Adán Buenosayres (44 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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—¡No! —exclamó, poniendo una mano fraterna en el hombro de Adán Buenosayres—. Yo, en tu lugar, lo agarro a patadas.

—¿A quién? —le preguntó Adán en ayunas, pero sin asombro ninguno.

—¡Es una bestia negra! —insistió Samuel—. ¡Había que verlo, arrastrándole su ala de pavo a la mocosa!

—¿Qué mocosa? —volvió a preguntarle Adán.

—Solveig.

«El dulce nombre profanado», se dijo Adán. Era por eso que dioses y criaturas escondían sus verdaderos nombres: los hurtaban celosamente a la profanación o al insulto. Y por eso era que «el dulce nombre profanado» no se leería jamás en su Cuaderno de Tapas Azules.

—Bueno —rezongó—, ¿y a mí qué me importa?

Samuel Tesler lo zamarreó con furia:

—¡Hermano! —le gritó—. ¡Al amor hay que defenderlo!

Dicho lo cual se irguió en toda su estatura, como si en aquel instante recibiera de lo alto un yelmo, un escudo y una lanza para defender al amor. De pronto, sin decir agua va, se alejó de su amigo en una seguidilla de saltos ornamentales. Y mientras agitaba los brazos en son de vuelo, iba conjugando a grandes voces:


Amo, amas, amat, amamus, amatis, amant!

De salto en salto llegó hasta la esquina de Canning y Warnes: allí, a la luz de un farol urbano, el filósofo villacrespense manifestó una billetera de forma, cuero y edad irreconocibles, y llena de papelotes roñosos, de entre los cuales extrajo una manoseada cartulina que se puso a estudiar con grandes muestras de acatamiento y devoción. En eso estaba cuando se le reunió Adán Buenosayres. Y entonces el filósofo, arrancándose, no sin esfuerzo, de tan sabroso éxtasis, tendió a su amigo la cartulina.

—¡Es ella! —murmuró en un suspiro brotado, al parecer, del mismo cogollo de su alma.

Adán echó un vistazo a la cartulina: era una instantánea de Haydée Amundsen, la cual aparecía en riguroso traje de baño, luciendo los tesoros que le había prodigado Natura y resuelta, ¡oh, sí!, a enfrentarse con las olas de un mar adulador que ya le lamía los pies. Mientras consideraba la foto de Haydée Amundsen, iba preguntándose Adán en virtud de qué latrocinio, astucia o donación imprudente aquella imagen había llegado hasta la billetera del filósofo. Y volviéndose por fin a Samuel, lo vio abrazado al tronco de un paraíso, al que besaba con grandes extremos de ternura.

—¿Estás loco? —le preguntó.

—Amo y
soy
amado —explicó Samuel devotamente.

Y viendo la foto que Adán conservaba todavía en su mano, se la quitó violentamente, la oprimió contra una de sus tetillas y la devolvió por fin a los misterios de su billetera.

—¿Le has hablado formalmente? —inquirió Adán en tono grave.

Samuel no le contestó, y se mantuvo en igual silencio mientras uno y otro salvaban el cruce de las dos arterias villacrespenses. Luego tomaron la calle Warnes, rumbo a la de Monte Egmont. Y sólo entonces el filósofo abandonó su mutismo: era evidente que su alma se había nublado.

—Hablarle, sí —refunfuñó—. Pero, ¿qué podría ofrecerle? ¡Ahí está la cosa!

—El amor es desinteresado —sentenció Adán—. O debiera serlo.

—¿Ella? —rió Samuel con amargura.

Tomó a su amigo por el brazo.

—En primer lugar —comenzó a decirle—, reconocerás que, físicamente, no soy un Adonis.

—¡Oh, no! —admitió Adán con entusiasmo.

—¡Tampoco soy un monstruo! —cacareó Samuel, resentido por tan fervorosa negativa.

—¿Y quién te dice lo contrario?

—Bien. Quiero decir que me falta la belleza de cinematógrafo que necesitaría para derrumbar un corazón tan frívolo como el de Haydée Amundsen.

—No es, precisamente, un elogio de la muchacha —le advirtió Adán.

—¡Hum! —dijo Samuel con acritud—. Yo no soy un ingenuo, y sé con qué bueyes aro.

—Por otra parte —insinuó Adán—, la belleza física no lo es todo.

—A eso iba —dijo Samuel—. Reconozcamos que tengo alguna inteligencia.

—Eso sí.

—¡Mucha inteligencia!

—¡Bárbara!

—¡Qué miércoles! —gritó el filósofo—. En este país de mulatos ¡uno es un genio!

Lejos de contradecirlo, Adán Buenosayres le advirtió que no hacía falta gritar en la calle una verdad tan evidente. Y el filósofo bajó entonces la voz.

—Sí, sí —dijo—. ¿Dónde había quedado?

—Hablabas de tu enorme inteligencia.

—Eso es. Pero, ¿de qué me sirve? Haydée Amundsen es impermeable a las cosas del intelecto: lo he comprobado con delicia.

—¿Qué?—rió Adán.

—¡Un espléndido animal de lujo! —exclamó Samuel, apretando los dientes.

Y añadió, con venenoso regocijo:

—Las mujeres intelectuales, como esa loca de Ethel, me hacen reír a carcajadas. Una mujer intelectual es algo contranatura: es como una foca en bicicleta o un gorila demostrando la cuadratura del círculo.

Adán volvió a reír, y el filósofo lo acompañó sonoramente.

—¿Razono bien? —gritó—. ¿Razono bien?

—Como un perfecto mamado —le contestó Adán.

—¡Yo no estoy mamado! —protestó Samuel—. Y aquí mismo te haré «el cuatro», para que veas.

Se plantó allí mismo, y cruzando una pantorrilla sobre la otra se dispuso a formar «el cuatro» revelador. Pero Adán Buenosayres no le dio ni lugar ni tiempo de que lo hiciera, y lo arrastró consigo:

—Te creo —le aseguró—. Volvamos al asunto.

—¿A qué conclusiones habíamos llegado? —le preguntó Samuel.

—Yo veo una sola conclusión. Haydée Amundsen es invulnerable a tus encantos físicos y a tu asombrosa inteligencia.
Dunque,
sólo te queda el consuelo de la filosofía, como a tu compinche Boecio.

El filósofo emitió una risita siniestra:

—Hay otro recurso —dijo.

—¿Cuál?

—¡Ésa es la gran tentación!

Su voz adquiría ya un tono duro, como si hablase con las mandíbulas apretadas:

—Hay otro deslumbramiento —dijo—: el de la riqueza. Supongamos que abrocho un collar de perlas finísimas en la garganta de la diosa, y que hago chispear delante de sus ojos fascinados los diamantes, las esmeraldas, los rubíes.

—Fausto —musitó Adán Buenosayres.

—Sí —admitió Samuel—. Pero el gran idiota se olvidó de las pieles. ¿No has visto el aire de rendición incondicional que asume la mujer en una peletería, frente a los armiños, las martas, los zorros y los astracanes? Joyas y pieles: dos instrumentos de dominación. No sé si habrás observado que la mayoría de los grandes joyeros y peleteros del mundo son hombres de mi raza. ¡Y todavía queda el automóvil! Es increíble la fascinación del automóvil sobre las hembras: un gorila en el volante de un Rolls Royce les parecerá el mismo Apolo de Belvedere.

El acento duro con que Samuel había iniciado esta suerte de monólogo acabó por hacerse brutal, como si tradujera en él sus turbias imaginaciones, sus resentimientos antiguos y sus flamantes desesperanzas. Adán no le veía el rostro, pero lo adivinaba elocuente de gesticulaciones diabólicas y adaptándose a la infamia de cada uno de los vocablos que profería. Y al pronunciar el último, Samuel apretó el brazo de su amigo hasta causarle dolor:

—Todo eso es verdad —anunció con furia—. Pero hace falta el oro. ¡El oro!

—¡Soltame el brazo! —lo conminó Adán.

—¡El oro! ¡El oro! —vociferaba Tesler—. ¡La ganzúa del mundo!

Soltó una risotada perversa.

—¿Y por qué no? —dijo—. Mi raza conoce bien el secreto del oro: lo fabrica y lo adora. ¿Y por qué no?

Las cicatrices de la fusta sangraban todavía en tu piel, y el barro del Nilo estaba fresco aún en tus talones; y el maná del cielo se derretía en tu boca, y en tu garganta la frescura del prodigioso manantial. ¡Y ya olvidabas, hombre duro! ¡Ya rendías tu incienso al animal de oro y le besabas las pezuñas fundidas con el metal de tus aros y las ajorcas de tus hembras! (Pero el Varón justo forcejeaba en el monte: sostenía el enarbolado brazo de su Señor, ya pronto a caer sobre tu rapada cabeza.) Y estabas luego entre tus hermanos de la casa de Nephtalí, y tejías tu baile obsceno alrededor de los novillos de oro que había fabricado Jeroboam. (Pero Justo miraba el cielo nunca cerrado, y descendía con el alba, rumbo a Jerusalén.) Y te vieron después en el campo de Dura, provincia de Babilonia, con tu nariz de pajarraco en el aire y tu oído atento a la señal de la trompeta, de la flauta, del arpa, de la zampona, del salterio y de la sinfonía. Y dada la señal, caíste sobre tu rostro, adorando la estatua de oro que había hecho fundir el rey Nabucodonosor. (Pero los tres varones cantaban en el horno encendido:
¡Fuegos del Señor, alabad al Señor!)
Y se te vio más tarde, alquimista sórdido, trabajar en vano con el mercurio, el azufre y la sal. (Pero Abraham el Judío fabricó un oro auténtico, y vio en su athanor la gran obra cumplida: el León Verde y la Sangre del León.) Y se te ve ahora transmutar en oro la sangre y el sudor; y cumplir la liturgia del oro, y gozar las beatitudes del oro, y padecer los martirios del oro. (Pero anunciada está Philadelphia, la ciudad de los hermanos.)

—Ésa es la gran tentación —concluía Tesler—. ¡Amontonar ese barro amarillo!

—No sé cómo —repuso Adán Buenosayres—. A menos que vendieras al diablo tu alma. ¿Y qué diablo te la compraría?

El filósofo rió con desdén.

—Magia negra —dijo—. ¡Bah! Era útil cuando el hombre se reconocía propietario de un alma. Pero ahora estamos en el siglo de los cuerpos.

—¿Y cuál sería tu recurso? —le preguntó Adán.

—El que domine los cuerpos dominará el oro —respondió Tesler en son de profecía.

—Estás divagando.

—No. Yo debo tres materias en Medicina. ¡Sólo tres! Doy las tres materias, y me convierto en el Doctor Samuel Tesler, clínico y cirujano.

—¿Y qué tiene que ver?

—Es otra llave del oro.

Aquí Samuel adoptó un aire de frío cálculo:

—Ser médico ahora —dijo— significa dominar los cuerpos en la edad de los cuerpos.

Y añadió, con helada brutalidad:

—Los grasientos burgueses que amasan el oro no lo aflojan sino a dos potencias: a los que les defienden el oro y a los que conservan o restauran el buen funcionamiento de sus vísceras. Por eso estamos en la era de los abogados y los médicos.

Lanzó aquí una risotada cruel:

—Imaginemos a un ídolo de las finanzas, inaccesible, todopoderoso, reverenciado, temido. Llega el Doctor Samuel Tesler, y el ídolo se derrumba: el Doctor Tesler hace desnudar al ídolo, lo manosea y lo pincha, le introduce una cánula en el orificio anal o una sonda en la uretra, lo tiene inquieto acerca de la mayor o menor putrefacción de sus órganos vitales, juega con sus temores y esperanzas, le gradúa la comida, el sueño y la fornicación. Y así el doctor Tesler se adueña elegantemente del ídolo roto. ¿Vale la pena rendir tres exámenes?

—¡Hum! —gruñó Adán Buenosayres, a quien no convencía mucho la facilidad con que Samuel acababa de hundir a su ídolo.

—Es que la medicina —insistió el filósofo —también es un instrumentó de dominación.

Y añadió con desmedida soberbia:

—No sin razón los grandes médicos abundan en mi raza.

—Una raza imperialista —insinuó Adán en tono sarcástico.

—Y que vence al enemigo atacándolo en su debilidad. —¿Qué debilidad? —El sensualismo de sus opresores. Adán Buenosayres rió aquí de buena gana: —Desde hace media hora —le dijo— estás inventando sueños de oro y de lujo. ¡Y todo por las carnes duras o tiernas de Haydée Amundsen! —¡Tiernas! —protestó Samuel extasiado.

Y añadió en seguida, con acento penitencial:

—Yo soy la oveja descarriada. Samuel ha desertado su tribu.

—No anda mejor la tribu —repuso Adán—. Tu raza es de una sensualidad que voltea. No lo niegues.

Se oyó en la sombra un largo suspiro del filósofo.

—Sí —admitió—, es una raza oriental: conserva todavía la inclinación y el hábito del lujo. No te olvides que ha comprado y vendido toda la fastuosidad de la tierra: los metales, las pedrerías, los tejidos, los perfumes, los esclavos, las mujeres.

Aquí se interrumpió, como vacilando en los umbrales de la confidencia.

—Yo mismo —aventuró al fin—, pese a mi vida franciscana y a mis iniciaciones filosóficas, no puedo librarme de la gran sugestión. ¡Claro, un influjo ancestral! A veces me sorprendo a mí mismo delante de una vidriera, embobado en la contemplación de cualquier chuchería lujosa.

Volvió a interrumpirse. Y resolvió por último confesarlo todo:

—Cuando el chino de la tintorería me regaló ese quimono fantástico, ¡bueno!, aquella noche, al ponérmelo, sentí que mi epidermis no toleraría en adelante otro tejido que no fuese la seda. Más aún: en el casamiento de Levy, el fabricante de gorras, hubo champagne francés. Yo nunca lo había probado, ¿y me creerás ahora si te lo digo? Al beberlo entendí claramente que la existencia, en lo futuro, me sería inaguantable sin aquel vino maravilloso. ¡Y las mujeres! No sé qué hay en mí, ¡pero las estudio, las mido, las toco mentalmente, como si tuviera que comprarlas o venderlas a tanto el quilo!

Guardó un silencio atribulado, y Adán Buenosayres le palmeó el hombro a manera de consuelo, bien que dudando aún sobre si aquella confesión era obra de la sinceridad, de la borrachera o de la farsa en cuyo plano el filósofo se movía tan a menudo.

—Te creo —le dijo—. Por eso me reía cuando barajabas la sensualidad ajena.

—¿Y no existe, acaso? —protestó Samuel, que no admitía nunca una derrota y que resucitaba ya de entre sus cenizas.

—Existe —admitió Adán—. Estamos en el siglo de los cuerpos, como decías recién. Una expresión afortunada.

—¡Bah! —dijo Samuel con modestia—. Esas cosas geniales se me ocurren a cada minuto.

—Existe. Y los hombres de tu raza la vienen cultivando muy hábilmente. ¡Que lo digan los Sabios de Sión!

El filósofo rió en la oscuridad:

—¿No te lo venía diciendo?

—Sí, sí —le contestó Adán—. Pero su propio sensualismo los hace caer en las redes que tendieron al sensualismo de los demás. Inventan ídolos para los otros, y acaban por adorarlos. El oro, por ejemplo, debería ser en sus manos un simple recurso de dominación. ¡Y lo toman como fin!

—¡Quién sabe! —objetó el filósofo, tocado en lo vivo.

—Por eso —concluyó Adán—, si bien alcanzan algunas posiciones, lea llegarán a la dominación que sueñan.

—¡Quién sabe! —repetía Samuel entre dientes—, ¡Quién sabe!

El uno a la vera del otro iniciaban ahora el tramo de la calle Warnes comprendido entre las de Vírgenes y Monte Egmont; y desde aquel punto Adán veía ya claramente la torre de San Bernardo y su reloj ardiendo en la noche como el ojo de un cíclope. Detrás de aquella torre adivinaba una figura de piedra cuya mano rota se tendía en el gesto de la bendición; y, como tantas
veces,
a la sola evocación de aquella imagen, experimentaba él un extraño desasosiego, como si desde aquellas alturas alguien lo estuviese llamando, y como si densas cortinas de sombra se interpusieran entre Adán y la voz que lo llamaba.

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