Caga blanco el tero-tero,
ya lo ha dicho el payador,
porque,
de juro,
no sabe
cagar en otro color.
¡Sombra errante de Santos Vega! ¡Espíritu musical del gaucho Fierro! ¡Trovadores australes, almas gloriosas de ayer, sobre cuyas osamentas gravita hoy la pampa, madre de centauros guitarreros! ¡Yo vi cómo descendisteis hasta el payador Tissone, para dejar en su frente la corona del triunfo; y vi también cómo la frente del payador se inclinaba, tal vez al peso de aquel lauro invisible! Al mismo tiempo los oyentes prorrumpían en exclamaciones entusiastas: Franky Amundsen, lleno de fuego, se arrojó sobre Tissone, y abrazándolo estrechamente confesó a gritos la inmensidad de su derrota; por su parte, y mientras el vencedor pasaba de abrazo en abrazo, Samuel Tesler abominó en público de la ciencia erudita que profesaba, y anunció que sólo escucharía en adelante las voces del saber gnómico, infuso en los humildes por el muy alto y muy escondido Tetragramaton.
Aquel instante, que señalaba el apogeo del convite, dio al mismo tiempo la señal de su fin. Y así lo entendió el grande Ciro: lo advirtió primero en la silenciosa laxitud que se apoderó de los comensales; luego en el mozo fúnebre que se llevaba los restos del festín (grasas frías en platos roñosos, botellas enjutas, vasos llenos de impresiones digitales); después en los músicos que guardaban sus instrumentos en fundas y estuches. Por fin se levantaron todos. Y como cierto aire de adiós los envolvía ya, Ciro Rossini tornó a nublarse.
—
Diavolo!
La despedida tuvo lugar en el portón de la glorieta, bajo el fuerte viento que deshojaba los árboles. El Príncipe Azul se alejó primero, rumbo al oeste, agrio, frío y rumiando tal vez una larga diatriba contra los magnates; los tres Bohemios, despidiéndose a la escapada, echaron a correr detrás de un tranvía Lacroze que avanzaba penosamente hacia La Chacarita; por último el payador Tissone levó anclas, y muchos ojos enternecidos lo siguieron, mientras la noche se lo comía con guitarra y todo.
—¡Pobres muchachos! —comentó Ciro—. Se les acabó la glorieta.
Pero el grande Ciro llegó al extremo de su melancolía cuando sintió que las manos de Adán Buenosayres buscaban las suyas. Conmovido hasta en las raíces de su ser, abrazó entonces al poeta villacrespense y luego a todos los hombres de su comitiva, aferrándose a cada uno como a la tabla de un naufragio.
—
Giovinezza!
—lloriqueó—.
Addio, addio!
El grupo se arrancó finalmente a la emoción de aquella despedida, y echó a caminar en desorden. Pero en la esquina de Triunvirato y Gurruchaga volvió a detenerse, como indeciso: la noche otoñal se les entregaba desnuda y llena de posibilidades tenebrosas; enloquecido el viento parecía gritar un llamado al aquelarre; todo los invitaba en aquel instante a los furtivos movimientos de la culpa. Mientras deliberaban sus compañeros, Adán oyó los bronces de San Bernardo que tañían las dos
y
media de la madrugada, y vio el reloj amarillo como la cara de un muerto, allá, en lo alto de la torre. ¿Sería ya la hora del regreso? Entonces fue cuando Samuel Tesler, cuyos pasos vacilaban desde que salió de la glorieta, pegó sus labios al oído de Franky Amundsen y le confió en
secreto
algunas palabras.
—¡Libidinoso israelita! —exclamó Franky, tapándose las orejas como escandalizado.
—¡Es la Venus Terrestre! —insinuó Samuel en tono persuasivo—. ¡La Venus demónica o popular!
—¿Qué andan tramando por ahí? —les interrogó Luis Pereda.
Franky señaló a Tesler con un dedo acusador.
—Es el filósofo —dijo— que anda por tirar la chancleta.
No obstante, reveló en público los designios de Samuel; y como a nadie parecieran descabellados, el petizo Bernini dio la señal de la marcha.
—¡A la calle Canning! —ordenó con misterio.
Irresoluto aún, Adán Buenosayres volvió a mirar el reloj fantasmagórico de San Bernardo y la desierta calle Gurruchaga por la que debería regresar. Evocó luego el trabajo que le aguardaba en su laboratorio de torturas, allá, bajo la lámpara maldita y entre objetos estúpidamente familiares. Entonces experimentó un escalofrío de terror que lo hizo aferrarse otra vez al grupo ebrio, a la nave de locos en que venía navegando:
—¡Noche absurda! —volvió a gritar en su alma—. ¡Noche mía!
Y avanzó entre los demás, como si huyera de sí mismo.
¡Adelante, señores! ¡Pasen a ver el monstruo antiguo, la bestia de mil formas y de ninguna, la tan paupérrima como suntuosa, la que se viste de prestado con todas las galas de la tierra, la más vestida entre lo desnudo, la más desnuda entre lo vestido, la nada en traje de Iris, la sombra de un misterio! Ante nuestros ojos deslumbrados aparecerá tal vez como algo duro y fuerte: alcázar o torreón, baluarte o almena, roca o metal, pero, ¡atención!, porque nada es tan débil como Ella, y nada tan deleznable como su vistoso edificio de espumas. O quizás os parezca frágil, y su misma fragilidad os invite a las comparaciones más líricas; pero, ¡cuidado!, porque nada encontraréis tan resistente a la violencia y al castigo, nada tan fuerte como Ella en los rigores de la lucha. Eso sí, la veréis rodearse de misterio, disfrazarse de enigma y envolverse toda ella en tules que desearían ser impenetrables a vuestros ojos; pero, ¡desengañaos!: en su mismo afán de parecer misteriosa, fácil es advertir que no hay criatura más desprovista de misterio. Y ahora, ¡pasen a ver, señores, la deidad antigua, la de mil nombres bárbaros, la nunca profanada! ¡Señores, adelante! ¡Chist!
Cuando giró el picaporte, movido por alguien que se hallaba en el interior del cuarto, los once personajes del vestíbulo enmudecieron súbitamente y clavaron sus ojos en la puerta cerrada. La misma doña Venus, entredormida en su taburete, abrió el ojo derecho y observó el picaporte:
—¡Vean qué muchacha es Jova! —rezongó sin entusiasmo—. ¡Vean qué muchacha!
Sin embargo, la puerta no se abrió todavía; y los once del vestíbulo relajaron su atención. Pero antes oyeron una risa que tintineaba detrás de la puerta, un gorjeo caliente y antiguo como el mundo.
—¿No saldrá nunca esa mujer? —protestó el filósofo esbozando un rictus de gárgola obscena.
Franky le palmeó el hombro, amistosamente.
—¡Calma, bestia! —le dijo—. Ya vendrá tu ración de carne.
El vestíbulo era estrecho, y los once personajes (amén de doña Venus y la perrita Lulú que a su lado se hacía un ovillo) lo colmaban totalmente y en el orden que sigue: a la izquierda, contra el muro de color de sangre, un banco de plaza reunía las contradictorias figuras del Mercader Sirio, el Conductor Gallego, el Gasista Italiano y el Señor Maduro, todos los cuales podían ver a su frente la puerta de la antesala cuyo picaporte había girado recién. Al fondo, contra la mampara de hierros y cristales que mediaba entre el vestíbulo y el patio, tenían su asiento Luis Pereda, el petizo Bernini, Franky Amundsen y el filósofo Tesler, a todos los cuales érales dado vigilar dos puertas: la de la sala, junto a la cual doña Venus dormía con un ojo, y la cancel de vidrios esmerilados, por la que se entraba desde la calle, previo el sigiloso correrse de una cadena de seguridad. Entre la mampara de vidrio y el muro sangriento abríase un rincón donde, sentados en sillas de Viena, estaban Adán Buenosayres, el astrólogo Schultze y el Joven Taciturno. La luz de una bombita eléctrica untaba los muros, hacía relucir los cristales de la mampara y hería brutalmente aquellos doce rostros humanos, poniéndolos en evidencia con un rigor de fotografía policial. Fuera de la expectativa que reinaba en el vestíbulo y de los misterios que celebrábanse, al parecer, en la sala y en la antesala herméticas, el resto del caserón no daba señales de vida, como si el silencio y la noche fueran sus únicos inquilinos.
Entre los once personajes que habían mirado hacia la puerta, sólo el Joven Taciturno permanecía con los ojos clavados en el picaporte y ausente, al parecer, de cuanto lo rodeaba; sus cabellos peinados hasta la locura, su corbata ceremoniosa, el brillo de sus charoles y la raya hiriente de su pantalón, todo en su indumentaria parecía obedecer a un orden litúrgico. Adán Buenosayres, que lo estudiaba con gran interés, murmuró esas observaciones en el oído del astrólogo.
—Su traje nupcial —respondió Schultze en voz baja.
—¿Cómo? —se asombró Adán—. ¿Usted cree?
—Si no me equivoco —dijo Schultze—, ese muchacho será el próximo adorador de la bestia.
—Le ha llegado su turno —admitió Adán—. Pero lo del traje no es posible. Sería monstruoso.
—Estúdielo bien —respondió Schultze, mirando furtivamente al Joven Taciturno—. Desde hace media hora ese muchacho es un arquitecto.
—¿Un arquitecto?
—Eso es —insistió Schultze con amargura—. ¿Y sabe lo que construye ahora ese arquitecto? Un fantasma.
—¿Una construcción ideal?
—Óigame bien —asintió Schultze—: yo no he visto a la mujer que oficia detrás de la puerta, ni él tampoco, sin duda. Pero créame que, cuando ese mozo esté adentro, se desposará con un fantasma.
Adán Buenosayres guardó silencio, y la imagen de Solveig Amundsen cruzó por su mente: «Sí, el barro fragilísimo de una sutil arquitectura, o la materia prima de un sueño.» Instintivamente llevó una mano al Cuaderno de Tapas Azules, pero la retiró en seguida: «No ahora, ¡más tarde! Sería un velorio de lujo. La poética muerte de un fantasma.»
—Es posible —contestó al fin, sin mirar al astrólogo.
—Metafísica pura —le corrigió Schultze con severidad.
Pero el Señor Maduro, que desde hacía rato devoraba su periódico, alzó una venerable cabeza blanca, dos mofletes rosados y cierta nariz en cuyo extremo cabalgaban peligrosamente unos anteojos de carey. Entre los hombres del vestíbulo era el único que tenía un aire de absoluta naturalidad, un gesto indiferente y como de entrecasa: bien se veía que, para estar del todo en carácter, sólo le faltaba su
robe de chambre y
sus pantuflas.
—¡Ya me parecía! —exclamó, señalando con el dedo un gran titular de su periódico.
Todas las miradas, excepto la de doña Venus que dormía y la del Joven Taciturno que soñaba, se clavaron en el Señor Maduro.
—¿El asesinato del estanciero Martínez? —le preguntó Franky.
—Secuestro y asesinato —corrigió el Señor Maduro—. ¡Bien decía yo que detrás de todo esto andaban los
maffiosos
rosarinos!
—Mala gente —opinó el Mercader Sirio, sonriendo con asiática ferocidad.
Bajo el ala de un
stetson
gris perla sonreían los ojos ardientes del Mercader Sirio: un cuello duro y una corbata roja ceñían su pescuezo hasta la estrangulación; vestía un perramus de color verde, calzaba deslumbrantes botines de anca de potro, y dentro de aquel atavío el Mercader parecía sentirse como en un aparato de tortura. «Su traje nupcial», pensó Adán Buenosayres no sin inquietud.
Muy excitado ahora, el Señor Maduro se ponía en trance detectivesco, agitando con autoridad el periódico de marras. Aquellos crímenes ruidosos, aquellos títulos macabros, aquellas fotografías de cadáveres en posición decúbito dorsal o lateral agregaban una cuerda heroica, sí, a las dos o tres cuerdecitas de su existencia insignificante.
—Fíjense bien —explicó—. La técnica del crimen es patente: desaparición del estanciero, investigaciones inútiles, la policía desorientada.
¡Y al fin el hallazgo del cadáver en un potrero, con un tiro en la nuca! Más claro, ¡el agua!
—¿Qué quiere insinuar? —le preguntó Franky en tono severo.
—¡La
maffia
! —bisbiseó el Señor Maduro, confidencialmente—. ¡Y la policía en ayunas!
Franky lo miró a fondo. Encontrados pensamientos lo asaltaban al estudiar aquella figura, y no sabía él si dirigirse al anciano y besarle cada uno de los dos mofletes, o si descargarle una trompada en el cráneo lustroso. Pero Franky se decidió al fin por un tercer designio: arrugó el entrecejo, y cierta nube sombría empañó sus facciones.
—¡Ojo con las palabras! —lo amenazó—. ¿Está seguro de lo que dice?
En medio del asombro general el Señor Maduro palideció visiblemente. Una sospecha lo conturbaba de pronto: ¿sería ese joven de la
Secreta?.
Buscó afanosamente las palabras, ante los duros ojos de Amundsen. Y tenía ya una respuesta que aventurarle, cuando cierta voz monótona, fantasmal, increíble, llegó de quien nadie lo hubiera esperado. ¿Cómo? Era indudable que doña Venus dormía, con sus noventa quilos de grasa bien aplomados en el taburete: sus párpados estaban corridos; no se movía un solo rasgo de su máscara llena de arrugas y de viejos coloretes descascarados; y su testa parecía de yeso bajo una luz que se gozaba en destacar el asombro de la cabellera partida en dos bandos tirantes, uno del color de la nieve y renegrido el otro como el ala del cuervo. ¡Dona Venus dormía! Y, sin embargo, estaba diciendo alguna cosa, en un lenguaje que parecía venir de otro mundo.
Al oír aquella voz la perrita Lulú había despertado, y ahora enderezaba la
cabeza,
exhibiendo sus ojitos chorreantes de lagaña.
—Es un peón —balbucía doña Venus mediúmnicamente—. Un peón de «Los Horcones». El estanciero lo había despedido. Sí, sí. Lo mató para vengarse.
Todos quedaron mudos al oír aquella sentencia de pitonisa que doña Venus formulaba desde su taburete como desde un trípode ritual. Pero el Señor Maduro no tardó en recoger el guante.
—Falsa hipótesis —le retrucó—. Historia vieja.
Y agregó, amenazándola con su periódico:
—¿Ha leído esto?
Le respondió un ronquido armonioso: doña Venus acababa de sumergirse otra vez en las honduras de su letargo; y la perrita Lulú no tardó en unitaria, ovillándose toda en su almohadón de cotín.
El Señor Maduro se dirigió entonces a Franky.
—¿Y a usted qué le parece? —le interrogó, entre receloso y amable (¿sería ese joven de la
Secreta
?)—. Yo creo que la
maffia...
—¡Hum! —gruñó Franky en tono reservado, y se palpó la axila izquierda como si ocultase allí una pistola de reglamento.
Entonces fue dado escuchar al Conductor Gallego, un hombre adusto que usaba gorra de hule, chaquetón de cuero y bufanda roja, y al que visiblemente se le pudría ya la sangre.
—Los pistoleros italianos —refunfuñó—. Asesinos cobardes, ¡eso!
—Mala gente —volvió a decir el Mercader Sirio.
El Conductor Gallego miró de reojo al Gasista Italiano que a su vera escuchaba plácidamente, bien metido en un
overall
azul con el monograma C. P. G. bordado en rojo.