Adán Buenosayres (70 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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—¡Señoras y señores! —dijo el hombre del megáfono (tenía una voz de truchimán antiguo, y recitaba en salmodia, subiendo y bajando el tono según las exigencias del texto) —. Asistiréis a una tragicomedia que no por ser contemporánea deja de tener una antigüedad casi mítica. El primer cuadro se desarrolla, como veis, en la sala de un inquilinato de la calle Warnes: una excitada concurrencia, moviéndose con discreción entre las máquinas de coser y las pilas de sobretodos, festeja, copa en mano, la circuncisión de los doce hijos que don Moisés Rosembaum debe a la magnificencia de Jehová. ¡Señores, ved a la derecha cómo el rabino, untado con el óleo de la sabiduría, cuenta el producto de su difícil arte! ¡Y ved a la izquierda (metido en su levitón de lustrina y empuñando la caña que, según dice, recibió de sus antepasados) al propio don Moisés Rosembaum, héroe y mártir de nuestra historia, cuyos ojos festivos y a la vez atentos parecen bendecir a los convidados y vigilar sus ademanes, por si se llevan algún cubierto! ¡Ah, señores!, poneos una mano en el corazón y decidme: ¿no os parece contemplar una estampa bíblica? A mí tampoco.

El
speaker
guardó silencio, se corrió el telón y aplaudimos fríamente. Luego, al son de la orquesta que retornaba el mismo aire musical pero en tiempo de
fox,
los bailarines reanudaron su danza, mientras el
speaker nos
conducía frente al segundo escenario.

—¡Atención! —volvió a gritar—. ¡Atención!

Se produjo un nuevo alto de bailarines y orquesta; y el telón, al descorrerse, manifestó el segundo cuadro:

—Señores —recitó el
speaker
—, según recordaréis, dejamos a don Moisés Rosembaum en un humilde conventillo de la calle Warnes. ¡Miradlo ahora en el estudio-biblioteca de la mansión que ha erigido él sobre los jardines de Palermo! ¡Ah, si os fuera dado mirar por los ventanales de su estudio, veríais humear alegremente las chimeneas de sus fabricas! Pero, decidme: ¿quiénes son esos doce mancebos unánimes que sumergen doce narices idénticas en sendos libros, atlas y guías? ¡Son los doce hijos de don Moisés Rosembaum que, adiestrándose para la guerra, estudian códigos, itinerarios, estadísticas e idiomas! ¡Ved cómo el orgulloso padre los mira, no sin rascarse una barba que ha encanecido el tiempo y de la cual se desprende, no caspa, sino benevolencia en polvo! Y contestadme: ¿no os parece don Moisés un hombre al cabo de su ambición? ¿Sí? Pues, ¡cuidado entonces! Porque don Moisés Rosembaum, pese a su aire satisfecho, ya clava un ojo en los trigales del litoral y el otro en las reses del sur, pone ya una oreja en los quebrachales del norte y la otra en los yacimientos del oeste, con su fosa nasal derecha ya está husmeando los lagares de Cuyo y con la izquierda ya huele los trapiches de Tucumán. Pero, ¡atención! ¿Qué sucede ahora? ¡Los doce mancebos acaban de incorporarse! ¡Ved cómo siguen en un mapa el índice inquieto de don Moisés! ¡Ahora sacan a luz doce valijas asombrosamente iguales, se enfundan en doce perramus idénticos y se dirigen hacia los doce rumbos de la República! Telón.

Nuevos y fríos aplausos oyéronse al descender la cortina. Se movieron los bailarines al son de aquel aire sempiterno que ahora cobraba formas de tango; y otra vez los inmovilizó la salmodia del
speaker:

—Señores —dijo—, el tercer escenario cuyo telón acaba de levantarse ante vuestras miradas atónitas os muestra el interior de un templo. ¡Mirad cómo, junto a la pila bautismal y ante serios testigos que al parecer conservan aún sus prepucios intactos, los doce hijos de don Moisés Rosembaum reciben el agua redentora como quien acepta un cheque dudoso! Ciertamente, los doce visten sus chaqués con bastante soltura (sacadles dos o tres anillos que sobran en sus manos, y estarían perfectos). Volved ahora vuestros ojos a don Moisés Rosembaum y sorprended esa mirada que, soslayadamente, ha puesto en el Crucificado. ¿La habéis visto? Pues bien, esa mirada es respetable: tiene dos mil años de antigüedad. Y me preguntaréis ahora: ¿qué ángel o demonio estará obrando en esa tribu? A lo que os responderé: ¡hum, a mí me da muy mala espina!

Calló el hombre del megáfono, se repitió el mismo juego de los bailarines y cesó al manifestarse la cuarta escena:

—¡Ah, señores! —recitó el
speaker
—. Si me veis agitar ahora, casi en vuestras narices, la siempre dulce antorcha del Himeneo, no creáis que mi corazón exulta de gozo. ¡He ahí la cuarta escena! Es el altar mayor de una basílica: los doce vástagos de don Moisés Rosembaum están contrayendo enlace con otras tantas niñas de nuestro gran mundo. Aristócratas venidos a menos, familias tronadas, linajes ilustres en bancarrota no han vacilado en sacrificar sus mejores capullos en aras de Mammón, si con tal nombre podemos rebautizar a don Moisés Rosembaum que junto al altar y trasudando angustias (¡oh, miradle!), desorbita sus ojos, tiende sus orejas y dilata sus fosas nasales, para comprobar si arden bien los cirios, si el incienso es de la calidad establecida en el contrato y si el organista no lo estafa en alguna corchea. Pero, ¡demonio! ¿No habéis advertido ahora una disminución en la luz? Es don Moisés Rosembaum que, disimuladamente, acaba de soplar sobre un candelabro: ¡el infeliz no puede con su genio! ¡Ah, señores, no creáis que mi corazón exulte de gozo porque me veáis encender ahora, casi en vuestras narices, la no siempre dulce antorcha del Himeneo!

El
speaker
se dirigió al quinto escenario, mientras bailarines y músicos volvían a su danza. Luego embocó el megáfono, alzóse la cortina y reinó el silencio:

—Bien, señores —dijo el
speaker
—. Henos aquí ante una escena que, sin esforzar la imaginación, nos evoca los escandalosos tiempos de Babilonia. ¡Ved la sala del festín, que no tardará en teñirse ante vuestros ojos con las tintas violentas de la saturnal! ¿Quiénes son esos anfitriones en cuya magnificencia parecen resucitar los asiáticos días? ¡Son los doce hijos y los ciento cuarenta y cuatro nietos de don Moisés Rosembaum, que festejan ahora el esplendor de la casa! ¿He dicho el esplendor? Mirad esas mujeres: ¿no son bellas como diosas paganas, y no hay en sus refinamientos ese «algo» doloroso que presentimos en la flor un segundo antes de su derrumbe? Mirad esos hombres: ¿no son estilizados como Ganimedes, y no se adivina en sus bizantinismos algo de ineluctablemente final? Señores, escuchadme: sin querer echármelas de profeta, siento que un otoño invisible ya está gravitando sobre esa casa. ¡Qué importa! El vino corre a torrentes, bien que sin alegría: ya empieza la bacanal, y sus gestos se cumplen sin entusiasmo, como en una fría liturgia. ¡Pero, atención ahora! ¿No veis a ese anciano despavorido de ojos, revuelto de barbas y tambaleante de paso, que discurre y se agita entre los convivios y en el cual nadie repara? ¡Es don Moisés Rosembaum! Ha exhumado su antiguo levitón de lustrina y su gorro de astracán: ¡ved cómo su mirada enloquecida recorre la mesa del festín!, ¡y observad cómo, ante aquella dilapidación, se arranca mechones de barba, llora sin ruido y alza los brazos al techo, como si quisiese apuntalarlo! ¡Gran Dios!, ¿qué hace ahora? El desdichado, en su locura, se ha puesto a juntar las migajas de los manteles, a levantar las copas caídas y a recoger el vino que se derrama. ¡Pero nadie lo ve ni le oye, y en torno suyo crece la bacanal! ¡Atención, atención! ¡Ah, me lo temía! Don Moisés Rosembaum se detiene al fin: ha desgarrado la solapa de su levitón, revienta su boca en un grito salvaje y huye... ¡cielos!, ¿por dónde? ¡Por encima de las candilejas!

Aquí el
speaker
se turbó un instante, como si algo imprevisto acabara de suceder. Luego empezó a vociferar, ya sin megáfono:

—¡Eh, don Moisés, el mutis por el foro! ¡Vuélvase a la escena, don Moisés! ¡Qué embromar, esto no es un teatro de vanguardia!

Pero sus clamores ya eran inútiles: el telón acababa de caer sobre la bacanal,
y
los músicos, para disimular el contratiempo, retomaban con brío su tema único, disfrazado ahora de pericón, mientras que los bailarines, heridos de un súbito frenesí, se movían en ronda, zapateaban como energúmenes, reían y gritaban, haciendo flamear pañuelos blancos y celestes. En tanto, don Moisés Rosembaum cruzaba el salón y se dirigía contra el
speaker:

—¡Derroche! —le gritó, señalándole la orquesta—. ¡Hay dos arpas y tres cornamusas de más!

Atropellando a los bailarines, corrió hacia el fondo; pero antes de abandonar la sala hizo girar un conmutador y apagó la mitad de las luces.

—Sigámoslo —me dijo Schultze con premura.

Ganamos la puerta del fondo y nos metimos en lo que parecía el interior de un escenario, con su telar, sus decoraciones y bambalinas, entre las cuales buscamos inútilmente al fugitivo. Cierta luz que se filtraba por debajo de una puerta nos atrajo al fin, y al empujar la hoja vimos una especie de sexto escenario en medio del cual don Moisés Rosembaum se hallaba de pie y tan inmóvil como una figura de yeso: la
luz
de un reflector, ciando brutalmente sobre su cabeza, destacaba sus ojos áridos, su nariz rampante y la dura caja de su boca, la cual se abría para canturrear el mismo aire lúgubre de la orquesta, pero ya restituido a su verdadero tono de maldición o elegía.

Lo abandonamos a su terrible soledad y salimos de aquella mansión por su fachada egipcia. Eran tantas las imágenes, personas, escenas, músicas y voces contempladas u oídas por mí hasta ese instante, que todas ellas, entretejiéndose ahora en un loco bailoteo, empezaban a confundirme la memoria y a fatigarme la imaginación. A ello se unía el cansancio físico del viaje; porque no dejaba yo de reconocer en mis huesos que, si el Helicoide schultziano era generoso en fantasías, no lo era ni con mucho en transitabilidad. No es extraño, pues, que yo manifestara un interés desmayadizo cuando el astrólogo, fresco aún como una rosa
,
me señaló algunas construcciones geométricas que se alineaban en lo que me pareció el tramo final de la espira. Eran grandes cilindros, conos, esferas, ovoides y cubos pintados de rojo, amarillo y negro (colores litúrgicos del diablo), cuya pulcritud habría llamado mi atención si no la hubiera tenido yo en menguante.

—Sufre aquí —me dijo Schultze— una subespecie humana reconocidamente nauseabunda: es la de los intermediarios, acaparadores y otras alimañas por el estilo, que, instalándose entre el productor y el consumidor, saquearon al uno y al otro mediante una sutil cadena de especulaciones, trampas, astucias y escamoteos. Los verá en aquel cilindro rojo, metidos en el fango hasta la verija y cubiertos de sanguijuelas.

—Muy equitativo —le respondí yo bostezando. Pero me negué a entrar en el cilindro rojo, y encaminé mis pasos hacia la salida.

—En este cono amarillo —insistió Schultze, aparejándoseme— viven los que, alarmados ante una gran cosecha y con el afán de mantener los precios en su elevación usuraria, quemaron silos desbordantes, arrojaron al Paraná toneladas de fruta, e hicieron correr el vino por las acequias de Mendoza, el año aquel en que todos los burros de la provincia se emborracharon contranatura.

Pese a mi fatiga, las últimas palabras de Schultze me hicieron vacilar un instante junto al cono amarillo:

—Vea —le dije—, mis antepasados fueron entusiastas bebedores (a veces me pregunto si mi árbol genealógico no será una parra). Y creo que todos ellos gozarían al ver, por mis ojos, la tortura que sufren aquí esos profanadores del vino.

—Los he puesto en un lagar —se apresuró a tentarme el astrólogo—, donde pisan eternamente uvas podridas, al son de un violín agrio, rechinante, diabólico, rascado por cierto violinista sanjuanino, Vargas de nombre y tuerto de condición, el cual, de pie sobre un barril y con Mandinga en el cuerpo, ejecuta día y noche su estúpido Malambo de la Cabra Tetona. ¡Entre y vea!

Pero yo estaba rabiando por abandonar aquella espira:

—¡Gracias! —le contesté—. No me gusta el violín solo, y me revientan los tuertos.

Inicié un paso vivo que mucho tenía de fuga; y Schultze, alargando el suyo, volvió a la carga:

—En ese ovoide negro —me dijo— están los comerciantes que usaron la uña larga y el metro corto. Entre, y los verá pesar un infinito de materias fecales, en balanzas tan mentirosas como sus sonrisas.

—¡No ahora! —volví a negarme, tomando al trote la curva final.

Schultze trotó a su vez, e insistente como un tábano me zumbó al oído:

—¡No se pierda lo mejor del arrabal! Entremos en ese cubo, y le mostraré a los avaros de comedia y literatura, los que no fueron músicos por no dar en la tecla, los que se guardaron del frío por no dar diente con diente, los que por no dar el último suspiro estuvieron en trance de inmortalidad, los que ni siquiera se dieron a todos los diablos, los que fueron tan devotos que para ellos todos los días fueron de guardar, los que sólo adoraron al Ángel de la Guarda, los que se volvieron mudos por no hacer el gasto de la conversación, los que no gastaron bromas ni fueron por sendas gastadas ni se llamaron Gastón, los que...

—¡Basta, basta! —le grité yo, pasando del trote a la carrera.

Pero Schultze, corriendo a su vez como un galgo, no tardó en alcanzarme:

—¡Oiga! —jadeó—. Los he metido en sucios gallineros y sentado en asquerosos nidales, donde incuban eternamente sus bolsas de oro, moqueando de calentura, chorreantes de lagaña, comidos de piojos, llenos de flato y víctimas de la más terrible cluequera.

Estábamos en este punto (él describiendo, yo rezongando y los dos corriendo a más y mejor), cuando vi al frente la puerta de salida, que por ser de avarientos y no dar paso comenzó a estrecharse y reducirse a medida que nos acercábamos. Me lancé contra ella, resuelto a franquearla de cualquier modo, así fuese por el ojo de la cerradura; pero en aquel instante me sentí atrapado y cautivo de alguien que me llevó a empujones hasta una mesa de comisaría, frente a la cual se hallaba un duro banco en el que se me sentó a la fuerza. El astrólogo Schultze, igualmente preso, no tardó en ocupar un sitio a mi lado; y sólo entonces vi,
no
sólo a los dos energúmenos que nos habían dado caza, sino también al hombre que, detrás de la mesa, parecía estudiarnos atentamente, mientras aseguraba en su cráneo una llamativa corona de latón.

—¿Por qué me traen a éstos? —preguntó al fin el hombre de la corona.

—Evadidos —contestaron a una los dos energúmenos—. Ya estaban a diez metros de la puerta.

—¡Mienten! —gritó Schultze, levantándose de su asiento.

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