—Ese Mussolini —maldijo el Conductor—. Los ha expulsado de Italia, ¡y aquí los tenemos! Vean ustedes lo que hacen los dictadores.
Jovial y tímido a la vez, el Gasista se rascó la cabeza.
—Si eran
maffiosos
hizo bien —argumentó, rico de mímica—. El sonso no es Mussolini, digo yo, me parece.
—¡Habérselos guardado! —repuso el Conductor, hecho un puro vinagre.
—Sonso es el gobierno que los dejó entrar —concluyó el Gasista Italiano—. Digo yo, me parece.
El Conductor Gallego tenía en la punta de la lengua un formidable alegato contra los dictadores, la
maffia
rosarina y el mundo entero. Y arqueaba ya sus hirsutas cejas, listo para el debate, cuando el famoso picaporte volvió a girar. Veintidós ojos lo advirtieron con sobresalto: el Joven Taciturno llevó a su corbata una mano instintiva. Y la puerta se abrió entonces (¡ah, sólo una hoja y con lentitud!), mientras que doña Venus, sin levantar los párpados, gritaba mecánicamente su elogio:
—¡Vean qué muchacha es Jova!
Una figura de mujer estaba en el umbral (¡Pasen a ver, señores, el monstruo antiguo!): su desnudez tenía la violencia de un insulto, apenas velada por un camisolín granate que la envolvía como un jirón de espuma sanguinolenta. Bajo la mata de sus cabellos (rubios, castaños, rojos, ¿quién podría decirlo?) su cara sin luz era un bloque de talco definido por dos manchas violetas en el lugar de los ojos y una sonrisa de carmín que a todos apuntaba y a ninguno. De su cuerpo trascendía un olor bochornoso de maderas o gomas fragantes, y se mezclaba con el vaho de jabón antiséptico y el tufo de querosén que habían llenado el vestíbulo al abrirse la puerta.
Los once personajes enmudecieron. Y ella los estudió, uno a uno, y a ninguno; y sonrió a todos y a nadie, mientras estiraba lentamente sus largas medias de color de índigo. Y a todos les hablaba y sonreía, la bestia de mil formas y de ninguna.
—A ver, muchachos. A ver, muchachos.
Doña Venus osciló en su taburete:
—No hay dos como Jova —ronroneó entre suspiros.
—A ver, muchachos —invitaba Jova.
Samuel Tesler, al oírla, dio hacia ella un salto de león. Pero Franky lo cazó al vuelo:
—Calma —le dijo—. No han cantado tu número.
Rió Jova: una risa caliente y neutral. Después insistió, volviendo sus ojos a la cámara entreabierta:
—¿Y? A ver, muchachos.
Entre los once del vestíbulo se patentizó un hondo malestar: el Conductor Gallego tenía una expresión adusta en el semblante y el Mercader Sirio un relampagueo cruel en los ojos; agachaba su cabeza el Gasista, con el aire de un animal recién castigado; el Señor Maduro, indiferente, había vuelto a la lectura de su periódico; Adán y Schultze, Pereda y Bernini, Samuel y Franky hablaban entre sí o lo fingían, ansiosos por hurtarse a la mirada circular de Jova. Entonces fue cuando, en medio de la tensión ambiente, el Joven Taciturno se puso de pie y aventuró hacia Jova una marcha torpe de muñeco mecánico. Sin dejar de sonreír a todos y a nadie, Jova le rodeó el cuello con su brazo desnudo y lo atrajo blandamente hacia el interior del recinto. Detrás de ambos la puerta comenzó a cerrarse discretamente. Pero antes de hacer mutis, asomó Jova su cabeza riente y miró a todos y a nadie, sonrió a cada uno y a ninguno, ¡la nada en traje de Iris, la sombra de un misterio!
—«Que la mujer sea en tu vida una estación pasajera» —sentenció Schultze al oído de Adán. (El astrólogo tenía la voz turbada y la cabeza bamboleante pero advertía con orgullo que la excitación de su envoltura grosera no alteraba el decoro de su cuerpo astral.)
—¡Amén! —gruñó Adán Buenosayres. (Y él le había dicho a Irma que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, y quizá la besó. Después era como extraviar este mundo, y recobrarlo luego, pero más frío y triste, como si el alma hubiera perdido en su descenso el don de ver la gracia que ilumina las cosas.)
Entretanto, con el eclipse de Jova, los hombres del vestíbulo habían recobrado su gesto normal, salvo el Mercader Sirio, que ahora daba muestras de hallarse absorto en quién sabe qué sueño de mujeres bronceadas. Pero había quedado en el recinto un silencio duro que nadie osaba interrumpir y en medio del cual oíase a ratos, ya un glu glu de aguas que corrían en la habitación hermética, ya el chocar de minúsculos insectos contra el vidrio de la lámpara, ya la respiración de doña Venus que dormía otra vez con aire beato. Y así estaban cuando, sin razón ni medida, Samuel Tesler empezó a reír a borbotones, moviendo a un lado y otro su cara llena de gestos:
—«A ver, muchachos» —rió—. ¡Peste, como diría el otro! Esto es un
lenocinium
abstracto. En comparación con esto el teorema de Pitágoras es una bacanal.
El Gasista, que trataba de encender medio toscano rebelde, quedó en suspenso, sin cuidarse del fósforo que ardía entre las yemas de su pulgar e índice; abatió su periódico el Señor Maduro, enarcó las cejas el Conductor Gallego; y el Mercader, sustraído violentamente a su éxtasis, clavó en el filósofo dos pupilas de tigre. Bondadosa fue la mirada que Franky Amundsen dirigió entonces a los del vestíbulo, solicitándoles indulgencia.
—¡Un gran cerebro! —dijo, acariciando a Samuel en la espalda como si tratase con un animal irritado—. Pero víctima del alcohol, la ataxia locomotriz y el mal francés contraído por sus abuelos en la época de los faraones.
—¡Lástima! —se dolió el Señor Maduro—. ¡Tan joven!
—Joven? —protestó Franky—. ¡Ahí donde lo ven, tiene dos mil años!
Se volvió hacia el filósofo y le tomó la cabeza, con el intento de besarla en la frente. Pero la rechazó al punto, como espantado.
—¡Brrrr! —exclamó—. ¡Está más feo que nunca!
A decir verdad, la cara riente de Samuel constituía en sí todo un espectáculo, y Adán Buenosayres, al mirarla, evocó la jeta de los demonios que en las catedrales gesticulan humorísticamente bajo el talón de piedra de los santos. Pero la risa del filósofo no duró mucho: inesperadamente Samuel adquirió cierto aire de suma gravedad, se puso de pie y llevó un índice a sus labios.
—¡Chist! —dijo, señalando la puerta cerrada—. ¡Silencio!
Se dirigió a la puerta, entre tumbo y tumbo. Pero Adán y Franky lo alcanzaron inmediatamente, y casi a la rastra lo devolvieron a su lugar primitivo.
—¡Yo conozco sus nombres! —vociferaba Samuel, revolviéndose con furia en los brazos de Franky—. ¡Es la ramera del Apocalipsis, la más desnuda entre las vestidas! En mi tribu la llamaban Lilith.
—¿No la confundirás con otra mujer? —le preguntó Franky sin soltarlo.
En este punto doña Venus dormida empezó a musitar un rezongo que parecía venir de muy lejos.
—Bochinches no —susurraba—. Ésta es una casa formal.
Los personajes del vestíbulo se miraron entre sí, nuevamente asombrados ante aquel prodigio de la cabeza parlante.
—¡Bueno! —gruñó el petizo Bernini—. ¿Esa mujer duerme o no duerme?
—Duerme a caballo, como el resero —le contestó Pereda muy tranquilo—. Duerme a caballo de su taburete.
Así era, en efecto: después de reconstruir con su palabra el orden amenazado y el silencio roto, doña Venus había recaído en su ronroneante sueñera. Pero, de súbito, un rumor de pasos interiores hizo batir sus parpadas rugosos de cáscara de nuez: la puerta de la sala, que nadie había visto abrirse hasta entonces, giró sobre su eje y dio paso al Amante Desconocido. Sin mirarlo siquiera, y con una fluidez que pareció de gelatina, doña Venus cayó de su pedestal, se deslizó hasta la cancel, accionó la cadena sigilosa y abrió la puerta de cristales esmerilados. Y el Amante Desconocido, sin disimular su tren de fuga, hizo por allí un recatado mutis de fantasma. Después de lo cual doña Venus aseguró la cancel, echó nuevamente la cadena, y se plantó delante de los hombres, clavando en ellos una mirada estudiosa.
Vista de pie, doña Venus ostentaba una esfericidad casi perfecta, con su desbordamiento de carnes fofas que le llovían de los pechos, el abdomen y las nalgas. Pero, en cambio, su cabeza tenía cierta finura de animal rampante, decorada y embellecida por aquel asombro de sus cabellos mitad blancos y mitad renegridos. En cuanto a sus ojos, era visible la experiencia con que ahora estudiaban a cada uno de aquellos hombres puestos a madurar lentamente bajo la luz chillona y entre los muros de color sangre. Y era más visible aún que doña Venus, con sus ojos inteligentes, acababa de elegir al Mercader Sirio; el cual, adivinándolo sin duda, fingió un bostezo de indiferencia y se puso de pie. Con enigmática sonrisa, doña Venus le indicó entonces la puerta que no había cerrado el Amante Desconocido; y el Mercader, obedeciendo a esa orden muda, se coló en la sala, cerró la puerta, y se le oyó echar la llave. Comprobado lo cual doña Venas, tras agacharse y acariciar el vientre de la perrita, recobró en su taburete el equilibrio, la beatitud y el sueño.
Franky Amundsen, que no había perdido un solo detalle de la escena, se volvió hacia el filósofo villacrespense y le dijo:
—Es muy satisfactorio comprobar hasta qué punto la Venus Terrestre ha modernizado su técnica. ¡Diablo! Uno en ejecución y otro en capilla. ¡Eso es montar bien la máquina!
—¡Hum! —respondió Samuel vagamente.
—El procedimiento de la
cadena
—dijo Bernini con aire cínico—. La última palabra de
mister
Ford.
Asintió Franky, lleno de científica gravedad, y solicitando con el gesto la atención pública:
—¡Señores! —dijo—. ¿Quién se atreve a sostener que no progresamos? ¡Admiren ustedes este prodigio de la técnica! El amor mecánico, en tres tiempos. ¡Rapidez, comodidad y limpieza! Aviso: la mano del hombre no interviene para nada en la elaboración del producto.
—¡No hay dos como Jova! —refunfuñó doña Venus desde grandes profundidades.
Pero aquel discurso no logró el éxito que Franky ambicionaba, sino que, por el contrario, ejerció la virtud negativa de arrojar una sombra en todos los semblantes: Adán y Schultze abatían ahora sus frentes grávidas de melancólicos pensamientos; balbucía Samuel un triste soliloquio de borracho; el petizo Bernini, sociólogo infatigable, meditaba en el problema sexual que una mayoría de hombres ávidos y una minoría de mujeres inflexibles creaban en este misterioso país de aluvión; inmóviles y callados, el Conductor y el Gasista esperaban, éste húmedo y tranquilo como un vegetal, aquél reconcentrado y lleno de aristas como una piedra. En cuanto al Señor Maduro, era evidente que no había renunciado al problema del estanciero Martínez; y su mirada cautelosa iba del periódico a Franky Amundsen y de Franky al periódico, mientras en su fuero interno se decía que aquel joven, si era detective, lo disimulaba espléndidamente.
Algo de aquello barruntó Franky en el Señor Maduro, después de recorrer todas y cada una de las caras herméticas. Entonces, deseoso de romper un silencio que jamás cuadró a su carácter, se dirigió al Señor Maduro y le dijo:
—Admitamos que sea la
maffia.
¿Cómo llegó a esa hipótesis?
Se irguió el Señor Maduro cuan alto era (y no lo era gran cosa):
—¡Palpito! —exclamó, entre confundido, triunfante y modesto.
—¡Bah! —dijo Pereda—. ¡El señor investiga como quien juega al truco!
—Método intuitivo —declaró Franky en tono protector.
—No sólo eso —dijo el Señor Maduro, a quien había disgustado la observación desdeñosa de Pereda—. Las circunstancias que rodean el crimen están diciendo bien a las claras que todo es obra de los
maffiosos.
—Método deductivo —corrigió Franky—. Sí, es un
crimen firmado,
como decimos los técnicos. Eso es, no hay duda. Pero, ¿cómo entiende usted que sucedieron las cosas?
El Señor Maduro adoptó un aire circunspecto.
—Lo de siempre —dijo—. El estanciero recibe un anónimo: debe acudir a la cita, bajo amenaza de muerte. Va, y lo secuestran: quieren sacarle una gruesa cantidad de dinero, hacerle firmar un cheque, o algo por el estilo. ¿Qué sucede al fin? Que la policía toma cartas en el asunto; y que los
maffiosos,
asustados, le pegan un tiro al estanciero y...
—¡Nada más falso! —lo interrumpió Franky—. Ahí es donde las apariencias engañan.
—¿Cómo? —le preguntó el Señor Maduro—. ¿Hay otra teoría?
Franky lo miró largamente, sin disimular su acritud.
—Ésa es la madre del borrego —dijo—. En primer lugar, señor, yo no formulo teorías. Yo trabajo, señor, con la lupa en la mano.
—¿Y entonces? —le volvió a preguntar el Señor Maduro, que se desconcertaba.
—El estanciero —rezongó Franky— fue asesinado en su mismo dormitorio. Un tiro de pistola con silenciador.
Adán y Schultze, Pereda y Bernini cambiaron entre sí una mirada furtiva. El Señor Maduro se quedó con tamaña boca.
—¡No es posible! —exclamó al fin—. ¿Y el cadáver? ¡Fue hallado en una quinta!
—Puro juego teatral —explicó Franky—. Lo vistieron en el dormitorio y se lo llevaron entre dos, como si estuviera borracho. El Hudson gris los esperaba en la esquina, con el motor en marcha.
—¿Y el móvil del crimen? —objetó el Señor Maduro—. ¿Qué podían robarle a un muerto?
Franky vaciló, como si dudara entre hacerle o no una confidencia que tal vez lesionaría el secreto profesional.
—Vea —se decidió al fin—. En el dormitorio del estanciero había un jarrón chino de la época Sung. ¡Y ese jarrón ha desaparecido!
—¡Los diarios no dicen una palabra! —rezongó el Señor Maduro.
—¿Y sabe lo que había dentro del jarrón? —concluyó Franky, preñado de misterio—. ¡El
Ojo de Buda,
la famosa esmeralda del marajah!
Una explosión de risa estalló en el dúo Pereda-Bernini, se comunicó al dúo Schultze-Buenosayres, tuvo una réplica estruendosa en Franky mismo y un eco de solidaridad en el Gasista Italiano. Pero el Señor Maduro no reía; por el contrario, rojo de vergüenza y de cólera, meditaba ya en las cuatro verdades que le cantaría él a ese mocito. Y a no dudar se las habría cantado, si en aquel instante doña Venus, amodorrada en su trípode, no hubiera dado señales de agitación:
—¡Salvajes! —balbucía entre sueños—. Estaba en la flor de la edad. ¿La muerte? ¡No es bastante para esos hijos de puta! Yo se los entregaría, bien atados, a la madre del joven, para que les arrancara los ojos con las uñas, o los despellejara vivos, o los quemara con fósforos, así, lentamente...
—¡A la pucha! —murmuró Franky—. ¿De quién diablos hablará esa mujer?