba la misma efigie del sigilo, dejó escapar una risotada satisfecha:
—¿Qué tal? —preguntó con voz de trueno—. ¿Voy bien?
—¡Chist! —lo silenció Adán en la sombra.
El último peldaño los dejó en el vestíbulo, al que daban las habitaciones de uno y otro viajeros. Adán entró en la de Samuel, que lo seguía como un fantasma, y encontrando la llave de la luz encendió una turbia lamparilla. Entonces el filósofo realizó los gestos que siguen: parpadeó un instante bajo la luz, como una lechuza encandilada; luego paseó sus ojos tristes por el cuarto, deteniéndose en los libros, en el pizarrón luctuoso, en la revuelta mesa de sus afanes.
—¡Para qué! —lloriqueó al fin, desbaratando con el pie una columna de grasientos volúmenes.
En seguida, sin prolegómeno alguno, voló a la cama y se hundió en el maremágnum de las cobijas, vestido como estaba, con zapatos y todo. Pero Adán Buenosayres no se lo consintió: arrancándolo de la cama, lo hizo poner de pie y comenzó a descalzarlo y desvestirlo, maniobra difícil a la que Samuel se prestó con mucha dignidad. Lo enfundó por último en el quimono ilustre, y sólo entonces le permitió que se acostara.
—Tengo sed —murmuró el filósofo.
Adán le alcanzó una jarra de agua que Samuel apuró con avidez brutal. Se derrumbó luego sobre los almohadones: y viéndolo ya en actitud de reposo, Adán cerró la ventana, corrió el mugriento cortinado, mató la luz y se dirigió a la salida. Ya en la puerta, y antes de cerrarla tras de sí, Adán escuchó: el filósofo reía blandamente, agitándose al parecer entre sus cobijas. Después lanzó un suspiro inacabable:
—
Noúmenos!
—barbotó, ya entre dos mundos.
Adán cerró la puerta. Philadelphia levantará sus cúpulas y torres bajo un cielo resplandeciente como la cara de un niño. Como la rosa entre las flores, como el jilguero entre las avecillas, como el oro entre los metales, así reinará Philadelphia, la ciudad de los hermanos, entre las urbes de este mundo. Una muchedumbre pacífica y regocijada frecuentará sus calles: el ciego abrirá sus ojos a la luz, el que negó afirmará lo que negaba, el desterrado pisará la tierra de su nacimiento y el maldecido se verá libre al fin. En Philadelphia los guardas de ómnibus tenderán su mano a las mujeres, ayudarán a los viejos y acariciarán las mejillas de los niños. Los hombres no se llevarán por delante, ni dejarán abierta la
grille
de los ascensores, ni se robarán entre sí las botellas de leche, ni pondrán la radio a toda voz. Dirán los agentes policiales: «¡Buen día, señor! ¿Cómo está, señor?» Y no habrá detectives, ni prestamistas, ni rufianes, ni prostitutas, ni banqueros, ni descuartizadores. Porque Philadelphia será la ciudad de los hermanos, y conocerá los caminos del cielo y de la tierra, como las palomas de buche rosado que anidarán un día en sus torres enarboladas, en sus graciosos minaretes.
«Que a tan doloroso extremo lo conducía.» «Que solía conducirlo a extremo tan doloroso.» «Que a extremo tan doloroso...»
Adán Buenosayres despierta con aquel jirón de frase que lo ha perseguido, como un tábano imbécil, en toda la extensión de su sueño. Y al abrir los ojos ve a su lado la figura de Irma, cuyas manos industriosas van
y
vienen sobre la bandeja del desayuno.
—¿Qué hora es? —le pregunta con infinito desaliento.
—Las diez y media —responde Irma.
«Que a tan doloroso extremo...»
—¿Llueve?
—Garúa.
«Y le dijo a Irma que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá...» ¡Basta! Se incorpora violentamente, y sus ojos desorientados recorren la habitación desierta. ¿Irma se ha escurrido ya? Tanto mejor.
La primera noción que se le aclara en el entendimiento le trae un gusto de hiel: recuerda que a cierta hora de aquel nuevo día tendrá que cumplir una serie de gestos ineluctables; que su rostro deberá ocupar un sitio en cierta y determinada constelación de rostros; que su voz pertenece a un coro de
voces
que aguardan la suya para levantarse. Y al reflexionar en ello, tiene conciencia de que no podrá ese día, ya que no halla en su voluntad ni un solo átomo vivo.
Sequedad y amargura en su boca: sí, es claro, la borrachera de ayer. Con la mayor economía de gestos Adán Buenosayres alarga su mano hasta la bandeja, vierte café puro en el tazón cotidiano y lo bebe a grandes sorbos. Delicia. Luego, no sin embutirse antes en su vieja salida de baño, se dirige a la ventana y escudriña el exterior: una luz brumosa, la misma que llena su cuarto, gravita sobre la ciudad, moja los techos, aceita las calles y esfuma los horizontes; diríase que la pulverizada ceniza de un volcán flota en el aire y se asienta blandamente sobre las cosas. Adán estudia las ramas esqueléticas de los paraísos que, faltos ya de sus hojas, aún se aferran con uñas avaras al racimo de oro de las semillas. Imaginación. En la soga de tender, allá enfrente, hay dos sábanas húmedas que chicotean y un calzoncillo gris lleno de viento. Y el viento anda también entre las hojas muertas, llevándose a carradas —oro y bronce— la rica metalurgia del otoño. ¡Sí, otra metáfora! En la calle, hombres y bestias desafían la bruma y son devorados por ella sin rumor alguno; porque adentro y afuera el silencio se ha extendido como una obra de tapicería. ¡Bien!
Sustrayéndose a su contemplación y al desaforado juego de las imágenes, Adán se dirige a su mesa, carga una pipa de horno ancho y la enciende. Un vellón de humo sube al techo: «¡Gloria al Gran Manitú, porque ha dado a los hombres la delicia del
oppavoc
!» Luego vuelve a su cama y recobra la horizontal: «Mejor es estar sentado que de pie, acostado que sentado, muerto que acostado.» ¡Alegre sentencia!
Restituido a su grata inmovilidad (y la inmovilidad es una virtud de Dios, motor inmóvil), Adán Buenosayres recuerda los episodios de la noche anterior y su conducta personal en cada uno. Se asombra entonces al evocarse a sí mismo en tan extraña multiplicidad de gestos: ¡cuántas posiciones ha tomado y cuántas formas asumido el alma bruja en el espacio de una noche! Y entre tantos disfraces, la cara verdadera de su alma... ¡No! Adán se resiste a entregarse tan pronto al dolor de las ideas: es demasiado acogedora la luz que llena su habitación, y demasiado hermoso el silencio que ha traído la lluvia: el silencio y la luz parecen hermanos en aquella hora de ceniza; y luz y silencio, con su grata hermandad, le hacen posible ahora un comienzo de beatitud. Habiéndose negado él al entendimiento y a la voluntad, le queda sólo el juego de la memoria: cuando lo presente ya nada nos insinúa y lo futuro no tiene color delante de nuestros ojos, ¡bueno es dirigirlos a lo pasado, sí, allá, donde tan fácil es reconstruir las bellas y sepultadas islas del júbilo! Es una serie de Adanes muertos que se levantan de sus tumbas y le dicen ahora: ¿Te acuerdas? La pipa, turnada casi en ayunas, le produce una embriaguez gemela del silencio y la luz («por eso la hoja seca es sagrada»). Y los Adanes gesticulan, allá en el tondo, y le dicen: ¿Té acuerdas?